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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Historia y lucha de clase: repensando el antagonismo social en la interpretación del pasado *

Este artículo propone algunas líneas de trabajo para revitalizar una historiografía “de clase” que pueda hacerse cargo de las impugnaciones y que tome en consideración los aportes del campo internacional. Tal programa propone una conceptualización de la dominación de clase que sea holística, histórica, no eurocéntrica y de género, y una comprensión no reduccionista de la ideología.

 

Lo que sigue es un intento de recuperar la relevancia del análisis de clase para la comprensión del pasado, teniendo en cuenta tanto las impugnaciones como los desarrollos de los últimos tiempos. Advierta el lector que se trata de un ensayo sin la intención ni el espacio como para recorrer la inmensa literatura relevante que podría citarse; las menciones de autores se reducirán al mínimo. Quien quiera considerar que este intento se enmarca dentro de la tradición marxista (entendida como una corriente viva), puede.

  1) Un análisis holístico de la dominación de clase Un análisis de clase consiste en el estudio relacional de las clases sociales, y no meramente en la construcción de estratificaciones que describan diferencias de estatus, riqueza, etc. La relación fundamental que vincula a las clases bajo el capitalismo es una de dominación: esta problemática,inaugurada por el marxismo, es central para comprender lo social tanto en sus aspectos económicos como en los políticos y culturales. El marxismo tradicional,(15) sin embargo, ha reducido la dominación de clase a su aspecto puramente económico, y dentro de éste, sólo al proceso productivo inmediato, y en sólo una de sus variantes realmente existentes (la labor de un obrero bajo contratación de un capitalista, a cambio de un salario). El concepto de “modo de producción”, precisamente, sirvió como marco de análisis de las formas de vida históricas, ordenadas de acuerdo a las relaciones de producción (entendidas como vínculos económicos). Desde hace décadas, dentro de la propia tradición marxista, hay intentos por ampliar los criterios para caracterizar las relaciones de clase.

Como alternativa al concepto de “modo de producción”, Castoriadis desarrolló la categoría de “régimen social”, que incluía no sólo los vínculos económicos sino también los políticos, y los universos imaginarios que organizan cada tipo particular de sociedad.(16) Ya que no existe producción mercantil sin una determinada organización política y simbólica, carece de sentido aislar el proceso productivo de la red de relaciones a la que pertenece, y erigirlo como criterio para una taxonomía de las formas históricas de organización de lo social. Más recientemente, la tradición “obrerista” italiana desarrolló la tesis de la “fábrica social”, que sostiene que la producción del valor ya no se circunscribe a la fábrica, sino que se ha extendido al conjunto de la sociedad. La producción de mercancía presupone una densa red de interrelaciones que no son sólo económicas, sino que involucran formas de regulación política, y toda una trama de vínculos intelectuales, lingüísticos e incluso afectivos. La condición obrera se ha expandido al conjunto del cuerpo social, de modo que la sociedad misma puede comprenderse como una “fábrica social”. Se ha criticado esta formulación, sin embargo, por mantener la fábrica (es decir, el aspecto económico de la producción) como metáfora privilegiada para conceptualizar el todo social. Como sea, lo importante para nuestros propósitos es señalar que, una vez visualizado el carácter holístico de la dominación en el “régimen” o “fábrica social” capitalista, la conclusión inevitable es que las relaciones de clase –y con ellas la lucha– se extienden mucho más allá del ámbito de la producción. En la medida en que no existe mercado sin Estado, y que no existe ninguno de los dos sin un universo imaginario que los instituya y sostenga, el capitalismo es tanto un “modo de producción” como un “modo de organización política” y un “modo de control de las subjetividades”. La dominación de clase involucra no sólo a quienes trabajan directamente en la producción de mercancías, sino también a todos los que indirectamente la hacen posible y, en general, a todos aquellos cuyas vidas están sujetas a las normas de producción y reproducción de la vida social que impone el capitalismo. En estas aproximaciones teóricas, la producción sigue siendo lo determinante a la hora de comprender la sociedad; la diferencia es que ahora la producción de lo social se comprende como un proceso que es mucho más que mera o principalmente económico. Traducido a prácticas historiográficas, esto supone que la lucha de clase no empieza ni termina en la clase obrera, ni se circunscribe al lugar de trabajo. Las determinaciones de clase recorren también los procesos políticos y culturales, esferas ambas que no pueden seguir reduciéndose a epifenómenos de lo económico. Las formas políticas, la legislación, la cultura, etc. son factores productores de clases a la vez que son moldeados por ellas. Resultaría fundamentalretomar bajo esta luz, por ejemplo, el largo debate acerca de la relación entre ciudadanía y clase.

Tanto la extensión y límites de la primera, como las diversas formas que ha adoptado a lo largo del tiempo, son a la vez condicionadas por, y condicionantes de, la lucha de clase. Por ello, loscombates por el establecimiento de las condiciones de acceso al juego político pueden sertambién formas de lucha de clase, incluso si no se expresan en un lenguaje explícitamenteclasista. Lo mismo vale para las luchas por controlar la definición de la nacionalidad que, directao indirectamente, condiciona el acceso a los derechos políticos. Utilizado en este sentido holístico, un análisis de clase del pasado argentino permitiría,por ejemplo, estudiar la formación paralela del Estado y del mercado, y las luchas anticapitalistaspresentes antes de la aparición de una clase obrera industrial (la desarticulación de las formas depolítica plebeyas para imponer la forma Estado, las resistencias antiestatales a que esto dio lugar,las posteriores luchas por la apropiación y definición de la ciudadanía, etc.) como formas de luchade clase propias del capitalismo. La expansión de la escuela y, más tarde, de la publicidad y laspautas de consumo dictadas por el mercado, y la consiguiente expropiación del control de lapropia subjetividad, podrían analizarse también como lucha de clase, para encontrar las huellas de la resistencia subalterna a estos procesos. Con una perspectiva así –retomando el ejemplo delperíodo de entreguerras– podríamos iluminar las tensiones de clase visibles no sólo en lashuelgas, sino también aquéllas que marcan el mundo barrial: las formas de opresión de clase queel propio discurso del “progreso social” y la expansión de la cultura letrada como “empresacultural” de la élite contribuyeron a instalar. Vistas desde arriba, puede que las bibliotecasbarriales y las sociedades de fomento fueran vectores de progreso e integración; a través del tamizdel análisis de clase, sin embargo, puede que se nos aparezcan como aparatos de disciplinamientoy subalternizaban de los “incultos”, los guarangos, los fracasados, los desaseados, los inmorales,en definitiva, los pobres. La revancha contra la ilustración y los buenos modales de las masas peronistas ya no se nos aparecerá, así, como un simple malentendido, sino una forma de lucha de clase tan “proletaria” como una huelga.  

