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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

MARX POPULI

En los próximos días la editorial El Colectivo de Buenos Aires y el Fondo Editorial el Perro y la Rana de Caracas, lanzarán en coedición el libro Marx populi. Collage para repensar el marxismo, de Miguel Mazzeo, ilustrado por Martín Malamud. El texto y las imágenes proponen una reflexión sobre el marxismo a 150 años de El Capital, a 100 años de la Revolución Rusa, a 50 años de la caída de Ernesto Che Guevara y a 200 años del nacimiento de Karl Marx.

A modo de adelanto, publicamos uno de los capítulos del libro.  

 

14- ¿Sueñan los proletarios con revoluciones eléctricas?

 

Las visiones del marxismo que partieron de la idea de necesidad histórica, que pusieron el eje en el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones materiales y técnicas, dieron lugar a un tipo de determinismo tecnológico y a una serie de derivas productivistas, concretamente: a un “socialismo productivista” que consideró la subsunción real de la vida al capital como “evolución”, “desarrollo”, o “progreso”.

 

Así, desde el marxismo, se planteó que el crecimiento de las fuerzas productivas, en particular el desarrollo de la gran industria, por sí misma, tornaría superfluas a las clases explotadoras y contribuiría de modo decisivo al proceso de vinculación entre los intelectuales y la clase obrera. La gran producción maquinizada se consideró como la forma más “progresista” de la economía y el papel histórico-universal de la clase obrera, sus funciones rectoras revolucionarias, se fundamentaron centralmente a partir de su inserción en ese ámbito.

 

De esta manera, el comunismo se fue delineando como un sistema en el cual las fuerzas productivas podían desarrollarse al infinito, sin límites internos.

 

En el mismo sentido burdo y determinista, estas visiones del marxismo concibieron a la conciencia prácticamente como una derivación del desarrollo de las fuerzas productivas y el cambio en las relaciones de propiedad. El rol vanguardista de los trabajadores (por lo general las trabajadoras no eran muy consideradas) en la lucha antiimperialista y anticapitalista se asoció, muchas veces de manera unilateral, a su nivel de calificación.

 

Esas visiones, en buena medida, se afincaron en la mencionada interpretación lineal y simplificada de la fórmula del Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política de 1859 que establecía esquemáticamente: “el ser social determina la conciencia”; o priorizaron la dimensión analítica de El Capital, las claves deterministas, descuidando las dimensiones dialécticas y la importancia de los conceptos de praxis, lucha de clases, fetichismo, etc. No tuvieron en cuenta, entre otras, aquella afirmación lapidaria de Marx en Miseria de la filosofía: “De todos los instrumentos de producción, la fuerza productiva más grande es la propia clase revolucionaria”.

 

En primer lugar estas visiones no consideraron el hecho de que Marx jamás propuso un modelo de proyecto socialista, aunque sí resalta en toda su obra la idea de erigir una alternativa radical al orden del capital. En segundo lugar estas visiones no tuvieron en cuenta la centralidad otorgada por Marx a la praxis. Para él, la relación entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción está mediada por la praxis. Los hombres y las mujeres son creadores de sí mismos. Además, por lo menos desde La ideología alemana, Marx consideraba que un componente fundamental de las fuerzas productivas era la “cooperación material” impuesta por la división del trabajo. Precisamente allí radicaba para él un enorme poder social de la clase trabajadora. En la praxis se cifraban para Marx las posibilidades de regular de manera racional el matabolismo sociedad/naturaleza por parte los productores asociados. Sólo hacía falta que esta realidad se manifestara como potencia propia de la clase trabajadora y no como una fuerza externa, extraña y hostil a ella. Y eso, para Marx, era factible a partir de la praxis, el principal factor desalienante y superador del fetichismo, la principal fuente de autoconciencia.

 

Marx sólo puede ser presentado como un determinista tecnológico si se parte  de una lectura muy sesgada de su obra y su pensamiento, de un tipo de  lectura antidialéctica que tiende a afincarse en momentos puntuales de un proceso general; momentos que, por otra parte, además de aislados se presentan como autónomos y/o determinantes, por ejemplo: el desarrollo de las fuerzas productivas.

 

Vale tener presente que las versiones eurocéntricas y productivistas del marxismo, por lo general, consideraron que las formas de propiedad y producción colectivas/comunales y las relaciones sociales a ellas vinculadas “retrasaban” la conformación de los trabajadores y las trabajadoras como sujetos del cambio sistémico. Es decir, desde esta concepción, la clase trabajadora sólo deviene “moderna” y “revolucionaria” cuando se consuma su absoluta desposesión. De este modo, en el pedazo de tierra cultivado por una familia o por una comunidad, en las relaciones metabólicas con la tierra y con el cosmos, en el pequeño taller, en los pueblos que buscan conservar sus modos de vida tradicionales, en cualquier célula autogestionada y autogobernada, sólo se detectan “cadenas”, “fases anteriores” o “evoluciones locales” de un supuesto proceso evolutivo general. Ergo: todas estas formas resultarían “incompatibles” con el desarrollo de las fuerzas productivas sociales del trabajo, con la concentración social del capital, con la ganadería y la agricultura a gran escala y la utilización (y el consiguiente desarrollo) de la ciencia y la tecnología. Serían formas derrochadoras de energía, condenadas a empeorar progresivamente las condiciones de producción y a encarecer los medios de producción. Sólo las asociaciones de pequeños campesinos (cooperativas) tendrían un rol progresivo, pero irremediablemente “burgués”. Muchas de estas versiones del marxismo, inspiradas en pasajes enteros de El Capital, propusieron –¡y proponen!–, lisa y llanamente, el arrasamiento de estas formas, pasando por alto la evidencia que muestra que, sobre todo en el mundo periférico, dicho arrasamiento nunca fue la precondición del “desarrollo económico y social”. Más bien todo lo contrario. Ya es tiempo de buscar en esas formas todos los elementos funcionales al trabajo colectivo perfeccionado y un tipo de riqueza social alternativa a la que propone el capitalismo.

 

Porque la heterogeneidad estructural, típica de las formaciones sociales en Nuestra América puede remitir tanto a los espacios articulados al sistema capitalista como a aquellos espacios que resisten al proceso de mercantilización (y de integración subordinada al mercado mundial) y que resultan fundamentales, no sólo como ámbitos de reproducción material sino, fundamentalmente, como ámbitos de reproducción simbólica aptos para resistir el despojo.

 

Muchas veces las formas de marras poseen la fuerza que emana del arraigo en un territorio propio y de una identidad conformada al calor de la resistencia y la lucha. En líneas generales, remiten a experiencias económicas centradas en el valor de uso, a relaciones no mercantiles, a espacios colectivos y solidarios que conforman redes que hacen posible la independencia económica y la supervivencia de sectores importantes de la sociedad civil popular.  Asimismo, proponen una unidad orgánica de los trabajadores y las trabajadoras y sus condiciones de producción.

 

Estas formas están en condiciones de constituirse en actores económicos de peso en ámbitos locales y/o regionales (existe suficiente evidencia al respecto). Pero además de otorgar densidad a la sociedad civil popular, de generar eslabonamientos productivos, etc., pueden aspirar a investirse como modelo de economías descentralizadas regidas por lógicas alternativas. Esto es: pueden proyectarse en una escala más amplia. De este modo, se erigen en retaguardia imprescindible, en espacios colectivos de resistencia y su “existencia objetiva” adquiere otras connotaciones, contradictorias respecto de los grupos trasnacionales que controlan cadenas globales de valor en sectores estratégicos. Más que factores de atraso, cabe ver en ellas trincheras para la vida digna.

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Luego, estas formas ejercen una función “pedagógica social”. Por cierto, no existe sistema económico que no ejerza de alguna manera esta función. El capitalismo desarrolla directa e indirectamente su escuela deshumanizadora, en todos los terrenos imaginables y con proliferación de automatismos.

