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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Los retos de la izquierda en el Estado español: ¿cómo afrontamos el nuevo ciclo?

Porque los procesos populares son construidos desde los propios sujetos de emancipación y por tanto co-implicados con una mayor autonomía de los mismos. Aquí radica su diferencia fundamental con los procesos populistas, que son heterónomos, implican una construcción externa, vertical a las personas. Es decir, no las empodera. Y si las personas no confluyen en sujetos colectivos activos, no entrañan fuerza social. Y sin fuerza social no hay posibilidades fehacientes de transformación social.

 

La representación es la forma de organización política de la sociedad capitalista. De ahí que las elecciones reflejen la relación inmediata de la sociedad con el Estado (entendido éste como el complejo de instituciones que gobiernan, administran y gestionan la vida social).

Por eso la sociedad capitalista no forma comunidad, no forma  pueblo, sino “población” o sumatorio de individuos aislados, formalmente “libres” e “iguales”, como entes  independientes y separados unos de otros.

 

La representación política se basa en una ilusión, el ciudadano o ciudadana como ser libre e igual al resto (“ilusión” que invierte la realidad, en la que priman los individuos sometidos al despotismo de las relaciones de trabajo -en la fábrica, la empresa, la oficina, el “hogar”, el Banco…-, donde la democracia es pura quimera).

Si la población es una suma de ciudadanos que delegan su soberanía al hacerse representar por otros (al conceder que otros representarán sus intereses dentro del Estado), las elecciones son la forma primordial de relacionarse la sociedad con el Estado. Miden el grado de subordinación de la masa de individuos –ciudadanos.

 

También el posible grado de desafección. Así, los sistemas políticos “reflexivos” del Tardo capitalismo, que “consultan” a la población, reciben de ella una información muy útil para modificar (dentro de los límites que marca la relación de clase) estrategias de dominación y control social.

Pero precisamente para las clases subalternas es imprescindible trascender el campo institucional, de la política pequeña. La política institucional es donde está el poder formal del capital y se encauza la pretendida “representación” social; hace las veces de un comportamiento estanco que aísla de la Política con mayúsculas (donde cobra vida realmente la materialidad del poder del capital), y que se lleva a cabo en todo el metabolismo social propio del modo de producción capitalista, a través de procesos mediante los que se construye, decide y regula la producción, la distribución, el consumo y, en conjunto, el devenir social, las oportunidades de vida y las posibilidades de participación y protagonismo de unos u otros seres humanos o sectores sociales.

 

Por eso, el principal objetivo del Capital en cuanto a la tan manida “gobernanza”, consiste en reducir la Política a mera gestión administrativa o “ingeniería social”, y puede decirse que el neoliberalismo -financiarizado ha hecho grandes logros al respecto, llevando a sus cumbres más altas la utopía smithiana, de sustituir la Política y el contrato social por el Mercado (una sociedad auto-representada a través del Mercado).

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Por eso resulta tan apreciable para el orden capitalista que las “multitudes” identifiquen la Política material con la política institucional, descartando aquélla junto con ésta, y “deleguen” la actividad política a profesionales, desinteresándose de las vertientes activas o participativas de la misma. La clase dominante promueve elevadas dosis de apatía e ignorancia políticas, así como de falta de compromiso con los asuntos colectivos de cada comunidad o sociedad. Lo que a la postre desemboca en la dilución del vínculo social.

Cuando los movimientos y organizaciones sociales y políticos priorizan el campo de la política pequeña, el de la delegación y el de la representación, no sólo están reproduciendo también la falta de participación y compromiso políticos de la sociedad, sino que están moviéndose en el pantanoso terreno del enemigo de clase, cuyas instituciones responden primeramente (aunque no exclusivamente) a su poder de clase.

 

Por eso, a ese pantanoso campo de batalla política sólo se puede acudir cuando has levantado una fuerza social lo suficientemente importante como para tener un verdadero respaldo, como para que la presencia institucional sea sólo la expresión fideocomisaria de una parte significativa de la población hecha pueblo, hecha sujeto(s) colectivo(s).

En todo caso, la micro-política puede ser válida también cuando se interviene en ella para generar las condiciones y la extensión de la conciencia que ayude a levantar esa fuerza social y a construir sujeto o sujetos colectivos. Pero para eso la labor institucional sólo puede ser un apoyo y a la vez una traducción del trabajo prioritario hecho en la sociedad, en la arena de la Política en grande. Ha de estar subordinada a ésta y no al revés.

 

A la postre, la cuestión crucial de la delegación-representación consiste bien en mantener una relación vertical con la población convertida en masa o multitud, que es dirigida desde lo institucional y delega en terceros las posibilidades de cambio, o bien ser parte de un pueblo multiplicado en numerosos sujetos colectivos, con los que se mantiene una relación horizontal, de fideocomisariado permanentemente sometido a revisión o revocación.

 

Porque los procesos populares son construidos desde los propios sujetos de emancipación y por tanto co-implicados con una mayor autonomía de los mismos. Aquí radica su diferencia fundamental con los procesos populistas, que son heterónomos, implican una construcción externa, vertical a las personas. Es decir, no las empodera. Y si las personas no confluyen en sujetos colectivos activos, no entrañan fuerza social. Y sin fuerza social no hay posibilidades fehacientes de transformación social.

 

La priorización de la vía electoral delegativa termina por tanto abocando a esa impotencia.