 

2) Un análisis mundial (no-eurocéntrico) de la dominación de clase El pensamiento crítico y la historiografía de las últimas décadas han señalado las limitaciones que tiene una comprensión de la historia que ha tomado como modelo general de desarrollo lo que estan sólo la realidad de Europa occidental. La crítica poscolonial ha demostrado de qué manera lasnarrativas eurocéntricas de la historia que circulan en la academia han servido para organizarsimbólicamente y para proveer justificación política y moral a la empresa imperialista, privando alos pueblos no europeos de tener una historia propia. En su lugar, convierten a las historias de laperiferia en una serie de justificaciones para explicar su “fracaso” en el camino del progreso y lamodernización. La floreciente perspectiva de la “Historia mundial”, por otra parte, viene insistiendo sobre la necesidad de comprender en su diversidad global los procesos productivos y políticos que el capitalismo involucra. Las formas políticas y económicas de Europa occidental deben entenderse como sólo una de las variantes presentes en un sistema-mundo en el que éstas se articulan simbióticamente con otras: las formas no-libres de trabajo, y la inestabilidad y mayor violencia de los procesos políticos en las periferias. Desde diversas perspectivas se viene llamando, entonces, a “provincializar a Europa” y a someter a rigor crítico todos los conceptos que la ciencia social ha desarrollado teniéndola como modelo implícito.(17 ) Modelizado a partir de la experiencia europea, el andamiaje conceptual marxista no ha escapado del alcance de estas críticas. Por ello, reconociendo los riesgos del eurocentrismo, Marcel van der Linden ha producido recientemente un convincente intento por reformular el concepto marxista de clase. Marx, sostuvo el holandés, pensaba que la única forma propiamente capitalista bajo la que la fuerza de trabajo se transforma en mercancía era aquélla del trabajo libre asalariado. El trabajador, según esta hipótesis, es un individuo libre que vende su fuerza de trabajo a un patrón en forma exclusiva, ya que ha sido despojado del control de sus propios medios de producción. De allí se deriva un “concepto estrecho de clase”, ya que transforma al tipo de vínculo laboral de la Europa decimonónica en la “clase obrera” del sistema capitalista. Sin embargo, no hay razón para asumir que, para transformarse en mercancía, la fuerza de trabajo sólo pueda ser vendida por la persona que la posee porque la encarna. ¿Por qué no pensar que podría ser vendida, en cambio, por una persona que la posee sin encarnarla (por ejemplo, el dueño de esclavos que los ofrece en contrato temporal a un empresario)? Si lo que importa a la producción capitalista es poder apropiarse de la fuerza de trabajo de los trabajadores para valorizar capital, entonces no hay ninguna necesidad de suponer que esa apropiación deba hacerse siempre bajo la forma de trabajo que se contrata libre e individualmente. En el capitalismo realmente existente (es decir, tomando las periferias como parte del capitalismo en pie de igualdad con el centro) han existido diversas formas de valorización del capital a partir de trabajo no-libre o semi-libre. Por otro lado, la definición clásica supone que alguien que posee medios de producción propios (p. ej. un campesino que cultiva en su propio lote, o un trabajador autónomo) no forma parte de la clase obrera. Sin embargo, del análisis histórico surge que tanto campesinos como autónomos pueden trabajar también parte de su tiempo como asalariados, y que un patrón puede encontrar otras formas no-salariales de apropiarse de su trabajo, de modo que no existe una separación tajante y permanente entre un trabajador desposeído y otro propietario de medios de producción. Lo mismo puede decirse de la porosa frontera que separa al trabajador del lumpenproletariado. Asimismo, y dado que muchos trabajadores suelen ser parte de grupos más amplios con los que cooperan (por ejemplo una familia en la que la común manutención se realiza mediante una división de tareas en las cuales algunos se contratan como asalariados y otros no), resulta inconducente separar tajantemente el trabajo libre asalariado de otras formas de trabajo que contribuyen a la valorización del capital. Las transiciones y superposiciones entre las varias y fluidas formas de apropiación del trabajo bajo el capitalismo son tales, que un concepto “estrecho” de clase obrera resulta inapropiado. Por otro lado, las formas de lucha de los obreros asalariados y los de otras categorías de trabajadores han tenido en la historia muchas similitudes (para no hablar de solidaridades concretas). Por todo esto, en lugar de “clase obrera”, van der Linden propone hablar de una clase de “trabajadores subalternos” más incluyente de la variedad de modos en los que el capitalismo convierte el trabajo en mercancía. Lo que tienen en común, a pesar de sus diferencias, es que todos están en un estado de “heteronomía instituida” (Castoriadis), es decir, privados de la posibilidad de una vida social autónoma.

