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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Haroldo Conti: artista y viajero comprometido con las aventuras de las vidas anónimas

(Para Marcha/ Contrahegemonia). Figura central de la llamada «generación Contorno», colaborador de la mítica revista Crisis, protagonista multifacético de la intensa década del 60, Conti integraba el Partido Revolucionario de los Trabajadores y acababa de publicar su gran novela Mascaró (1975), cuando fue secuestrado y desaparecido por la última dictadura militar.

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Con Gringo

[Publicado por primera vez en revista Casa de las Américas Nº 71, La Habana, Cuba, 1972]

Los vi cuando salieron del monte, apenas hace un rato. Vi al grupito de batidores con el capitán al frente. Después desaparecieron porque el camino baja y lo tapan los árboles, pero acabo de ver ahora mismo la nube de polvo que levantan a la entrada del pueblo. El capitán sobresale de la gente y la polvareda.

El coronel atraviesa la calle abrochándose la bragueta seguido por el resto de los milicos que dormían la siesta. Alguien pegó un grito y la gente abre paso a los soldados que vienen pateando el polvo por el medio de la calle con aquel pálido y ojeroso capitán montado en una mula.

Recién ahora que están más cerca veo al otro jinete. No se parece a nadie, quiero decir a toda esa gente que no se parece a nosotros, por más que los parió la misma tierra. Cabalga como dormido. Tiene las piernas envueltas en unos trapos y una melena aceitosa que le cae hasta los hom­bros. Por los andrajos más bien es igual a nosotros.

Detrás del hombre viene el gringo con el pañuelo debajo de la gorra. Tropieza una vez y levanta la cabeza y se acomoda los anteojos que brillan como dos fogonazos.

Cuando pasan frente a la iglesia, el sol, que cae a plomo, los borra de golpe. Sólo queda en el aire la cabeza del capitán, blanca de polvo, con un par de huecos que le hunden la cara. Después viene la cabeza del hombre que se bambolea a un lado y otro, como el Cristo de Lagunillas la vez que lo sacan para la Cuaresma y lo pasean de una punta a otra del pueblo. Tiene la misma cara de muerto de hambre, la misma barba silvestre.

La gente los sigue de lejos porque el gringo se vuelve a cada rato y los espanta con el puño. Un perro se le cruza en el camino y le larga un puntapié. El perro rueda entre las patas de las mulas con un alarido y el jinete se tumba a un lado. El gringo levanta los brazos pero no llega a tocarlo porque el capitán, sin volverse, alarga la mano y lo acomoda en la montura.

El hombre ha abierto los ojos, o ya los traía abiertos y recién me doy cuenta porque lo tengo enfrente. Mira adelante, es decir, no mira un carajo, como si cabalgara solo en medio del polvoriento camino que viene de Valle Grande y atraviesa Higueras, que casi no es un pueblo, que casi no es nada, y se pierde a lo lejos en dirección a otra nada más grande.

Pasa el gringo, pequeño y taciturno y antes pasaron los milicos pateando el polvo con un quejoso zangoloteo de trapos empapados y correajes sudorosos y ahora pasa la gente que se apretuja y cuchichea al final de la cola. Delante cabalga el capitán, flaco y pálido como la muer­te, y al lado cabalga a los tumbos aquel jinete zaparrastroso. Las piernas le cuelgan de la mula como si fueran enteramente de trapo.

Ahora que ha pasado me pregunto a quién se parece. En todo caso se parece al Cristo macilento de Lagunillas, que en esto del hambre se parece a todos nosotros.

Se han parado frente a la escuela. El coronel hace un ademán y los milicos se vuelven contra la gente que recula al otro lado de la calle.

El gringo, de atropellado, pecha al coronel, que se frota la cara y dice carajo. Los demás se han quedado quietos, hasta la gente. Miran al hombre mientras el sol les recalienta los sesos. Entonces grita algo en cocoliche, el gringo, y sus ojos líquidos saltan hasta el medio de la calle. El capitán ladea apenas la cabeza, desmonta y se sacude el polvo.