 

Entonces, las formas de propiedad y producción alternativas instituyen, a veces de forma deliberada y con fines ejemplarizadores, praxis funcionales a los sistemas económicos populares alternativos al capitalismo basadas en la autonomía de la gestión, la decisión democrática, entre otras. Marx, por ejemplo, le reconocía esta función a las cooperativas. Para él eran experiencias sociales que mostraban como la moderna producción podía prescindir de una clase de patrones. Pero consideraba que se trataba de esfuerzos particulares y aislados de la clase trabajadora, sin capacidad de contrarrestar el crecimiento en progresión geométrica de los monopolios. Marx no desechaba la posibilidad de que las cooperativas alcancen un nivel de desarrollo nacional, pero insistía en la necesidad de articular el desarrollo de las cooperativas con las luchas políticas.

 

Estas formas incentivan el asociativismo desde abajo, la iniciativa popular y las formas de subjetivación crítica del mercado, promueven la distribución primaria y secundaria del ingreso, alientan la democratización de los medios de producción. Al mismo tiempo permiten el desarrollo de una ética de la responsabilidad y del bien común. Ponen en tensión la dinámica del modo de producción dominante.

 

En los espacios auspiciados por estas formas se hace explícita la apuesta por un universal concreto que abona un proyecto civilizatorio alternativo. No importa tanto la escala o el carácter restringido de las acciones cuando estas poseen alguna capacidad prefigurativa. Lejos de la decodificación determinista del marxismo dogmático que considera que la desaparición de la formación social capitalista está atada del desarrollo de todas las fuerzas productivas que caben en ella, estas formas contribuyen a crear las condiciones materiales para el desarrollo de nuevas y “más altas” relaciones de producción.

 

Finalmente, la importancia “estratégica” de estas formas se relaciona con una condición del capitalismo: la socialización de la producción no implica una socialización de los seres humanos, por lo menos no una socialización en un sentido autoemancipador, sí una socialización burguesa. Esto es: un avance inédito del mercado sobre el mundo material, una colonización de las superestructuras y las representaciones de la clase trabajadora por parte del capital.

 

Es más, creemos que existe suficiente evidencia para afirmar que en las últimas décadas estas tendencias marcharon a pasos agigantados en sentidos opuestos. El proceso histórico contradice abiertamente el pronóstico marxista que establecía que la creciente concentración del capital y el desarrollo de la  gran industria –los mecanismos del mismo proceso de producción capitalista– tendrían como contrapartida el incremento de la asociatividad del trabajo, la cooperación, la organización colectiva (unidad, disciplina, etcétera) y el despliegue de la conciencia en sí/para sí de la clase trabajadora. Del mismo modo, el proceso histórico también contradice los planteos marxistas respecto del trabajo asalariado como la principal instancia liberadora para las mujeres.

 

De esta manera, al marchar los procesos de centralización de los medios de producción y de socialización del trabajo en direcciones opuestas, no han arribado al punto de hacerse incompatibles con su “envoltura” capitalista. Las sociedades se polarizan cada vez más por los procesos de acumulación, centralización y desposesión impulsados por el capital. En efecto, la teoría de Marx, en sus fundamentos generales persiste rigurosa y verdadera. Él mismo, además, se encargó de reconocer una serie de “contratendencias”.

 

En su Marx y Keynes. Los límites de la economía mixta, Paul Mattick sostiene que, “La teoría del desarrollo de Marx, ofrece varias “contratendencias” que interrumpen el curso “autodestructivo” del capital tal como está determinado por sus contradicciones inherentes. Las “contratendencias” prueban la tendencia general, pues son meras reacciones a ellas. Están históricamente condicionadas, como lo está todo el capitalismo, pero son de mayor importancia en una época que en otras. Su efecto sobre el desarrollo general del capitalismo no puede estimarse por anticipado; su fuerza real sólo puede ser observada y juzgada con referencia al curso real de la acumulación de capital”. Vale señalar que Mattick aclaraba que estas “contratendencias” se ponen de manifiesto “por fuera de la ley general de la acumulación”. Pero resulta evidente que esa polarización y esos procesos no generaron el tipo de sujeto que Marx derivó de unas condiciones históricas determinadas: un sujeto portador de un proyecto civilizatorio alternativo

 

En líneas generales al marxismo le ha costado dar cuenta de estas circunstancias. Así, el marxismo fue configurado como una versión radicalizada de  la modernización. O como un camino rápido y eficaz para arribar a ella desde estadios “atrasados”. Ese camino, además, se fundó en una matriz basada en la propiedad estatal (más que social, colectiva o comunal) de los medios de producción y en la planificación centralizada, burocrática y tecnocrática. Se terminó confundiendo el marxismo con “una ideología al servicio del capitalismo de Estado”, tal como afirmaba Paul Mattick en su obra citada. Como señalábamos más arriba, el socialismo fue (mal) pensado como una racionalización del capitalismo.

