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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Cuarentena (IX): Estado de excepción y el lugar de las mayorías populares

La excepción impuesta

Una de mis hipótesis de trabajo es que cuando lo previamente anómico pasa a estar en el centro de la dinámica social, es decir, cuando lo anómico deviene nueva norma de sociabilidad (1), es porque se ha impuesto un estado de excepción. En este caso, son los agentes económicos capitalistas, fundamentalmente monopólicos y oligopólicos, quienes se arrogan la auctoritas para suspender la potestas (2). Son, digamos, el nuevo “soberano”, uno que actúa en estrecha alianza, aunque con frecuencia subordinado a los intereses del soberano imperial estadounidense (3).

¿Cómo se expresa este estado de excepción? Precisamente, como suspensión de la potestas, y más específicamente como desconocimiento de los mecanismos de regulación del mercado. Podría decirse que el estado de excepción es expresión de una rebelión victoriosa contra la regulación estatal del mercado. Por supuesto, es preciso matizar: no se trata en lo

absoluto de una victoria definitiva. La situación actual tendría que definirse más bien como una disputa en proceso.

He planteado, entre otras cosas, la necesidad de indagar en las condiciones históricas que han hecho posible no tanto la rebelión en sí, sino el hecho de que haya resultado victoriosa (4). Hasta ahora, rebeliones del mismo signo no habían conocido sino el fracaso: durante los años 2002 y 2003, por ejemplo.

Más allá de poderosos e incluso decisivos condicionantes externos, como la severa contracción de la renta petrolera desde finales de 2014 y, más adelante, las medidas coercitivas unilaterales impuestas por el soberano imperial estadounidense, ¿cuáles otras condiciones y circunstancias inducen la debilidad de las fuerzas revolucionarias? Hasta tanto no seamos capaces de saldar esta deuda analítica será imposible comprender cómo es que ha logrado prevalecer este nuevo “soberano”, que ejerce un poder que nadie le delegó, y que decide sobre nuestras vidas al margen de nuestra voluntad (5).

El detalle es que, a falta de la legitimidad que le otorgaría el voto popular, en la medida en que lo anómico ha devenido nueva norma de sociabilidad, y dado el progresivo debilitamiento del Estado, una parte de la población comienza a aspirar que sean estos agentes económicos capitalistas quienes asuman el control del mercado, y a exigirle al Estado que contribuya a la “normalización” de la situación por la vía de transigir con el nuevo “soberano”.

Allí radica, a mi juicio, el peligro principal: en el hecho de que una parte de la sociedad, que deposita cada vez menos confianza en el Estado, y extenuada por lo que percibe como una insoportable “caotización” de la economía, termine aceptando la realidad de un mercado desregulado, en algunos casos como un “mal necesario”, y en otros incluso como horizonte, en el sentido de precondición para el fin de la “caotización”. De esta forma, el nuevo “soberano”, ilegítimo de origen, terminaría conquistando un mínimo de legitimidad entre quienes ha sometido como rehenes en el transcurso de su rebelión.

 

La excepción consensuada

A diferencia de los tiempos que corren, de mutación hacia un régimen de gubernamentalidad neoliberal, de reorganización de la racionalidad política (6), hubo un tiempo en que el estado de excepción reunió el consenso de toda la sociedad venezolana.

Esto ocurrió a propósito de la Tragedia de Vargas, en diciembre de 1999. Según plantea Didier Fassin, este acontecimiento “produce un estado de excepción humanitario”. La singularidad de la situación estriba en que éste no se decreta “en nombre de la amenaza a la seguridad pública que provocaría, clásicamente, una declaración de guerra, u hoy la amenaza de un ataque terrorista”, sino que se instaura “en nombre de la emoción suscitada por el cataclismo y sus repercusiones humanas”. Las “medidas excepcionales” no son autorizadas por “el temor de un peligro”, sino en razón de “la simpatía por los siniestrados”. En esto consiste “la originalidad de la situación: lejos de ser la decisión de un soberano, el Estado de excepción es deseado por amplios segmentos de la sociedad, transportados de alguna manera por una ola de generosidad en vista de las víctimas y por un sentimiento de confianza en la persona del presidente. Habitualmente temido y denunciado, el estado de excepción es aquí deseado” (7).

