ContrahegemoniaWeb

Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Los Chalecos Amarillos. Expectativas e interrogantes

Conferencia pronunciada el 2 de mayo de 2019 en la Facultad de Humanidades de Montevideo, Uruguay. Héctor Méndez es un antiguo militante revolucionario uruguayo que reside desde hace muchos años en Francia. Es doctor en filosofía de la Universidad Paul-Valéry de Montpellier y autor del libro Le Pouvoir Populaire. París, Éditions Harmattan, 2015, 520 pags.

Quisiera antes de comenzar mi intervención, hacer dos precisiones que me parecen importantes.

Si bien mi interés por el movimiento de los chalecos amarillos proviene del tema de mis actuales investigaciones sobre la expresión política de los movimientos populares, no voy a hacer una conferencia académica. He omitido por lo tanto fuentes y no hago referencia al origen de los datos que expongo. Las fuentes existen, por supuesto, pero tratándose de un movimiento en plena evolución, son esencialmente periodísticas, comentarios de editorialistas políticos y, sobre todo, material audiovisual de los múltiples sitios de los chalecos amarillos en Facebook. Mencionarlas sería prácticamente imposible. Pero además, el fenómeno de los chalecos amarillos es en mi opinión un evento completamente inédito. En esa medida no se tiene aún la distancia necesaria para comprenderlo cabalmente. Sería por lo tanto pretencioso de mi parte presentar estas simples pistas de reflexión como un verdadero análisis.

En segundo lugar, adelantándome a las críticas, aclaro que mi posición no es de ninguna manera imparcial. Soy un partidario decidido de los chalecos amarillos y lo reivindico. Mi convicción es que los observadores imparciales de los fenómenos sociales no existen. En el mejor de los casos son cómplices, más o menos inconscientes del status quo. Pero que sea parcial no significa falta de objetividad.  Todo movimiento popular auténtico, aun cuando incluya siempre una dosis de utopía y de subjetividad, necesita ser consciente de la realidad social en la que actúa. No se les presta pues ningún servicio desfigurándola.

Hechas estas precisiones y teniendo en cuenta lo poco y deformadas que han sido las informaciones sobre el movimiento de los chalecos amarillos, me siento casi obligado a evocar rápidamente los primeros pasos de este movimiento, que marcaron desde el principio su especificidad.

Desde principios del 2018, el descontento que se expresaba en las redes sociales por el aumento del precio de los combustibles era palpable. Pero el anuncio de un nuevo aumento, previsto para enero del 2019, destinado según el gobierno a financiar la transición ecológica, provocó una indignación generalizada. Su primera manifestación fue el video de una ilustre desconocida, Jacqueline Moraud, interrogando directamente al Presidente Macron sobre el destino que se daba al dinero recaudado por las tasas sobre el combustible. Éste video obtuvo la cantidad increíble de 1.500.000 vistas y fue seguido poco después por el llamado lanzado por un chofer de camiones, Eric Drouet, a bloquear las rutas de Francia el sábado 17 noviembre 2018. Este llamado recibió una aprobación inesperada en las redes sociales y fue el punto de partida de la organización de la manifestación en todo el país.

Pocos días después otro conductor de camión propuso la idea, absolutamente genial en materia de comunicación, de identificar a los participantes en el movimiento por el uso de un chaleco amarillo, un equipamiento obligatorio de seguridad que deben poseer todo los conductores de automóviles en Francia. No sólo les daba una visibilidad particular a los participantes en el movimiento, sino que permitía a todos quienes se sentían solidarios con él, manifestar su adhesión colocando el chaleco amarillo sobre el tablero del auto de forma visible.

La primera manifestación, el acto 1 de los chalecos amarillos, el 17 noviembre de 2018 incluyo más de 2000 bloqueos de la circulación en rotondas, peajes, carreteras, etcétera. En esas acciones, en toda Francia, participaron casi 300.000 personas. La sorpresa del gobierno frente a la amplitud del movimiento fue total, pero pese a ello el Primer Ministro en persona reafirmó la decisión de mantener ésos aumentos.

Si bien la participación fue menos importante en el acto 2 del movimiento, el 24 noviembre – se habla de solamente 100 000 manifestantes – los participantes fueron en cambio mucho más decididos y los enfrentamientos con la policía, numerosos. Ante la persistencia del movimiento el gobierno comienza a rectificar su posición en lo que respecta a los impuestos sobre el combustible. Al mismo tiempo intenta entablar una negociación creyendo estar aún frente a un movimiento de protesta clásico.

El 27 noviembre, a invitación del Ministro de Ecología, dos de los chalecos amarillos más conocidos en las redes, Eric Drouet y Priscilla Ludosky, se reúnen brevemente con él y filman la entrevista (no se sabe si con autorización o no) que luego publican en las redes sociales. Tres días después, el Primer Ministro lanza también una invitación a los que cree son los “representantes” de ese movimiento atípico. El resultado es sorprendente. De los ocho “representantes” convocados sólo dos se presentan y uno abandona rápidamente la sede ministerial cuando no se acepta que la entrevista sea filmada y difundida en directo. A partir de ese momento, y ante la exigencia permanente de publicidad de las entrevistas, el poder abandona definitivamente toda tentativa de negociación.

El acto 3, que se desarrolla como todos los sábados el 1 diciembre, reúne más manifestantes que el anterior y la violencia de los choques entre chalecos amarillos y fuerzas represivas sube rápidamente, especialmente en París. Aumentan las violencias contra los símbolos económicos y políticos del régimen como los bancos y hasta un ministerio es atacado por los manifestantes. Frente al agravamiento de la situación el gobierno comienza a hablar de una moratoria del aumento de los impuestos sobre el combustible.

