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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

La cantidad de herbicida que usamos es única en el mundo

Entrevista a Esteban Jobbagy

Por: Nancy Balza

El experto advierte que las malezas resistentes, los excesos de agua, el déficit de fósforo y el altísimo uso de herbicidas ponen en el banquillo a la agricultura clásica. El sistema “quirúrgico” de “apagar” la vegetación por períodos largos y “prenderla” por períodos cortos, bajo la lupa.

Esteban Jobbagy deja su mochila por un momento y posa para el fotógrafo del diario. Parece acostumbrado a armar y desarmar un equipaje mínimo y cómodo de adaptar al destino que lo requiera para exponer sobre sus investigaciones, encontrarse con colegas o para explorar el territorio, al que define como “el corazón” de su trabajo.

Ingeniero agrónomo de base, con especializaciones en Ecología y en Recursos Naturales, investigador superior del Conicet, con base en la Universidad Nacional de San Luis, integró hasta hace poco más de un mes el equipo de expertos que elaboró el informe especial “El cambio climático y la Tierra”, del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (Ipcc), organismo de Naciones Unidas para el que ya colaboró en años anteriores; incluso en 2007, cuando el grupo formado por más de 2,500 especialistas de todo el mundo fue galardonado con el Nobel de la Paz.

Jobbagy estuvo en esta ciudad días atrás para participar del seminario internacional sobre “Integración del conocimiento del cambio global a los procesos de toma de decisiones en la Cuenca del Plata: un enfoque transdisciplinario” (ver El marco) y dialogó con este diario.

Con un extenso trabajo sobre “el campo como fuente de información y de inspiración”, muchas horas de análisis de imágenes satelitales pero también de contacto directo con la naturaleza, y una actividad que lo lleva a reunirse con productores agropecuarios “desde Salta a La Pampa, y de Mendoza a Buenos Aires”, pasando por la provincia de Santa Fe, la tierra, el agua, el clima y todo lo que sucede en la interacción con las intervenciones humanas en el centro, fueron los temas de la charla.

—¿Cuál es el impacto que tiene el uso de la tierra en el clima (y viceversa)?

— En mi trabajo de investigación me concentro mucho en lo que ocurre en la tierra y especialmente en los sistemas donde hay más intervención humana: los agrícolas pero también los forestales, ganaderos y en cierto modo los urbanos. Pero me interesa el territorio que juega un papel en el proceso de variación y de cambio del clima. Una parte enorme del carbono, que es el elemento que más nos preocupa al pensar en el efecto invernadero, está en los ecosistemas terrestres y es tan grande esa cantidad que un cambio porcentual pequeño allí es suficiente para cambiar mucho a la atmósfera. Por esa simple razón de peso relativo de esos dos compartimientos, lo que sucede en el territorio puede afectar al clima. Las cosas son más complejas y además del carbono, visto en forma bruta como dióxido de carbono, hay otros gases que tienen poder invernadero: si la atmósfera es como una especie de pulóver que abriga a la Tierra, el aumento de esos gases invernaderos lo que hace es volverlo más grueso.

De esos gases invernaderos, fuera del dióxido de carbono, los principales son el óxido nitroso que es un gas de nitrógeno, y el metano. En la producción de ambos tienen especial importancia la agricultura y la ganadería, es decir, la forma en que producimos.

Pero hay más formas de afectación: una de la que se habla mucho menos pero se le presta cada vez más atención desde los círculos científicos es lo que llamamos albedo, que es la capacidad de reflejar la luz que tiene una superficie. Por ejemplo, si sacamos un bosque de caldén y ponemos un cultivo de maíz, la tierra será más reflectiva y ese proceso en realidad enfría, a diferencia del otro efecto que es el de liberar carbono a la atmósfera engrosando ese pulóver.

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La agricultura es un sector secundario dada la fracción de la economía que representa globalmente. En el mundo, un 3 % del Producto Bruto es generado por la agricultura; el turismo, por ejemplo, representa un porcentaje mayor. En nuestro país es el 10 %; sin embargo la actividad tiene una incidencia particularmente importante sobre el ambiente y el clima, y eso la pone en un lugar especial. En el otro extremo está el sector finanzas, que mueve mucho más la economía pero tiene menos impacto en el flujo de energía y materiales.
Respecto de cómo el clima afecta a la agricultura, esto es más conocido. Los primeros agricultores del mundo ya lo sabían y la agricultura de países como la Argentina que se apoya poco en el riego y está fundamentalmente abastecida por la lluvia, es muy sensible a las variaciones del clima. Ahí hay puesta mucha más atención en cuanto a cómo va a ser la agricultura del futuro si cambia el clima de manera sostenida.

—Uno de los pronósticos que se repiten es que serán más frecuentes los períodos de lluvias intensas y de sequías. Si es así, ¿habrá que cambiar el modelo de agricultura?