Este “consenso nacional… alrededor del principio de este estado de urgencia” (8) tiene lugar en condiciones históricas muy particulares. Por una parte, y como recordaremos, está “la espectacular brutalidad del cataclismo y el número de muertos, heridos y siniestrados”, a lo que se le suma “el carácter aparentemente no discriminante de esta violencia natural que afecta tanto a pobres como a los ricos” (9). Por otra parte, y esto es lo que hace del 15 de diciembre “un símbolo político particularmente fuerte”, tenemos “su coincidencia perfecta con otro evento mayor…: las elecciones nacionales que permitirían al pueblo decidir sobre un proyecto de Constitución destinada a echar las bases de la nueva ‘República Bolivariana’, llamada de esa forma por el presidente Hugo Chávez” (10).

En palabras de Fassin, Chávez, “jefe carismático con reputación de persona íntegra”, y que reivindicaba la gesta libertaria de Simón Bolívar, “encarnaba literalmente la regeneración de una Venezuela que los observadores, hombres políticos y simples ciudadanos veían como un país en total desamparo”. Empleando “un lenguaje místico y simbólico crístico”, Chávez ofrecía “a la Nación moribunda y dividida la perspectiva de un renacimiento” (11).

Aquel 15 de diciembre se produce, “por un lado, la comunión entre el malestar que, como golpeaba indistintamente a todas las categorías sociales, congrega al país entero, y, por otra parte, la redención en las urnas que, gracias a una refundación constitucional, significa una promesa de regeneración nacional. Para hacer frente a la aflicción, se invoca a la ‘sagrada unión’ de los partidos. La retórica utilizada reenvía a una teología política, en el sentido schmitiano. La figura del jefe que decide tomar plenos poderes, en el momento de peligro, para salvar a la patria en peligro, encuentra toda su legitimidad en ese marco” (12).

Ahora bien, Fassin ha subrayado que aparentemente el deslave no discriminó entre ricos y pobres, y es un hecho indiscutible que murieron, resultaron heridas o perdieron sus viviendas personas de todas las clases sociales, como también es cierto que mucha gente de las clases más altas colaboró activamente en las labores de rescate. Pero aquello de la igualdad en la tragedia en una verdad a medias. El siguiente relato lo resume cabalmente: “Dos mujeres evacuadas por las fuerzas armadas a Barquisimeto contaron su llegada al aeropuerto de esta ciudad… La primera, salida del medio popular y originaria de los barrios pobres de Vargas, fue recibida en la guarnición donde puede inmediatamente lavarse y calentarse. No teniendo ningún lugar donde ir, fue luego vestida y alimentada con sus hijos durante varios meses, haciendo a cambio un trabajo de limpieza. La segunda, miembro de las clases medias y habitante de las zonas residenciales del litoral, encuentra en el fuerte militar a un ingeniero que participó en los socorros y que le propone venir a tomar una ducha con su hija en su oficina. Ella llama a sus amigos, que le prestan una casa, y a su hija, [que] regresa rápidamente a… Estados Unidos, donde vivía, la hace llevar rápidamente a la capital en dos autos que su empresa había alquilado para ella. Es decir, cuando la vida físicamente amenazada de las víctimas, y pasado el tiempo de la emergencia del salvataje, tempranamente en el momento de ‘resocializarse’, todo se hace según las líneas habituales de las desigualdades” (13).