Finalmente, luego de un acto 4, el Presidente Macron, que había permanecido silencioso después del comienzo de las manifestaciones, anuncia una serie de medidas que, se supone, responden a las reivindicaciones de los chalecos amarillos. Anuncia entonces el aumento de la prima de actividad para los salarios mínimos (lo que supone, en claro, un aumento de salario pagado por el Estado), una reducción mínima de los impuestos aplicados a las jubilaciones más bajas, la desfiscalización de las horas suplementarias y una prima voluntaria de fin de año también desfiscalizada, pagada por las empresas que le deseen. Junto con la anulación de los aumentos programados de los combustibles esas fueron las primeras y las únicas concesiones hechas a los manifestantes, pero representaron también el primer retroceso del gobierno desde su elección. Los chalecos amarillos consideraron que no respondían a sus reivindicaciones y continuaron con sus acciones semanales de los sábados.

Desde entonces la situación permanece bloqueada. Las manifestaciones semanales, en particular en París, reúnen cada vez un número más o menos estable de manifestantes a pesar de una violencia policial sin precedente, y las manifestaciones en las ciudades de provincia prosiguen también, pese a las múltiples interdicciones de manifestar. La única respuesta del gobierno ha sido la proposición de un gran debate nacional, que terminó días atrás en una mascarada de presentación de conclusiones, mostrando claramente que su objetivo no era otro que hacer financiar por el Estado la campaña electoral del partido de Macron en vista de las elecciones europeas próximas.

Actualmente, después del acto 25 el sábado pasado y la manifestación del 1 de mayo, el movimiento no da signos de detenerse pese a una represión jamás vista en Francia contra un movimiento de protesta social. Más de 22 manifestantes han perdido un ojo por tiros de balas de goma, media docena una mano destrozada por granadas lacrimógenas y explosivas, 11 muertos en diversos accidentes en las manifestaciones (chalecos amarillos embestidos por automóviles), incluida una mujer espectadora alcanzada por una granada, más de 3000 manifestantes y policías heridos, así como más de 5000 interpelaciones seguidas de varios centenares de condenas. La represión busca por el miedo disuadir la participación a la movilización. No en vano los chalecos amarillos llaman a las víctimas de la represión: “los mutilados para el ejemplo”.

La estrategia del gobierno, por el momento infructuosa, es clara: represión y una guerra ideológica y mediática implacable, destinada a desacreditarlo. Para ello todos los argumentos habituales para descalificar un movimiento social han sido utilizados. Los chalecos amarillos han sido tratados de “movimiento de extrema derecha”, “fascistas”, “antisemitas”, “racistas”, “homofóbicos”, “extremistas violentos” e incluso de “movimiento insurreccional”. En los últimos dos meses sin embargo, sin dejar de utilizar esos epítetos y de agitar el espectro de la violencia,  el gobierno de Macron parece haber comprendido que la mejor estrategia para hacerlos invisibles es hablar lo menos posible.

Pero el poder parece no haber integrado aún que los medios destinados al gran público no gozan de ninguna confianza entre la población que prefiere informarse por Internet. Los medios oficiales en Francia, no hablan más que a los partidarios convencidos del orden. Es de temer entonces que el próximo objetivo de la censura y la autocensura  será, como en todos los regímenes dictatoriales, cerrar también esa fuente de información.

Esta crónica casi policial de presentación del enfrentamiento de los chalecos amarillos y el gobierno, no explica sin embargo las dos dificultades que plantea el análisis de este movimiento. En primer lugar ¿qué es lo que hace que un movimiento, sin representantes, sin organización nacional aparente, con objetivos concretos y limitados, logre una repercusión tan importante y se prolongue en el tiempo? Y, en segundo lugar, fenómeno aún más importante, ¿por qué sigue gozando hasta hoy de un alto nivel de aceptación popular? Si al comienzo del movimiento ese apoyo era de cerca del 80%, cinco meses después y a pesar de una campaña mediática implacable la aprobación es aún del 50%. El fenómeno es sorprendente si se tiene en cuenta que el movimiento no solo está enfrentado al gobierno de Macron, sino prácticamente a todo el establishment mediático, político y aún sindical. El objetivo principal de mi exposición será entonces de tratar de explicar esos dos fenómenos.

Es indiscutible que existe en Francia un descontento popular que va más allá de los grupos de chalecos amarillos movilizados. Los motivos se fueron acumulando en los dos primeros años del quinquenio de Macron, con sus medidas fiscales en beneficio de los sectores más ricos de la población: eliminación del impuesto a la fortuna mobiliaria, eliminación de la progresividad del impuesto al capital, o simplificación y aumento de las subvenciones a las grandes empresas. Simultáneamente las ayudas para el alojamiento de los sectores más desfavorecidos disminuían y las cotizaciones sociales sobre las jubilaciones aumentaban. Todo ello en el marco de una disminución sensible de las remuneraciones de los sectores en situación más precaria – asalariados a tiempo parcial, madres jefe de familia, etc. – y una agravación incesante de sus condiciones de vida, en particular en materia de vivienda.

Este último punto es una de las consecuencias  menos conocida de las políticas neoliberales. En  búsqueda de competitividad, todos los centros urbanos de Francia buscan  atraer a los inversores que,  se supone, van a crear empleos de calidad y bien remunerados. Uno de los instrumentos son las políticas de renovación urbana y de recuperación de los centros históricos para alojar en ellos a una nueva clientela compuesta de asalariados de altos recursos  o turistas. Al mismo tiempo, por razones de economía y para facilitar la vida a esos grupos sociales, los centros urbanos renovados concentran la mayor parte de los recursos, inversiones y servicios públicos.

Los asalariados pobres, incapaces de pagar los alquileres de un hábitat renovado, son expulsados a la periferia de las grandes ciudades o aún más lejos, a las pequeñas aglomeraciones semi-rurales, o a barrios creados de la nada en medio del campo. Las mejores posibilidades de acceder a una vivienda económica, se pagan allí con la falta de servicios públicos y de los mínimos comercios necesarios para asegurar una vida local. Sus habitantes están por lo tanto condenados a largos y perpetuos desplazamientos, para el trabajo, para las compras, la asistencia médica, para cualquier trámite en oficinas públicas o bancos, etc.

