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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Acostumbrarse al rojo

Creo que fue al ver a Nicolás Maduro abrazado a las madres de Robert Serra y María Herrera que algo se movió hondo y como sombra dentro de mí. Era viernes 2 de octubre, cerca de las 10 de la noche. A esa hora los cerros de San Agustín frente a mi casa estaban quietos. Solo quedaban algunas motos y una música alejándose. Lo demás eran televisores prendidos, las imágenes desde la Asamblea Nacional.

 

 

Habían pasado 24 horas. Ya se sabía que el asesinato había sido en la propia casa. Con cuchillo -luego se supo que con un punzón. María era militante chavista. Robert, era diputado por el Partido Socialista Unido de Venezuela, el más joven de la historia.

A esa hora el Presidente acompañaba a las madres hasta los cajones que tenían la tapa abierta. Allí les hizo entrega de la Orden Libertadores y Libertadoras. Qué les diría, qué estaría pensando, no lo sé. Tampoco mis compañeros sentados en la misma mesa. Era noche, pura y sucia noche.

Entonces fue ese movimiento. Recordé, como empujado seco por la espalda, otras épocas de la política en Argentina. Repasé los almuerzos en mi casa ante las fotos en blanco y negro. Mi casa, que es decir tantas otras. Sentí vértigo. La evidencia del otro. De nosotros. De habitar desde varias generaciones este asunto que regresaba ahora con los nombres de Robert y María.

Me quedé viendo el televisor. El de Maduro era el último de los discursos. Al día siguiente seguirían los homenajes, repasos de sus vidas, nuevas fotografías en los diarios, el camino del necesario duelo colectivo. Seguiría esa extraña sensación. Esa necesidad de incorporar lo sucedido en algún lugar de la memoria. Y continuar. Por obligación, porque en Venezuela lo que sucede es antesala de lo que vendrá. Pero a veces algo cambia por dentro.

 

De a poco

Uno se acostumbra. Por necesidad. En este país, por ejemplo, se vive con la certeza de la conspiración. No sorprende la posibilidad de amanecer con un Golpe de Estado -esto no significa que no genere temor. Sucede por evidencia: en el tiempo que llevo viviendo acá, casi dos años, tuvieron lugar dos intentos. Una arremetida anual.

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La primera fue luego de la victoria de Nicolás Maduro, el 14 de abril del 2013. Esa noche el país se acostó sabiendo que había comenzado: algunos se prepararon para atacar, otros para resistir. Muchos, mientras tanto, intentamos dimensionar lo que estaba sucediendo. El resultado apareció rápidamente: la siguiente noche asesinaron a 11 chavistas, incendiaron locales políticos, centros de salud. Pero a los cuatro días asumió. La banda tricolor allí puesta significó una tregua ganada.

El segundo intento se inició el 12 de febrero de este año. Nuevamente la estrategia insurreccional, de desborde. De empujar hasta la confrontación abierta entre la población. Pero eso no sucedió. Aunque sí la escalada: las guarimbas, los francotiradores, los tiros a quemarropa desde una moto, asedios a canales de televisión. Y más. Cerca de la frontera con Colombia, mucho más.

Luego bajó la intesidad. Los 43 muertos que dejaron esos meses se acomodaron en la memoria. Como número para la mayoría. Y seguimos. Regresando a la extraña normalidad de la guerra económica: el desabastecimiento rotativo de alimentos, de productos de higiene, la falta de remedios esenciales, la costumbre de las colas, de la subida de precios. Ese día a día impuesto para desgastar.

Entonces uno se acostumbra. El pueblo lo incorpora a su sentido común, como parte del día a día -esto no signifique que no luche contra ello. Como el Golpe de Estado de abril del 2002. El paro petrolero de ese mismo año. Se torna una latencia. Y cuando regresa la confrontación abierta algo se activa nuevamente. Una alerta conocida se hace realidad. Frente a uno.

Pero ocurre que a veces el hecho no forma parte de lo que se logró internalizar como lo esperable. Aparece cargado de otra fuerza. Un escalón más alto -porque así lo quisieron. Algo se mueve diferente dentro. Un empujón seco por la espalda, un quiebre.