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Pero la desigualdad no solo “reaparece” (por supuesto, realmente nunca deja de existir) en el momento de la resocialización tras la tragedia. Además, plantea Fassin, se “construye una relación desigual entre aquel que ayuda y aquel que es ayudado. El hecho es certificado en algunos lugares donde la urgencia de una catástrofe reduce la condición de los siniestrados a su pura existencia física y suscita movimientos ambiguos de piedad y solidaridad. Las víctimas no se engañan con el trato que les dan, especialmente si ellas son de medios modestos, los estigmas de la pobreza redoblan los estigmas de la desgracia”. Por eso es tan importante, continua Fassin, el hecho de que Chávez haya procedido “rebautizando a los siniestrados”, luego de “haber tomado la medida de la injusticia social del gesto humanitario que se agrega al infortunio habitual de la catástrofe natural, precisamente él que ha propuesto dar vuelta [a] esos estigmas”. Si se les llama damnificados, “término que… no es menos una etimología connotada religiosamente en referencia a la condena, siendo de esta forma asociada a la idea de falta, Chávez propondrá “reemplazar ese término por aquel de dignificados, aquellos a los que se le reconoce su dignidad… De damnificados de la tierra, los sobrevivientes se convierten en redimidos”. Con todo y que “la recalificación de los siniestrados en esta terminología religiosa tuvo muy poco efecto en las condiciones concretas de su confinamiento en los campos militares”, Chávez “hizo más por transformar los reflejos de la sociedad a la vista de los pobres y del ejército en el estado de urgencia” (14).

Recapitulando, Fassin sostiene que, aun cuando “la excepción es siempre introducida a través de las categorías del derecho”, en Venezuela, en ocasión de la Tragedia de Vargas, “la excepción es pensada en una perspectiva totalmente diferente: ni acto jurídico, en la coyuntura de la Asamblea Nacional Constituyente, ni estado de hecho, instituido por las fuerzas armadas, ella es aquí un gesto político que implica y atraviesa toda la sociedad. La excepción no es solo el estado de excepción proclamado (y vimos que no lo era completamente en este caso), es también la situación excepcional (vivida colectivamente como tal)” (15). Más adelante, complementa: “En el proceso de regeneración del Estado, anunciado según una retórica en el fondo menos revolucionaria que mística y potente en un simbolismo también más religioso que político, la catástrofe es vivida como una prueba que permite reconstruir la unidad nacional y la excepción aparece como la modalidad concreta de la redención colectiva adquirida al precio de una violencia simbólica, a veces física” (16).

Pero el consenso nacional en torno al estado de excepción durará poco: “ese tiempo de unidad reencontrada en la desgracia habrá constituido el punto de partida de divisiones por venir, que tomaron la forma de rupturas profundas, y dejado al país en numerosas oportunidades al borde de la guerra civil, haciendo pesar la amenaza de un nuevo estado de urgencia, esta vez por razones de estricta seguridad interior. Cuando el estado de gracia desaparece, lo social aparece porque él es jerarquizado, dividido y conflictual”. Frente a la tragedia, la sociedad venezolana ha experimentado brevemente “la ilusión de que las fronteras étnicas y raciales, económicas y políticas se borran frente a la ola unánime de solidaridad. Pero, porque esta ilusión no sabe resistir a la prueba de la realidad, la duración de las reglas del juego social común retoma rápidamente la altura: pillajes para los sobrevivientes, desvío de donaciones, abusos de las fuerzas armadas, abusos de poder, ajuste de cuentas, resultan de este modo la regla de la excepción, mientras que, subrepticiamente, evidencian las desigualdades preexistentes de condiciones frente a la tragedia y se muestra la indiferencia satisfecha de las clases sociales privilegiadas en vista de los siniestrados. La lengua española dice mejor que ninguna otra esta ambigüedad en las escenas de catástrofe: los damnificados no son solamente las víctimas de las desgracias, sino también los damnificados de la tierra; al infortunio se suman los estigmas. Que el presidente venezolano los rebautice dignificados, procede de una loable intención y tal vez portadora de efectos performativos. Una vez pasada la emoción y agotada la generosidad, ese gesto simbólico no les ahorrará ni las injusticias ni las violencias” (17).

