ContrahegemoniaWeb

Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Sartre, «argentino»

Eduardo Grüner no necesita demasiada presentación. Es uno de los intelectuales más lúcidos de la Argentina de las últimas décadas y, por eso mismo, poco afecto a las estridencias mediáticas. Lo suyo es la aventura del pensamiento, la osadía de la lucidez, la crítica descarnada, el compromiso político sin autoengaños, sin estar en babia. Sobreviviente de los fragores de los años setenta, cuando supo tomar distancia de muchos desatinos de la izquierda del momento sin bajarse del barco de la revolución, es un testigo reflexivo tanto de esa época (que hoy parece tan distante, tan otro mundo) como de la nuestra. Entre sus obras fundamentales, podemos mencionar El fin de las pequeñas historias (Paidós, 2002) y La oscuridad y las luces (Edhasa, 2010). También nos parece muy relevante su último libro, Lo sólido en el aire: el eterno retorno de la crítica marxista (CLACSO, 2021), extensa y variada antología de ensayos con más de 800 páginas y 24 textos seleccionados, disponible aquí.
El duende Titivillus –demonio en realidad, pero la camaradería nos ha vuelto indulgentes y proclives a los eufemismos– tampoco necesita presentación, pero el que sea parte de la tripulación del Kalewche es motivo de más de un desaguisado. Hace unos meses irrumpió furtivamente en la casa de Eduardo y se robó un extenso manuscrito titulado “Recordando con ira (a Sartre)”. Llenos de vergüenza escribimos a Eduardo para anoticiarle del suceso y devolverle el escrito. Pero Eduardo, con muy buen humor, nos informó que ese texto era en realidad el estudio introductorio de lo que debía ser la edición castellana de El idiota de la familia, cuya publicación se venía posponiendo desde hacía más de una década. Dado que había perdido la esperanza en que esa edición viera alguna vez la luz, nos dijo que hiciéramos con el manuscrito lo que quisiéramos. Le propusimos publicarlo en Corsario Rojo, nuestra revista trimestral, en el marco de un número monográfico –el próximo– dedicado a Sartre, en ocasión de cumplirse ochenta años de la publicación de El ser y la nada. Eduardo estuvo de acuerdo, y todo marchaba sobre quillas bien calafateadas. Pero Titivillus es impaciente e incontrolable. Robó un par de páginas y, trabuco en mano, nos exigió que las publicáramos urgente en el semanario Kalewche, según dijo, “para que la marinería se vaya familiarizando”. Como Titivillus es de pocas palabras, menos pulgas y muchas balas, cedimos a su exigencia. Ustedes sabrán comprender.


La «experiencia» de la que hablamos no es abstracta, ni resuena enigmáticamente en un espacio vacío. Se produjo –se sigue produciendo, para algunos pocos– aquí, en un país, en la Argentina. Empecemos pues por aquí, por nosotros: hablemos de «los sartreanos argentinos». Ya nos haremos tiempo para –sin siempre dejar de hacer la radiografía de nuestras pampas– hablar, más en general, de Sartre.

Te puede interesar:   Fruto envenenado

Pero, ¿hubo alguna vez sartreanos argentinos? Quiero decir: ¿hubo alguna vez sartreanos argentinos? O bien: ¿hubo alguna vez sartreanos argentinos? Una pregunta deliberadamente provocativa que remeda la igualmente sardónica pregunta que hacía el título de un otrora célebre publicista español (¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?), es un pretexto tan bueno como cualquiera para intentar el abordaje de la cuestión que se abre bajo el título de arriba, y para abordarla, si puedo, desde otro lugar.

«Otro» –palabra sartreana si las hay, antes de ser lacaniana, y muchísimo antes de ser de los estudios culturales/postcoloniales–, entendiendo por eso una «otredad» respecto de lo mucho que se ha dicho sobre la cuestión de la influencia de Sartre en la intelectualidad argentina («de Sartre», hay que subrayar: se impone distinguir entre sufrir profundamente la influencia de Sartre y ser «sartreano», «sartrista», «sartrólogo», etcétera). Y no porque aspiremos, va de suyo, a originalidad alguna. Simplemente porque no queremos dar por descontada esa existencia antes de preguntarnos qué significa –qué significó– realmente.

