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Contra la deconstrucción masculina

No puede haber “hombres deconstruidos”. No se deconstruye un cuerpo, se deconstruyen los conceptos que se inscriben sobre él.
Juguemos a esto: buscad artículos sobre “deconstrucción de la masculinidad” en la web y contad cuántos ponen esa palabra sólo en el título pero no la vuelven a repetir en el texto, o la repiten pero no la definen. Si conseguís más de cinco artículos que no caigan en este problema, os invito a una cerveza. Lo prometo.

La deconstrucción se ha vuelto una de las palabras más utilizadas en el argot del feminismo. “Deconstruir” parece que se refiere a “remediar”, “cuestionar”, “criticar”. Pero no está claro. “Deconstruir la masculinidad” es el concepto más repetido en cualquier discurso crítico con los modelos de ser hombre, pero pocas veces (o ninguna) nos hemos puesto a pensar qué significa.

Mención aparte merece el artículo de Raimon Ribera y Josep ArtésAdiós al macho: sobre micromachismos y deconstrucción, en el que analizan filosóficamente el concepto relacionándolo con el feminismo. Pero creo que se quedan cortos. Lo que hacen (muy bien) es definir el término, dejando de lado la aplicación del concepto a la masculinidad. “Deconstruir la masculinidad” es para estos autores “transgredir” las masculinidades, “detectando” y “tachando” todos aquellos micromachismos que se han ido sedimentando en las subjetividades a lo largo de los años. Pero esto resulta demasiado amplio para ser operativo. Para los que llevamos un tiempo en esto de la crítica de las masculinidades, “detectar” y “tachar” son dos cosas muy distintas. Y sin embargo, repetimos una y otra vez “deconstruirnos” sin saber exactamente cómo traducir eso en acciones.

Qué es la Decosntrucción

El concepto, nacido del trabajo del filósofo argelino Jacques Derrida, surge en los setenta con el intento de reevaluar el conjunto de saberes occidentales. Nace como herramienta para visibilizar lo que los discursos hegemónicos dejaron históricamente en las sombras. La deconstrucción va contra la centralización del poder y abre la posibilidad para que lo heterogéneo emerja.

Originariamente, es un mecanismo de re-lectura de textos a través de la descomposición y fragmentación. Se disloca la arquitectura de un texto analizando estratos de sentidos y revelando así las herencias ocultas. Es decir, es una genealogía estructurada de los conceptos que nos habitan. La deconstrucción es, pues, contradicción. Una lectura subversiva y no dogmática de los textos en un sentido amplio: textos literarios pero también la cultura como texto, el cuerpo como texto, la política como texto… Deconstruir es traer lo heterogéneo a la mesa, destruyendo la univocidad. Tras una voz única existen otras voces invisibilizadas.

Deconstruir es traer lo heterogéneo a la mesa, destruyendo la univocidad. Tras una voz única existen otras voces invisibilizadas

Deconstruir es abrir en canal para revelar los procesos de formación. Des-sedimentar los conocimientos y discursos para revelar lo que la historia ha ocultado y reprimido. Deconstruir es desmontar un reloj para revelar la forma en las partes fueron formadas, permitiendo analizar mecanismos de funcionamiento, herencias pasadas, piezas ocultas.

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Para aplicarlo al género, podemos recurrir a la célebre Judith Butler, que recoge la idea de deconstrucción para entender la artificialidad del género y realizar un desplazamiento en las prácticas corporales. Deconstruir es romper categorías. Pero, en el caso de Butler, deconstruir no es sólo derribar, sino también construir, construir desplazando los conceptos hegemónicos.

Si lo aplicamos a la deconstrucción de la masculinidad, el concepto se refiere al proceso de cuestionamiento y crítica de los valores patriarcales aprendidos durante el proceso de socialización. Sería básicamente cuestionar los valores tradicionales asociados a la masculinidad: potencia viril, competitividad, paternalismos, etcétera, etcétera, etcétera. Pero recalco lo de “deconstruir valores”. Por ello hay que entender que no puede haber “hombres deconstruidos”. No se deconstruye un cuerpo, se deconstruyen los conceptos que se inscriben sobre él. Se analizan los procesos por los cuales se construyen las prácticas de género, pero no hay algo así como un Lionel deconstruido.
Sin embargo, se ha abusado del concepto hasta llegar al punto de poder decir “fulanito está más deconstruido que menganito”, como si la tarea estuviese ya hecha, o como si se pudiesen medir niveles. Es necesario, pues, repensar el concepto, y para ello es útil visibilizar sus límites.

Los Límites

Resulta que la deconstrucción, por definición, no destruye. Enseña. Es una herramienta cognitiva que aporta información. De hecho, ni siquiera sentencia: permite entender. En esencia, la deconstrucción no es moral, no define qué está bien y qué no: solo revela las formas por las que se crean conceptos, ideas, prácticas.

Respecto a la masculinidad, la deconstrucción debería permitir visualizar los privilegios masculinos a través de dos procesos: uno hacia fuera y otro hacia dentro.