El resultado es que una serie de gastos – auto, Internet, teléfonos celulares – se convierten en esenciales. No es en vano que las dos medidas, aparentemente anodinas, que marcaron el inicio de la cólera popular fueran la disminución de la velocidad máxima en ruta de 90 a 80 km/h y el ya evocado aumento de tasas sobre el gasoil, el combustible económico utilizado por las clases populares. Esas medidas comprometían el frágil equilibrio económico de sus vidas.

Esta distribución geográfica de la pobreza explica sin duda algunos aspectos del movimiento: su extensión por todo el territorio, la implantación en las pequeñas aglomeraciones, los bloqueos masivos de rutas en la primera fase del movimiento, fáciles de realizar gracias a los apoyos locales. También explica la extracción social de los campamentos que se instalan en las rotondas, compuestos por asalariados, artesanos, pequeños empresarios, jubilados, todos pobres y obligados a vivir en la periferia. La explicación exclusivamente geográfica estuvo de moda en el comienzo del movimiento.  Todos pensaban (y sobre todo el gobierno) que se trataba de un nuevo episodio de protestas locales, episodios que en el pasado se habían rápidamente agotado sin obtener ningún resultado.

Esta incomprensión llevó además al gobierno a un grave error táctico: tratar a los trabajadores como ignorantes, fáciles de convencer con un poco de pedagogía. Pero el vocabulario de desprecio utilizado (“multitud llena de odio”, “rústicos ordinarios que fuman y utilizan autos diésel”, o “imbéciles”, “brutales”, “fascistas”, “reaccionarios”, “iluminados”, “primarios”, “vulgares”, etc., no hizo más que reforzar la indignación de categorías sociales ignoradas por las élites administrativas, políticas y sobre todo mediáticas del país. El desprecio jugó un rol importante en la forma, violentamente antigubernamental, centrada sobre la persona del presidente, de las manifestaciones de los chalecos amarillos. Desde el principio la consigna más coreada fue “Macron dimisión”, una consigna cuyo carácter improbable habla más de un gesto de dignidad ofendida que de una reivindicación política.

Sin duda la personalidad de Macron, que ha hecho de él, apenas dos años después de su elección, por su arrogancia, el presidente más impopular de la Quinta República francesa, ha jugado un rol para que el odio popular se concentrara sobre su persona. Personaje insoportable, con una alta opinión de sí mismo, es rechazado incluso por quienes no llevan un chaleco amarillo. Su conducta explica, una parte del apoyo desmesurado que ha tenido el movimiento en la población.

Pero se puede decir también que, gracias a él, el pueblo en Francia comienza a comprender lo que es una política neoliberal. Toda su acción se ha centrado en la reducción del Estado y de sus servicios en nombre de una austeridad destinada a “pagar la deuda” pública. En nombre de esa política se privatizan empresas rentables del Estado, justificando esas operaciones por la necesidad de financiar el monstruo insaciable que es el aparato administrativo del Estado. Una música conocida para los oídos latinoamericanos. La diferencia es que estas medidas no se aplican a un país del tercer mundo, sino que atacan directamente a uno de los últimos Estados de bienestar aún más o menos en funcionamiento.

Examinadas  someramente entonces las causas más generales en el origen del movimiento de los chalecos amarillos, pienso que es necesario, para comprender sus características principales, tratar de responder a cuatro preguntas importantes:

¿Cuál es la composición social del movimiento?

¿Cuáles son sus reivindicaciones?

¿Cuáles son los principios de estructuración a los que adhieren y sus formas de acción?

Y finalmente, ¿cuáles son sus posiciones en relación a su entorno, a las fuerzas políticas y sindicales que los enfrentan o los apoyan?.

Estas cuatro preguntas guiarán el resto de esta exposición, comenzando por la composición social del movimiento.

¿Qué grupos sociales integran en realidad los chalecos amarillos?  Sobre este punto, todos los comentadores coinciden en que se trata de un nuevo actor social, salido de las capas más “invisiblisadas” y pasivas de la sociedad francesa: los obreros y los empleados de las pequeñas y medianas empresas, junto con fracciones de la pequeña burguesía sin diplomas, cercanas a las clases populares, así como una cantidad importante de jubilados de esas mismas categorías. Para todos ellos, la situación económica ha llegado a un punto de no retorno. Simplemente, sus entradas no les permiten llegar a fin de mes. Esa precariedad hace que cualquier aumento de sus gastos, aún mínimo, ponga en riesgo el equilibrio que, con expedientes diversos, les permite subsistir.

Al mismo tiempo los carriles habituales de reivindicación son para esos sectores de difícil acceso. Se trata en efecto de grupos sociales marginalizados por la representación política, que en general los desprecia profundamente, y abandonados por un movimiento sindical casi ausente en esos sectores y que no comparte sus formas de acción.

Pero se trata de trabajadores pobres, no de sectores marginales del pueblo. Eso explica que aún si los chalecos amarillos se reclutan entre las capas menos “educadas” formalmente (lo que motiva los epítetos con los cuales la élite intelectual y política los ha calificado), hay una sola acusación que no se les ha podido hacer: la de ser un movimiento machista. Acusación imposible por la simple razón que las mujeres, además de ser portavoces conocidos y haber estado incluso en el origen de la movilización, son en el movimiento y en sus redes sociales tan numerosas como los hombres. Juegan también, según las circunstancias, roles activos importantes en la acción directa, característica del movimiento, y han sido víctimas de la represión al mismo nivel que los hombres.

Pero si los chalecos amarillos son trabajadores pobres, no se les puede asimilar sin embargo a los “pequeños blancos” votantes de Trump, que ven en la inmigración extranjera la principal amenaza a su situación. Las acusaciones de racismo de los medios, señalando la cantidad relativamente poco importante de trabajadores inmigrantes en sus filas, no han faltado, pero no tienen fundamento alguno. Aunque una minoría de los chalecos amarillos ha tenido a veces expresiones xenófobas, la proporción no es más importantes que en la sociedad francesa en general.

