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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Un país sin pasado: el ataque a la memoria (Capítulo 6 de El Cambio y la Impostura: La derrota del kirchnerismo, Macri y la ilusión PRO)

¿Cuánto de la victoria de Mauricio Macri se debió a sus propias virtudes, cuánto a los defectos del kirchnerismo y cuánto a la particular coyuntura en la que se realizaron las elecciones de 2015? Los dirigentes del PRO afirman que no tienen ideología. Pero ¿qué cambios se proponen respecto de lo que la sociedad argentina ha sido hasta ahora, cultural y políticamente hablando?
El Cambio y la Impostura; se ocupa de las circunstancias en las que Macri llegó al poder, del caso Nisman, del papel de los medios, del significado del “cambio cultural”, de la influencia perdurable de la crisis de 2001, del tipo de partido que es el PRO y del horizonte de largo plazo que guía sus políticas. Muy especialmente, apunta a la oposición entre “república” y “populismo”, a su valor para describir la realidad y a la manera en que fue usada para construir visiones sesgadas y estigmatizantes. E interroga a fondo la relación del PRO con la historia. ¿Se puede vivir sin pasado y sin memoria? He ahí un problema crucial. Con un tono preciso y contundente y una retórica que invita al debate, el historiador Ezequiel Adamovsky problematiza la realidad y le propone al lector ir más allá de la dicotomía kirchnerismo/antikirchnerismo que dominó y empobreció la discusión política en los últimos años.

Un país sin pasado: el ataque a la memoria

 

Pero hay algo más, todavía más profundo, en el “cambio cultural” que busca el PRO. Se trata de un cambio en todos los frentes, que incluye el modo en que nos relacionamos con el pasado. Lombardi lo había mencionado en la definición mencionada en el capítulo anterior: se trata de operar sobre “cómo vemos el pasado para proyectarnos en el futuro”. ¿Qué es lo que está allí en juego? Muchísimo.

A esta altura está claro que el macrismo no se siente a gusto con la manera litigiosa en que nuestra sociedad recuerda su pasado reciente. La incomodidad tiene sin dudas un motivo de orden práctico y concreto. Para un gobierno tan apoyado en la clase gerencial, el recuerdo constante de la complicidad de los empresarios durante la última dictadura –la familia Macri incluida– no puede sino causar incomodidad. Muchos recordamos todavía que, entre las deudas privadas que los militares decidieron estatizar y que pasaron a engrosar la impagable deuda externa de todos los argentinos, estaban las de las empresas del clan Macri (que volvieron a exigir ese beneficio en 2001, esta vez sin éxito).[1] Y lo mismo vale para el apoyo incondicional que dieron a las reformas neoliberales de Menem, que contaron con el joven Mauricio como un entusiasta defensor. Por razones evidentes, son cuestiones que efectivamente (les) conviene “dejar atrás”. Pero se trata de un pasado que molesta también por motivos políticos más profundos y que van más allá de las complicidades personales. Para entenderlo hay que volver una vez más al 2001.

2001 y las políticas de la memoria

La memoria del pasado reciente ha sido uno de los pilares de sustento ideológico del kirchnerismo. Ya desde sus primeros momentos, Néstor Kirchner construyó su legitimidad apoyándose fuertemente en el movimiento de derechos humanos y planteando una reivindicación de la “juventud maravillosa” que luchó por un mundo mejor en los años setenta. Las organizaciones de derechos humanos respondieron entusiastas y fueron un apoyo sólido hasta el final. El “neocamporismo” de Cristina Kirchner no hizo sino reforzar esa conexión. Durante su gobierno se insistió fuertemente en la denuncia de las complicidades civiles que hubo en la última dictadura militar (o “cívico-militar”, como insistieron en denominarla). En las políticas de la memoria del kirchnerismo, estaba perfectamente claro que el terrorismo de Estado no había sido obra de militares paranoicos, sino el arma principal para imponer un proyecto de país acorde a las necesidades de los grandes empresarios locales y del sistema financiero internacional. Quedaba claro, desde esta mirada, que la dictadura no era un hecho histórico encapsulado en 1976-1983, sino la expresión más violenta del predominio de grupos económicos que siguieron siendo actores centrales de la política nacional en años posteriores (y que seguían agazapados en la actualidad).