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Seis minutos

Es es el tiempo que duró el asesinato de María y Robert –primero ella, la ataron y  mataron con el punzón. Fueron seis hombres, entre los cuales el jefe de los escoltas del diputado y cinco paramilitares. Así informó el presidente Nicolás Maduro el pasado 15 de octubre, desde el Palacio de Miraflores, sentado, mostrando los videos en los cuales los asesinos entran a la casa y luego salen.

Mientras hablaba, otra vez se hizo el silencio alrededor. Esta vez yo estaba en la oficina del piso 26, terminando el día de trabajo. Mis compañeros dejaron de redactar sus notas y se voltearon hacia el televisor. Había miradas inquietas. Caracas a esa hora y vista desde allí parece boca arriba, hasta frágil en la llegada de la noche.

El presidente habló además de los autores intelectuales. Acusó a Álvaro Uribe Vélez, directamente. Porque saber que fue Padilla Leyva, apodado “El Colombia”, quien mató, es solamente acceder al último eslabón. Existen centenares de Padila Leyva. Formados en Venezuela, Centroamérica, Colombia, Estados Unidos. Que ya han matado este año. Y a muchos.

Pero el crimen político, los asesinatos como diálogo rojo de la confrontación política, tiene autores intelectuales claros, demasiado claros. Con nombre y apellido, y como sistema. El expresidente colombiano es uno. Algunos de los dirigentes de la oposición venezolana, como Leopoldo López y María Corina Machado, también. Caras visibles de ese otro, grande, poderoso, estrucutrado, que se resiste y ejerce una violencia que aparece como la contracara de los avances del proceso bolivariano. La dialéctica de la contrarevolución.

 

Un asunto demasiado familiar

Es lo que sentí frente al televisor. Esa impunidad de quien sabe que tiene poder y decide asesinar a un diputado para que aparezca como portada de todos los diarios y canales de televisión. En la puerta de cada casa. Adentro de cada casa. Para que cada familia almuerze con el punzón, las manos atadas, y todas las versiones que circulan fuera de las oficiales. Que son muchas y más rojas. Mucho más.

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Y eso no es nuevo. Es la historia de nuestros domingos. Nuestros martes a la noche. De cualquier hora. La de la agudización de la disputa política, de la lucha de clases. Algo conocido. Atravesado aunque nunca se llegue a la salida. Que viaja desde la infancia hasta Argentina y ahora aquí, en Venezuela. Por eso el empujón seco por la espalda. Ese movimiento hondo y como sombra. Ver al mismo otro con tanta claridad. Reconocerlo. Y en ese mismo movimiento hacerlo con uno mismo, en el nosotros histórico.

¿Por qué con Robert y María y no con los intentos de Golpe de Estado? Por nítido. Obscenamente violento. Por esa práctica de asesinato selectivo, de “tirar un muerto político arriba de la mesa”, como hemos aprendido a decir, vivir y recordar más al sur. Por intentar agudizar hasta el desborde. Porque hacia allá nos quieren llevar. No hay duda. No es un misterio para nadie.

A partir de ahora, de alguna manera, los seis minutos, la casa y el hecho pasarán a formar parte de la memoria colectiva. Del pedido de justicia. Acostumbrarse a ello significará tal vez que cuando vuelva a suceder -¿puede afirmarse lo contrario?- la sorpresa no será tal. Ya habrá ingresado en la categoría de lo esperable. De las reglas del juego que se internalizan.

¿Hasta dónde podrán el hombre y la mujer común de Venezuela acostumbrarse? ¿Existe acaso un límite? ¿Hasta ahí busca llegar la derecha? Por el momento nada indica que ese punto se acerque. Podría afirmarse lo contrario: ante lo sucedido el chavismo se unifica, se reconoce más en su identidad de resistencia y transformación. Entonces seguramente el asesinato de Robert y María sea una antesala, un disparo en la escalada programada. Hasta dónde seguirán, es la pregunta. El sentido común, mientras tanto, se irá haciendo más grande. Rojamente más grande.

 

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