—Yo diría que si solo nos preocupa eso, no hace falta porque los agricultores argentinos fueron muy exitosos en ajustarse a las fluctuaciones del agua, sobre todo por el lado del faltante. A partir de la siembra directa, la agricultura de la Argentina es buena guardando agua en el suelo. Otra cosa que funcionó hasta ahora es lograr períodos de barbecho largos y limpios que dejan que los lotes junten, por un buen tiempo, agua de lluvia. Nuestra agricultura tuvo una gimnasia de ajuste a las fluctuaciones de agua.

Por el lado del exceso no anduvo tan bien. Y esto perjudica mucho más a otros sectores, como el tambero y aún más a la logística y a los pueblos. Esta agricultura que en general es de alquiler, de un solo cultivo de soja al año, nos genera una llanura más inundada que antes. La agricultura en sí es más lo que gana que lo que pierde porque esas napas que están más cerca de la superficie forman un blindaje ante las sequías pero nos genera un paisaje en el que es difícil moverse y habitar. Hay pueblos que sufren y eso pasa en Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires. Y en lugares donde jamás pensábamos que iba a pasar, como Santiago del Estero y Salta, tenemos excesos hídricos aún con clima semiárido.

—Entonces, si no es esa variabilidad en los ciclos de agua, ¿qué otras cosas nos tendrían que preocupar?

—En nuestra agricultura, nos tenemos que preocupar por un esquema que veo como “minero”, donde extraemos mucho más nutrientes de los que reponemos. El caso del fósforo es notable. Y nos tenemos que preocupar por este sistema casi quirúrgico de apagar y prender la vegetación cuando uno quiere y en un ciclo, en general, corto: con glifosato, suprimir malezas; con la siembra, activar de nuevo la vegetación. Y las malezas resistentes son un problema. Nuestro sistema está colapsado por los excesos hídricos, las malezas resistentes y, agregaría, que este sistema que requiere tanto herbicida también le está generando un rechazo grande a la sociedad. Somos campeones en el uso de glifosato, y si se ven los estudios de toxicidad, no es la molécula más tóxica de los pesticidas. Pero la cantidad que usamos es única en el mundo: Estados Unidos usa tres veces menos por tonelada y por hectárea que nosotros.

Esas tres cosas: las malezas resistentes, los excesos de agua y la cantidad enorme de glifosato que usamos están poniendo en el banquillo a la agricultura clásica. No creo que necesitemos un cambio radical, pero esos momentos del año en que no estamos cultivando se pueden aprovechar con cultivos de servicio que ofrecen mejoras en el suelo.

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— ¿La soja sería la mala de la película en la agricultura argentina?

—No diría eso. Como todo en la vida, hay ambigüedad. Es la mala de la película para la sociedad porque es el motor de muchas de las transformaciones veloces y abrumadoras que nos preocupan, y por cuestiones puntuales del cultivo como por ejemplo el bajo nivel de residuo de biomasa que deja en el suelo, desprotegiéndolo. Pero tiene otras virtudes. Se trata de entender por qué estamos produciendo soja como lo hacemos: es el cultivo más eficiente en el planeta para producir proteína en un mundo que la demanda, sobre todo, para producir carnes baratas como cerdo y pollo. Eso representa una oportunidad para un país con tanta tierra y relativamente poca población e industrialización. La Argentina la tomó y generó un sistema productivo con el foco en la soja que es muy eficiente y agronómicamente muy armado. Este armado no encaja perfecto en la naturaleza; ella nos va mostrando dónde las cosas no van. Es un cultivo que fija nitrógeno y eso nos ha ahorrado usar fertilizante nitrogenado pero nos ha llevado a “minar” el fósforo de los suelos.

—Por ahora la sentamos en el banquillo y después veremos el veredicto.

— Cualquier cultivo que ocupa tanta superficie tiene que estar en el banquillo eternamente: la caña de azúcar en Tucumán, la soja en la llanura pampeana y chaqueña…

— Siempre parecen estar en tensión la actividad agrícola y el impacto sobre el clima; la necesidad de la población de alimentarse y el uso de la tierra.

—En nuestro país sería casi tramposo decir que hacemos lo que hacemos para alimentar a la población.