Suele olvidarse, sin embargo, que esa lectura del pasado no fue un invento del kirchnerismo. Por el contrario, estaba ya bien instalada antes de que Néstor Kirchner fuese una figura conocida. Su origen estuvo en los incansables esfuerzos del movimiento de derechos humanos y de la izquierda durante los años ochenta y noventa. Mientras que Alfonsín pretendió limitar la revisión del pasado con el corset de la “teoría de los dos demonios” y Menem olvidarlo del todo con una reconciliación forzada, el movimiento de derechos humanos y la izquierda siguieron insistiendo siempre con el tema de las complicidades civiles de la dictadura. También, sobre la necesidad de visibilizar que los desaparecidos no eran meras víctimas pasivas de la brutalidad represiva, sino que la habían padecido como castigo por una militancia política determinada.

Hacia finales de los años noventa, a medida que avanzaba la crisis económica, la sociedad argentina volvió a lanzar preguntas angustiosas hacia su pasado. Mientras naufragaba la fantasía de ser un “país del Primer Mundo”, nuevamente se apeló a la historia para comprender las raíces de la situación presente. Así, se fue instalando la sospecha de que las injusticias del momento tenían una conexión íntima con las de las de los años setenta. Las evidencias aparecían con una claridad meridiana: los banqueros locales, los grupos exportadores, las multinacionales y el FMI, principales intereses sociales detrás de las políticas que condujeron a la explosión del 2001, eran los mismos que habían patrocinado la dictadura en 1976. En ambos contextos se habían enriquecido instalando un modelo económico profundamente antipopular. De allí que se volviera inevitable trazar también la conexión entre la militancia de los años setenta que lo resistió, y la que lo resistía en el momento actual. La agrupación HIJOS (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), que comenzó a organizarse a fines de 1994, fue la expresión más evidente de ese puente tendido hacia el pasado y un foco central de la reivindicación de la militancia setentista. Así, lo que hasta mediados de los años noventa había sido un discurso con poca circulación fuera de la izquierda, se fue abriendo camino masivamente, para volverse sentido común en 2001 y discurso de Estado con la llegada de Kirchner al poder.

Evidentemente, esa memoria sobre el pasado reciente resultaba inconveniente para el proyecto del macrismo por varios motivos. En primer lugar, porque construía una imagen muy negativa sobre los actores sociales y sobre el tipo de políticas en los que el PRO necesita apoyarse y cuyos intereses viene a promover. En segundo lugar, porque invitaba a imaginar una Argentina en la que había sido la militancia –y no los políticos, ni el Estado, ni mucho menos el mercado– la depositaria de la promesa de un futuro mejor. Y finalmente, porque otorgaba legitimidad al kirchnerismo como abanderado de los derechos humanos y como supuesto puente con la “generación perdida” de los años setenta. Y no se trataba apenas de una cuestión simbólica o de meras percepciones: la memoria histórica así construida y preservada abrió una dinámica de examen del pasado que condujo no sólo a la reapertura de los procesos a los militares, sino también al comienzo de los juicios sobre las responsabilidades empresariales que, justamente en 2016, llevó a la primera condena. La red de complicidades de la gente de negocios con la dictadura fue tal, que la perspectiva de nuevos juicios abre un panorama impredecible. Por dar un solo ejemplo, la propia familia del primer ministro de hacienda de Macri, Alfonso Prat Gay, está siendo investigada.[2] Por todo ello, para el macrismo se volvió fundamental deshacer ese modo de conectar presente y pasado, “dar vuelta la página” o, en otras palabras, producir un “cambio cultural” también en ese frente.

Disparen contra el movimiento de derechos humanos

Con la política de derechos humanos, durante la campaña electoral sucedió más o menos lo mismo que con todo lo demás. En algún momento de descuido, a fines de 2014, Macri confesó que con él se acabarían “los curros en derechos humanos”. Pero desde entonces y luego como presidente prefirió no confrontar abiertamente con las organizaciones, sabiendo del prestigio moral que todavía conservan. La estrategia Durán Barba –nunca decir lo que uno piensa hacer, nunca confrontar– indicaba que lo mejor era dejar que las figuras secundarias de Cambiemos y sus intelectuales y periodistas afines se ocuparan del trabajo sucio de destruir la legitimidad de la lucha por los derechos humanos. Que no es otra cosa que destruir el pilar que organiza la memoria sobre el pasado reciente y, con ella, la propia autopercepción de la sociedad argentina.