 

En las experiencias de los socialismos reales se consideró que el monopolio representaba lo moderno, un avance respecto de la etapa de la libre competencia. Entonces, se apostó al desarrollo de los monopolios estatales. Cambiaron las formas de propiedad, pero no los métodos ni el tipo de  racionalidad (que siguió siendo instrumental). Al mismo tiempo se equipararon las experiencias autogestionarias y las formas económicas que facilitaban el manejo soberano de los pueblos sobre los recursos naturales a los estadios premonopólicos que, supuestamente, retrotraían la economía a la etapa perimida caracterizada por la libre competencia. El sendero de los monopolios era considerado como la vía regia a un sistema progresista. Se trataba de aprovechar los avances del capitalismo en los procesos productivos en lo atinente a la dirección y los instrumentos contables. La idea era que el capitalismo con el monopolio y con la dirección centralizada alcanzaba un alto grado de racionalidad y que esa racionalidad (una racionalidad tecnológica supuestamente neutral que incluía el disciplinamiento de la clase trabajadora) podía ponerse al servicio del socialismo. El Estado sucedería al gran capitalista. Esto no fue así. Hay que proceder con mucho cuidado a la hora de “aprovechar” los “avances” del capitalismo. Tendremos que debatir harto sobre el sentido de cada uno de estos términos. La “racionalidad de los monopolios” no puede escindirse tan fácilmente de las formas de coacción del trabajo, formas automáticas y abstractas.

 

El desarrollo de las fuerzas productivas no debería ser considerado un fin en sí mismo. No caben las visiones lineales de correspondencia/contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Además, no es lo más atinado ver esta correspondencia/contradicción como algo independiente de la voluntad de los seres humanos. Luego, habría que desvincular al marxismo de toda ideología productivista, o fáustica (en el sentido del “dominio” sobre la naturaleza) y asociarlo a matrices centradas en la reproducción de la vida y la naturaleza, sin subordinar el reino de la libertad, “el estado social de la libertad”, el único estado verdaderamente humano de la libertad, al reino de la necesidad.

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No se trata de abjurar del Estado y la planificación, pero si de sus formatos no democráticos y burocráticos. Tampoco hay que renegar de la propiedad estatal de algunos medios de producción (por ejemplo, los que suelen denominarse “estratégicos”). Pero no se puede reducir la propiedad socialista a la propiedad estatal.

 

Claro está, el papel del Estado resulta clave en los procesos de transición. Sin un Estado que impulse líneas de desmercantilización y que oficie como factor de compensación de las condiciones desiguales de las que parten la economía mercantil y los sistemas económicos populares, que movilice recursos financieros y tecnológicos, que desarrolle políticas de inversión social e inversión pública orientas al sector alterativo y alternativo de la economía, las posibilidades de los sistemas económicos populares serán acotadas. No podrán exceder el terreno de la resistencia.

 

La ley del valor trabaja “espontáneamente” a favor de la reproducción del capitalismo. ¿Cómo desarrollar la capacidad de contrariarla? En su libro Deslegitimar al capitalismo. Reconstruir la esperanza, François Houtart sostenía que “las alternativas económicas no tienen ninguna oportunidad de salir a la luz sin las alternativas políticas”.

 

El Estado es susceptible de jugar estos roles porque su lógica es distinta a la lógica mercantil. Aunque el Estado capitalista participa directa e indirectamente de la explotación de la fuerza de trabajo, no está regulado por las mismas leyes de la acumulación de capital. Esta afirmación no debería decodificarse en los términos del un keynesianismo de izquierda que suele invocar la “neutralidad” del Estado. No estamos hablando de neutralidad ni de independencia. Simplemente constatamos unas lógicas específicas, que no se pueden derivar directamente de las relaciones de producción capitalistas.

