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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Los inicios del guevarismo en Argentina (Parte IV): Conclusiones provisorias

Poder repensar trayectorias militantes como las de los primeros grupos que adhirieron al guevarismo en Argentina nos permite trazar una mirada más global sobre la lucha armada y la violencia política en el período que va desde el golpe de 1955 a la última dictadura militar. Esa mirada es necesaria para contextualizar la aparición de esas corrientes en Argentina pero se torna aún más urgente en épocas donde se pretende reinstaurar la teoría de los dos demonios como versión culturalmente dominante en la sociedad sobre ese período. De allí que tratamos de explicar la complejidad de factores y de causas que llevaron a la lucha armada a más de una generación. Por eso inscribimos las causas de la violencia política en Argentina en un período mucho más largo que fines de los 60 o principios de los 70. Desde nuestra perspectiva partimos, por poner un momento de inflexión, de los bombardeos de Plaza de Mayo de Junio de 1955 y el posterior golpe de Estado de noviembre de dicho año.  En esa coyuntura, como vimos, se iniciaba una brutal revancha clasista sobre los trabajadores que pretendía terminar con buena parte de las conquistas populares obtenidas en la década del 40. Como tratamos de explicar la proscripción política del peronismo, el avance de los discursos anticomunistas y la Doctrina de Seguridad Nacional -con su definición del comunismo como enemigo interno-, el peso cada vez mayor de las Fuerzas Armadas y de las cúpulas  de la Iglesia católica, las experiencias vividas masivamente por las clases populares en esa etapa de exclusión, segregación cultural y social, persecución y asesinato, están en la base de la radicalización política de vastas franjas sociales y entre las causas ineludibles que explican la aparición de las primeras organizaciones armadas. Partir desde allí nos lleva a descartar las miradas que aún hoy, de maneras más directas o sutiles, pretenden ubicar el problema de las organizaciones armadas como un mero subproducto del descontento de las clases medias que veían impedido su ascenso social por el bloqueo de los canales de participación en el sistema político implementado por la dictadura de Onganía desde 1966. Esas visiones se emparentan con aquellas que ubicaron todas las experiencias guerrilleras bajo los motes de  “aventureros”, “foquistas”, “pequeños burgueses desesperados” y que engarzaron cómodamente con el discurso hegemónico, tras el retorno de la democracia parlamentaria en la década del 80’, encarnado en la teoría de los dos demonios. Ubicarnos de esa manera nos permite también polemizar con cierta producción de los últimos años,  originada sobre todo desde las usinas de producción académica, donde impera una serie de explicaciones de fuerte impronta psicologista, escudadas en la imprescindible necesidad de dar cuenta de la complejidad de las experiencias sociales  y poner en foco las dimensiones culturales, simbólicas, vivenciales. Esas producciones han centrado la explicación de estos procesos alrededor de la conformación de una subjetividad e identidad en la generación de los 60, 70 –al menos la que se vinculó a la lucha armada- supuestamente dominada por el culto de la violencia, las concepciones redencionistas y un imaginario signado por prácticas sacrificiales articuladas alrededor de “la pulsión por la muerte”. Sus implicancias también resultan funcionales a la mirada binaria y falaz de los dos demonios. Múltiples investigaciones nos muestran la existencia de una relación mucho más compleja de algunas franjas de los trabajadores con la violencia política y que los actores sociales de los que abrevaron las organizaciones armadas fueron decididamente más diversos de lo que estas posturas plantean. De la misma manera, poco contribuyen a entender la subjetividad de esa generación los planteos que exacerban, estereotipan y unilateralizan las causas profundas que llevaron en ese contexto histórico específico a miles de jóvenes -y no tan jóvenes- a optar por la violencia como forma central de modificar la realidad. Nada de esto implica obviar la necesidad de una lectura crítica de este período que no caiga en visiones meramente legitimadoras o mitificadoras de la experiencia de las organizaciones armadas. La rigurosidad histórica y la profundidad de la mirada no tienen por qu é estar reñidas con la empatía y la perspectiva vindicadora de la acción de quienes intentaron tomar el cielo por asalto. Fue la posible convergencia de la acción de los trabajadores y franjas crecientes de la clase media lo que preocupó agudamente a los factores de poder. En particular las impugnaciones nacidas del ámbito fabril, que cuestionaban la dominación del capital en las fábricas pero también la dominación global del sistema. Sólo entendiendo la magnitud del desafío a la dominación es que se puede abordar el plan de genocidio sistemático elaborado por el golpe de 1976, cuyos gérmenes ya estaban presentes en la Triple A y el Operativo Independencia en Tucumán lanzados durante el gobierno peronista previo. El genocidio era el requisito básico para disciplinar a la clase obrera, acabar con todas las vertientes de la lucha social -incluidas las organizaciones armadas- establecer nuevos patrones de acumulación y