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Los medios de comunicación participaron de esa campaña con peculiar fruición (lo que no debería sorprender a nadie, ya que los dos principales están salpicados no sólo por su apoyo a la última dictadura, sino también por haberse quedado con Papel Prensa con su ayuda). El caso de malversación de fondos que involucró al programa de construcción de viviendas que llevó adelante la Fundación Madres de Plaza de Mayo fue utilizado incansablemente para desacreditar a Hebe de Bonafini, emblema principal del movimiento. El responsable del desfalco, Sergio Schoklender, fue convocado una y otra vez a los medios como si fuese un columnista de opinión, para dar sus pareceres sobre temas diversos (incluyendo el caso Nisman). Se le permitió allí inculpar a la titular de Madres de Plaza de Mayo y a Cristina Kirchner y prodigar elogios a Macri sin ser molestado con preguntas incómodas. Pero el ataque mediático también fue abierto y frontal. Aunque el único caso de malversación denunciado es el que involucra a la organización que preside Bonafini, Alfredo Leuco aprovechó para extender sobre todas las demás la presunción de habitar “el nauseabundo pantano de la corrupción” y exigió lisa y llanamente que se creen nuevos organismos de derechos humanos para reemplazar a los existentes. Se atrevió incluso a proponer los nombres de las personas que podrían dirigirlos: todos conocidos macristas, salvo algún que otro independiente.[3]

Algunos periodistas también reflotaron el pedido de “memoria completa” que vienen impulsando los propios militares acusados desde hace añares y reeditaron otros viejos argumentos que buscan poner en pie de igualdad el terrorismo de Estado y los hechos de violencia que protagonizaron las organizaciones armadas en los años setenta. Eligen para ello, sin embargo, olvidar un dato central que desarma su argumento: que entre los militantes sindicales y de izquierda de los años setenta sólo una minoría se involucró en acciones armadas, pero el terror de Estado cayó sobre todos ellos por igual. Jorge Lanata y los editorialistas de La Nación estuvieron entre los más insistentes en aquél pedido y este olvido. En la TV, escudándose en supuestos “debates” plurales y en su habitual griterío, Intratables puso en marcha una verdadera campaña en ese sentido. En el colmo de la improvisación, el escritor Marcelo Birmajer, de simpatías macristas pero sin ningún antecedente de interés por los derechos humanos, ocupó los estudios de TV y las páginas de Clarín con una denuncia sobre el Parque de la Memoria, basada en un grosero error de información, que de todos modos venía bien para exigir una condena social para los militantes de los años setenta. Pero la palma se la llevó un funcionario del PRO, el radical Darío Lopérfido, quien afirmó que los organismos de derechos humanos fraguaron la cifra de 30.000 desaparecidos con el fin de cobrar subsidios, una infamia incalificable por donde se la mire.[4]

Los intelectuales del macrismo colaboraron en el mismo sentido. Los del Club Político se sumaron al pedido de “memoria completa”, buscaron igualar el terrorismo de Estado con las acciones violentas de agrupaciones políticas y se lanzaron a una verdadera campaña para desacreditar los juicios contra militares genocidas. Luis Alberto Romero fue quien más se destacó en ese sentido: reformulando la “teoría de los dos demonios”, sostuvo que en los años setenta en verdad hubo sólo uno, con dos caras. También llegó a afirmar que se estaba condenando a los militares sin pruebas, violando las garantías del debido proceso y manipulando a los testigos, en juicios en los que estaba definido de antemano que los acusados recibirían las penas máximas. Por todas partes hubo voces que salieron a denunciar que se estaba privando a los militares del derecho a la prisión domiciliaria. Estos ataques a los juicios se fundaban obviamente en información falsa: un mínimo cotejo con las estadísticas muestra que una importante proporción de acusados resultaron absueltos, que sólo la minoría recibió las penas máximas, y que uno de cada tres condenados fue beneficiado por la prisión domiciliaria (un porcentaje mayor que el de los condenados por otro tipo de crímenes).[5] Queda claro entonces que se trata de un ataque por motivaciones ideológicas, sin relación con supuestas irregularidades procesales sistemáticas.