Para como hoy el espacio institucional, de la micro-política, está prácticamente cerrado como vía de cambio. Y está cerrado por dos cuestiones coyunturales de fondo, que se vienen a sumar a las inherentes a la propia dinámica de la democracia liberal (en donde todo está dispuesto para que unas minorías automáticas pasen a considerarse “mayorías sociales” y permitan gobernar a la clase dominante, bien sea directamente, bien a través de sus delegados o representantes políticos, bien por una combinación de ambos –que se presentan en paquetes o listas cerradas, con pesos circunscripcionales desproporcionados, y con apoyos financieros, mediáticos y del Estado más desproporcionados todavía-). Las razones de peso de la actual coyuntura son sobre todo dos:

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1)    El capitalismo terminal en el que estamos ha constitucionalizado, es decir, ha blindado, las miríadas de dispositivos capilares (socioeconómico-políticos neoliberales) en que basa y regenera su Poder por todo el metabolismo social.

 

2) Ese blindaje va de la mano de un sistemático debilitamiento de las capacidades de regulación social expresadas a través del Estado. Esto quiere decir que los mecanismos de explotación y mando del capital se transnacionalizan (y a veces se insertan en el Estado-región, cuyo ejemplo más avanzado es la UE), mientras que las posibilidades operativas de las diferentes fuerzas de trabajo se mantienen ligadas al nivel local. De esta manera se logra trascender el marco de relativa democratización del Estado (propio del “capitalismo keynesiano”) al que habían conducido las luchas sociales históricas, para hacer la política desde instituciones supra-estatales donde aquellas luchas no llegan. La transnacionalización del capital debilita también la capacidad negociadora de la fuerza de trabajo en todos los ámbitos (laboral, social y político).

 

La micro-política tiene además el riesgo, como nos recordaban hace poco Modonesi y Svampa sobre los procesos progresistas (“rosa”) latinoamericanos (http://www.alainet.org/es/articulo/179428), de convertir la irrupción plebeya en una deriva populista. La primera es la forma en la que se suelen manifestar l@s excluid@s colectivamente para expresar sus demandas, lo que puede ser denominado como “la política de la calle”. En cambio el populismo, a menudo acompañado del cesarismo, se convirtieron en dispositivos desarticuladores de los movimientos desde arriba.

Absorbiendo a sus principales líderes y clientilizando a los movimientos y organizaciones populares.

 

Por eso este capitalismo terminal no necesita abolir formalmente la democracia liberal, porque la ha vaciado de contenido. Ha conseguido la práctica anulación de la política.

 

Si además de ello nos tomamos en serio lo que significa el término “terminal” o “degenerativo” que califica el capitalismo actual (a falta de un cada vez más improbable ciclo largo expansivo de acumulación y/o de un pronto milagro energético), debemos hacernos a la idea de que vivimos no solamente un cambio de fase, sino que probablemente estemos en el umbral de un gran colapso sistémico e incluso civilizacional.

Los síntomas terminales del capitalismo ya se han hecho notar: un crecimiento que empieza una elíptica descendente, tasas de ganancia que decaen y son incapaces de recuperar la dinámica anterior, acusada falta de inversiones productivas. Con ello la riqueza social se contrae y con ella también las posibilidades de redistribución o reparto.

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Con lo cual las posibilidades de reforma social se desbaratan.

Un sistema en degeneración deja de desarrollar fuerzas productivas (y sí en cambio las destructivas), deja de ofrecer posibilidades de vida satisfactorias a las poblaciones y deja de albergar la posibilidad de reformarse.

 

Esto quiere decir que ya no nos valen las reglas del capitalismo “democrático”.

Y eso requiere romper con el ‘chip’ reformista y la visión de un capitalismo regulado, auto-regenerativo, social (el capitalismo de hoy destruye sociedad). Y prepararse para enfrentar un capitalismo mucho más despótico, que primará cada vez más las políticas de muerte (tanatocapitalismo).

Eso exige preparar de un modo u otro la Ruptura desde abajo. Y ésta sólo se podrá

hacer desde la construcción popular. Para romper también con la verticalización populista.

Por eso es imprescindible reconstruir una izquierda integral que actúe en todos los terrenos en los que se reproduce el Poder metabólico del Capital y que por tanto haga de la Política en grande su objetivo principal

 

 

Aquí podría hablarse del ser revolucionario, pero entendemos como válido aludir a la “izquierda” en cuanto que izquierda integral, para trascender o diferenciarla de la incorporación de la izquierda como uno de los dos lados del orden constitucional del capital.

Distinguiéndola, así, de la izquierda integrada en el orden capitalista que tuvo su primera expresión como izquierda liberal y más tarde como socialdemócrata (pero que terminó incluyendo también a muchos partidos comunistas). Tendremos entonces que precisar que ser de izquierdas no es una cuestión de declaraciones, sino de capacidad de desarrollar estrategias y praxis transformadoras en cada fase del capital. Quienes en un momento dado fueron de izquierdas, en concordancia con una determinada expresión o fase del capital, pueden haberse quedado al margen de esa condición si en una fase posterior han perdido su capacidad de desmontar y atacar la realidad (es decir, se diluyó su capacidad transformadora o proyectiva), o si no han sabido recoger las nuevas líneas de fractura de clase que incorpora la conciencia social colectiva (de dominación y explotación entre sí de los seres humanos en sus polimorfas expresiones, y las provenientes de la relación sistema social-ecosistema).

 

Para ello es imprescindible recuperar autonomía estratégica (y no meras tácticas más o menos electoralistas o efectistas de coyuntura), la cual pasa necesariamente por reconstruir un referente universal altersistémico, socialista. Ineludibles ambos pasos, a su vez, para reconstituir las posibilidades transformadoras en esta “fase larga de coyuntura”

 

Andrés Piqueras

Profesor de Antropología en la Universitat Jaume I

Miembro del Grupo Ruptura. Grupo de análisis y creación para la transformación social

 

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