reinsertar el capitalismo argentino en el mercado mundial bajo las nacientes coordenadas del neoliberalismo que eran la expresión de una ofensiva global del capital. Esa estrategia de recomposición de la dominación en Argentina no fue entonces una mera respuesta a los aciertos, errores, desviaciones, omisiones, vanguardismo o sectarismo de las organizaciones armadas –por cierto muy diferentes en cada caso que se analice- sino una contrarrevolución conservadora que era una respuesta a la crisis de hegemonía -que venía desplegándose al menos desde el golpe de 1955- y se había tornado orgánica desde el Cordobazo de 1969. Desde ese lugar nos acercamos a las primeras experiencias del guevarismo. Tratamos de problematizar la creencia de que la decisión de Cuba y el Che de impulsar la lucha armada en el continente fue el motivo central de la expansión de las organizaciones armadas en nuestro país y que el desarrollo de esas organizaciones estuvo fuertemente supeditado a las decisiones impulsadas desde la isla. El gran impacto de la revolución caribeña es obviamente innegable, pero esa influencia se insertó, dialogó y entró en tensión e inacabada síntesis con diversos factores nacionales que habían llevado a muchos activistas a la decisión de iniciar la lucha armada independientemente del proceso cubano. Se trata de entender de manera más compleja el contexto local y nacional y no reducirlo a factores unicausales, por importantes que estos fueran. La potencia de los aportes del Che era decisiva en ese contexto porque ofrecía respuestas a los interrogantes de miles de activistas que –no sólo en Argentina- no toleraban más la situación existente. En el mundo de las corrientes emancipatorias reinstalaba en el centro de la política el problema del poder, del socialismo como horizonte posible, necesario e imprescindible frente a las corrientes de izquierda dominantes que lo postergaban para un futuro ignoto. Recuperaba el peso de la voluntad y la acción revolucionaria irguiéndose frente a las determinaciones “objetivas” castradoras de la subjetividad de generaciones de militantes. Daba un soplo de aire fresco en las anquilosadas concepciones de una izquierda resignada a ser furgón de cola de proyectos dirigidos por la burguesía. Como vimos, ponía en el centro de la práctica de los revolucionarios la consonancia entre palabras y acciones, entre medios y fines, al concebir la superación de la sociedad capitalista como la construcción de un hombre nuevo portador de otros valores superadores de los existentes. El impacto de sus perspectivas se debía a que constituían una síntesis -provisoria- de lo que entendía como mejores enseñanzas de la revolución cubana. Sus conclusiones se nutrían de ese proceso histórico. Su preocupación por una estrategia armada continental sólo puede entenderse en relación con su mirada sobre los desafíos que presentaba la transición al socialismo en Cuba. De allí la necesidad de priorizar los estímulos morales en la población y entrever que el aislamiento de la revolución conducía a los peligros de la restauración del capitalismo tal como observaba que sucedía en la Unión Soviética. Fueron esas ideas fuerza las que conmovieron a distintas generaciones en el mundo entero y fue ése el sentido profundo que movilizó la aparición en distintos lugares de núcleos militantes que adscribimos en lo que denominamos guevarismo. Muchas de sus conclusiones conservan profunda vigencia. De todos modos la veloz derrota del EGP y las FARN así como de otras experiencias en América Latina que partieron de la tesis de la guerrilla rural y el foco, obliga a una discusión más profunda que salga de los clásicos estereotipos sobre el foquismo pero que a la vez contenga una mirada crítica. Si bien las visiones críticas de la guerrilla rural suelen omitir los casos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que perduran hasta el día de hoy en Colombia o el periplo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua con su triunfo en 1979, está claro que la lista de derrotas de las experiencias armadas basadas en esa concepción es infinitamente mayor. A nuestro entender la estrategia del foco que terminó por teorizar –y por dogmatizar- el intelectual francés Regis Debray partía de una mirada sobre la propia revolución cubana altamente reduccionista. El Movimiento 26 de Julio era una organización con lazos ideológicos, simbólicos, políticos en la sociedad cubana totalmente previos al desembarco del Granma. El propio Fidel Castro gozaba de una legitimidad social previa a Sierra Maestra al transformar una derrota militar –la toma del cuartel Moncada- en una victoria política en su juicio frente a la dictadura de Batista. No hay espacio aquí para un análisis detallado de la revolución cubana pero podemos afirmar que la estrategia inicial del 26 de Julio era la de un movimiento nacionalista revolucionario con una perspectiva insurreccional que combinaba la guerrilla en el monte con el alzamiento en las ciudades y la huelga general. Esas formas de lucha tenían antecedentes históricos ineludibles. La lucha contra el colonialismo español tuvo como componente central el impulso a fuerzas guerrilleras en el Oriente de Cuba, estrategia que José Martí llevó adelante hasta su muerte en combate. La insurrección y la huelga general tenían un antecedente muy cercano con el levantamiento de 1933 contra la dictadura de Machado.   