 

Un lugar en el mundo

En contraste con diciembre de 1999, cuando el estado de excepción fue deseado por el conjunto de la sociedad, la situación de excepcionalidad que ya resulta muy evidente a partir de 2015, cuando el antichavismo hace suya la retórica de la “razón humanitaria” (18), se impone a las mayorías populares. Es una situación de hecho, no fundada en un acto jurídico, y que tiene profundas implicaciones políticas.

A tal punto se ha entronizado la “razón humanitaria”, lo que se traduce en una representación patética de las desigualdades sociales (19), que corremos el riesgo de olvidar lo que significó el proceso de subjetivación del chavismo, es decir, la progresiva politización de las clases populares que tuvo lugar durante la última década del siglo XX, y que se afianzó durante los primeros años de la revolución bolivariana.

Es completamente cierto, como afirma Fassin, que los damnificados de la Tragedia de Vargas pertenecientes a las clases populares eran, al mismo tiempo, los damnificados de la tierra. De hecho, lo correcto sería afirmar que antes de que lo perdieran todo durante el deslave, ya eran damnificados. Para decirlo con Frantz Fanon, referido por Fassin de manera implícita, antes de engrosar la lista de los siniestrados, los damnificados pobres de Vargas habitaban “una zona del no-ser, una región extremadamente estéril y árida, una rampa esencialmente despojada, desde la que puede nacer un auténtico surgimiento” (20). Su rebautismo como dignificados va más allá de lo estrictamente performativo: a Chávez lo animaba mucho más que la intención de hacer un gesto simbólico.

Puede que aquel episodio haya prefigurado lo que sería la médula del tipo específico de gubernamentalidad en ciernes que ensayó el movimiento bolivariano bajo el liderazgo de Chávez: uno cuyo propósito no era hacer morir y dejar vivir, ni hacer vivir y dejar morir, sino hacer vivir a lo que estaba condenado a morir (21). Es decir, reconocer la dignidad de quienes hasta hace muy poco eran simplemente los condenados de la tierra.

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En El chavismo salvaje, sobre todo en la segunda parte, sobre Los salvajes, he reunido un conjunto de textos que dan cuenta de la forma como el antichavismo representó a su contraparte histórica desde los mismos inicios de la revolución bolivariana. En uno de ellos puede leerse: “La irrupción del chavismo en la arena política está indisociablemente ligada a su criminalización. Podría decirse incluso que la criminalización le precede, de manera que cuando el chavismo entra en escena no puede aparecer más que como sujeto criminal, bárbaro, irracional, violento. Sin este discurso que estigmatiza, transfigura e incluso oculta al sujeto chavista, no hay relato opositor sobre el chavismo. Evidencias históricas sobran, y están allí, a la mano, para el que desee realizar la arqueología del discurso opositor: durante los primeros meses de 1999, las páginas de opinión de la prensa opositora están plagadas de horror a las ‘invasiones’ de tierra. Es así como aparece el sujeto chavista, apenas instalado el nuevo Gobierno: como un agente extraño al cuerpo social, como un elemento patógeno que se desplaza movido por un pavoroso impulso centrípeto, del campo a la ciudad, de la barbarie a la civilización. El relato opositor fue siempre el relato de la catástrofe inminente que provocarían las invasiones bárbaras chavistas” (22).

Esta catástrofe inminente precede a la catástrofe natural de diciembre de 1999, y es esta sencilla razón la que permite entender cómo después del breve estado de gracia que sucedió a la Tragedia de Vargas, reemerge la sociedad jerarquizada, dividida y conflictual, para decirlo con Fassin.