Al contrario, el movimiento incluye desde el principio numerosos trabajadores inmigrantes y un número aún más importante de las personas que, en forma condescendiente, se llama en Francia “los hijos de la inmigración”. La explicación hay que buscarla sin duda en la proximidad que engendra el hecho de vivir en pequeñas comunidades donde todo el mundo se conoce, un conocimiento que es la base misma de la fraternidad entre los chalecos amarillos.

Por mi parte estoy convencido que el racismo profundo y activo no es mayor que el existente en el seno de las clases dominantes, que practican en el tema de la inmigración la hipocresía y el doble discurso más absoluto. Basta para comprobarlo el abismo que separa el discurso oficial, mayoritario, de tolerancia hacia la inmigración, con las disposiciones concretas adoptadas durante la crisis en Siria por el gobierno francés y en general en toda Europa, contra los inmigrantes.

Es cierto en cambio que hay sectores sociales populares con poca participación en el movimiento de los chalecos amarillos.

En primer lugar, los que los propios chalecos amarillos llaman “casos sociales” es decir las categorías más marginada de la sociedad, que viven casi exclusivamente de las ayudas sociales. Son grupos generalmente estigmatizados por los trabajadores pobres como “privilegiados que subsisten a expensas de ellos, sin trabajar”. El poder nunca se ha privado de explotar esa, como otras contradicciones en el seno de las clases populares y no sólo en Francia. El caso flagrante es el electorado de Trump. Sin embargo, la actitud de los chalecos amarillos hacia esas categorías no tiene de ningún modo la misma virulencia. Sólo en caso de alcoholismo o desorden manifiesto los han excluido de sus filas.

Otro grupo, mucho más numeroso, que todo señalaba  como los aliados naturales de los chalecos amarillos por sus condiciones de vida similares, es el de las poblaciones de los suburbios de las grandes aglomeraciones. Esas poblaciones, se asemejan a las de nuestro cantegriles, salvo que habitan edificios de apartamentos de propiedad semi pública con alquileres moderados e incluyen una parte importante de población inmigrante. Este grupo social constituye desde hace decenios el problema social urbano más grave que enfrenta la sociedad francesa.

La población de esos barrios, de origen étnico variado, joven, desocupada, constituye un terreno fértil para todo tipo de tráficos, en particular de droga, y para el desarrollo del islamismo radical. Frente a la pobreza y la discriminación que sufren, de nada sirven los esfuerzos de una parte de sus habitantes intentando llevar una vida normal en medio de las múltiples dificultades laborales y de la degradación permanente de su hábitat.

Las llamadas “banlieues” tienen una larga historia de verdaderas sublevaciones populares, en general en respuesta a las intervenciones brutales de una policía que combina el desprecio social con el racial. El poder teme la agitación en esos barrios, en particular porque son grupos sociales que, habituados a la violencia policial, son capaces de responder con la misma violencia.

Es fácil de entender entonces que, desde el comienzo del movimiento de los chalecos amarillos, el gobierno haya aplicado a los barrios “difíciles” una política destinada a evitar toda conjunción de fuerzas entre ambos. La receta, de la que prácticamente no se habla, ha sido simple: negociar con los extremistas y los traficantes un pacto de no agresión, que básicamente consiste en retirar la policía de esos barrios, permitiéndoles desarrollar sus actividades sin interferencia. A cambio las bandas organizadas aseguran que sus habitantes no participen en las movilizaciones de los chalecos amarillos. Esta medida permite al mismo tiempo al gobierno disponer de fuerzas policiales entrenadas para la represión violenta para utilizarla contra los chalecos amarillos.  La política aplicada a las “banlieues” ha sido, en mi opinión, uno de los pocos logros no basados en la pura represión que obtuvo el gobierno de Macron contra los chalecos amarillos.

Aun con esas exclusiones, la unidad y la persistencia del movimiento de los chalecos amarillo, que reúne sectores de las clases populares con intereses diferentes, plantea a los analistas un problema difícil de explicar. Esto ha llevado a desarrollar las teorías más diversas. Si ninguna de ellas es completamente satisfactoria, todas pueden servir para explicar aspectos parciales del movimiento. Ya evocamos el caso de los geógrafos para quienes la nueva geografía urbana es el elemento unificador. Los partidarios de las teorías populistas inspiradas en Laclau y Chantal Mouffe lo ven como un caso particular de “populismo desde abajo” (difícil de comprender lo que eso quiere decir) y consideran que el chaleco amarillo juega el rol de “significante vacío”.

Los historiadores por su parte inscriben el movimiento de los chalecos amarillos como continuación, en la larga duración, de las revueltas populares anti fiscales, que remontan incluso a antes de la Revolución Francesa. Se apoyan para eso en el hecho de que los chalecos amarillos recurren a menudo a los símbolos revolucionarios de la Gran Revolución de 1789: La Marsellesa por supuesto, pero también el gorro frigio, la guillotina que prometen a Macron, o la fuerte presencia femenina, característica de los momentos revolucionarios en Francia.

Se podría agregar una larga lista de interpretaciones, en particular de sociólogos, todas las cuales tienen, en mi opinión, el defecto de querer  transformar aspectos parciales del movimiento en explicaciones globales, proponiendo interpretaciones que funcionan casi mecánicamente y no tienen en cuenta la subjetividad de los participantes.

Pienso por mi parte que la importancia de esa subjetividad debe ser revalorizada, como debe ser revalorizado también el concepto de pueblo, en el sentido que tuvo en la revolución francesa. Los chalecos amarillos se sienten todos y cada uno como auténticos representantes del pueblo, de un pueblo en rebelión contra una elite que le ha confiscado el poder de decidir sobre sus vidas y los ha condenado a una existencia precaria. Esta identidad común de pueblo es, en mi opinión, la base misma de su unidad. Me parece inútil desarrollar aquí la importancia que reviste para todos los movimientos esa identidad común.

El segundo punto que quisiera evocar es el de los objetivos  declarados de los chalecos amarillos, tema difícil de abordar en su totalidad porque no solo han sido objeto de formulaciones contradictorias, sino que además han ido evolucionando a lo largo de la movilización.