 

La institución de un conflicto sustancial, la incorporación de movimientos sociales y organizaciones populares como protagonistas económicos, sociales, culturales y políticos de un proyecto alternativo, pueden resignificar radicalmente las funciones en un sentido opuesto al proceso de acumulación ampliada del capital y su proceso de centralización de los factores productivos.

 

Creemos que lo fundamental pasa por desarrollar formatos de gestión y planificación democrática del sistema productivo general junto con la capacidad de articularse con la autogestión en la base. Una de las claves principales, sin dudas, es el control comunitario. Por supuesto, es imprescindible considerar los fundamentos termodinámicos en el proceso de producción y, sobre todo, la definición democrática de las necesidades, del grado de desarrollo de las fuerzas productivas y del sentido de la riqueza social. Para Marx las “necesidades imprescindibles” constituían un producto histórico y dependían de los procesos formativos de la clase trabajadora.

 

Tampoco se trata de hacer una apología de la “reproducción simple” (la reproducción en la misma escala), de caer en una mera idealización de la subsunción formal del trabajo al capital y de reivindicar formatos microscópicos de desarrollo. No es conveniente que nuestros cuestionamientos al productivismo asuman posturas románticas de fondo conservador. O que terminemos renegando del desarrollo científico y tecnológico. O, peor aún, que pasemos por alto los modos a través de los cuales el capitalismo actual, en su afán depredador y precarizador,  refuncionaliza los viejos formatos no fabriles y las relaciones sociales cuasi serviles y esclavizantes que de ningún modo  preparan la llegada de un orden económico y social nuevo.

 

Sí debemos tener presente que, en última instancia, en la subsunción formal, quienes trabajan, lo hacen fuera del ámbito de la fábrica y lejos de la supervisación directa del capital y controlando el proceso de trabajo, el tiempo, y el ritmo. Asimismo, en la artesanía y en la manufactura, la herramienta estaba al servicio del trabajo y no a la inversa mientras que la tecnología no era una fuente de plusvalor efímero. Corresponde detenerse a reflexionar sobre la “idealización” de un tiempo en el que, efectivamente, el trabajo tenía más poder. No para pensar en inviables restauraciones, pero sí para rescatar un conjunto de elementos fundamentales para elaborar caminos que excedan al capital y para comenzar a transitarlos aquí y ahora.

 

No se puede desconocer la evidencia de los últimos años que nos muestra que, en el contexto del capitalismo, el desarrollo tecnológico suele ir de la mano de relaciones sociales más opresivas e inhumanas, y de una creciente pérdida de control de las clases subalternas y oprimidas sobre el proceso de producción y sobre la propiedad de los medios de producción.

 

Porque, como bien lo detectó Marx, la tecnología desarrollada por el capitalismo no es neutral. Como “producto” de una sociedad de clases no se la puede separar la división del trabajo, del valor mercantil y la propiedad privada de los medios de producción. La tecnología también “brota” de las relaciones sociales. Como señala David Harvey en su Guía de “El Capital” de Marx: en el capitalismo “las maquinas se utilizan para producir plusvalor y no para aliviar la carga del trabajo”. El capital siempre ha considerado a la ciencia y a la tecnología como instrumentos (propios) en la lucha de clases. Podríamos agregar que esas máquinas tampoco se han utilizado para emancipar a las mujeres del patriarcado.

 

Una matriz económica popular, fundada en un paradigma marxista centrado en la praxis, no puede dejar de poner el énfasis en las relaciones de producción, debe constituirse lejos de todo afán universalizante y partir de una visión integral de los procesos históricos para delinear unos patrones económicos “situados”. Debe plantearse, por ejemplo, la construcción de un “sector orgánico” alternativo al capital, el desarrollo de una racionalidad productiva puesta en función de la racionalidad reproductiva de los seres humanos y la naturaleza, de la vida y no del capital. Asimismo, debe rechazar la idea capitalista/desarrollista de las etapas del desarrollo y pensar la economía en términos de una nueva hegemonía.