Mientras esa campaña tenía lugar, el gobierno de Macri aprovechó para desmantelar sigilosamente varias de las áreas bajo órbita del Poder Ejecutivo que se dedicaban a prestar apoyo a las investigaciones y a los juicios por violaciones a los derechos humanos. Las actitudes del propio presidente fueron oscilantes, impropias de un jefe de Estado. Inicialmente amparó en el silencio la campaña de sus partidarios, trató a las organizaciones de derechos humanos con frialdad y se negó a recibirlas. Pero pronto revirtió su actitud, tras comprobar que le traería dificultades en el terreno de las relaciones exteriores. En efecto, en su visita a Argentina el presidente de Francia se negó a visitar el teatro Colón, dirigido por Lopérfido. Por su parte, el interés de Barak Obama por visitar los sitios de la memoria obligó a Macri a buscar un acercamiento coyuntural con los organismos de derechos humanos. Irónicamente, debemos al presidente norteamericano el súbito interés de Macri por conocer la ESMA, un sitio central de la memoria colectiva de los argentinos que, sin embargo, nunca había pisado. Sus expresiones en ocasión de la primera conmemoración del 24 de marzo bajo su mandato (que compartió con Obama) fueron francamente incómodas. Se limitó a recordar el hecho como un triste episodio más de “la división entre los argentinos”. Con esa expresión repartía culpas por igual a todos los causantes y lo relacionaba implícitamente con el divisionismo por el que culpó a los Kirchner durante la campaña electoral. Vaciamiento y banalización. En alusiones posteriores a la dictadura nunca pudo emplear la expresión “terrorismo de Estado”. Prefirió en cambio la que usaban los propios militares: “guerra sucia”. Otra vez, la idea de contendientes equivalentes. Sobre la cifra real de desaparecidos, afirmó que no le interesaba saber cuál pudiera ser. La brutalidad de esas afirmaciones fue tal, que obligó a sus propios funcionarios a hacer malabares para salir a matizarlas y explicarlas. El ataque a la memoria de los años setenta y al movimiento de derechos humanos se completó con una cantidad de pequeños gestos de profanación, como la designación de diversos funcionarios con actuación durante la última dictadura o antecedentes carapintadas, la decisión de recibir a Obama justo un 24 de marzo, el desfile de Aldo Rico en los actos del Bicentenario (justificado por el propio Macri), o la tentativa de hacer del Día de la Memoria un feriado móvil. Pero el más atrevido fue el intento de llevar a Hebe de Bonafini a notificarse de sus derechos frente a un juez por la fuerza pública, sin ninguna necesidad legal, bloqueado en las calles por una multitud que concurrió espontáneamente en su apoyo.[6] El objetivo, está claro, era arrastrar a un patrullero al emblema mayor del movimiento de derechos humanos. Pisotear y humillar nuestra memoria. De los gestos se pasó a la provocación directa cuando los legisladores del PRO se fotografiaron con un cartel que decía “Nunca más a los negocios con los DDHH” justo el 24 de marzo de 2017.

Mientras esta campaña informal tiene lugar, el Estado mantiene, desde el punto de vista institucional, una aparente continuidad. No hay ataques frontales, como podría ser el cierre de los espacios de la memoria. Tampoco intentos de reivindicar la dictadura (aunque sí hubo al menos un funcionario, Juan José Gómez Centurión, que relativizó sus crímenes). El gobierno retiró la colaboración activa a los juicios por delitos de lesa humanidad, pero no tuvo iniciativas legales para ponerles fin. Y posiblemente no veamos cambios de ese tenor. Puede que Macri sea incapaz de pronunciar la expresión “terrorismo de Estado”, pero sí la usan su secretario de derechos humanos y los guiones y sitios web oficiales. El Estado seguramente seguirá sosteniendo la visión oficial sobre la dictadura, aunque de manera más “fría”. La estrategia es la de la ritualización, despolitización y banalización de la memoria, antes que la de una reversión explícita de sus contenidos. O dicho de otro modo, la de sostener una condena genérica a “la violencia”, pero lavada de contenidos específicos, especialmente de aquellos que apuntan a la relación que existe entre el terrorismo de Estado y los proyectos e intereses económicos que lo alentaron. Atacar frontalmente las políticas de la memoria expondría al PRO a comparaciones con quienes efectivamente son sus antepasados políticos: los Chicago Boys que condujeron la economía en tiempos de la dictadura. La apuesta del PRO es por ello, más que la de un ataque frontal, la de desacreditar a los organismos de derechos humanos y al conjunto de la militancia de los años setenta. Ponerlos en cuestión, ensuciarlos, hasta que pierdan el sitial de honor que tienen como pilares de la memoria colectiva.