Era fácil entender desde el comienzo que el aumento del precio del gasoil era solo un pretexto ocasional. Sin sorpresa, se transformó rápidamente en la reivindicación más general de justicia fiscal. Los chalecos amarillos han comprendido que las clases populares son las principales víctimas de los impuestos indirectos, las múltiples tasas sobre el consumo, cuyo peso para los sectores de bajos ingresos es muy superior a la carga que soportan los grupos privilegiados. Lo que es más claro aún porque las tasas sobre el combustible de los autos, consumo popular por excelencia, no se aplican al combustible de transportes más elitistas como el avión o los buques de crucero.

El sentimiento de injusticia fiscal se extienda también a la fiscalidad directa, cuestionando las ayudas concedidas a las empresas y la famosa optimización fiscal, que permite a todas las grandes multinacionales y a muchos millonarios locales de evadir impuestos.

De esa forma, los sectores participantes del movimiento, pese a incluir, al mismo tiempo, asalariados y trabajadores independientes, pueden reunirse sobre la principal coincidencia que les permite esa composición orgánica: la protesta contra el Estado y su política fiscal.

En general el reclamo de reducción de los impuestos pareciera ser una reivindicación típica de las formaciones políticas de derecha y sistemáticamente favorable al capital. Sin embargo, es fácil de demostrar que bajo la égida de las políticas neoliberales no es exactamente así. Pero se trata de una demostración que nos llevaría muy lejos de nuestro propósito.

Los chalecos amarillos argumentan, simplemente, que la igualdad frente al impuesto, el control de su monto y de su utilización, no es una reivindicación ni de derecha ni de izquierda, sino un componente esencial de la ciudadanía, un problema de justicia. Este sentimiento se exacerba con la degradación de los servicios públicos, en particular en las regiones donde se reclutan los chalecos amarillos: los ciudadanos pagan impuestos sin obtener nada a cambio.

Más allá de la injusticia fiscal, los chalecos amarillos expresan también un sentimiento de hartazgo generalizado con respecto a un sistema político que no respeta su dignidad de ciudadanos. En particular después de la elección de Macron el gobierno no cesa de mostrar en palabras y en actos el más profundo desprecio hacia las clases populares. Sería muy largo hacer aquí el catálogo de las múltiples manifestaciones del presidente Macron que fueron una humillación para los más humildes, para aquellos que calificó de “los que no son nada”.

La comprensión del problema fiscal y la falta de respeto de su dignidad de ciudadanos, temas eminentemente políticos, conduce el movimiento hacia una crítica global de un sistema en el que el pueblo sólo puede elegir “representantes” que, llegados al poder, no sólo lo ejercen contra los intereses de sus representados, sino que se benefician de múltiples privilegios. Pareciera ser también una reivindicación que puede ser considerada como de extrema derecha, en particular en Francia, donde uno de los temas predilectos del Frente Nacional es la denuncia de una falsa democracia que los excluye de una participación a la que tienen derecho.

Sin duda, la mera denuncia de la democracia representativa y de los privilegios de los representantes puede ser síntoma de una sensibilidad antidemocrática. Pero en el caso de los chalecos amarillos se impone, junto a esa crítica, una exigencia de signo contrario, el Referéndum de Iniciativa Ciudadana, el RIC, que es desde el principio del movimiento la otra reivindicación invariable. Puede parecer extraño en un país como el nuestro [Uruguay] donde hay un referéndum prácticamente en cada elección, pero en Francia esta reivindicación es revolucionaria.  Si bien el mecanismo del referéndum está previsto en la constitución francesa, las pocas veces en que se ha utilizado ha sido siempre a la iniciativa del poder político y ha sido catastrófico para el gobierno que lo provocó. El último en el 2005, rechazó la aprobación del Proyecto Constitucional Europeo y convenció definitivamente a la clase política que era peligroso darle la palabra al pueblo, que siempre terminaba eligiendo lo que no debía… Desde entonces, los gobiernos sucesivos no han convocado ningún otro referéndum.

Sin duda hay mucho de ilusión sobre la eficacia de los referéndums para controlar las derivas autoritarias y antipopulares de la democracia representativa, pero pese a ello la reivindicación de una verdadera ciudadanía, y de ser consultados sobre las decisiones que les conciernen, sigue siendo una reivindicación central de los chalecos amarillos.

Estos dos puntos, justicia fiscal y referéndum de iniciativa ciudadana, constituyen la columna vertebral de las reivindicaciones del movimiento. A ellas se suman otras reivindicaciones, algunas conexas como la anulación de las ventajas fiscales concedidas a las clases superiores, o ciertos tímidos intentos de definir lo que sería una ecología popular que se ocupara en primer lugar del problema de la contaminación industrial. Curiosamente, sin embargo, las reivindicaciones salariales no forman parte de ellas y son dejadas a los sindicatos. Las demandas de los chalecos amarillos de mejora de sus condiciones de vida, se dirigen exclusivamente al Estado, según una lógica que no es falsa si se tiene en cuenta el rol cada vez más importante que éste juega a través de las remuneraciones indirectas. Cada vez más la reproducción de la fuerza de trabajo, la vida misma de los trabajadores, depende de lo que se llama “política social del Estado”. También se puede explicar la ausencia de las reivindicaciones salariales por la necesidad de evitar rupturas entre los componentes sociales del movimiento, o por cierto fatalismo sobre la inutilidad de la lucha salarial contra entidades anónimas como las empresas multinacionales que disponen siempre del arma infalible de la deslocalización.

Pero pienso que es aún más importante el aporte de los chalecos amarillos a la metodología de lucha del movimiento popular en Francia. La renovación ha sido radical, aun cuando ninguno de los elementos que la componen sea realmente nuevo. En particular en América Latina todos han sido más o menos utilizados por los movimientos populares. También ha sido el caso en Francia por parte de los movimientos ecologistas y anarquistas que han animado las ZAD, Zonas A Defender, en lucha contra los grandes proyectos industriales. Pero en Francia, hasta la aparición de los chalecos amarillos, ésos métodos fueron siempre marginales.