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Esta privación se organiza a través de un conjunto de condiciones de despojo y de opresión cristalizado como una estructura material e institucional de la economía, del poder y de la ideología. Esta estructura separa una categoría social y la coloca en situación dominante respecto del todo social. Así, van der Linden concluye, la carencia de medios de producción no es condición única del estatus proletario: “Todos aquellos cuya fuerza de trabajo es vendida o entregada a otra persona, sea por medio de formas de coerción económica o extraeconómica, pertenecen a la clase de los trabajadores subalternos, sin importar que sean ellos mismos u otros los que venden o entregan esa fuerza de trabajo, y sin importar que ellos sean o no propietarios de medios de producción.”(18) Retomaremos aquí este planteo, aunque cambiando la denominación inclusiva propuesta por la de “sectores subalternos” o “clases subalternas”, para así evitar reducir la totalidad holística de la dominación de clase a su aspecto puramente económico. A diferencia de “sectores populares”, designarlos “subalternos” hace indudable, desde el nombre mismo, que están definidos por una relación de dominación. Si acordamos en que en el capitalismo como sistema-mundo existen diversas formas de organizar e instituir la dominación de clase, se abre ante nosotros la posibilidad de un análisis concreto y situado de la formación de las clases. En efecto, el capitalismo ha utilizado en distintos períodos y regiones una variedad de diferencias entre grupos sociales para asentar en ellas jerarquías de clase. En la India, por ejemplo, las relaciones capitalistas de clase no sólo no desplazaron a las castas, sino que se apoyaron en ellas para abrirse paso (durante un tiempo las hicieron incluso más fuertes que en la sociedad “tradicional”). Asimismo, por todas partes el capitalismo ha utilizado las diferencias étnicas o religiosas para construir sobre ellas jerarquías sociales en las que apoyar las clases. En muchas sociedades contemporáneas se mantienen perdurables diferencias raciales en el acceso a empleos y recursos básicos. Teniendo todo esto en cuenta, un análisis de clase no-eurocéntrico no puede partir de identificar las clases fundamentales a partir de la experiencia europea, sino que debe poder visualizar en cada configuración social concreta las formas particulares en las que se instituye la dominación de clase.(19)

Para ponerlo en términos del debate historiográfico en Argentina, el análisis de clase debe estudiar los caminos por los que se fueron configurando y reconfigurando las clases desde la época de la colonia, en sus variados espacios rurales y urbanos, sin medirlas con la vara de la “verdadera” clase obrera (que por omisión se identifica con la que forman los inmigrantes europeos). Asimismo, no es posible seguir ignorando que la división de clases en Argentina estuvo y sigue estando fuertemente racializada. Cualquier persona sabe que no es lo mismo ser un “negro” que no serlo; un simple recorrido por cualquier zona pobre revela inmediatamente la superposición casi perfecta entre color de piel y clase social. Los apelativos raciales y el racismo forman una parte central de la vida cotidiana, y tienen un papel fundamental en la conformación de identidades de clase. De hecho, resulta verdaderamente asombroso que ni los historiadores liberales ni los marxistas hayan dicho hasta ahora una sola palabra sobre este hecho.(20) Un análisis de clase que visualice el antagonismo racializado podría dar respuestas mucho más satisfactorias sobre la manifestación también racializada de la lucha de clase en momentos como, por ejemplo, la “organización nacional”. Piénsese si no en la convocatoria a inmigrantes europeos para que reemplacen a esa plebe local que los próceres consideraban racialmente inferior y un obstáculo para el desarrollo del capitalismo (y en las formas de resistencia “xenófobas” que tal visión alimentó entre los criollos). O piénsese en el peronismo: la revancha de los “cabecitas negras” contra la Argentina blanca/burguesa en 1945, y la de ésta contra la “negrada peronista” en 1955, ya no aparecerán quizás como aspectos meramente anecdóticos, sino como elementos cruciales que un análisis de clase puede ayudar a iluminar.  

3) Un análisis de género (no-androcéntrico) de la dominación de clase El análisis de clase con frecuencia ha sido ciego a las determinaciones de género que atraviesan el antagonismo social. La propia elección de la categoría ocupacional como criterio de recorte de grupos sociales “masculiniza” de hecho la comprensión de lo social. Esto sucede no sólo porque los estudios estadísticos han solido tomar la ocupación del varón como indicador de la clase social de “su” mujer, sino porque la propia estructura ocupacional de toda sociedad tiene un fuerte sesgo de género. Como efecto de un criterio tal se invisibiliza la situación de clase propia de las mujeres. Por ejemplo, suele considerarse la distinción entre trabajo manual e intelectual como central a la hora de distinguir la clase obrera de los “sectores medios”, ya que los empleos “intelectuales”, se supone, ofrecen mayores posibilidades de ascenso social. Sin embargo, la mayor parte del trabajo no-manual de las mujeres se reparte en empleos que no ofrecen ni remotamente tales posibilidades (docente, secretaria, etc.). Asimismo, en la distribución de empleos manuales la clase obrera (que por omisión se supone que es industrial) es de composición mayoritariamente masculina, quedando los puestos no-industriales, como los de limpieza y servicio doméstico, en manos mayoritariamente femeninas.(21) Por otra parte, el sesgo androcéntrico del análisis de clase también oscurece los antagonismos de género que existen en el interior de las unidades domésticas, y el modo en que éstos se vinculan con el antagonismo de clase en general. En la teoría marxista clásica, por ejemplo, se caracterizaba el vínculo salarial como uno que involucraba básicamente a dos actores: el trabajador intercambia su fuerza de trabajo con su empleador a cambio de dinero, que luego utiliza para comprar bienes de consumo mediante los cuales reproduce su fuerza de trabajo, que luego vuelve a vender al empleador, etc. Así, quedan claramente separados dos momentos de producción y de consumo. Sin embargo, como vienen señalando las feministas desde hace décadas, el trabajador no “compra” sencillamente lo que consume para su sustento, sino que éste todavía involucra toda una serie de producciones que son las que suelen realizar las mujeres en el hogar (cocinar, remendar, limpiar, etc.). Por otra parte, la reproducción de la fuerza de trabajo no supone sólo el alimento del trabajador actual, sino dar a luz y criar futuros trabajadores, tareas también feminizadas. La producción que se lleva a cabo en la unidad doméstica, de este modo, es tan crucial para la valorización del capital como la que se realiza dentro de la fábrica.