En esto el hombre se vuelve y el sol le agranda la cara y aunque está del otro lado de la calle veo el relumbrón de sus ojos, espesos y húmedos por la calentura. La boca se le enrosca en el hueco de la barba pegoteada de sudor y de polvo. Es que sonríe, aunque nadie lo entienda.

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El capitán suelta una orden por lo bajo. Un par de milicos lo bajan de la mula, aguantándolo con el hombro, y se lo llevan hasta la escuela. El gringo los sigue y alarga la mano cuando los milicos se paran, pero no se anima a tocarlo.

El coronel empuja la puerta con un pie y lo meten adentro. Los milicos lo meten porque el coronel apenas asoma la cabeza y, no bien salen, vuelve a cerrarla.

Ahora, el sol está justo en lo alto y los milicos se adormecen con el resplandor que brota del aire. El gringo se ladea la gorra y mira por uno de los boquetes que hay en la pared.

El sol me embroma la vista. Tal vez es por eso que veo aquellos ojos colgados del aire. Después veo toda la cara con esa sonrisa inmóvil no sé si de burla o tristeza. Es una cara grande como esta tierra a la que nadie entiende tampoco.

Por la tarde llegó el Toyota cargado de oficiales. Entró a los pedos levantando una nube de polvo que borró la mitad del pueblo y paró de golpe frente a la escuela. Entonces la nube le dio alcance y sonaron ruidos y gritos como si detrás hubiera otro pueblo, un verdadero pueblo. El coronel salió de la nube y se puso a gritar más fuerte que todos. Saludaba para un lado, gritaba para el otro.

Ahora que la nube se ha ido, se ha ido el ruido también porque el sol le pone a uno la sangre pesada. Los oficiales están parados al lado del Toyota, se sacuden el polvo y miran con curiosidad al gringo, que habla en lugar del coronel. Supongo que es así porque el coronel dejó de hablar cuando apareció el gringo y lo mira con cara de aburrido mientras el otro manotea el aire.

Uno de los oficiales se apoya contra la pared como si fuera a mear. En realidad está mirando por uno de los agujeros. Miran uno tras otro.

Yo no necesito mirar, ni siquiera necesito abrir los ojos pero veo mejor que ellos porque los deslumbra la luz. El hombre está sentado en el suelo con la espalda contra la pared y la penumbra le agranda las pupilas como puños. Hay algo que ahueca sus ojos y enciende una llama al final, algo que está en el aire que lo rodea, que brota de su cabeza de león, la cual no cabe en aquel agujero, no cabe ni siquiera en Higueras.

Uno de los oficiales entra en la escuela, tras otra patada del coronel en la puerta, pero no tarda en salir con la cara alborotada. Entran y salen y el coronel dice otra vez carajo.

Por el lado de la quebrada se siente el abejorreo de la avioneta. Lo he oído a ratos durante la mañana, antes que trajeran al hombre, ya que es evidente que no salió de él venir hasta Higueras. En general no sale de nadie, hay que decirlo.

Acaba de llegar un camión cargado de milicos.

Hace un rato los oficiales se marcharon al almacén y la calle se ha vuelto a quedar vacía. Hay más soldados que otras veces pero acaso el calor y esta luz que vela las figuras dan esa impresión.

Sale un milico del almacén y un poco antes he oído la voz apretada del gringo pero aquí el polvo y el silencio son demasiado viejos, de mane­ra que no sé si lo he oído o más bien se me hace porque estoy acostumbra­do a ponerles voces y palabras a las cosas justamente de mudas que están.

Los oficiales acaban de irse. Montaron en el Toyota rápidamente y cuando pasaron frente a la escuela la nube de polvo ya los había tapado. Después se fueron los soldados. No es que se fueran. El coronel pegó un grito y ellos se pusieron en fila, tomaron distancia como para que calza­ran sus sombras entre uno y otro, de modo que parecía un verdadero ejército, y después de otro grito se marcharon para Masicuri. No es que se marcharan para Masicuri tampoco. Porque doblaron detrás de la última casa y si fueran para Masicuri los estaría viendo todavía sobre el camino, un hombre, una sombra, otro hombre, otra sombra.