De la misma manera, hasta la aparición de los chalecos amarillos nunca la coordinación de un movimiento a través de Facebook había sido utilizada a gran escala. Al punto que la utilización de las redes sociales figura en buen lugar entre los motivos evocados por los analistas para explicarlo. Las cifras de los seguidores del movimiento dan vértigo. Algunas publicaciones de sus animadores han superado el millón de vistas y la cantidad de sitios que difunden información y lanzan proposiciones se cuentan por miles. Ésas inmensas redes explican la sorpresa que ha sido el surgimiento de un movimiento, desde el principio con dimensión nacional y que, sin embargo, se apoya localmente en efectivos reducidos. Las redes explican también que el movimiento pueda utilizar formas antiguas y probadas de acción directa, dándoles una dimensión inédita gracias a la coordinación de individuos y grupos que no se conocen entre ellos.

Si el poder tardó en comprender la importancia de las redes sociales, actualmente parece decidido a aplicarles también la censura. El 19 abril último, el sitio de la “France en colère –Carte des rassemblements”, con más de 360,000 miembros, fue suspendido con el pretexto de “contenidos inapropiados”. Pensamos por nuestra parte que esta medida es sólo el comienzo de la represión sobre Internet.

Los principios organizativos internos del movimiento son también figuras conocidas. Son los mismos principios de todos los movimientos similares en el mundo: funcionamiento en asambleas locales, rechazo de toda forma de representación y exigencia de la participación de todos los que deciden en las medidas de lucha. En este tipo de organización, es a menudo difícil comprender cómo funciona la búsqueda de acuerdos. En Internet, por ejemplo, cada uno de los animadores da su propia opinión y la presenta explícitamente como tal, criticando al gobierno, denunciando las brutalidades policiales, o proponiendo medidas de lucha. Sus oyentes, en función de sus propias opiniones, le hacen llegar por Internet, en el mismo momento, sus comentarios o manifiestan su intención de participar en ciertas acciones.

Pero la verdadera vida democrática del movimiento se desarrolla en las asambleas locales, soberanas sobre todo los temas tratados, donde todos participan en un pie de igualdad.  Sin embargo, a medida que la censura mediática se acentúa, es cada vez más evidente para todos, la necesidad de dotarse de una estructura mínima de coordinación de las múltiples asambleas del movimiento.

Para ello ya se han realizado dos “asambleas de asambleas”, la más importante de las cuales fue convocada por los chalecos amarillos de Commery, una pequeña ciudad de Alsacia de sólo 5600 habitantes, representante típica de la población de los participantes en el movimiento. Esta asamblea que se desarrolló en enero contó con la participación de más de 300 grupos de chalecos amarillos y confirmó las preocupaciones centrales del movimiento: la carestía de la vida, la precariedad, la reivindicación de dignidad, la necesidad de repartir la riqueza para disminuir la desigualdad social. Éstas medidas estaban acompañadas de reivindicaciones políticas: referéndum de iniciativa ciudadana y transformación de las instituciones. El comunicado final que incluyo una denuncia de la violencia policial no es una resolución sino una propuesta, dirigida a todos los grupos de chalecos amarillos, para que la ratifican en sus asambleas respectivas, lo que parece ser el método de formación del consenso en esas asambleas de asambleas.

Una nueva asamblea se realizó en París, en ocasión del acto 18, en marzo, con más de 400 representantes de 31 ciudades diferentes. Los participantes a esta reunión convergieron y participaron en las manifestaciones contra el cambio climático que se desarrollaban al mismo tiempo en la capital. Otra nueva asamblea se realizó en Saint Nazaire en abril último y fue acompañada en este caso de una manifestación conjunta con el sindicato CGT. Otras asambleas están previstas. En suma, el movimiento se organiza desde abajo, lenta pero seguramente y comienza a desarrollar solidaridades con una parte del movimiento sindical, los movimientos ecologistas y aún movimientos similares en Europa. La manifestación de ayer ( 1° de mayo) fue una clara expresión de esas nuevas solidaridades.

En cuanto a los métodos de acción directa del movimiento, ya hemos evocado los más importantes, el bloqueo de la circulación, así como el bloqueo de lugares emblemáticos como los supermercados (odiados por los productores rurales y los pequeños comerciantes que perecen a causa de ellos), o la violencia contra locales bancarios o los representantes del poder del Estado durante las manifestaciones de los sábados. Contra lo que pretende la versión mediática y policial, el movimiento tiene una conciencia clara de lo que significa la acción directa, que no se identifica con la violencia, sino que se caracteriza por la participación real y no simbólica de los manifestantes.

Sus manifestaciones son diferentes de las manifestaciones habituales de los sindicatos o de los estudiantes. Menos música y menos banderas coloridas, a menudo un silencio pesante sólo interrumpido por alguna consigna de “Macron dimisión”, o por La Marsellesa entonada en coro y una marea de chalecos amarillos que hace la manifestación mucho más visible. Este aspecto se ha diluido un poco en las manifestaciones sucesivas, pero otras características se mantienen. No hay a menudo ningún recorrido definido, las manifestaciones no son declaradas, no hay un verdadero servicio de orden y en las ciudades más pequeñas los manifestantes están acompañados por motociclistas y eventualmente, por maquinarias agrícolas.

En las grandes manifestaciones en París y en las ciudades importantes es indiscutible la participación de grupos equipados y dispuestos al enfrentamiento con la policía. Esto nos obliga a evocar aunque sea brevemente el problema de la violencia, un tema del que todos los medios de comunicación hacen responsables a los chalecos amarillos y que se ha convertido en el argumento central para desacreditarlos.

Respecto a la violencia, los chalecos amarillos tienen la actitud habitual de todos los auténticos movimientos populares (incluyendo los movimientos que históricamente han sido catalogados de pacifistas, Gandhi, Mandela, etc.): oficialmente se declaran siempre pacíficos, pero tienen una actitud tolerante hacia los elementos incontrolables de sus filas. No se los defiende, pero tampoco se les condena o se les excluye. Se trata al contrario de justificarlos como manifestantes excedidos por la represión policial. El poder, por su parte, trata de presentar a esos manifestantes como grupos organizados para el pillaje, diferentes de los chalecos amarillos. La composición de los manifestantes violentos detenidos, no confirma sin embargo esta última hipótesis. La mayor parte son efectivamente chalecos amarillos radicalizados en la lucha.