¿Por qué se tipifica entonces sólo una de ellas como propia de la “clase obrera”?(22) Las complejas vinculaciones entre género y clase siguen siendo materia de debate. El propio feminismo marxista ha dado pasos importantes para elucidar el problema. Heidi Hartmann, por ejemplo, propuso considerar las diferencias de género también desde el punto de vista económico, como el establecimiento de una división del trabajo entre dos tipos de trabajador que se necesitan mutuamente. Aunque se haya anunciado durante años que el capitalismo disolvería el patriarcado, la realidad histórica demuestra que, al menos en principio, lo fortaleció; aún hoy el sistema descansa en la división patriarcal del trabajo de reproducción de la mano de obra. La producción doméstica sigue siendo más “barata” que la provisión de ese tipo de servicios a través del mercado o del Estado. Las familias, como sitio en el que tienen lugar aspectos fundamentales de la producción, están por ello marcadas no sólo por el afecto y la cooperación, sino también por la coerción y por luchas por el reparto y control de esa producción. El resultado de esas luchas incide en (a la vez que es afectado por) los procesos políticos y económicos que suceden por fuera del ámbito doméstico, a través de complejas vinculaciones.(23) Todavía nos queda mucho por saber acerca de la manera en que, por ejemplo, las luchas de las mujeres por tener control de sus cuerpos, por compartir el trabajo doméstico y la crianza de los niños con los varones, por utilizar los lazos familiares también como soporte para sus propios proyectos, etc., afectan la estructura económica general y la lucha de clase (por ejemplo, a través de modificaciones en el mercado de trabajo, en la expansión de la oferta de servicios de alimentación y cuidado por parte del mercado o el Estado, en la legislación laboral, etc,), y viceversa.(24) Un análisis que vincule clase y género podría echar luz también sobre algunos aspectos culturales, por ejemplo: ¿cómo se vinculan los ideales de “respetabilidad” de clase que propagaba la cultura ilustrada en la Argentina de entreguerra con los modelos de “decencia” familiar y represión sexual que frecuentemente venían de la mano? ¿Qué afectaciones de clase podrían reconocerse en la imagen de la “mujer moderna” que alivia su trabajo comprando los nuevos electrodomésticos que ofrecía insistentemente la publicidad de esa época? ¿Qué vinculaciones podrían encontrarse en la tecnificación paralela de los trabajos industrial y doméstico?  

 

4) Un análisis histórico de la dominación de clase Un análisis de clase verdaderamente histórico requiere dejar de concebir el capitalismo y las clases como realidades que existen en abstracto, para pasar a concebirlos como procesos. Se trata de tomarse seriamente la tesis thompsoniana según la cual las clases no existen como entidades sociales preconstituidas que entran en lucha, sino que es la propia lucha de clase la que las constituye. La lucha de clase es una realidad primordial que precede y moldea a las clases sociales. El llamado “marxismo crítico” ha desarrollado recientemente las implicancias teóricas de esta hipótesis. La dominación supone un constante proceso de clasificación, es decir, de separación y ordenamiento de diferencias para constituir jerarquías de poder en las cuales apoyar el dominio de clase. Por ello, la lucha de clase “es la lucha por clasificar y contra ser clasificados al mismo tiempo que, inseparablemente, la lucha entre clases constituidas”. Toda práctica social “es un incesante antagonismo entre la sujeción de la práctica a las formas fetichizadas, pervertidas, definidoras del capitalismo, y el intento de vivir contra-y-más-allá de estas formas”. Como concluye John Holloway, “nosotros no luchamos como clase trabajadora, luchamos en contra de ser clase trabajadora, en contra de ser clasificados”.(25) Si esto es así, ya no es posible pensar en un sujeto que se mantenga “intacto” por fuera del proceso de clasificación: aquellos que hemos sido clasificados por el capital, también clasificamos; llevamos como sujetos la tensión interna de ser de una clase (y de reforzar por ello las barreras que nos separan de los demás), y de luchar al mismo tiempo por trascenderla. La lucha de clase es en cierto sentido, además de una lucha contra la clase dominante, una lucha contra nosotros mismos en tanto sujetos clasificados/clasificadores. ¿Pero quién es, entonces, ese “nosotros” del que habla Holloway, que precede a la condición de clase? Tanto teóricos como historiadores han comenzado a utilizar, desde hace algunos años, el discutido concepto de “multitud” para referir al todo cooperante que produce la vida social más allá y por debajo de sus divisiones en clases diversas, y que resiste el proceso de clasificación capitalista (a la vez que está atravesado por él) de múltiples maneras. (26) Multitud, han aclarado sus teorizadores con insistencia, es un concepto de clase: su carácter múltiple la opone a la reducción a lo Uno, que es lo que constantemente intenta operar el poder. Tal como “clase obrera”, “multitud” remite a una realidad sociológica definida por una relación política antagónica. A diferencia de “clase obrera”, sin embargo, “multitud” es una categoría abierta e inclusiva de una diversidad de situaciones ocupacionales y sociales. Concepto básicamente filosófico, abstracto y universal, la categoría de “multitud” no está pensada para que pueda operativizarse en un análisis histórico concreto.(27) Más que un sujeto social concreto, la multitud es un punto de vista desde el cual situarse para percibir los procesos de clasificación, desclasificación y reclasificación que marcan la vida del capitalismo. Es, precisamente, el lugar desde donde se hace evidente el carácter histórico (y por ello cambiante) delas clases sociales. Sólo desde ese lugar puede el historiador comprender por dónde pasan las líneas divisorias de clase en un momento preciso, y cuáles y cómo son los sujetos sociales principales que se configuran entonces.