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El coronel se ha vuelto a meter en el almacén y ahora no se ve a nadie realmente. Es decir, veo tan sólo el rostro del hombre que sonríe cortito desde un tapial, desde el polvo de la calle, desde una punta y otra del camino.

Esto es Higueras, este silencio. Acaso esa cara tan grande como la tierra.

El capitán aparece en la puerta del almacén, blanco y ojeroso y casi transparente por la luz que lo enciende de la cabeza a los pies. Se vuelve lentamente y camina en dirección a la escuela con la metralleta pegada a una pierna. Los botines claveteados levantan una nubecita de polvo pero no hacen ruido. Antes de entrar suelta el seguro y apoya una mano en la puerta. Sin embargo, no se mueve de ahí, como si hubiera perdido la memoria, que es lo que tarde o temprano se pierde en esta soledad.

De pronto comienza a repicar la campana de la iglesia y el capitán empuja la puerta.

Los campanazos ruedan por la calle desierta como piedras y recién al tiempo me pregunto qué mierda estarán celebrando y en el mismo momento, mientras ruedan y golpean contra los tapiales y yo me pregun­to y miro el negro hueco de la puerta, siento como un ruido de ramas que se quiebran en medio de los campanazos, un rebote áspero y entrecorta­do, mientras ruedan y golpean celebrando tal vez una fiesta nueva.

***

Carta a Roberto Fernandez Retamar

[Roberto Fernandez Retamar: poeta, escritor y revolucionario cubano]

2 de enero de 1976

Roberto, hermano:
Espero que esta carta llegue a tus manos en alguna forma y que algunos meses después llegue a las mías tu respuesta. Es increíble cómo la distancia nos separa. Este año que pasó casi no hemos tenido señales de vida de la Casa, salvo las formales. Yo sé que ustedes nos piensan más de una vez y esa idea nos sostiene. Nosotros los pensamos casi a diario y necesitamos repetirnos constantemente que Cuba está ahí, en nuestra misma América, y que hay una porción de tierra liberada y ahí están nuestros hermanos.

Me dijo Marta que le dijo Gustavo Hernández, de la embajada, que según una carta de Beba yo daba por sentado que este año iba a La Habana. No sé de dónde salió eso pero juro que jamás se me cruzó por la cabeza. Para mí lo que decidan los compañeros está siempre bien porque se hace de acuerdo a los intereses de la Revolución. Así trabajamos aquí noche y día y esto nos salva del individualismo y las decisiones personales tan funestas a menudo. Por otra parte mi mayor alegría es que viaje a allí gente nueva para que eso se conozca cada vez más. Sé lo bien que le hace a los compañeros y ojalá que pudiesen ir todos. Muchos se lo merecen y lo necesitan más que yo, inclusive para salvar sus vidas. Quiero que esto quede claro.

En cuanto a la situación aquí, las cosas marchan de mal en peor. Me acaba de informar muy confidencialmente […] [un amigo] militar, que se espera un golpe sangriento para marzo. Inclusive los servicios de inteligencia calculan una cuota de 30 mil muertos. Esto coincide con las apreciaciones de nuestros compañeros que evalúan la situación constantemente. Desde el punto de vista de la lucha revolucionaria el aumento de nuestras fuerzas es notable y la preparación magnífica. Ellos lo saben. Calculamos que los que van a sufrir el golpe serán los compañeros de superficie, los niveles medios que se mueven a dos aguas. Nosotros ya nos hemos mudado de casa, por imposición de los compañeros, pero eso no será suficiente. En este mismo momento las Fuerzas Armadas están haciendo un operativo rastrillo a pocas cuadras de aquí. Por otra parte nuestra casa, por lo amplia y desapercibida, sirve a menudo de refugio a compañeros que están con problemas. Ahora mismo habita aquí la hermana de un compañero que cayó los otros días en el ataque al Batallón 601 y hasta hace poco vivía uno de los muchachos del Teatro Libre que huyó de Córdoba después de haber caído su departamento en un allanamiento que observó desde la calle, por suerte. Mi señora, a pesar de su avanzado estado de gravidez, cumple una tarea agotadora de asistencia y atención por caídos y presos. Hay caídos a diario y esa gente necesita atención, mover a medio mundo para ubicarlos y luego que no los maten. Recién nos enteramos que una caída se salvará con 15 millones de pesos como coima y ayer tuvimos noticias de un compañero de Crisis que desapareció hace 15 días. Está vivo, aunque desecho.
Bueno. Otra cosa, para no alargarme demasiado, hermano. Mascaró está prácticamente agotado. Tuvo gran éxito de lectores pero los diarios y revistas no hablan de él por razones políticas. Soy una especie de contagioso. Sé de algunos órganos donde hubo órdenes expresas de ignorarme. Es curioso recibir notas desde el exterior y no tener una sola en mi país. A propósito, me sería de utilidad recibir cuanto recorte haya de la Habana. Crisis reproduce lo que puede y se proyecta una campaña con ese material para la reedición en marzo.