Partamos de una premisa –por ahora, necesariamente dogmática–: la influencia de un pensador como Sartre (con la dificultad adicional de que no se trata de un pensador «puro», sino, además, de un narrador/dramaturgo/ensayista/guionista, activista, etcétera, cuya escritura no se desprendió nunca de su vocación política) no puede buscarse en un solo lugar: no son solamente las ideas –más o menos felizmente «adaptadas»–, no es solamente el estilo –más o menos eficazmente imitado–, no es solamente el «compromiso» político –nuestros intelectuales no tuvieron necesidad de esperarlo a él para asumirlo en buenas o malas causas–, no es solamente un modo de vida, una gestualidad, una moda vestimentaria, un estado de ánimo relativamente impostado –todo eso que se llamó, equívocamente, “existencialismo”, podía haber existido sin ese nombre, o con otro nombre–, y que por otra parte el propio Sartre nunca practicó: puede vérselo en las fotos: habitualmente usaba traje y corbata, hablaba circunspectamente desde su cátedra con escritorio y micrófono (está, sí, la célebre foto que lo muestra arengando a los obreros con un megáfono a las puertas de la fábrica Renault, su cuerpo enjuto haciendo difícil equilibrio sobre un barril, o repartiendo en la calle La Cause du Peuple, el periódico maoísta prohibido; pero eso fue en los 70, mucho después de que se disolviera la «moda» existencialista), jamás, que se sepa, un fotógrafo lo sorprendió en una cave escuchando a Juliette Greco, aunque –dato simpático– escribió letras para ella. Como dijo, en su momento, Merleau-Ponty: “Para aquellos que conocen a Sartre, su destino literario ofrece, a primera vista, un misterio: no existe hombre menos provocador, y, sin embargo, como autor, causa escándalo”1. Afirmación notable, dicho sea entre paréntesis, que distingue al sujeto de los efectos de sus enunciados.

Te puede interesar:   El marxismo hediondo

No es solamente todo eso, entonces, aunque es también todo eso. Es el total de todo eso, es el todo que es más (y a veces menos) que la suma de todas esas partes. Es una articulación que da otra cosa, aunque no deje de tener todo eso. Y que, aun cuando se lograra, todavía dejaría sin responder –porque quizá no haya una respuesta– qué significa –que significó– ser un sartreano argentino. ¿Qué ideas, qué estilo, qué gestualidades pueden dotar de auténtica argentinidad –pongamos que existiera tal entelequia– a algo vagamente definible como «sartrismo»? ¿Basta transitar por los bares de Viamonte y Florida (en la primera mitad de los 60, cuando «Puán» quedaba donde hoy es el lamentable rectorado de la UBA) o de Montevideo y Corrientes (a fines de los 60 o principios de los 70), cuidadosamente desgreñado/a, vestido/a de negro, portando Seres y Nadas o San Genettes bajo el sobaco, procurando «levantes» displicentemente y como a desgano, fumando negros sin filtro, compitiendo por la cantidad de whiskies que se estuviera en condiciones de absorber –competencia para “niños ricos con tristeza” capaces de pagárselos, pero en la cual no era mal visto el switch a la más módica ginebra–, hablando del suicidio como única cuestión filosófica importante (cuestión camusiana, pero no, decididamente, sartreana), desesperando de la política (puesto que no se podía dejar de tener posición ante ella)? ¿Basta, decimos, cambiar esas esquinas por las del Boulevard St. Germain, La Paz por el Café de Flore, Filo y Letras por la Sorbonne, ¿y así? (al que crea que esto es nada más que una cruel caricatura, que lo piense de nuevo: es cruel, y es caricatura, claro: pero tiernamente asumida, como corresponde al que las ha vivido; y es algo más que caricatura, es la verdad de la mala fe –en el específico sentido sartreano– de los que podíamos realmente creer –la época y el habitus lo toleraban, y aun lo exigían– que un verso tanguero como “la vida es una herida absurda” fuera una oscuramente luminosa réplica de la filo-literatura «sartreana»: algo así como una homología estructural –esa palabreja la aprenderíamos bastante después– de “el hombre es una pasión inútil”2).

