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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

¿Qué pasa con la paz de Colombia?

Según un informe de Indepaz, en los 45 días que van del año 2018, han sido asesinados 32 líderes y defensores de derechos humanos, además de 10 excombatientes de las FARC. Desde el 9 de enero se terminó el cese bilateral al fuego entre el gobierno y el Ejército de Liberación Nacional -ELN- quien entre otras acciones decretó un paro armado en todo el país, desencadenando enfrentamientos con el ejército, la emisión de nuevas órdenes de captura contra el comando central de esa organización y otras acciones bélicas entre el Estado y la insurgencia, dejando a la mesa de negociación en Quito en estado agónico ante la creciente confrontación. También han sido virales las abucheadas callejeras al antes comandante de las FARC, Timochenko, que en medio de su campaña presidencial se ha encontrado con todo tipo de reacciones a su nueva vida política. Análisis de Sandra Rátiva para ZUR.

Sin duda, el hecho de que el Estado colombiano no pueda (y no sabemos si quiera) garantizar la vida de los líderes, las comunidades y las organizaciones sociales y de derechos humanos, muestra que el paramilitarismo sigue fuerte y operando. Pero evidencia además que los procesos de negociación con las insurgencias buscaban el silenciamiento de los fúsiles, pero no una resolución política al conflicto social en Colombia. Lo que se traduce en el incumplimiento de los acuerdos con las FARC (que han resultado muy frágiles en tanto fueron acuerdos hechos de espalda al país y entre élites políticas) y la minimización y subestimación de la mesa de negociación con el ELN (que pretende ser muy participativa pero no tiene energía, ni resonancia en una sociedad ya cansada del discurso de “la paz”).

En la realidad, ni el Estado tiene la posibilidad de ejercer control territorial en todo el país para garantizar la vida de nadie, ni los grupos económicos más reaccionarios que financian el paramilitarismo están dispuestos a renunciar a la economía de la guerra. ¿Qué harían los terratenientes-ganaderos y los carteles de drogas si los campesinos hicieran rentable el campo produciendo y procesando comida?, o ¿qué resolverían los militares si se acabara el servicio militar obligatorio y se redujera el gasto público para aumentarlo en educación?, o ¿cómo actuarían los medianos mineros de oro si se ejecutara la protección ambiental existente y se promovieran actividades dignas para las poblaciones rivereñas?

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Desde mi punto de vista, no estamos hablando de política, estamos hablando de economía. Y quedó muy claro que el modelo económico no se negoció, ni se va a negociar. Entonces ¿por qué no se concreta por lo menos el silenciamiento del conflicto armado? Pues porque el control territorial sobre las grandes fuentes de riqueza en el país siguen en disputa. El narcotráfico, la minería, el petróleo, la agroindustria y obviamente la explotación de las y los trabajadores en el país. Eso es lo que sigue en disputa. Y no con la guerrilla, sino con un amplio, diverso, complejo y fragmentado campo popular que se niega a perder la dignidad en su territorio, o reducir sus mínimas condiciones de existencia.

Quizá menos visible a los ojos de los grandes medios de comunicación y a la mirada de los observadores internacionales, son los conflictos sociales que rebasan y desbordan la vida regional de Colombia. Una huelga de trabajadores rurales del sector de la palma aceitera ya completa más de 15 días en el Cesár, región Caribe en el norte del país;el desalojo violento con agresión a niños y niñas para la construcción de la represa hidroituango en Antioquia, en el noroeste; la disputa de campesinos y comunidades negras contra los carteles del narcotráfico de cocaína en Nariño, al sur; los enfrentamientos callejeros en la ciudad de Bogotá contra el sistema de transporte masivo Transmilenio;y el despido de 3700 recicladores y madres cabeza de familia de la antigua empresa pública prestadora de servicios de recolección de basuras, acciones adelantadas por el cada vez más ilegitimo alcalde Peñalosa;en Cali, la tercera ciudad más importante del país, continúa la lucha en defensa por el hospital universitario del Valle del Cauca; y así, podemos seguir nombrando las movilizaciones contra los emprendimientos mineros, contra el fracking o contra la corrupción rampante y la impunidad que muestras los cuadros electorales.