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A propósito de Crisis, que se vende muy bien y es lo único que sobrevive, Federico Vogelius, su director propietario, piensa realizar para marzo una gira por latinoamérica. Naturalmente quisiera entrar en Cuba y establecer relaciones con la Casa para ediciones, etc. Si bien es un hombre rico, es progresista y ayuda mucho. Se puede contar con él ampliamente. No hace todo esto por dinero sino que le interesa apoyar toda actividad cultural. Me pide que vea si se puede arreglar su viaje a través de la Casa. Creo que importa.

Para terminar. Sudamericana saca un libro con colaboraciones de todo el mundo (Cortázar, García Márquez, etc.) cuyos beneficios serán dedicados a los presos políticos. Se vería con agrado y me piden que te pida una colaboración tuya (poesía, relato, lo que sea) y de ser posible la de algún otro notable (Guillén, Carpentier, etc.).
Te abraza,

Haroldo

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[Biografía]

Haroldo Pedro Conti nació en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1925. Fue maestro rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de filosofía, cuentista y novelista. También se vinculó a la actividad cinematográfica:como asistente en La Bestia debe morir (1952), como guionistaen La muerte de Sebastián Arache (1977). En 1954 se graduó de filósofo en la Universidad de Buenos Aires.

En 1956 publicó la pieza de teatro Examinado. Cuatro años más tarde recibió un premio de la revista Life por su relato La causa. Por aquellos años conoció el Delta del Paraná, una de las mayores pasiones de su vida. Allí construyó su propio barco y se inspiró para escribir su primera novelaSudeste, con la que ganó el premio Fabril de 1962 y se convirtió en una de las figuras centrales de la llamada «generación de Contorno». Su novela Alrededor de la jaula recibió en 1966 el premio del concurso hispanoamericano convocado por la Universidad de Veracruz, y fue más tarde llevada al cine por Sergio Renán con el nombre de Crecer de golpe. Por En vida ganó el Premio Barral. Colaboró con la revista Crisis. Desde 1967 a 1976, Conti se desempeñó como profesor de latín en el Liceo Nacional Nº 7 de Buenos Aires. Como tripulante del “Atlantic”, hizo varios viajes a Brasil. En uno de ellos naufragó en la costa uruguaya y en el Puerto la Paloma descubrió un mundo de trotamundos y marinos de quienes se hizo muy amigo y serían luego convertidos en personajes de su gran novela Mascaró, que fue publicada en 1975 y ganó el Premio Casa de las Américas (Cuba).

Milita en el Partido Revolucionario de los Trabajadores por lo que es perseguido políticamente. En la madrugada del 5 de mayo de 1976, tras el golpe militar del 24 de marzo de ese año, fue secuestrado por una brigada del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino en su domicilio de la Calle Fitz Roy 1205, a escasos cien metros de la Comisaría 29ª de la Policía Federal Argentina en la Ciudad de Buenos Aires. Su nombre integra la lista de desaparecidos por la dictadura.Cada año se conmemora en esa fecha el Día del Escritor Bonaerense en honor a su memoria. La obra de Haroldo Conti fue prohibida por la dictadura militar, que ordenó el secuestro de los ejemplares de Mascaró – El cazador americano (Editorial Crisis) por considerar que “[ponía] de manifiesto, por su contenido e intencionalidad, tendencias disociantes y metodologías de reclutamiento para la acción de la subversión armada”.

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