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Un país sin pasado
Visto el asunto más de cerca, sin embargo, hay algo que excede el problema de la memoria del pasado reciente y de los años setenta. Cada vez se vuelve más evidente que el macrismo tiene un problema con la propia historia. La vive como una carga, una mochila de la que mejor sería despojarse. Hay que “dar vuelta la página”, dejar de buscar responsabilidades hacia atrás y “mirar hacia adelante”, insisten. En 2013 Macri causó un revuelo cuando intentó reducir la cantidad de horas de enseñanza de Historia en las escuelas secundarias porteñas, quitando totalmente la asignatura en los últimos años.[7] Y entre sus primeras medidas desde la presidencia aprobó la idea de reemplazar las imágenes de los próceres en los billetes por las de animales de la fauna local. El cambio, explicó el Banco Central, se justificaba en la necesidad de encontrar un “punto de encuentro” para que “todos los argentinos puedan sentirse representados en la moneda nacional”.[8] En otras palabras, buscar un tipo de identificación colectiva que prescinda del pasado. Como si no debiésemos ya encontrarnos en nuestra historia compartida. Animales en riesgo de extinción como expresión del deseo de un pasado extinto.

El deseo de hacer como si el pasado no existiese se notó particularmente en los festejos del Bicentenario de 2016. El desgano con que se preparó la conmemoración fue notorio. “Austeridad”, fue la palabra clave que se transmitió a la prensa, como para bajar las expectativas desde temprano. Nada de fiestas públicas, nada de megaeventos, nada de calor popular. Apenas un par de actos protocolares enmarcados por desfiles militares y algún número artístico de baja producción. En la curiosa concepción desde la que se pensó la celebración, el evento conmemorado –la independencia– apareció apenas como una referencia difusa. Como explicó el secretario general de la Presidencia, pensaron en un festejo “que se proyecte hacia el país que podemos ser más que al que fuimos”. En otras palabras, por paradójico que parezca, fue una conmemoración que volvió la espalda sobre el pasado que conmemoraba. La campaña publicitaria oficial en televisión y en medios gráficos convocó a encarar el futuro con optimismo, con frases como “no darnos por vencidos” porque “nos tenemos a nosotros, los 44 millones de argentinos”. “Todo es posible”, “lo que no existe podemos inventarlo”, “depende de nosotros” y otras por el estilo. Una arenga para futuros emprendedores. Quitando dos (el retrato de Favaloro y un colectivo antiguo), el spot oficial sólo utilizó imágenes de lugares y de personas del presente. Personas que, además, eran tan predominantemente de cabellos rubios, que había que hacer esfuerzos para reconocer en ellas al pueblo argentino.[9] Del pasado, nada. De lo que somos, tampoco: apenas imágenes de lo que quisieran que seamos.

En esto, la de 2016 se parece a la conmemoración del Bicentenario de la Revolución de Mayo que la Ciudad de Buenos Aires organizó seis años antes, cuando Macri era su Jefe del gobierno. También entonces los festejos locales se limitaron a una gala para ricos y famosos en el teatro Colón y una campaña de carteles callejeros invitando a celebrar supuestos “valores de Mayo”, como la “Convivencia” o el “Diálogo”. El pasado fue entonces, como en 2016, puesto en segundo plano para priorizar en cambio los mensajes políticos del gobierno. Porque si algo no hubo en la época de guerras sangrientas y furiosas pujas políticas de la independencia fue diálogo o amable convivencia. Por supuesto, toda conmemoración tiene una dimensión política; todas conectan con las necesidades del presente (la del Bicentenario de 2010 que diseñó Cristina Kirchner desde el gobierno nacional ciertamente la tuvo). Pero lo distintivo en este caso fue la pretensión de no hablar siquiera del pasado, correrlo del todo de la escena.