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¿Cómo pensar en concreto, desde este punto de vista, la formación de sujetos históricos más o menos unificados a partir de la multiplicidad primordial? La respuesta del marxismo tradicional ha sido sencillamente ignorar la multiplicidad, y subsumir toda lucha de clase a cierto tipo de luchas de una categoría ocupacional específica (los obreros industriales). En un reflejo opuesto, algunos “posmarxistas” apostaron a explicar la formación de sujetos como efecto de una “articulación hegemónica” de diferencias, concebida como una operación puramente discursiva. Desde esta perspectiva, no existen condicionamientos estructurales que permitan saber a priori (es decir, antes de la operación discursiva de articulación) cuál de las “demandas” que encarnan diferentes grupos sociales será la que logre hegemonizar un campo popular, dotándolo así de unidad y convirtiéndolo en sujeto político.(28) Sostendré que un análisis histórico de clase debe retomar la problemática gramsciana de la articulación hegemónica, pero sin prescindir (al contrario del “posmarxismo”), de un anclaje explicativo en los antagonismos estructurales. Para avanzar en este camino –y para devolver a la idea de “hegemonía” el matiz clasista que algunos de sus usos recientes le han borrado– resulta útil repensar el concepto de “composición de clase”, desarrollado a partir de las décadas de 1960 – 70 por el marxismo “obrerista” italiano. En su formulación original, “composición de clase” refería a la manera en que se vinculan las formas de lucha de los obreros con la forma particular que adquiere el proceso productivo en un momento determinado. Los italianos distinguían dos aspectos de este vínculo: por un lado, la composición “técnica” de la clase refiere a la manera específica en que el capital organiza el trabajo de los obreros (cómo se dividen las tareas entre diversos grupos de trabajadores, cómo se distribuye la calificación y el uso de maquinarias, en qué sectores se agrupan diferentes fases de la producción, etc.). Por otro lado, la composición “política” de la clase refiere al modo en que los obreros, a partir de la particular composición “técnica” a la que están sujetos, organizan la lucha y “componen” las divisiones a que aquélla los somete en un movimiento de clase unificado. Comprender la “composición de clase” permitía, así, entender cómo el capital debe constantemente reorganizar la composición técnica de la clase, para poder hacer frente al desafío de su composición política. Estas reorganizaciones buscan generar condiciones para llegar a nuevas “treguas” en la lucha de clase, que son sin embargo siempre parciales y temporarias. Para dar un ejemplo clásico, el taylorismo fue una reorganización del proceso productivo operada por el capital para hacer frente a la resistencia de los obreros que se habían organizado en sindicatos por oficios. El capital debió fragmentar el proceso productivo para “descalificar” a parte de los trabajadores y quebrar la organización por oficios. A su vez, en la fase fordista los trabajadores reorganizaron su resistencia a partir de sindicatos por rama de la industria y de agrupamientos políticos con capacidad de incidir en la política nacional. El capital respondió entonces, desde la década de 1970, fragmentando el proceso en unidades fabriles más pequeñas, tercerizando la producción, y relocalizando sus segmentos más intensivos en mano de obra en países del tercer mundo. Cada cambio en la “composición de clase” no sólo significó cambios en el proceso productivo, sino también en el modo en que la resistencia se articuló, y en el tipo de trabajador que motorizaba la recomposición política de la clase como un todo: el obrero “profesional” antes del taylorismo, el “obrero masa” descalificado en la fase fordista, y el “obrero social” con una recalificación polivalente en la actualidad. Según la hipótesis de los italianos, cada una de estas figuras hegemonizó en su momento las luchas de toda la clase obrera, unificándola en modelos de organización y estrategias políticas adaptadas a los requerimientos y posibilidades de cada época. El concepto de “composición de clase” abre las puertas para pensar procesos de articulación hegemónica que, sin dejar de ser eminentemente políticos, permanecen anclados en realidades estructurales.

En tiempos recientes la tesis de la “composición de clase” ha sido justamente criticada por reducir la comprensión de este proceso al terreno de la producción económica. A la luz de lo que discutimos en los apartados anteriores, podríamos ensayar una ampliación de aquélla tesis, de modo que sirva para un análisis de clase holístico. Porque resulta indudable que el capital no sólo se vale de modificaciones técnicas del proceso productivo para reestructurar su dominio, sino también de reordenamientos políticos y del aparato de Estado, y de operaciones en el plano del control de las subjetividades a nivel de la sociedad toda (y no sólo dentro de la fábrica). Y también las clases subalternas despliegan recursos de resistencia que van más allá del proceso productivo: construyen formas de subjetividad que exceden las identidades laborales, y a menudo utilizan el ámbito de la política estatal para ensayar formas de articulación. Redefiniremos entonces “composición de clase” como la manera en que se vinculan las formas de lucha de las clases subalternas con la forma particular que adquiere el régimen social en un momento determinado. En lugar de limitarse a alterar meramente los aspectos técnicos del proceso productivo, diremos que el capital opera reorganizando constantemente los “regímenes de clasificación” mediante los que separa, enfrenta entre sí y disciplina al todo cooperante que llamamos sociedad. Su objetivo, ante cada fase de recomposición de las luchas subalternas, esconvertir el antagonismo fundamental en una contradicción “negociable” dentro del marco delsistema. Esto involucra movimientos puramente técnicos/económicos, pero también modificaciones de la estructura institucional/estatal y operaciones en el plano de las subjetividades. En la medida en que la clasificación se mantiene sólida, el régimen gestiona sin grandes dificultades los reclamos particulares de cada grupo o “clase”: un aumento de sueldo para los obreros, un subsidio para los desempleados, protección antimonopólica para los pequeños comerciantes, más seguridad para los vecinos, etc. Por ello, y en sentido inverso, la “composición política de clase” de las clases subalternas opera articulando las diferencias mediante prácticas, discursos y formas organizativas que desbordan las divisiones de clase en las que descansa el régimen social. Estas formas de “desclasificación” a menudo se presentan como una búsqueda de vínculos de solidaridad política que trascienden las divisiones ocupacionales, pero que se construyen a partir de las propias líneas de reestructuración del régimen social en cada momento. Estas búsquedas pueden ser más o menos radicales en su cuestionamiento global del capitalismo: pueden construir una identidad “clasista” y un proyecto político revolucionario que apunte a una sociedad “sin clases”, o, en un sentido más moderado, apoyarse en una identidad nacional para reclamar una “ciudadanía social” más inclusiva e igualitaria. Tanto el tipo de identidad en la que cristalice la lucha de clase en un momento particular, como los segmentos de las clases subalternas que se compongan detrás de una estrategia política concreta, serán el resultado de un proceso de composición de clase marcado tanto por los movimientos del capital y de la elite, como por la experiencia e iniciativas concretas de las clases subalternas.

Si bien la lucha de clase es inmanente a toda sociedad de clase, las formas concretas que asume la resistencia y la composición política del/los sujeto/s que la encarne/n son radicalmente históricos. En otras palabras, nunca puede establecerse en abstracto por dónde pasará la línea que separe a dos bloques sociales antagónicos, qué grupos socio-ocupacionales son los que se compondrán en una estrategia, y cuál de ellos hegemonizará a los demás. La tarea del historiador es la de saber “leer” en perspectiva los determinantes estructurales y la experiencia histórica sedimentada, de modo de comprender cómo operan moldeando la política concreta tanto de la elite como de las clases subalternas. Ni la una ni las otras emergen “iguales a sí mismas” luego un proceso de composición y de lucha concreta. Bajando esta discusión a términos historiográficos, podría ensayarse un análisis de clase de la reestructuración del capital en la Argentina de entreguerras. Con una masa trabajadora urbana de orígenes étnicos diversos, escasamente nacionalizada, abrumadoramente masculina, y con una vida doméstica relativamente poco “familiar”, las luchas del período fueron hegemonizadas a principios del siglo XX por los obreros varones en sindicatos “de oficio”, de afiliación anarquista. Los ideales subversivos desarrollados como parte de las luchas de entonces no se limitaban a la clase obrera: en las dos primeras décadas del siglo no era extraño ver manifestaciones de empleados de comercio cantando La Internacional, comerciantes haciendo huelga, estudiantes proclamando “soviets”, e incluso policías en huelga solidarizándose con los obreros.

En este contexto explosivo, la reestructuración del dominio del capital se realizó en varios frentes. Por supuesto, la expansión del taylorismo fue parte del proceso. Pero también lo fueron los esfuerzos de la elite por atraer a la población al ejercicio del voto (para desactivar las formas directas y colectivas de acción política), la “nacionalización” por medio de la escuela (para debilitar las solidaridades “cosmopolitas”), y la modificación de la estructura estatal con reparticiones especiales encargadas de dar respuestas focalizadas a los reclamos obreros, y de expandir sus funciones de “providencia” (para evitar los “desbordes” de las demandas de clase). Simultáneamente, el mercado, la publicidad, la escuela, las industrias culturales en general, y otras instituciones, operaron creando pautas de consumo y de “respetabilidad” que dividieron y racializaron profundamente a la masa urbana. Estas operaciones sobre la subjetividad subalterna crearon barreras de desconfianza y desprecio entre diversos grupos, y contribuyeron a un procesogeneral de “descolectivización” de la vida social. Para decirlo de otro modo, crearon formas de vida, escalas de ingresos, normas de consumo, pautas de “decencia”, patrones de residencia, etc. que apuntaban al aislamiento de los individuos o de las familias, y al debilitamiento de todo vínculo social que no fuera el organizado por el Estado y el mercado. Lejos de la “leyenda rosa” que sobre esos años han difundido algunos historiadores, la sociedad asistía entonces a un desgarrador proceso de reclasificación (basta analizar los tangos y el teatro de la época para encontrar por todas partes lamentos por la pérdida de lazos colectivos, el creciente individualismo, y la profundización de la diferenciación social). La resistencia subalterna se hizo sentir de diversas formas entre diversos grupos sociales en todo el país; aquí sólo mencionaremos un aspecto en referencia a los trabajadores urbanos. Ante el hecho consumado de la expansión de la ciudadanía y de las funciones del Estado, la estrategia y las organizaciones anarquistas pronto decayeron, reemplazadas por otras alternativas de lucha que se articulaban en el espacio nacional/estatal. Por un lado, las corrientes sindicalistas que privilegiaban la negociación con el Estado ganaron posiciones. Por otra parte, la política estatal de cuño marxista comenzó a ganar ascendencia sobre obreros, estudiantes, profesionales, y otras categorías sociales. Por otro lado, secciones de las clases subalternas (obreros y no obreros) comenzaron a hacer apropiaciones “subversivas” de la ciudadanía política y de la nacionalidad para explorar modos de composición política a la altura de las circunstancias. Incluso desde sectores minoritarios de la UCR se insinuaron formas de política electoral y relecturas de la tradición nacional “plebeyas” y con contenido clasista, que anticipaban, en algunos aspectos, al peronismo.(29) Por todas partes (y no sólo entre obreros fabriles sindicalizados y socialistas) luchas de clase que definieron las alternativas del cambio social, y constituyeron el perfil social de sus agentes.  

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5) Un análisis no-reduccionista de la ideología y de las culturas de clase Ya hemos señalado que la historiografía de los “sectores populares” ha sido incapaz de percibir cuánto de ideología de clase, de proyecto disciplinador, y de exclusión implícita había en esa idealizada cultura “progresista” de entreguerras. Pero es necesario decir que quizás sea en el análisis de la cultura y de la ideología donde las perspectivas de clase han tenido sus intervenciones menos lucidas. Los historiadores marxistas locales sólo parecen reconocer una cultura o conciencia “de clase” entre los obreros, y únicamente allí donde hablan con las palabras y actúan con las costumbres de sus pares europeos. Cualquier otro elemento cultural –desde las identidades nacionales, hasta las lealtades hacia líderes o partidos no obreros– cae en el barril sin fondo de la “ideología” (entendida como “falsa conciencia”), o, en el mejor de los casos, se interpreta como una estadío “poco desarrollado” de una “conciencia para sí” cuyo contenido se conoce de antemano. Le refomulación del concepto de clase que venimos ensayando aquí requiere una comprensión de la(s) cultura(s) de clase y de la ideología que sea acorde. Luego de la profunda crítica a la que el posestructuralismo sometió al concepto de ideología, es imposible seguir sosteniendo que a cada posición estructural de clase corresponde una (y solo una) cultura específica y homogénea, o que la ideología es un enmascaramiento de la “verdad”. Dentro de la tradición marxista se vienen ensayando visiones alternativas.(30) Entre otros, Slavoj Žižek ha propuesto redefinir el concepto de ideología alejándolo de cualquier sentido que implique que se trata de una “ilusión” o visión “equivocada” de la realidad. Lo que hace “ideológica” a una expresión cultural no es el contenido de lo que dice (si es falso o verdadero), sino “el modo como este contenido se relaciona con la posición subjetiva supuesta por su propio proceso de enunciación”: Estamos dentro del espacio ideológico en sentido estricto desde el momento en que este contenido –“verdadero” o “falso” (si es verdadero, mucho mejor para el efecto ideológico)– es funcional respecto de alguna relación de dominación social (“poder”, “explotación”) de un modo notransparente.(31) Así definido, el concepto de “ideología” resulta insustituible para el estudio de esa relación entre mensajes y relaciones de dominación, una región a la que el mero concepto de “cultura” no llega.

Pero también permite analizar el modo en que en el propio lenguaje típicamente “de clase” pueden percibirse operaciones ideológicas que llevan las huellas de la élite. Por dar un ejemplo, muchas publicaciones anarquistas y comunistas perfectamente obreristas y revolucionarias están, sin embargo, plagadas de los mensajes de temperancia y disciplina, y de las imágenes racializadas de lo que es un comportamiento “civilizado” que proyectaban la clase dominante y el sistema escolar argentinos. El proceso de “clasificación” del que hablábamos más arriba operaba así desde los propios sujetos sometidos a él, subalternizando a parte de los trabajadores. De modo similar, abunda en las apelaciones “obreristas” de socialistas y comunistas ese “anticapitalismo de clase profesional-gerencial” del que hablan Barbara y John Ehrenreich, que más que a la emancipación de los trabajadores apuntaba a un mundo dirigido “científicamente” por la élite de “los que saben”.(32) Un análisis de clase que se valga de un concepto de ideología así redefinido resultaría fundamental para comprender las complejas operaciones subjetivas que realiza todo régimen social para reestructurar su poder, y para visualizar cómo éstas dividen y dejan sus marcas en las propias clases subalternas. Por otro lado, como han señalado los historiadores de Subaltern Studies, los sujetos subalternos construyen identidades, lenguajes, formas organizativas, etc. con la materia prima de la cultura en la que están inmersos. Muchas veces un antagonismo de clase puede expresarse a través de imágenes religiosas, identidades étnicas o nacionales, o echar mano de tradiciones organizativas “caudillistas” o carismáticas. No tiene sentido medir siempre la diversidad de las culturas de clase según la vara de la cultura de la clase obrera de la Europa del siglo XIX (como si el contenido de una “conciencia de sí” correcta, “evolucionada”, debiera ser siempre idéntico al europeo). La ausencia de instituciones o vínculos políticos contractuales e impersonales (sindicatos, partidos “obreros”, etc.) no puede ser siempre e indefectiblemente explicado como “falta de conciencia de clase” o conciencia “no evolucionada”. La realidad nunca puede explicarse por lo que le falta: la tarea del historiador es comprender las culturas de clase específicas que se hacen presentes en cada situación, el modo en que ellas expresan y articulan el antagonismo de diversos sectores, y los aspectos que las hacen más fuertes o más vulnerables a las operaciones de la élite sobre la subjetividad subalterna. Con un análisis de clase de la cultura, que tome en consideración los argumentos presentados, podría evitarse la frecuente perplejidad de algunos historiadores que, puestos a estudiar las identidades populares en Argentina, se encuentran con usos clasistas de elementos inesperados (identidades racializadas, imágenes religiosas, lealtades caudillescas, apropiaciones “plebeyas” de lo nacional, etc.).  

Palabras finales Lo anterior es tanto una propuesta teórica y un esbozo para un programa de renovación historiográfico, como una invitación a retomar el debate sobre la relevancia del análisis de clase para comprender el pasado. A pesar de las críticas que la perspectiva de clase ha recibido (y a pesar también de sus defensas ortodoxas) la dimensión de la explotación y del antagonismo que ella ilumina resulta insustituible. La reformulación aquí propuesta puede o no agradar al lector. Pero, en la medida en que la barbarie capitalista profundiza su presencia en todo el mundo, podemos por lo menos estar seguros de que la mirada de clase, con las modificaciones que requiera, seguirá iluminando el camino del conocimiento y la emancipación.     (*) El artículo, enviado por el autor para Contrahegemoniaweb, es un fragmento de un texto más largo con el mismo título, publicado previamente en la revista Nuevo Topo (Argentina), no. 4, sept.-octubre 2007, pp. 7-33. Disponible en el blog: http://ezequieladamovsky.blogspot.com.ar/

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Notas:

1. Rosemary Crompton, Clase y estratificación: Una introducción a los debates actuales, Madrid, Tecnos, 1994, pp. 14-15, 34, 205. 2. Para una puesta a punto del paradigma marxista –aunque todavía presa de algunas de sus limitaciones– véase Eric Olin Wright (ed.), Approaches to Class Analysis, Cambridge, CUP, 2005. 3. Leandro Gutiérrez y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política, Buenos Aires, Sudamericana, 1995, pp. 24-25, 28-29, 34-35, 39, 38. 4. Véase Juan Suriano, “Los dilemas actuales de la historia de los trabajadores”, en Jorge Gelman (ed.), La historia económica argentina en la encrucijada, Buenos Aires, Prometeo, 2006, pp. 285-306. 5. Por ej. Luciano de Privitellio, Vecinos y ciudadanos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pp. 37, 206-209. 6. Por ej. Fernando Rocchi, “Consumir es un placer: la industria y la expansión de la demanda en Buenos Aires a la vuelta del siglo pasado”, Desarrollo Económico, vol. 37, no. 148, 1998, pp. 533-58. 7. Esta imagen quedó “canonizada” en una de la grandes síntesis historiográficas recientes: Ricardo González Leandri, “La nueva identidad de los sectores populares”, en Nueva historia argentina, 10 vols., Buenos Aires, Sudamericana, 2000-2002, VII, pp. 201-38. 8. Alberto J. Plá, “Apuntes para una discusión metodológica: clases sociales o sectores populares”, Anuario (Rosario), no. 14, 1989-1990, pp. 7-40. 9. Pablo Pozzi et al., “Eppur si muove: De la realidad a la conceptualización en el estudio de la clase obrera argentina”, Taller, vol. 6, no. 16, julio 2001, pp. 190-214. 10 Suriano, op. cit., p. 303; Alejandra Oberti y Roberto Pittaluga, Memorias en montaje: escrituras de la militancia y pensamientos sobre la historia, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2006, p. 164. 11. Nicolás Iñigo Carrera, “La centralidad de la clase obrera en el pasado y presente de la Argentina”, en Marcelo Lagos et al. (eds.), A cien años del informe Bialet Massé, Jujuy, UNJ, 2004, pp. 267-86. 12. Nicolás Iñigo Carrera, La estrategia de la clase obrera, 1936, Buenos Aires, La Rosa Blindada/PIMSA, 2000, pp. 19-20, 289-92. 13. Véase p. ej. Daniel Campione, “La hegemonía de la ‘Historia Social’”, Razón y Revolución, no. 10, 2002; Eduardo Sartelli y Agustín Santella, “CICSO: marxismo, historia y ciencias sociales en la Argentina”, Razón y Revolución, no. 6, 2000; Marina Kabat, “¿Sectores populares o clase obrera?”, El Aromo, no. 33, noviembre 2006, p. 8. 14. La respuesta de Taller incluye un reconocimiento mayor del debate internacional, pero que no llega a los principales aportes feministas o poscoloniales. 15. Hablaremos de “marxismo tradicional” en referencia al llamado “marxismo de la Segunda Internacional” (la codificación de las ideas de Marx según la interpretación “engelsiana” de autores como Kautsky, Plekhanov, Lenin, etc.). Esta interpretación se caracteriza por un triple reduccionismo de la explicación de los fenómenos sociales: en primer lugar, a supuestas “leyes generales” modeladas según el paradigma de la ciencia propio de las ciencias duras de antaño; por otro lado, al plano de las determinaciones meramente económicas; y, por último, al itinerario histórico que experimentaron algunas sociedades de Occidente. Por razones de espacio no podremos desarrollar aquí la rica historia de los marxismos alternativos que buscaron apartarse de estos reduccionismos, y que comienza con el propio Marx. Quede claro, entonces, que las críticas al “marxismo tradicional” que aquí formulamos no deben ser leídas como críticas al marxismo como un todo, ni ignoran los aportes renovadores de una cantidad de autores marxistas que no tendremos ocasión de mencionar. 16. La comprensión de la explotación dentro del marco más amplio de las relaciones de poder es algo ya ampliamente compartido: véase Stanley Aronowitz, How Class Works, New Haven, YUP, 2003. 17. Véase Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference, Princeton, PUP, 2000. 18. Marcel van der Linden, “Globalising the Working-Class Concept” (2003), en http://www.iisg.nl/labouragain/debate.php 19. Un interesante intento en este sentido en John T. Chalcraft, “Pluralizing Capital, Challenging Eurocentrism: Toward Post-Marxist Historiography”, Radical History Review, vol. 91, winter 2005, pp. 13-39. 20. Entre los sociólogos tampoco abunda la atención a este aspecto, aunque algunas voces lo han señalado al menos como un problema: véase Mario Margulis et al., La segregación negada, Buenos Aires, Biblos, 1998. 21. Crompton, Clase y estratificación, op. cit., pp. 114, 124–128, 133-34; Michelle Stanworth, “Women and Class Analysis: A Reply to John Goldthorpe”, Sociology, vol. 18, no. 2, 1984, pp. 159-170. 22. Van der Linden, “Globalising…”, op. cit. 23. Heidi Hartmann, “The Family as the Locus of Gender, Class, and Political Struggle: The Example of Housework”, Signs, vol. 6, no. 3, 1981, pp. 366-94. 24. Aunque no podamos más que mencionarlo aquí, lo mismo vale para las vinculaciones entre capitalismo y homosexualidad. 25. John Holloway (ed.), Clase . Lucha, Buenos Aires, Herramienta, 2004, p. 79. 26. Sobre el uso del concepto de “multitud” en trabajos historiográficos recientes, véase Van der Linden,“Globalising…” 27. Se ha criticado, con razón, el sesgo esencialista en la caracterización de la multitud que realizan Hardt y Negri. No tendremos ocasión de reseñar aquí el amplio debate respecto de ese concepto; valga aclarar, sin embargo, que hay disponibles otras formulaciones que, como la de Paolo Virno, evitan aquél sesgo. 28. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Siglo XXI, 1987. 29. Véase Matthew Karush, Workers or Citizens: Democracy and Identity in Rosario, Argentina (1912-1930), Albuquerque, Univ. of New Mexico Press, 2002. 30. Siniša Maleševic y Iain MacKenzie (eds), Ideology After Poststructuralism, Londres, Pluto Press, 2002. 31. Slavoj Žižek (ed.), Ideología: un mapa de la cuestión, Buenos Aires, FCE, 2003, p. 15. 32. Barbara y John Ehrenreich, “The Professional-Managerial Class”, en Pat Walker (ed.), Between Labor and Capital, Boston, South End Press, 1979, pp. 5-45.

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