 

Aquí arribamos al punto en donde debemos relacionar a los sistemas económicos con la política popular, con la activación de los conflictos sociales y políticos, con la lucha de clases, con las rupturas radicales, con los medios políticos adecuados para suprimir las condiciones de explotación, con el desarrollo de una institucionalidad popular paralela a la institucionalidad burguesa dominante. Llegamos a una instancia que nos impone el interrogante respecto de las posibilidades de los medios políticos (y las intervenciones políticas) para modificar relaciones sociales preexistentes, para crear (o para alentar) otras nuevas. En concreto, llegamos al punto en donde se torna necesario pensar la relación entre economía popular y poder popular.

 

Lenin supo definir a la Revolución Rusa como la combinación de la electricidad y el poder de los soviets. Podría argumentarse que la electricidad para Lenin remitía al productivismo de los formatos tayloristas-fordistas, al acrecentamiento de la división del trabajo, a la escisión tajante entre saber/mando y ejecución, a un tipo de tecnología concebida no precisamente para emancipar al trabajo y que esto era incompatible con el poder de los soviets.

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Lenin no pareció estar demasiado atento a las sugerencias de Marx respecto de la parcialidad de la tecnología desarrollada por el capitalismo y su  incompatibilidad de cara a la construcción de un sistema alternativo. ¿Pero acaso esa infausta convivencia, como otras de igual tenor, no eran (y son) inevitables en tiempos de transición? A favor de Lenin hay que decir que para él la sociedad organizada sobre el modelo fabril no era un horizonte compatible con el socialismo sino un periodo intermedio. Lo mismo cabe a la hora de analizar la propuesta de Trotsky de introducir la organización militar en el trabajo a través de sindicatos estatizados. Ambos concibieron la centralización y el dirigismo como situaciones transitorias. En todo caso podríamos tildarlos de ingenuos pero, transcurridos 100 años, sería una salida fácil y algo liviana.

 

A la hora de pensar en el inicio de un proceso de cambio en sentido poscapitalista, en el comienzo de una transición socialista, no conviene olvidarse del punto de partida insoslayable: una herencia difícil, absolutamente inepta, inconsistente y contaminante; diestra para colarse por todas las porosidades de lo nuevo que pugna por nacer. No sólo el “subdesarrollo”, o el atraso en el caso del mundo periférico. No sólo el hombre y la mujer viejos. No sólo el Estado capitalista. No sólo el patriarcado. También los medios de producción y el trabajo asalariado, las maquinas y las formas organizacionales y un conjunto de elementos que, con cierta dosis de inocencia, se suelen considerar “neutrales”. El punto de partida son unos trabajadores y unas trabajadoras que han sido conformados y conformadas por los procesos de producción y en función de esos procesos de producción. El punto de partida son esos procesos de producción que surgieron para subordinar al trabajo. El cambio en las formas de propiedad no alcanza para modificar esas lógicas verticales y opresoras. En efecto, todas estas son las “armas melladas” del capitalismo.

 

Sin dudas, para construir el socialismo, nada de esto sirve. Algunas cosas pueden y deben ser desechadas de inmediato y otras instituidas del mismo modo: con urgencia y sin dilaciones. Pero hasta al momento del predominio del hombre y la mujer nuevos, hasta que se resuelva el problema de la escasez relativa, hasta que el Estado capitalista se extinga, hasta superar la división del trabajo, hasta generar una tecnología y formas organizacionales alternativas, hasta modificar la naturaleza real del proceso de trabajo capitalista habrá que aceptar algunas convivencias. Uno de los movimientos necesarios de una transición a un sistema poscapitalista (el socialismo para nosotros y nosotras) podría resumirse en la fórmula: en-contra-y-más-allá.

 

Habrá que usar lo viejo y ordinario de modo que produzca algún exceso y construir así lo nuevo y lo extraordinario. Será indispensable constituirse en “fuerza plástica” (en términos de Friedrich Nietszche), capaz de asimilar el pasado y lo heterogéneo en sentido transformador. Habrá que adaptar, rediseñar, injertar, inventar. Habrá que elaborar lo que Marx en una carta a Ferdinand Lassalle de 1861 llamaba las “formas mal comprendidas” (“Toda adquisición de un período anterior, apropiada por un período ulterior, es la antigua mal comprendida”). Habrá que crear nuevas leyes de coordinación. Habrá que proseguir y modificar al mismo tiempo, sin que lo subsiguiente sea designio de lo precedente. Habrá que ser muy cuidadosos y cuidadosas a la hora de determinar cuáles son las “adquisiciones positivas” del capitalismo de las que vale la pena apropiarse, sin olvidar que la expansión de una revolución consiste en desarrollar su novedad radical y sus “desbordes”.