Durante el desembarco en la isla del Granma se esperaba una insurrección en la ciudad que fracasó.  Durante la primera etapa de la lucha guerrillera en Sierra Maestra la ciudad y las estructuras urbanas del 26 de Julio fueron fundamentales no sólo como apoyatura logística sino porque se esperaba una huelga insurreccional que fue derrotada por la dictadura. A partir de allí la guerrilla se vuelve el epicentro de la lucha revolucionaria y la multiplicación de adhesiones campesinas lleva a la estructuración de columnas y su transformación en un ejército rebelde. El éxito guerrillero opacó y dejó en el olvido todo lo anterior. La propia dirección revolucionaria cubana absolutizó los éxitos de la experiencia rural y sus intérpretes internacionales exacerbaron esa visión empobreciendo el análisis de la experiencia cubana. Por cierto ya vimos en la polémica del Che con el Vasco que de todas maneras no faltaron críticas o señalamientos a esa perspectiva. Aún así, en una primera etapa de la lucha armada el prestigio de la revolución cubana y la necesidad de demostrar que no se trataba de meras palabras, el imperativo de poner el cuerpo en correspondencia con los discursos llevó a que esas críticas tuvieran poco eco, aunque no faltaron posturas diferentes. Al avanzar la década del 60’, la muerte del Che en Bolivia representó el final –provisorio al menos- de una estrategia continental armada. A partir de allí se desplegaron estrategias nacionales. En países donde supuestamente era imposible desplegar la lucha armada dado la teórica consolidación de sus democracias burguesas, como en Chile y Uruguay, aparecieron grandes organizaciones armadas –Tupamaros y el MIR respectivamente- en el marco de profundas crisis de dominación. Aún más importante, algunas de esas experiencias en los 70 profundizarían una concepción de la violencia ligada a la idea de Poder Popular y al convencimiento de que la estrategia revolucionaria central era modificar la correlación de fuerzas en el seno de la sociedad civil por medio del trabajo de base íntimamente articulado al despliegue de la lucha armada. Esas miradas dieron lugar al impulso de los cordones industriales y de pobladores en Chile a retomar la tesis del doble poder con Mario Roberto Santucho, desde el PRT-ERP, y a las FAP planteando que la violencia armada tenía que estar al servicio y ser orientada desde las organizaciones de base fabriles. Eso significa que se fue mucho más allá de la idea de llevar adelante un foco urbano en lugar de uno rural. Las experiencias del EGP y de las FARN –con matices no menores entre sí que desarrollamos- pertenecen a la primera etapa de la lucha armada y expresan muchas de sus limitaciones. Otro gran tema de debate es el problema del peronismo y los límites, por supuesto a nuestro juicio, de la mirada del Che sobre ese peronismo –irrepetible- de los 60’. El propio John William Cooke, considerado por muchos el gran difusor de la revolución cubana y de las ideas del Che en Argentina, no estuvo de acuerdo con el lanzamiento del EGP. Ya señalamos que para él sólo un paciente desarrollo de la perspectiva revolucionaria armada y el socialismo al interior de los sectores revolucionarios del peronismo y de los sindicatos podía alterar la correlación de fuerzas. Imaginaba a su vez la estructuración de un frente de liberación que incluyera a diversas corrientes revolucionarias pero con el peronismo revolucionario como componente central. Esas diferencias no le impidieron ser solidario con el EGP en el marco del desastre. El propio Che buscó y confío una vez más en Cooke y Alicia Eguren para la búsqueda del cadáver de Masetti perdido en la selva. La relación de Cooke con el Che y sus Apuntes sobre el Che, elaborado a la muerte del Che, son una de las mejores síntesis que se hayan escrito acerca de los valores del pensamiento guevarista. Con la desarticulación del EGP y del Grupo del Vasco por supuesto estaban muy lejos de desaparecer las experiencias armadas de todo tipo. A su vez la reivindicación de la experiencia guevarista reaparecería de la mano de diversas organizaciones, la más connotada de ella el PRT-ERP. Paradojas de la historia: en el momento del lanzamiento del grupo del Vasco connotados dirigentes azucareros –como Leandro Fote- fueron abordados para llevar adelante la guerrilla en Tucumán. Una relación muy cercana unía además a hombres de las FARN –como Santilli- con Santucho. Sin embargo el Frente Revolucionario Indoamericano Popular (FRIP), dirigido por entonces por los hermanos Santucho, polemizaría con la idea, calificándola de foquista y entraría en proceso de fusión con Palabra Obrera, conducida por Nahuel Moreno. Pocos años después, tras romper con el morenismo, se transformarían en la organización mas importante en desarrollo político-militar que se autodefinía como guevarista. Pero esa, como suele decirse, es otra historia.   Sergio Nicanoff es historiador, docente y militante popular. Miembro de Contrahegemoniaweb   Bibliografía Arbelos, Carlos y Roca, Alfredo, Los muchachos peronistas. Historias para contar a los pibes, Madrid, Emiliano Escolar, 1981. Avalos, Daniel, La guerrilla del Che y Masetti en Salta. Ideología y mitos en el Ejército Guerrillero del Pueblo, Córdoba, La Intemperie, 2005. Bardini, Roberto, Tacuara. La pólvora y la sangre, México, Oceano, 2002. 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