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Jerusalén: ¿qué significado tiene la decisión de Trump?

En una alocución de una decena de minutos pronunciada el 6 de diciembre, Donald Trump ha anunciado su decisión de reconocer oficialmente a Jerusalén como capital del Estado de Israel, y de trasladar allí la embajada de los Estados Unidos, hasta ahora con sede en Tel Aviv.

A partir de este anuncio se han multiplicado las condenas así como los comentarios y predicciones catastrofistas, que no permiten necesariamente comprender los motivos, el fondo y las consecuencias probables de la decisión de Trump.

El trumpismo en todo su esplendor

¿Cómo entender la decisión del presidente de los Estados Unidos? Varias interpretaciones aparecen entre analistas y comentaristas: ruptura simbólica con sus predecesores Clinton y Obama, voluntad de satisfacer a la muy sionista derecha cristiana evangélica, proximidad personal con Netanyahu, maniobra de despiste tras la inculpación de Michael Flynn, su antiguo consejero de seguridad nacional, en el “asunto ruso”… Hay parte de verdad en cada una de esas explicaciones -que no se excluyen mutuamente-, pero pasan en parte al lado de lo esencial.

Por decirlo de forma trivial (pero lo menos que se puede decir es que la trivialidad no es incompatible, ni mucho menos, con los hechos y gestos del actual presidente de los Estados Unidos), Donald Trump hace sencillamente de Donal Trump. El derecho internacional, las opiniones de los demás Estados -incluyendo los aliados árabes- y las opiniones de su entorno (su secretario de Estado y su Ministro de Defensa estaban opuestos a este arbitraje) no han tenido mucha influencia en la balanza frente a la íntima convicción de Trump de que esta decisión era, según sus propios términos, “la buena cosa a hacer”.

Así va el mundo según Trump: independientemente de las consecuencias que pueden tener, hay decisiones que son intrínsecamente “buenas”, mientras otras son “malas” y los “hombres valientes” deben tomar las “buenas” decisiones. Una visión mística de la política que hace eco a la de Georges W. Bush, pero que se acompaña en Trump -debido a su hábito de golden boy y de su postura anti-establishment- de un desprecio por el realismo que predominaba en la diplomacia estadounidense, que asimila a la indecisión y por tanto a la cobardía.

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Una “ruptura” esencialmente simbólica

Adepto al golpe de efecto, al farol y el puñetazo encima de la mesa, Trump es en gran parte imprevisible, en la medida en que su racionalidad política es fundamentalmente irracional. Pero paradójicamente, a veces tiene el mérito, al rechazar a adaptarse a las apariencias, de revelar verdades crudas que las ilusiones generadas por las declaraciones de intención y las posturas de Barack Obama habían tenido tendencia a disimular. Es el caso en lo que se refiere a Jerusalén y, más en general, la política de los Estados Unidos hacia el Estado de Israel.

Muchos insisten en la “ruptura” que constituiría la decisión de Trump a propósito de Jerusalén, en particular en que sería un “mal golpe”, incluso un “golpe fatal” asestado al “proceso de paz”. Pero si es innegable que el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y el desplazamiento de la embajada constituyen una ruptura simbólica, considerar que Trump estaría realizando un brutal cambio de dirección de la diplomacia estadounidense es excesivo, por no decir erróneo.

Los discursos sobre la “muerte del proceso de paz” comportan en efecto una buena parte de hipocresía en la medida en que dan a entender que habría existido, hasta las declaraciones de Trump, un “proceso de paz”. Igualmente, la tesis de la “ruptura del equilibrio” en el planteamiento estadounidense del conflicto que opone a Israel y los palestinos exonera a la administración Obama de sus responsabilidades, dejando suponer que habría tenido una visión “equilibrada” de la cuestión. Ahora bien, cualquiera que mire con al menos un poco de perspectiva y de lucidez la evolución de la situación durante los diez últimos años constatará que se trata de dos falacias manifiestas.

Jerusalén-Este anexionada y colonizada con toda impunidad

Varias resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU (que, por tanto, no han sido vetadas por los Estados Unidos) se refieren específicamente a Jerusalén. En 1968, es decir, un año después de la conquista de la parte oriental de la ciudad, la resolución 252 exigía de Israel “abstenerse inmediatamente de cualquier nueva acción que tienda a modificar el estatus de Jerusalén”. En 1980, tras la anexión “oficial” de Jerusalén-Este, la resolución 476 evoca “una violación del derecho internacional” y “demanda a los Estados que han establecido misiones diplomáticas en Jerusalén retirarlas”.

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Si esta última decisión había sido hasta ahora respetada por los Estados Unidos, esto no ha impedido a Israel poner en marcha una política de judaización de la ciudad: tras 1967, las autoridades no han clasificado más que el 13% de Jerusalén Este como “zona edificable” para los palestinos, contra el 35% para la colonización. Las colonias se han desarrollado a gran velocidad (más de 200 000 colonos hoy) mientras la gente palestina recibía permisos para construir a cuenta gotas. Más de 80 000 palestinos y palestinas (de 300 000) viven hoy en viviendas que Israel juzga “ilegales” y están bajo la amenaza de una orden de demolición.

Pero esta falta de respeto, por parte de Israel, de las resoluciones de la ONU referidas a Jerusalén -como de las demás resoluciones- no ha conllevado ninguna forma de sanción por parte de los Estados Unidos o de los países de la Unión Europea. Así, si no ha habido reconocimiento formal del estatus de capital, Israel ha podido actuar con total impunidad, y seguir disfrutando del apoyo de la mayor parte de los países occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, hasta el “regalo” de Obama al final de su mandato: 38 000 millones de dólares de ayuda militar para el decenio 2019-2028, un récord.

Escasa probabilidad de un levantamiento, urgencia de las sanciones

Pretender que la decisión de Trump constituiría una “ruptura”, o incluso un “giro”, tiende a oscurecer la situación más que a aclararla. La complicidad activa o pasiva de los Estados Unidos con Israel, a pesar de la fábula del “proceso de paz”, no es nueva y, sin evidentemente admitir la política de lo peor, el arbitraje del presidente de los Estados Unidos tiene, paradójicamente, el mérito de contribuir a disipar ciertas tenaces ilusiones.

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Lo que no quiere decir que el carácter altamente simbólico de la decisión de Trump no va a generar tensiones y violencia en los territorios ocupados y, en menor medida, en otros países de la región. Esta provocación suplementaria, a la que se añade la satisfacción desbordante de cinismo de los responsables israelíes, puede suscitar nuevas explosiones de cólera en la población palestina, incluso operaciones armadas que no dejarán de ser instrumentalizadas por Israel.

El momento no está para un levantamiento generalizado, al tener los palestinos tan clara conciencia de la degradación de la correlación de fuerzas y al estar el movimiento nacional tan debilitado, deslegitimado, dividido y minado por rivalidades de poder que no tienen nada que ver con la satisfacción de los derechos nacionales palestinos. El pueblo palestino tampoco puede contar con ningún apoyo, a pesar de las condenas formales, por parte de los Estados autoritarios árabes que, obnubilados por la guerra fría entre Arabia Saudita e Irán, privilegian un acercamiento a Israel y los Estados Unidos.

Los palestinos siguen aislados y nada bueno va a producirse los días que vienen, a fortiori en la medida en que sus manifestaciones sufrirán la represión de un Estado de Israel fortalecido en sus posiciones maximalistas. Es el momento de la solidaridad y, sin pretender hablar por el pueblo palestino, de subrayar que el discurso del “arreglo negociado bajo la égida de los Estados Unidos” es, sin duda alguna, una ficción que ha llegado el momento de echar al basurero de la historia, habiendo llegado el momento, más que nunca, de las sanciones contra Israel.

Fuente:  Viento Sur

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