 

Hete aquí las grandes paradojas de todo proceso revolucionario y las fuentes de sus contratiempos, sus contradicciones, sus ambigüedades, sus incoherencias y sus inevitables impurezas. En estas paradojas también acecha el riesgo de la confiscación y la burocratización. Resulta imposible sustraerse al peligro de la reintroducción por la ventana de todo aquello que debería ser desechado (el Estado, principalmente). De nada sirve reemplazar un ejecutivo capitalista por un funcionario rojo.

 

Los experimentos abolicionistas drásticos y absolutos, las estrategias basadas en el puro voluntarismo, no han funcionado. Ejemplos históricos como el Proletkult o la Revolución Cultural China son demasiado patentes como para pasarlos por alto. Dicho esto sin desdeñar en absoluto los aspectos más valiosos de la primera experiencia y algunos de los propósitos más convenientes de la segunda.

 

Desde nuestras realidades periféricas las “condiciones” nunca asumirán formas consumadas, siempre estarán en vías de aparición. Esta constatación no pretende establecer la imposibilidad de los “saltos”, tampoco debería ser considerada como un aval para el gradualismo. Por el contrario, los saltos serán indispensables. Habrá que combinar saltos dilatados con saltos moleculares, pero también debemos reformular la noción de “salto” y de “gradualidad”. Trotsky, instigador de la “revolución permanente”, en su obra Literatura y Revolución propuso la idea de un “porcentaje de aleación de clase” contenido en las diferentes realidades a transformar y que oficia como inevitable punto de partida del proceso de renovación crítica.

 

Los caminos de la invención están plagados de tortuosidades. Los reemplazos necesarios en formatos alternativos, las renovaciones críticas, no se podrán gestar de un día para el otro. La clave, nos parece, está en el “poder de los soviets”, traducido a un lenguaje más propio: en el poder de los caracoles, los consejos comunales y las comunas, las asambleas de base, etc. La clave está en todo lo que este poder simboliza: el conocimiento cabal de las determinaciones, la gestión política de la transición por parte del pueblo, los modos plebeyos, masivos y alternativos de producir decisiones. Y, si por un tiempo resultan inevitables las mediaciones, las burocracias y toda esa índole, que sean controladas por el pueblo y sus organizaciones.

 

De nuevo: la clave está en la autodeterminación y en el poder popular. Asimismo cobran una importancia crucial todos los espacios prefigurativos: unidades de base para la reproducción del trabajo y la vida no mercantiles, unidades de base de autogestión; en fin, todos los espacios más o menos espontáneos de proyección socialista desarrollados por la clase trabajadora y el pueblo en el marco de la sociedad capitalista. El grado de desarrollo de esos espacios simplificará el proceso de transición. Como excesos ya consumados, constituyen un tiempo valioso ganado para el socialismo.

 

Los socialismos reales, mientras avanzaron en lo primero: la electricidad; fueron dejando de lado lo segundo: los soviets. Olvidaron que el recurso a las de las “armas melladas” debía ser transitorio y que era una condición necesaria del socialismo “intervenirlas” y someterlas a procesos de adecuación con el fin de reemplazarlas cuanto antes. Finalmente las “armas melladas” impusieron sus mediaciones alienadas. Así, los socialismos reales subordinaron la libertad a la necesidad y el Estado-partido se apropió de la capacidad cooperativa de la clase trabajadora.

 

Los socialismos reales establecieron una relación ingenua entre el avance de la revolución científica y tecnológica y la homogenización de la clase trabajadora y el perfeccionamiento del socialismo. Cayeron en el fetichismo de la ciencia y la tecnología y en el reformismo tecnocrático.

 

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