En diciembre de 1999, no solo los damnificados de Vargas, sino las mayorías populares condenadas, hacía ya algunos años que habían iniciado el lento camino hacia su dignificación: ese “surgimiento” sobre el que escribiera Fanon. Al hablar de dignificados, y quizá sin que fuera su intención en ese momento, Chávez no hacía otra cosa que significar ese acontecimiento. Sacudiéndose los estigmas, sobreponiéndose a la invisibilización, a la deshumanización y a la muerte, en suma, al no-ser, las clases populares comenzaban a ser. Tal es el significado de un par de frases que pueden leerse en El chavismo salvaje, escritas en 2012: “Con el chavismo, son millones lo que han encontrado su lugar en el mundo. Muchos antichavistas sienten que lo han perdido” (23).

 

El blanqueamiento del chavismo

El estado de excepción impuesto por el nuevo “soberano” capitalista implicará que estos millones que, con el chavismo, encontraron su lugar en el mundo, sean expulsados, lenta pero progresivamente, de vuelta a la zona del no-ser. Esto es particularmente visible a partir de 2015, cuando proliferan al punto de normalizarse largas colas a las puertas de los comercios, de gente que intenta adquirir productos de primera necesidad a precios regulados. Entonces, el acceso masivo a estos productos, una de las principales conquistas populares durante la revolución bolivariana, comienza a percibirse ya no como expresión de la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, sino como ocasión para la competencia, la trampa, la mentira, el abuso o la falta de autoridad. Tras años de dignificación, las mayorías populares se vieron forzadas a lidiar nuevamente con la experiencia de la humillación (24).

El proceso de mutación del sujeto popular chavista guarda relación directa con este estado de excepción de hecho: si para el antichavismo, identidad política que asumen fundamentalmente quienes habitan la zona del ser, la insurgencia del chavismo describe un movimiento centrípeto, que amenaza sus privilegios, la situación de excepcionalidad será el punto de partida de una dinámica social caracterizada por un impulso centrífugo, de expulsión del chavismo hacia la zona del no-ser. En tal contexto, y de manera muy esquemática, el chavismo oficialista reclamará su derecho a seguir gozando de los mismos privilegios, es decir, hará todo lo posible por permanecer en la zona del ser; otra parte del chavismo se refugiará, irreductiblemente, en la propia identidad política, independientemente de si esto se traduce o no en su permanencia en la zona del ser; mientras que el grueso del chavismo, ya expulsado o en vías de serlo, establecerá un relación cada vez más problemática con la identidad política. En el caso de este último, sobre todo, predominará la desconfianza en la clase política toda, el Estado seguirá siendo concebido como un bien político importante, aunque se valore que ha fallado, y se producirá la inflación del mercado desregulado como bien político, al que se asociará con la posibilidad de orden en medio del “caos” reinante.

Paradójicamente, esta inflación del mercado desregulado como bien político puede que sea el único punto en común entre el oficialismo y el chavismo desafiliado. De hecho, esta singular circunstancia permitiría explicar el “fenómeno” Lacava.

Alcalde de Puerto Cabello entre 2008 y 2016, electo en 2017 gobernador del estado Carabobo, política y económicamente uno de los más importantes del país, Rafael Lacava hizo su campaña marcando distancia de la simbología de la clase política chavista, usando en muy pocas ocasiones la tradicional indumentaria de color rojo, privilegiando el uso de la camisa que identifica a la selección nacional de fútbol, de color vinotinto. Relativamente joven (51 años), hombre blanco de ascendencia europea, “rico de cuna”, como gusta autodefinirse, economista egresado de la Universidad Católica Andrés Bello, especialista en gerencia tributaria, el político ha forjado una imagen de gobernante “eficiente” que, por ejemplo, aplicando medidas propias del populismo punitivo, ha combatido “exitosamente” a pequeños bachaqueros, a quienes llegó a penalizar con la limpieza de vías públicas durante su gestión como alcalde, y a quienes, según llegó a prometer como candidato a gobernador, exhibiría en “El carro de Drácula”, como llamó a un vehículo adornado, en la parte posterior, con una celda de barrotes.