Hacia fuera, la deconstrucción, debería hacer que los hombres fuésemos conscientes de la invisibilización histórica de otras voces y nos llevase, por lo tanto, a la escucha como posición política. Tenemos que escuchar para entender cuánto daño han sufrido (y sufren) nuestras compañeras y el resto de colectivos oprimidos. Pero una vez escuchado, ¿qué?

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Aquí aparece la deconstrucción hacia dentro: se supone que una vez hemos escuchado, la conciencia crítica nos permitiría entender hasta qué punto hemos sido reproductores de lógicas de opresión y con ello facilita el proceso de cambio. Pero desde luego, eso no es así.

Aquí aparecen tres problemas:

1. Otro gran problema con la deconstrucción es que es interminable. Las discusiones sobre la deconstrucción masculina son eternas porque la deconstrucción no tiene límite. Nunca acaba. Nunca seremos lo suficientemente conscientes de los ejes de miseria patriarcal que nos atraviesan. Siempre hay más. Y poner la completa deconstrucción como el objetivo sine qua non para ser “nueva masculinidad” (sea lo que sea eso) es ridículo. Y eso es porque nunca habrá suficiente deconstrucción ya que no depende sólo de nosotros. Esto nos lleva al tercer problema de la deconstrucción.

Poner la completa deconstrucción como el objetivo sine qua non para ser “nueva masculinidad” es ridículo, porque nunca habrá suficiente deconstrucción ya que no depende sólo de nosotros

2. La deconstrucción es auto-referencial porque localiza la labor en el sujeto. El proceso de deconstrucción se ha individualizado de tal manera que incluso se exige como responsabilidad política. “Tu labor es la deconstrucción, macho”, nos dicen. Pero eso convierte el problema en un problema de individuos y no un problema social. Y ya se sabe que soluciones individuales a problemas colectivos no son la solución. La revisión será colectiva y mutua o no será. Y para eso queda aún mucho por hacer. Pero aun así, aunque estemos muchos, nada garantiza nada porque…

3. La deconstrucción es, sencillamente, insuficiente. En tanto mecanismo que aporta información, la deconstrucción no siempre arroja luz sobre los procesos de cambio. Podemos deconstruir ciertas posiciones para visibilizar privilegios, pero sigue estando el problema que ya he nombrado otras veces: ¿cómo cambiar esos privilegios no es siempre tan fácil como decirlo? Aunque sepamos qué queremos cambiar no necesariamente sabemos cómo. La falta de referentes, de herramientas colectivas, de tradición o de ideas de cuál es el modelo deseable hacia el que nos podríamos encaminar dificulta cualquier pasito. Sabemos muy bien qué rasgos de la “masculinidad hegemónica” no nos gustan pero, ¿sabríamos decir cómo es ese supuesto “hombre nuevo”? El silencio ante esta pregunta nos termina agotando.

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Y eso, nuevamente, es porque no depende solamente del sujeto. Hay privilegios estructurales (laborales, económicos, políticos) que no suelen depender de la voluntad, hay privilegios individuales (monopolizar el espacio, el habla, el sexo) que no siempre son fáciles de entender por uno mismo a menos que nos lo señalen, y hay otros privilegios que derivan de inseguridades o de carencias emocionales que no siempre está dentro de nuestro margen de acción poder cambiar. Deconstruir es un primer paso. Pero ¿sabemos cómo dar el siguiente?

Más allá de la decosntrucción individual

La noción de la deconstrucción se ha vuelto insuficiente. Se ha entendido por tal una labor moralista de hombres cuestionándose individualmente. La deconstrucción nunca ha ido de sujetos intentando ser mejores. La deconstrucción va de entender de dónde y de qué complejas formas surgen las relaciones de desigualdad entre géneros y cómo estas relaciones se encarnan en personas, pero también en grupos, instituciones, políticas y ciudades. No va de éticas individuales. Va de dinámicas sociales.

El trabajo individual es importante, desde luego, pero un movimiento político no puede basarse en una exigencia moralista de ser “mejor persona”. Y desgraciadamente, en muchos círculos de masculinidades críticas, la reflexión parece dirigirse hacia la individualización de la culpa y la búsqueda de claves personales.

La deconstrucción solo enseña cómo están construidas las cosas. El cambio es otra cosa, y vendrá a través de una acción/reflexión siempre colectiva, siempre política

La deconstrucción no informa sobre cómo cambiar. Solo enseña cómo están construidas las cosas. El cambio es otra cosa, y vendrá a través de una acción/reflexión siempre colectiva, siempre política.

Centralizar los debates sobre la masculinidad en la ultracoherencia individualista en pos de una deconstrucción plena es una labor abocada al fracaso. No se trata de perfeccionismos individualistas. Se trata de procesos emancipatorios colectivos. Por eso la obcecación en la deconstrucción individual, si bien es necesaria para comprender la forma en la que el patriarcado se encarna, puede no obstante hacernos perder de vista las dinámicas materiales de desigualdad y sus implicaciones de género.

La deconstrucción es necesaria, sí. Pero no es una panacea. Nunca se acaba en la revisión: sin esfuerzos por cambios materiales y sin cambios colectivos en las prácticas de género seremos expertos en saber qué no nos gusta de nosotros pero seremos estériles en nuestro compromiso político.

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