Como sea: cuesta pensar –ahora– que la única transformación argentina del sartrismo fuera, más allá de gestos y vestimentas, la distinta localización geográfico-urbana de los mismos «contenidos» de la obra del maestro. O una inflexión un poco canallesca del lenguaje –oral y escrito– que tropezara a cada palabra con la traducción de cierto argot de Roquentin en la provincia francesa. O una «liberalidad» sexual –nunca auténtico libertinaje, superado en la misma Francia desde fines del siglo XVIII y ese fin de la aristocracia clásica que se suele asociar al nombre de Sade– que difícilmente alcanzara en serio a la mística de la «pareja abierta» –de la que todos queríamos participar, cómo no, siempre que la decisión de la «apertura» corriera por cuenta de otro/a–. Y aun eso, pasando por encima de la rara y bastante auténtica fidelidad –no importa cuántos/as amantes «laterales» contabilizaran entre libro y libro, entre viaje y viaje– que mantuvieron Sartre y la Beauvoir, bajo la famosa distinción de los amores “necesarios” y los “contingentes”. (Entre paréntesis: en esos tiempos políticamente pre-correctos, quizá lo más «argentino» que hubiera en todo esto –como reflejo del mito tanguero de la mala mujer, que no dejaba de ser compartido por el de la femme fatale hollywoodense– era cierto sordo, larvado rencor hacia la Beauvoir, también anticipación del que se le tendría más tarde a la Kodama o a Yoko Ono: qué raro que nunca supiéramos nada, a ciencia cierta, de las mujeres de Merleau-Ponty, de Camus, de Nizan; ¿será que ellas –que supiéramos– no escribían? En todo caso, hubo que esperar a la tragedia althusseriana para que cambiara este paradigma: y aun así…). Era unaflagrante injusticia, desde ya. Después de todo, nuestro primer acercamiento a lo que se llamaba “existencialismo”, antes de que pudiéramos leer en serio a Sartre, fue en los tomos de las memorias de Simone. También por alguna de sus novelas, especialmente Los Mandarines, ese roman-a-clé donde figuran, bajo seudónimos que apenas los disfrazan, Sartre, Merleau, Camus, la propia Beauvoir. Y, por supuesto, nuestras noviecitas de la época nos machacaban la cabeza con El Segundo Sexo, que leíamos resignados para que no nos echaran de la cama. Solo más tarde nos percatamos de la importancia fundacional de ese libraco, de su carácter asombrosamente «pionero» para un texto escrito en 1949. ¿Y qué decir de La Ceremonia del Adiós, escrito inmediatamente después de la muerte de Sartre? Allí, por un rato, nos volvió el rencor: Simone relataba, con completa impudicia, las últimas semanas de la enfermedad del maestro: sus baboseos, sus confusiones mentales, su incontinencia urinaria. Estábamos indignados, nos sentíamos vejados por lo que se nos aparecía como una crueldad injustificable. Es decir: no éramos suficientemente «sartreanos». ¿O acaso no formaba parte de esa “moral de la ambigüedad” que la pareja predicaba el decir siempre que se pudiera la verdad, no importa cuán dolorosa o «indecente»?

Te puede interesar:   El ser yo y la nada

Eduardo Grüner


NOTAS

1 Maurice Merleau-Ponty, Sentido y sinsentido, Barcelona, Península, 2000 (1948), p. 79.
2 Le agradezco a mi amigo Héctor Palomino haberme llamado la atención sobre esta analogía.

Fuente: KALEWCHE

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *