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Zitarrosa: los años iniciáticos del hombre mito

Antes de ser cantor, escritor y periodista, el uruguayo fue, como él mismo entonó después, un hombre de mil oficios. En la semana de un nuevo aniversario de su muerte, repasamos tres trabajos que lo marcaron en el comienzo de su vida.

 

Él es el que todos esperan, él es el que todos acatan,
su palabra es decisiva y final,
él es el que aceptan, aquel en quien todos se bañan y en quien
se vislumbran como envueltos en luz.
Él se sumerge en ellos como ellos se sumergen en él.
Walt Whitman, en Canto del poeta.

 

Hay un episodio que sintetiza a la perfección el pensamiento, las convicciones y la condición humana de Alfredo Zitarrosa. Sucedió a finales de los años sesenta, cuando abrió La claraboya amarilla, un restaurant de cierto nivel que ofrecía, como novedad, números artísticos de autores uruguayos.

La mano vino difícil desde el principio y el emprendimiento, que Zitarrosa había soñado durante un buen tiempo, duró apenas unos meses. Menos de un año. Y ya el final, cuando a los shows asistía poca gente y la economía del proyecto se tornó insostenible, Alfredo, que empezaba a consolidar su letra y su voz, se encontró con una huelga impulsada por los mozos del restaurant. “Pero lo insólito no fue la huelga en sí, sino que, ante el desconcierto y la desesperación de nosotros, el instigador de esa medida de fuerza fue el propio Alfredo”, describió Jorge Durán, uno de sus socios en La claraboya amarilla, en el libro Cantares del alma, el minucioso trabajo de Guillermo Pellegrino dedicado a la historia del cantor uruguayo.

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Y cuando el local cerró, ahogado por sus números en rojo, Alfredo asumió toda la responsabilidad, incluso ante sus socios. Lo hizo a pesar de que no estaba al frente de la administración del restaurant. “Ustedes se quedan con las pertenencias, y yo me quedo con las deudas”, les dijo. Se los dijo con su voz áspera y firme. Y así fue.

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A los once años, cuando vivía en el pueblito Santiago Vázquez, en el departamento de Montevideo, Alfredo Zitarroza cobró por su primer trabajo. Fue por revolver la cola vinilica en una carpintería. El carpintero, Chichito Viera, le pagó con un escritorio de pinotea. “Me llevó a trabajar como aprendiz, y para empezar me ponía a revolver la cola en la puerta del taller. Me enseñó a cepillar, a calafatear. Trabajé dos meses, el primer sueldo me lo pagó con ese escritorio”, recordó Alfredo.

Los años en Santiago Vázquez fueron trascendentales para Zitarrosa. Fue allí donde incorporó algunas costumbres de campo que luego volcaría a sus canciones. Y fue allí, también, donde aprendió a pescar, algo que lo acompañó hasta su muerte. “Es una cosa importante en la vida; enseña a saber aguardar”, remarcó alguna vez.

Los días de pesca se daban en el puente que cruza el río Santa Lucía, un escenario que años después fue retratado en la milonga El loco Antonio, dedicada a la vida del comunista del pueblo, Enrique Antonio Dotta, al que Alfredo admiró siempre en silencio.

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“El precoz tenor”. Así llamaban las madres de los chiquilines a Alfredo, por sus intervenciones en el programa comunitario en CX 44 Radio Monumental. Cada familia tenía que pagar diez pesos por mes para sostener el espacio. Zitarrosa, en esa época Alfredo Durán, tenía apenas ocho años.

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El apodo se lo ganó luego de cantar “¡Ay, ay, ay!”, del chileno Pérez Freire. Pero la travesía duró poco: “En ese programa solamente estuve dos meses, mi madre no pudo seguir pagando los diez pesos, eramos muy pobres”, recordó Alfredo.

Años más tarde, el destino hizo que Zitarrosa y la radio coincidieran otra vez. Fue de manera insólita: Alfredo, un adolescente de 17 años, atendió una llamada en su casa; su voz impactó al hombre que estaba del otro lado del teléfono, que le comentó que podía hacerlo entrar en Radio Ariel, donde tenía varios amigos.

Zitarrosa aceptó el ofrecimiento y fue a hacer una prueba a los dos días. Por supuesto, cuando lo escucharon, no hubo que pensar mucho: quedó contratado al instante.

Fuente: Revista Cítrica.

 

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