Ya como gobernador, Lacava ha seguido recreando la simbología vampiresca, anunciando, por ejemplo, la creación de “TransDrácula”, servicio de transporte público, con autobuses usados importados de Estados Unidos, administrados por privados; “Gas Drácula”, servicio de gas doméstico, previamente gestionado por la vía comunal, y ahora por privados; “HidroDrácula”, servicio de suministro de agua potable; “TrashDrácula”, servicio de aseo urbano; la “Dracuseñal”, similar a la “batiseñal” que alumbra el cielo de Ciudad Gótica cuando se requiere la presencia de Batman, y que en este caso se enciende cuando el gobernador desea anunciar una “buena noticia”; el “Dracualumbra”, programa de alumbrado y marcado de vías; las “dracuplazas” y los “dracuparques”, donde proliferan los food trucks, con el capital privado interviniendo en el mantenimiento de los espacios públicos; los “dracuproductos”, resultantes de “alianzas estratégicas” con el capital privado, y entre los que destacan la “Dracucerveza”, la “Dracuarepa” (harina de maíz), el “Dracupollo”, el “Dracucafé”, el “Dracujabón”, el “Dracuaceite”, la “Dracumargarina”, etc.; una línea de ropa marca “Drácula”; el “0800Drácula”, para la atención de emergencias; “PoliDrácula”, nombre que ahora exhiben las unidades de la policía estadal; el “Club Drácula”, un local nocturno; el “DracuFest”, un festival playero; la reinauguración de una plaza pública ubicada en la ciudad de Valencia con el nombre de “Plaza Transilvania”, entre otras iniciativas de idéntico signo.

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Especialmente hábil en el manejo de las redes sociales, Lacava ha logrado proyectar una imagen de “proximidad” con sus seguidores, interactuando virtualmente con una frecuencia que no es usual en la clase política, más proclive a la franca desconexión con la gente, recurriendo muchas veces al humor y empleando a menudo un lenguaje coloquial, cuando no expresamente soez, sin que hasta los momentos hubiere alguna señal pública de reprobación por parte del liderazgo político chavista. A la vista de la sociedad venezolana, a Lacava simplemente se le ha dejado hacer y pasar.

De nuevo, el “fenómeno” Lacava solo es posible entenderlo en el contexto del proceso de mutación del sujeto popular chavista, que a su vez guarda relación directa con el estado de excepción que se le ha impuesto a la sociedad venezolana, y que sería uno de los puntos de partida de un proceso de mutación de mayor alcance, hacia un régimen de gubernamentalidad neoliberal, de profunda reorganización de la racionalidad política, con su estela de despolitización y desciudadanización.

En un clima político signado por lo que se percibe popularmente como una “retirada” general del Estado, que no es solo del mercado, y por el marcado descrédito de la clase política, apelando a una hábil estrategia de marketing político, Lacava aparece como un gobernante “eficiente” cuando anuncia que hará lo que cualquier gobernante tendría que hacer: ocuparse de los asuntos públicos. De hecho, la primera línea de defensa retórica de sus partidarios es precisamente esa: el gobernador hace lo que otros no hacen, y poco importa si el precio que hay que pagar son sus excentricidades. En tal circunstancia, pasa a un segundo plano lo fundamental, es decir, la forma de hacerlo: privatizando la gestión de servicios esenciales e incluso espacios públicos, por ejemplo, lo que desdice elocuentemente aquello de que solo se paga un precio simbólico. En realidad, la mayoría no está en condiciones de pagar el precio, y el resultado no es otro que mayor desigualdad social.