—Hablo a nivel global.
—A nivel global, definitivamente. En la Argentina lo hacemos porque es la mejor forma que encontramos para generar divisas y está sosteniendo la economía del país desde hace mucho tiempo. Desde el Virreinato exportábamos tasajo para los esclavos en el Caribe. Ahora exportamos proteínas para las poblaciones del mundo que alcanzan mayor poder adquisitivo y empiezan a comer más carne, especialmente pollo y cerdo. Hoy las cosas suceden tan rápido y tan masivamente que nos dejan con la boca abierta: somos un experimento único en el planeta en cuanto a la cantidad de superficie que cultivamos en el corazón de la Región Centro. Hay una expansión fenomenal de la agricultura, un uso de herbicidas único en el mundo. Esos experimentos nos van mostrando cómo reacciona la naturaleza y la sociedad. Y lejos de decir “malo” y “bueno”, tenemos que poner a todo el sistema productivo en el banquillo o bajo la mirada comparativa para pensar qué hicieron otros países con una situación histórica parecida, y cómo generaron un desarrollo de esta actividad, que como agrónomo encuentro hermosa y fascinante, y tiene que ser virtuosa para la gente y para la naturaleza.

—¿Es permeable el sector agrícola a estas recomendaciones?

— Sí, pero como cualquiera que se sienta en el banquillo de los acusados, se resiste. Y el banquillo para la agricultura en la Argentina está ahí no solo por la soja y el ambiente, sino porque es un sector que se concentró mucho y todo lo que se concentra genera un ruido en nuestra sociedad. Pero también deberíamos aclarar que otros sectores de producción primaria como el forestal y el pesquero están mucho más concentrados, y ni hablar el minero.

Entonces, es necesaria una mirada franca donde reconozcamos a la agricultura como un pilar económico, incluso cultural, de nuestra sociedad, y revisemos sus impactos. Para eso hace falta diálogo y para que éste exista tiene que haber confianza. En mi trabajo siempre me muevo entre lo ambiental y lo productivo, y trabajar en el desarrollo de esa confianza es fundamental.

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Con el IPCC
Esteban Jobbagy participó, durante los dos últimos años, en la elaboración del reporte especial “El cambio climático y la tierra”, en un equipo que integraron otros dos profesionales del país: Carolina Vera y Miguel Ángel Taboada, junto a científicos de todo el mundo.
Entre otros puntos, aquel informe, que se conoció a principios de agosto, concluyó en que “el uso más sostenible de la tierra, la reducción del consumo excesivo y el desperdicio de alimentos, la eliminación de la tala y la quema de bosques, la prevención de la recolección excesiva de leña y la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero encierran un verdadero potencial, que contribuirá a resolver las cuestiones del cambio climático relacionadas con la tierra”.

—¿Por qué a partir de este reporte se interpretó que no había que comer más carne?
—Hablaría de dos explicaciones: una técnica y otra filosófica. No me parece casual en un tiempo en el que paradójicamente nos preocupan el ambiente y la naturaleza y, a la vez, nos transformamos en la sociedad más desconectada del territorio que ha existido. Una humanidad que perdió el contacto con la naturaleza. Uno de los pocos hilos que quedan de conexión es el de la comida que entra a nuestra casa y a nuestro cuerpo todos los días. En la comida, la gente encuentra hasta una bandera y se pregunta cómo afectamos al planeta con lo que comemos. Las razones por las cuales comer carne tiene un impacto mayor sobre el ambiente que comer vegetales son varias: con la misma cantidad de comida que hoy le damos a pollos y cerdos (granos) puedo alimentar a muchas más personas si eligiesen comer granos. Vale la pena revisar históricamente qué papel cumplían los cerdos en la dieta humana preindustrial: los agricultores tenían cerdos porque les daban desperdicios y además, si sos agricultor de subsistencia siempre cultivás un poco más de lo que comés por si hay una merma en la producción. Por muchos años la comida sobra y se la das al cerdo, y si viene un año muy malo te comés al cerdo. Ese fue el papel histórico de ese componente de la dieta. Pero nos gusta mucho y nuestra humanidad, con toda su capacidad de industrializar, llevó esto a un nivel nuevo, y hay países enteros como la Argentina dedicados a producir comida para estos animales. Producimos maíz y sobre todo soja, y eso es alimento para los animales. Revisar esto no está mal, es una fuerza transformadora de la tierra que en algún momento vamos a tener que parar.

—¿Qué hay que hacer?
— En los reportes de IPCC y en mis trabajos como científico trato de opinar lo menos posible respecto de lo que hay que hacer. Me parece más interesante marcar la cancha: es una discusión compleja, profunda y política. Los científicos aportamos información, formas de mirar un problema y opciones, pero el último punto es político.

El marco

Esteban Jobbagy estuvo en Santa Fe para participar del seminario internacional “Integración del conocimiento del cambio global a los procesos de toma de decisiones en la Cuenca del Plata: un enfoque transdisciplinario”, que fue organizado en forma conjunta por la UNL, a través de la Facultad de Ingeniería y Ciencias Hídricas, y el Instituto Interamericano para la Investigación del Cambio Global (IAI), con el apoyo de la Cátedra Unesco Agua y Educación para el Desarrollo Sostenible y la Organización Meteorológica Mundial (OMM).

 

Fuente: El Litoral

 

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