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Venezuela: La guerra por la comida

Se trata de un tablero de posiciones. Las armas: hojas de ruta, llamadas telefónicas, depósitos, trochas en la frontera, remarcaje de precios y cantidades, camiones que cambian de color. Disparos, a veces, cuando es necesario. Sucede sin pausa. De un lado se desabastece, se vende a cuentagotas, se esconde y vuelve a colocar en góndola a más, mucho más caro. Del otro se intenta lograr el abastecimiento, llevar lo que falta, que es mucho, y a precio justo, ese justo que es un acuerdo inestable, fiscalizado, a veces traicionado.

 

El país, visto como fotografías, se parece así a miles de colas en puertas de supermercados, abastos, estatales o privados. Comienzan cada día al alba, cuando las ciudades huelen a hierro mojado y basura degollada. En cada una de esas serpientes de hombres y mujeres -siempre más mujeres- que a veces se extiende por varias cuadras se vende café, empanadas, se busca tener un número para ingresar a comprar lo que esa mañana, en ese lugar, se pueda conseguir. Pollo, arroz, aceite, azúcar, fideos, leche, harina: algunos de los más buscados. Esas son las imágenes. Con ellas se vende prensa, se difunde por el mundo una situación de país quemado.

Las fotografías esconden el movimiento, se sabe. Lo que queda por fuera del rectángulo puede ser, como en este caso, lo principal: la trama, el tablero de posiciones, los actores que planifican las cuotas de alimentos y las colas con fuerza y complicidad. Y lo otro, sobre todo lo otro: la voluntad de no dejarse, de vencer el cansancio impuesto a golpes de sol y alba, resistir.

 

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El Valle, sur de Caracas, cinco de la tarde, día lunes. La Mesa de Seguridad y Soberanía Alimentaria está reunida. Son doscientas personas, la mayoría voceros de Consejos Comunales. También están la responsable del Partido Socialista Unido de Venezuela, Carmen Blanco, representantes de Círculos de Lucha Popular y Consejos Populares de Producción y Alimentación, de la Superintendencia de Precios Justos (Sundee), y del Instituto Nacional de Nutrición. Un tejido chavista, un debate: los mercados comunales. Uno a uno, quienes los han llevado adelante el sábado anterior, cuentan su experiencia: el censo, la cantidad y la contraloría de los alimentos vendidos -un promedio de 3.2 toneladas- los debates dados con los vecinos, el saldo final. “Hacemos estas jornadas contra la guerra económica, para que la gente se beneficie, sepa por qué pasa, por qué se lleva la comida barrio adentro. Es un acto político”, dice uno de los casi quince voceros que cuentan cómo desarrollaron el mercado.

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Los mercados comunales comenzaron en el mes de agosto, impulsados por Nicolás Maduro. Se sumaron a los diferentes puntos de comercialización estatales: la Productora y Distribuidora Venezolana de Alimentos (Pdval), abastos bicentenario, mercales, pdmercales obreros, mercalitos comunales, casas de alimentación, y las recientes bodegas patrióticas. Con una diferencia: la participación de las comunidades organizadas.

El objetivo es, explica Carmen, crear una red de distribución popular. Con contraloría social, venta planificada por los espacios territoriales, resolver lo que el presidente subrayó como un error: “No hemos avanzado lo que debimos haber avanzado este año en el gobierno y control de los sistemas distributivos a nivel nacional y en los circuitos regionales. Es un error, tenemos que asumirlo autocríticamente. Por eso a veces nosotros importamos un producto y sucede un hecho criminal: lo distribuye una empresa privada de esas que esconden las cosas. Es responsabilidad nuestra, tenemos que rectificarlo”. Por eso los mercados comunales, que ya son más de cuatro mil cada sábado en el país.

 

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Resulta difícil encontrar la fecha exacta de inicio de esta actualidad. La Mesa de Seguridad y Soberanía y Alimentación de El Valle, por ejemplo, comenzó a reunirse en mayo del 2012, cuando el plan de desabastecimiento comenzaba sus primeros movimientos. El desabastecimiento era casual, con algunos productos, un ejercicio. Fue creciendo, en rubros, cantidades, precios, a lo largo del 2013, 2014, con una agudización a partir enero del 2015. Las colas se hicieron permanentes, y la costumbre, o algo parecido a la costumbre, se instaló. Conseguir comida a precio regulado o subsidiado comenzó a significar horas de espera, mirar el último número de la cédula para saber el día de compra, conversar con los vecinos para saber en qué bodegas conseguir alimentos, productos de limpieza, higiene. Así cada día.

Se aprende a distinguir entre las diferentes colas. Las inducidas, casuales, inciertas, en barrios, hipermercados, comunales, con o sin bachaqueros, sean estos familiares o parte de una red. Los primeros silvestres, los segundos peligrosos: infiltrados en las colas con amenazas y arreglos establecidos con comerciantes. Sucede en muchas partes, como en el centro comercial de El Valle, cuenta Carmen. Ahí el acuerdo es entre revendedores, dueños y cuerpos de seguridad.

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Ellos son parte de la guerra de posiciones. Agentes de calle, abastecidos por acuerdos zonales y desde arriba, por empresas como Polar, que tiene centenares de galpones clandestinos -denunciados por los trabajadores que llevaron este año una huelga de varios meses- y una red de distribución nacional con camiones azules que cambian de color en el camino, son desviados a la frontera, no llegan donde deberían, aunque los papeles digan que sí llegaron. La arquitectura de desabastecimiento, aumento de precios, acaparamiento es compleja. Involucra a los altos empresarios venezolanos y sus agrupamientos, como la Asociación Nacional de Supermercados y Abastos, y la Cámara Venezolana de Industria de Alimentos, agrupados en la Federación de Cámaras y Asociaciones de Comercio y Producción de Venezuela, Y también a las multinacionales instaladas en el país, como Colgate Palmolive, denunciada recientemente, también por los trabajadores.

No se puede enfrentar la inteligencia del Estado durante más de dos años consecutivos sin contar con un entramado que maneje poder. Financiero, internacional, logístico. Así como sin establecer zonas de complicidad, donde sectores de la institucionalidad permiten o son parte directa de las maniobras. Cómo sino explicar la sentencia del presidente a dos años de haber establecido la Ley de Precios Justos: “La Ley se relajó, pulverizó, fue mal utilizada”.

 

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El Valle, siete de la mañana, día sábado. Las calles son angostas, casi verticales a veces, hay colas frente a algunas casas particulares donde, en cada una de ellas, más de doscientas personas esperan. En el interior se arman bolsas con un pollo, dos paquetes de leche en polvo, uno de arroz, de azúcar, de harina, y una mantequilla. Precio total: 570 bolívares. En el abasto solo un pollo, si se consigue, cuesta más de 1000, y una leche, revendida, más de 400. El sueldo mínimo, con el último aumento, es 9.649 más 6.750 de bono alimentación.

En cada mercado comunal el censo fue hecho en los días anteriores. Quienes esperan tienen su número, son conocidos por la comunidad. También se acerca gente venida de otros sectores de El Valle, zonas de Caracas, avisados por mensajes. Hay angustia, como siempre, a pesar de que la venta sea organizada, en este caso, por los mismos vecinos de los consejos comunales. La guerra por la comida ha inoculado esa preocupación diaria, ese preguntar por la calle a cada persona que pase con una bolsa llena de productos -¿dónde la compró?- ese organizarse para ver dónde comprar a precio justo, pasar, por ejemplo, más de veinte horas de espera en colas en una semana. Cansancio, desgaste. No es solo para los alimentos de la canasta básica. Casi todo -higiene, ropa, repuestos de vehículos, etc.- aumenta, se esconde, reaparece a precio liberado. Conseguir una bolsa a 570 bolívares es un alivio.

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La disputa por aplicar el precio máximo de venta al público –remplazo del pulverizado “precio justo”- es uno de los epicentros del tablero de posiciones. Bajar el cartón de huevos de sus 1200 reales a los 420 regulados y lograr que se consigan, es una disputa con distribuidores y comerciantes, camión a camión, bodega a bodega. Para eso la Sundee cuenta con cerca de 3 mil fiscales, apoyados por 11 mil inspectores del Psuv. Los primeros pueden aplicar sanciones, los segundos no.

“Se trata de la transferencia del poder”, analiza Oliver Rivas, de la Red de Defensores y Defensoras de la Seguridad y Soberanía Alimentaria. La organización tiene una consigna vertebradora de sus propuestas: Ante el chantaje económico de la burguesía, control comunal de la economía. Profundizar los mercados comunales, nacionalizar el Sistema de Abastecimiento Comunal que se ha venido desarrollando en Valencia, implementar inspectoría y contraloría popular, por allí se puede. Para construir las soluciones desde el protagonismo territorial, militante, como en el Valle, consolidar y ampliar los márgenes de poder popular, achicar la posibilidad de zonas de complicidad, corruptas, de la estatalidad.

La guerra económica nunca cesa. Juega al desgaste diario de ver hasta cuándo se podrá resistir. Saben, quienes la planifican, que su viento más poderoso es el tiempo. Desconocen, como desde el inicio del chavismo, la potencia que habita y despliega el pueblo venezolano. En esa pulseada de relojes y consciencia se juega gran parte del resultado por venir. Las elecciones del 6 de diciembre serán un momento de medición, uno, la posibilidad de mantener lo que está. Las estrategias golpistas no son nuevas, las coordenadas del proceso venezolano sí, ahí reside la posibilidad -el deseo- de que la revolución se haga más revolución.

 

Fuente: La Tecl@ Eñe

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