Más importante aún, el verdadero “éxito” de Lacava radica en hacer no solo digerible hasta cierto punto, sino incluso deseable para una parte de la población, lo que muchos otros gobernantes nacionales, regionales y locales están haciendo o tienen intenciones de hacer, no sin tener que enfrentarse al rechazo popular: privatizar para gobernar más “eficientemente”. Exactamente lo mismo puede afirmarse a propósito de sus declaraciones en favor de la privatización del servicio eléctrico (24): el único “mérito” del gobernador es manifestar públicamente lo que otros gobernantes todavía no se atreven a decir. Se entiende perfectamente: bajo el liderazgo de Chávez, cualquier opinión en tal sentido hubiera resultado inconcebible. Lacava ha hecho un importante aporte, trocando lo antes inconcebible en duda razonable.

En suma, lo que el “fenómeno” Lacava nos enseña es que bien puede producirse un blanqueamiento del chavismo. En el caso de este chavismo adocenado, y para decirlo con Fanon, la consigna parece ser: “blanquearse o desaparecer” (25). El gobernador puede apelar al habla coloquial, hacer chistes subidos de tono, romper uno que otro protocolo, incluso permitirse ser soez, pero nada de eso lo hace irreverente y mucho menos subversivo. Todo lo contrario. Lo que el chavismo blanqueado le dice al chavismo que ha sido expulsado de vuelta a la zona del no-ser, no es más que: “Tú, quédate en tu lugar” (26).  

Quedarse en su lugar o, parafraseando a Fanon, encontrar arrestos para tomar conciencia de su posibilidad de existir. Tal es el dilema al que se enfrenta hoy día no solo el chavismo, sino las clases populares en su conjunto.

 

 

Fuente: saberypoder

Referencias

(1) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VIII): Neoliberalismo y clases populares: la mutación en marcha. 4 de febrero de 2020.

(2) Reinaldo Iturriza López. Constituyente, rebelión y estado de excepción. 30 de mayo de 2017.

(3) Reinaldo Iturriza López. Venezuela: formas filas contra el neoliberalismo disciplinario. 13 de febrero de 2019.

(4) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (III): Romper el cerco sobre Venezuela. Notas sobre política, economía y migrantes. 10 de octubre de 2019.

(5) Reinaldo Iturriza López. Constituyente, rebelión y estado de excepción.

(6) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VIII): Neoliberalismo y clases populares: la mutación en marcha.   

(7) Didier Fassin. Un deseo de excepción. La gestión de los siniestrados en catástrofes, en: La razón humanitaria. Una historial moral del tiempo presente. Prometeo Libros. Buenos Aires, Argentina. 2016. Págs. 267-268.

(8) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 267.

(9) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 274.

(10) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 275.

(11) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 276.

(12) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 276.

(13) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 281.

(14) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Págs. 283-284.

(15) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 290.

(16) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 291.

(17) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Págs. 291-292.

(18) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VII): El intranquilo sueño neoliberal. 23 de enero de 2020.

(19) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VII): El intranquilo sueño neoliberal.

(20) Frantz Fanon. Piel negra, máscaras blancas. Ediciones Akal. Madrid, España. 2009. Pág. 42.

(21) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VI): Sobre el arte socialista de gobernar. 9 de diciembre de 2019.

(22) Reinaldo Iturriza López. El chavismo violento, esa redundancia, en: El chavismo salvaje. Editorial Trinchera. Caracas, Venezuela. 2016. Pág. 265.

(23) Reinaldo Iturriza López. Más chavista que ayer, en: El chavismo salvaje. Editorial Trinchera. Caracas, Venezuela. Pág. 381.

(24) Reinaldo Iturriza López. Chavismo, amor propio y goce popular. 15 de mayo de 2015.

(24) Rafael Lacava aseguró que es necesaria la privatización de los servicios en Venezuela. El Nacional, 26 de noviembre de 2019.

(25) Frantz Fanon. Piel negra, máscaras blancas. Pág. 104.

(26) Frantz Fanon. Piel negra, máscaras blancas. Pág. 59.

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