En nada se notó mejor esa pretensión que en el discurso de Macri del 9 de Julio de 2016, durante el acto central en Tucumán, que merece ser recordado como una de las peores piezas de oratoria de todos los tiempos. Uno imaginaría que dar un discurso en un Centenario es la oportunidad que cualquier político desea tener una vez en su vida, para dejar su visión para la posteridad en letras de molde. Macri, sin embargo, no pareció conmovido por la ocasión. Su discurso fue errático, descuidado, y repitió pasajes enteros de los que había dado en días previos. El hecho histórico conmemorado fue fugazmente aludido al comienzo, en la inolvidable frase en la que Macri, pensando en su “querido rey” Juan Carlos, imaginó como “angustia” el sentimiento que animaba a los patriotas al decidir separarse de España. Esa incómoda frase fue la única referencia al pasado de todo el discurso; no hubo ninguna otra alusión histórica. Al contrario, inmediatamente aprovechó otro sentido de la palabra “independencia” para hablar no ya de un hecho colectivo, sino de la responsabilidad de cada individuo sobre sus acciones de cara al futuro. Así, el discurso invitó a “ser protagonistas” del cambio y machacó sobre la necesidad de inculcar una cultura del trabajo, de que los estudiantes estudien, de que los docentes acepten ser evaluados y de acabar con el ausentismo laboral (puede que el discurso del Bicentenario no haya referido a la historia, pero sí trató sobre al flagelo de los trabajadores que faltan y piden licencias innecesariamente…). También fustigó la “viveza criolla” y refirió a la necesidad de recuperar el valor de la verdad y de ser confiables ante el mundo, para que lleguen inversiones. Y concluyó anunciando que el país se dirigía a “un increíble futuro” e invitando a trabajar para superar “la brecha que nos duele entre la Argentina que somos y la que debemos ser”. En fin, otra vez, una arenga para potenciales emprendedores. La oportunidad para un discurso de celebración de los doscientos años de existencia de la nación, concluyó sin embargo con palabras de desprecio por lo (criollos) que somos, contrapesadas apenas con la promesa de que, en adelante, seremos mejores (es decir, parecidos a los extranjeros que nos traerán las inversiones, acaso más rubios, como los del video). El broche de oro para este ejercicio de frialdad y desapego llegó al día siguiente, cuando –a pesar de sus loas al esfuerzo y sus diatribas contra el ausentismo del día anterior– Macri anunció que no iba a concurrir a los desfiles de cierre del Bicentenario por hallarse muy “cansado”. La indignación estalló en los medios y redes sociales, lo que lo obligó a ir un rato y de mala gana.[10]

El problema es el “nosotros”

Si Macri se muestra tan incómodo respecto de la historia es precisamente porque no se halla a gusto con esto que somos hoy, con el “nosotros” tal y como existe actualmente, con el fruto de esos doscientos años de vida en común. Cabe recordar que en su asunción alteró sorpresivamente la fórmula protocolar que indica el artículo 93 de la Constitución y, en lugar de jurar desempeñar su cargo “con lealtad y patriotismo”, lo hizo prometiendo “lealtad y honestidad”.[11] Podría verse en eso (y en todo lo demás) apenas una respuesta en espejo al gobierno de Cristina Kirchner: si ella organizó una megacelebración, nosotros haremos algo austero; si en 2010 hubo narración, ahora no la habrá; si ella impuso el eslogan “Tenemos patria”, nosotros apelaremos a valores más temperados y módicamente republicanos. Si el distanciamiento respecto de la idea de “patria” y del panteón de próceres que la encarnan hubiese estado en función de una crítica de sus ribetes autoritarios, no cabría más que festejar los cambios en el vocabulario y en las conmemoraciones que propuso Macri. Pero es evidente que no viene por allí su incomodidad (como lo sugiere la centralidad que tuvieron los desfiles militares en el Bicentenario de 2016).

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La ofuscación de Macri con la idea de “patria” y con la historia nacional acaso venga de una incomodidad más profunda con ese “nosotros” popular concreto que se expresa –como no podría hacerlo de otro modo– a través de sus memorias múltiples, tanto las que remiten a las efemérides escolares como las que vienen de las experiencias de luchas de clase y de represiones. Molesta ese “nosotros” que se imagina no sólo en los retratos de San Martín, sino también en historias de Patagonias trágicas y de jóvenes acaudalados haciendo pogroms, de hacheros rebeldes y de dueños de ingenios azucareros despóticos, de resistencias peronistas y de jóvenes que se vuelcan al marxismo en los años setenta, de desaparecidos y de luchas actuales que se conectan con las de ellos.[12] Molesta la historia porque ese “nosotros” popular argentino está constituido por ella, atravesado por sus ramificaciones de un modo tal, que no es sencillo pedirle que se reconozca en algunas de sus memorias pero no en otras. De hecho, los valores igualitaristas que anidan hoy en la sociedad argentina están intrínsecamente relacionados con la manera en que este país ha construido una memoria acerca del pasado y, con ella, una explicación acerca del origen de los males presentes. El “cambio cultural” requiere barrer con la historia, acabar con ella, precisamente porque la historia da cuerpo a un “nosotros” que rememora sus mejores días como fruto de la lucha popular y de las gestas colectivas y coloca al mundo de las élites y los empresarios –pasados y presentes– en un lugar bastante incómodo. “Dar vuelta la página” significa olvidar tanto las violencias ejercidas desde arriba, como el poder transformador que más de una vez hemos alcanzado a través de la acción colectiva desde abajo.