No voy a adentrarme más allá en esta cuestión. Quisiera simplemente señalar dos hechos que me parecen evidentes. En primer lugar es claro que la búsqueda de sensacionalismo, que caracteriza a los medios de comunicación actuales, hace que las manifestaciones pasen desapercibidas si no incluyen algún elemento de violencia. Por otro lado es un fenómeno bien conocido y los especialistas de la represión lo reconocen, que los métodos utilizados por la policía son los que determinan el nivel de violencia. La cantidad de disparos a la cabeza con armas no letales que le han costado un ojo a más de 20 manifestantes, la utilización masiva de gases lacrimógenos lanzados incluso desde helicópteros, o las cargas de grupos policiales compactos contra manifestantes desarmados representan una incitación permanente a la barricada y a los adoquines como respuesta.

Finalmente, no podemos terminar esta exposición somera del movimiento de los chalecos amarillos sin hacer referencia a las relaciones que mantiene con el mundo político y social, comenzando por las relaciones complejas y a menudo conflictivas con los sindicatos. Se podría pensar que los sindicatos serían lógicamente el primer apoyo de un movimiento de trabajadores pobres e incluso un factor de su organización. Sin embargo, la actitud de los sindicatos hacia los chalecos amarillos fue desde el comienzo sumamente reservada. Dos motivos esenciales para ello. En primer lugar es necesario precisar que el sindicalismo en Francia no tiene una central única sino que está dividido entre cuatro sindicatos nacionales, dos claramente reformistas (CFDT y FO), siempre dispuestos a la negociación, y dos sindicatos más combativos (la CGT y Solidarios). A ellos se suman múltiples sindicatos sectoriales no afiliados a las grandes centrales, como el de los maestros y profesores.

Como era previsible, las direcciones de los sindicatos reformistas rechazaron desde el principio un movimiento que consideraban extremista y violento. Curiosamente, en un primer momento lograron atraer hacia sus posiciones a los sindicatos más combativos, al punto de redactar un comunicado conjunto, llamando al diálogo entre el gobierno y los chalecos amarillos y condenando sin equívoco la violencia. Para justificar esa posición, la CGT, próxima al Partido Comunista, llegó a afirmar que el movimiento de los chalecos amarilloso no debía ser apoyado por tratarse de un movimiento de extrema derecha. El sabotaje contra ellos los llevó incluso a programar una manifestación sindical el mismo día de la manifestación de los chalecos amarillos, en un lugar diferente, para evitar que una parte de sus adherentes, que estaban de acuerdo con el movimiento, participaran.

Si luego, bajo la presión de sus bases, el sindicato Solidarios y más tarde la CGT rectificaron sus posiciones y manifestaron su apoyo a los chalecos amarillos, la ruptura, vivida como una traición, nunca fue completamente reparada. Influyó también sin duda el contraste entre las múltiples derrotas que el gobierno de Macron ha infligido a los sindicatos y la rápida obtención de resultados por parte de los chalecos amarillos, que dejó en evidencia la poca influencia y la inanidad actual de las formas de lucha sindicales. No voy a desarrollar aquí las razones de la decadencia de la acción sindical, fenómeno que no es exclusivamente francés, porque hacerlo nos alejaría de lo esencial de nuestro propósito.

Más compleja es en cambio la relación de los chalecos amarillos con el mundo político, aun cuando la actitud general y oficial del movimiento es de desconfianza y de rechazo hacia todos los partidos políticos sin excepción alguna. Todos los “representantes”, son englobados en una casta uniforme, los “políticos”, que se aprovechan de sus puestos, no para trabajar por el bien común, sino para obtener privilegios. Pero, como lo hemos dicho antes, la crítica de los chalecos amarillos a la democracia representativa no es una crítica de la democracia en general. Al contrario, la idea que defienden es que, sobre cualquier tema que tenga que ver con los intereses de todos, el pueblo, consultado por referéndum debe tener la última palabra, y también que los representantes deben poder ser corregidos o destituidos por sus mandantes.

El movimiento de los chalecos amarillos es, en ese sentido mucho más democrático que el movimiento de Macron, la República en marcha, que después de denunciar el viejo mundo de los “políticos profesionales” los reemplazó por un parlamento compuesto esencialmente por representantes de las capas más ricas de la sociedad y con un 50% de ministros millonarios. No es extraño entonces que no sólo los políticos tradicionales, sino también esta nueva generación de políticos que se dicen técnicos, concentren el repudio de los chalecos amarillos. Consideran, con razón, que representan, junto con Macron, el gobierno de los ricos y de los banqueros.

Pero las otras fuerzas políticas más tradicionales, tanto a la derecha como a la izquierda, no escapan tampoco a las críticas, en particular cuando se trata de denunciar los privilegios de que gozan y sus implicaciones en la corrupción. En ese sentido los chalecos amarillos constituyen una de las múltiples manifestaciones, junto con la abstención, de la decadencia del sistema político representativo, un fenómeno que no es, por cierto, específicamente francés.

El repudio generalizado hacia las fuerzas políticas institucionalizadas, no excluye la presencia en su seno de integrantes o votantes de esas fuerzas. Mayoritariamente los chalecos amarillos no tienen una afiliación política partidaria. La mayoría de ellos han sido siempre abstencionistas y sin definición política. Sin embargo, es fácil constatar en los temas de organización y en los objetivos que hemos evocado una influencia importante de militantes de extrema izquierda, anarquistas en primer lugar, que han sido y son sin duda grandes animadores de las acciones del movimiento, incluidos los grupos más radicales como los “black blocs”. La dispersión de los grupos anarquistas hace difícil sin embargo de ver cómo funciona su influencia.