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Lo más dramático de estas luchas, es que todas y cada una de estas manifestaciones han sido reprimidas por la Policía Antidisturbios, e incluso por el Ejército Nacional, que siguiendo órdenes de los altos mandos, encabezados por el aún presidente Juan Manuel Santos, ejecutan la doctrina militar del enemigo interno, siendo el pueblo inconforme y organizado contra el despojo y por sus condiciones de vida digna, el nuevo enemigo del país. Lo dicho antes: de lo que hablamos aquí es de economía.

¿Y entonces qué se juega en las elecciones presidenciales de este año?

A diferencia de una hipótesis que ronda fuertemente sobre Colombia, no creo que haya polarización. De hecho, la gran hegemonía política en el país es el abstencionismo como indicador certero de la ilegitimidad del Estado y del régimen político. Como dice una amiga muy querida “¿para qué votar, si todo va a seguir igual, y a mi igual me toca reventarme trabajando?”.

Sin embargo, dentro de la disputa institucional y la construcción de discursos públicos, es claro que la derecha pretende destrozar los acuerdos de paz, porque aceptar estos acuerdos significa reconocer a un actor político diferente, si no revolucionario, por lo menos democrático y social demócrata como lo son actualmente, las FARC –Fuerzas Alternativas Revolucionarias del Común-. Y si algo ha mostrado la elite colombiana es que no va a permitir ampliar el espectro político[1]. ¿Qué haría la “gente de bien” con la indiamenta y la negramenta exigiendo aún más derechos y más tierras? Eso jamás!. Primero la guerra que la democracia!

Y en el campo de la izquierda, o de los sectores democráticos y progresistas, que defendemos los acuerdos de La Habana, la salida negociada al conflicto con el ELN y la crítica al modelo económico, tenemos una disputa por centralizar la forma, el mecanismo y con algunos matices, el aparato para ser oposición. Las candidaturas de izquierda para la presidencia, aunque también las parlamentarias, no tienen debates programáticos serios, y esto es quizá es lo más triste de este escenario.  Ninguno de los partidos, ni el Polo, ni el comunista, ni el verde, ni las tendencias a su interior, no han sido capaces de proveerse de espacios de debates programáticos en los últimos años que lleven sutil y nítidamente a una consulta sobre la representación política. En últimas, y dicho de forma coloquial, hay una disputa entre personajes, y no entre fuerzas políticas, porque en el fondo, y en la cotidianidad, el campo democrático, progresista y de izquierdas convive, discute y se encuentra, pero se ha perdido la capacidad de construcción de fuerza y de diálogo con los escenarios de lucha popular. Esa partida nos la ganó silenciosamente la política liberal: disputas por la representación política, pero no por la construcción de consenso y propuesta que genere unidad y sea una alternativa para el país.

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Para cerrar este breve desahogo, creo que el escenario que se avecina para Colombia es preocupante. El control del Estado por parte de la derecha más intolerante y recalcitrante desataría retrocesos descomunales que van desde el desconocimiento del acuerdo de La Habana, los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, represión a muerte de la protesta social hasta la perdida de derechos civiles y políticos fundamentales. Y a pesar de la energía y fuerza de la movilización en Colombia, la crisis económica que alimenta la guerra y las economías ilegales pueden rebasar y cerrar de tajo este momento que muchos vislumbramos como una ventana de oportunidad para ampliar el campo político en Colombia y para fortalecer la construcción de propuestas de bienestar, dignidad y justicia social.

Sandra Rátiva Gaona es miembro del Instituto Nacional Sindical Congreso de los Pueblos

[1] Recordemos que ese es el verdadero origen histórico de las guerrillas en Colombia: la dictadura consensuada entre los partidos tradicionales en la década de los 60 llamada Frente Nacional, donde el partido liberal y conservador acordaron turnarse la presidencia por 16 años, y repartir equitativamente toda la representación política en el estado y en la burocracia.

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