En fin, en la tensa relación del PRO con la historia se nota una incomodidad que es también respecto del “nosotros” argentino tal como es hoy. Algunos de sus intelectuales lo han argumentado con claridad, incluso cándidamente. Iván Petrella, por ejemplo, se quejó de que el pasado “nos paraliza”. Su fantasía, tal como la dejó escrita en La Nación, es vivir en una sociedad que tuviese apenas unos “pocos minutos de pasado” y que pudiera, por ello, encarar el futuro con optimismo y sin pesadas “mochilas” de nostalgias y rencores. Toda la retórica del PRO, de hecho, se enfoca a un futuro optimista abierto para cualquier individuo que quiera liberarse de la carga de lo colectivo, una especie de utopía capitalista-tecnocrática de emprendedores y gerentes eficientes que promete un mundo sin conflictos, con afectos privados, alegría y globos amarillos. Un mundo que dejará atrás el tiempo pasado de la política y los políticos. Alejandro Rozitchner lo expresó con brutal claridad. La historia es un “tiempo muerto” que hay que “superar” para hacer lugar al futuro; “los pueblos que se obsesionan con su historia no logran entender ni avanzar”. Como en las arengas empresariales, para él la misión de la hora es transmitir “alegría” y “motivación” a la ciudadanía. En esa tarea, ideas como las de “patria”, “pueblo” o “soberanía” no son más que “una simbología inútil que se interpone entre la gente y la realidad” (porque “la gente”, se entiende, sólo tiene existencia como colección individuos, nunca como colectivo). “Desarrollar un país no es acudir a la historia, al pueblo, sino ayudar a la gente a vivir”, agregó. La propia idea de “pueblo” a Rozitchner le parece “fascista”, porque supone la negación de las personas, “una aglomeración de personas desindividualizadas”.[13] (El Pueblo, debe recordarse, ocupa un lugar central en nuestra Constitución nacional como depositario de la soberanía).

La fantasía de un país “liberado” de su historia, en definitiva, es la de poder celebrar un “nosotros” que no sepa reconocerse ya en memorias dramáticas ni filamentos colectivos. Un “nosotros” cuya consistencia esté asegurada en ciertos valores compartidos (como la honestidad o el diálogo) pero de coloración indefinida, buenos para un argentino tanto como para un noruego. Un “nosotros” que, como mucho, se dé por satisfecho de poder identificarse con los animalitos de su fauna autóctona. En definitiva, un “nosotros” hecho de individuos emprendedores, sin marcas sociales o históricas específicas, una superficie plana y lisa comparable a cualquier otra, sin estrías, por donde el capital pueda circular sin fricciones ni obstáculos.

 

[1] José Natanson: “Macri, una trayectoria cercana al Estado”, Página 12, 16/6/2003; “Rechazo a la idea de estatizar deudas”, La Nación, 25/10/2001.

[2] “El primer empresario con condena por ser cómplice de la dictadura”, Página 12, 28/3/2016; “Los cinco desaparecidos de los Prat-Gay”, Página 12, 28/2/2016.

[3] “Schoklender cree que a Nisman lo asesinaron”, Clarín, 4/3/2015; Alfredo Leuco: “Es necesario que haya nuevos organismos de Derechos Humanos”, Clarín, 26/3/2016. En el mismo sentido: Fernando Iglesias: “Las esquirlas de un pasado que no termina de pasar”, La Nación, 9/2/2017.

[4] “Intratables y su campaña a favor de la ‘teoría de los dos demonios’”, La Izquierda Diario, 16/2/2017; Laura Malosetti Costa: “Polémica con Birmajer”, Clarín, 7/3/2016; Jorge Lanata: “Sobre la militancia”, Clarín, 7/2/2016; J. Lanata: “Condiciones para pensar la Historia”, Clarín, 4/2/2017; “A 40 años del último golpe de Estado”, La Nación, 24/3/2016.

[5] Vicente Palermo, Guillermo Rozenwurcel, Henoch Aguiar: “Hacer de la memoria un patrimonio común”, La Nación, 24/3/2016; María Zaldívar: “Es hora de contar la verdad completa”, Infobae, 24/3/2016; Luis Alberto Romero: “Macri no puede ser clasificado”, La Nación, 22/2/2016; L. A. Romero: “Hay que debatir el sentido de los feriados”, La Nación, 31/1/2017; “Un manifiesto por la justicia”, La Nación, 2/8/2016; Horacio Verbitsky: “Malditos sean los datos”, Página 12, 7/3/2016.

[6] “Instrucciones para terminar con una política de Estado”, Página 12, 28/3/2016; “Del hecho al dicho”, Página 12, 15/8/2016; “Nos fuimos muy preocupados”, Página 12, 28/1/2016; “Convenios, tango y champagne en el Centro Kirchner”, Clarín, 26/2/2016; “El Gobierno ‘corrigió’ a Macri y repudió ‘el terrorismo de Estado’”, La Nación, 12/8/2016; “Funcionarios PROdictadura en el gobierno de Mauricio Macri”, La Izquierda Diario, 17/12/2015; “Es una afrenta a la democracia”, Página 12, 12/7/2016; “Me parece que no me consta…”, Página 12, 1/8/2016; “Caso Bonafini: ¿podemos ser obligados a ejercer un derecho?”, Infobae, 5/8/2016.

[7] “Rechazan la eliminación de Historia en los años superiores de la secundaria porteña”, Telam, 11/672013.

[8] “Proponen crear un billete de $500 con la cara de Arturo Frondizi”, La Nación, 2/10/2015; “Adiós a los próceres: la fauna, protagonista de los nuevos billetes”, Infobae, 15/1/2016.

[9] “Austeridad y futuro, ejes del festejo del Bicentenario”, La Nación, 11/4/2016; Spot Presidencia de La Nación Bicentenario, disp.. en https://www.youtube.com/watch?v=Us1aPHvgtLc

[10] Discurso de Mauricio Macri, 9/7/16, disp. en https://www.youtube.com/watch?v=BDndDJbL1K4; “Mauricio Macri: ‘Cansado por la extenuante gira y actos, lamento no poder asistir a los desfiles’”, La Nación, 10/7/2016.

[11] “‘Honestidad’ por ‘patriotismo’: el cambio de palabras de Macri en la jura por la presidencia”, TN, 10/12/2015, http://tn.com.ar/politica/honestidad-por-patriotismo-el-cambio-de-palabras-de-macri-en-la-jura-por-la-presidencia_641121

[12] En verdad hay liberales a quienes molesta incluso el culto a San Martín, porque estimularía la identificación con los “caudillos populistas”; Emilio Ocampo: “Detrás del populismo caudillista”, La Nación, 18/1/2017.

[13] Iván Petrella: “Que el pasado no nos paralice”, La Nación, 27/2/2016; Alejandro Rozitchner: La evolución de la Argentina, Buenos Aires, Mardulce, 2016, pp. 93-99; “Alejandro Rozitchner: ‘El sector que más irrita a Macri es el empresario’”, La Nación, 3/12/2016; “Alejandro Rozitchner: ‘Este es el gobierno que más se preocupa por los desfavorecidos desde el inicio de la democracia’”, Infobae, 1/1/2017. Esta visión está bien en sintonía con las religiosidades New Age que profesan el Presidente y otros miembros de su partido, que invitan justamente a liberar el espíritu de todo apego y atadura afectiva que pudiera interferir en su plenitud presente. Desde esta mirada, las solicitaciones emocionales del pasado, las nostalgias, acusaciones y pedidos de vindicación que hacen sentir, aparecen como una carga. Dejo constancia, sin embargo, de que otros intelectuales de simpatías macristas, como Luis Alberto Romero, apuestan en cambio a presentar visiones “decadentistas” de la historia nacional, focalizadas en alguna “edad dorada liberal” perdida, como modo de legitimar los cambios políticos que se esperan en el presente como un regreso a la buena senda. Véase por ej. su entrevista en “La pobreza es una novedad en Argentina”, El País (Madrid), 8/9/2016.

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