Otro grupo político que ha aportado cantidad de militantes a los chalecos amarillos es la Francia insumisa, única formación política que ha tenido desde el principio una posición de apoyo incondicional al movimiento. Curiosamente esa adhesión no se ha traducido hasta el momento en un apoyo político electoral. La excepción son ciertas figuras como François Rufin, diputado de la Francia Insumisa, unánimemente apoyado por los chalecos amarillos, y que parece tener una comprensión mucho más clara de lo que significa un movimiento popular. Rufin es el autor de una película sobre los chalecos amarillos que ha tenido una larga difusión. Titulada “J’ veux du soleil” (Quiero sol), que recoge extensamente la palabra de los chalecos amarillos sobre sus condiciones de vida.

Cada vez menos influyentes parecen hoy los militantes de extrema derecha, que continúan sin embargo participando en el movimiento. Se trata en general de grupos marginales mucho más militantes que los integrantes del Rassemblement National de Marine Le Pen. Este último, que no es en realidad un partido de militantes sino de notables, después de un primer momento de apoyo a los chalecos amarillos evolucionó rápidamente hacia posiciones más reservadas para preservar su capital electoral.

Sobre este tema y sus múltiples manifestaciones podrían hacerse largos análisis, pero quiero limitar mi propósito a un solo punto que me parece fundamental para la comprensión política del fenómeno de los chalecos amarillos. Es una banalidad decir que todo poder político, ejercido siempre por una minoría, como es el caso en la democracia representativa, tiene como preocupación fundamental evitar la conjunción de todos los gobernados, contra ellos. Independiente de la conciencia de los participantes, la división histórica entre la derecha e izquierda ha jugado objetivamente como instrumento de esa división, un rol central en el mantenimiento de la democracia representativa y del poder capitalista. El fenómeno no era nada claro en la época del ascenso de las luchas obreras que parecían al contrario abrir el camino hacia un cambio revolucionario. Sin embargo, al fin del período de grandes reformas sociales y con el comienzo de la liquidación del Estado de bienestar, la similitud de las políticas practicadas por uno u otro campo aparece claramente.

Bajo la dominación mundial de las políticas neoliberales, se vuelven habituales, en todo el mundo, los gobiernos de izquierda que aplican políticas económicas de derecha: austeridad, reducción del Estado, eliminación de las protecciones sociales. Francia no es por supuesto la excepción a la regla, y eso desde una época tan temprana como el primer gobierno de Mitterand.

La izquierda trató por un tiempo de escapar a esa asimilación con la derecha, recogiendo por su cuenta diversas banderas llevadas adelante por los movimientos sociales, feminismo, ecología, minorías sexuales, antirracismo, etc., esperando marcar la diferencia con una derecha supuestamente más tradicionalista. Sin embargo, la tentativa de mantener la distinción histórica entre izquierda y derecha sobre esas nuevas bases, fracasó. La derecha, en todo caso en Francia, ha demostrado que, mientras se respeten los principios de la política neoliberal, puede ser tan abierta como la izquierda sobre esos temas. Incluso ese fenómeno particular francés de extrema derecha que es el Rassemblement Nacional, se mostró capaz de reconvertirse, por lo menos parcialmente, en ese terreno.

A justo título entonces, los chalecos amarillos engloban izquierda y derecha en el rechazo general de una forma de hacer política que, desde hace mucho tiempo, no responde a las necesidades populares. El tema de la política partidaria no suscita en sus filas ningún interés, del mismo modo que la participación en las luchas electorales. Los pocos chalecos amarillos que anunciaron su intención de participar en las elecciones se vieron repudiados por la mayoría del movimiento.

En mi opinión (e insisto en que sobre este punto se trata de mi propio análisis), los chalecos amarillos tienen una comprensión intuitiva, aún embrionaria, de lo que significa hoy, en el fondo, la distinción entre izquierda y derecha: un elemento de división del pueblo. Y lo explican muy simplemente, en particular cuando se le reprocha una presunta afiliación a la extrema derecha. Reconocen sin problemas que en sus filas pueden existir al mismo tiempo votantes de la extrema derecha y votantes y militantes de la extrema izquierda, una idea que es confirmada por los estudios sociológicos. Pero al mismo tiempo afirman la convicción de que, más allá de las afiliaciones políticas, todos comparten un destino común de pobres, sin privilegio alguno y sin voz en la escena política. O dicho de otra manera, comprenden claramente que es más importante mantener la unidad de esa construcción sociopolítica que es el pueblo, que participar en una forma de lucha institucional que no los concierne y cuyo único objetivo es determinar cuál de los diferentes grupos de privilegiados va a ejercer el poder.

Es el mismo sentido que se puede encontrar en la consigna más coreada actualmente en las manifestaciones:

¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí! ¡Por el honor de los trabajadores y por un mundo mejor! Mismo si Macron no lo quiere, nosotros estamos aquí.

Para quienes asumimos que una verdadera transformación emancipadora de la sociedad no puede venir más que de esa clase fundamental, los trabajadores sin privilegios que constituyen el pueblo, esa conciencia embrionaria y esa preocupación de unidad son un dato fundamental y una fuente de optimismo. Al mismo tiempo, separa el movimiento de los chalecos amarillos de otros movimientos populares con los que se lo compara. En nuestra opinión es justamente esa novedad política radical lo que explica cómo pueden sobrevivir frente a la persecución implacable del poder y conservar la esperanza en la victoria final. Los chalecos amarillos comprenden, confusamente aún, que como trabajadores y ciudadanos son el pilar de la sociedad, que no puede existir sin ellos. Comprenden también que si no se permite a la fuerza que ellos representan decidir de la vida social, el juego político no será nunca otra cosa que un teatro de sombras, organizado por las clases dominantes. En esa medida, los chalecos amarillos muestran, sin duda, el embrión de una conciencia del poder del pueblo y es esa esperanza y esa perspectiva la que explica, en el fondo, mi apoyo a ese movimiento y la parcialidad de mi visión.

Gracias a todos por su atención.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *