En marzo de 2007 el entonces presidente Hugo Chavez Frías visitó la Argentina. Por esas casualidades de la vida, se encontraban en Buenos Aires unos compañeros y amigos de la Unión de Trabajadores Desocupados (UTD) de Gral. Mosconi, quienes me invitaron a acompañarlos al acto en el que hablaría el comandante para, además de escuchar sus palabras, entregarle una carpeta con un proyecto de recuperación de pozos petrolíferos marginales en el norte de Salta, provincia donde supo ser parida la emblemática organización piquetera de la que formaban parte. Frente a una multitud que lo aclamaba en el estadio de Ferrocarril Oeste, escuchamos junto a “Pepino” Fernández -piquetero criminalizado si los hay en Argentina, con decenas de causas judiciales producto de su inclaudicable lucha en defensa de la vida digna- a un Chavez profundamente pedagógico, explicar los orígenes del proyecto bolivariano por él liderado: “Somos hijos del mismo parto histórico de los pueblos que se cansaron de aguantar la dominación de las élites que traicionaron nuestros pueblos y los entregaron al imperio”, exclamó el comandante aquella inolvidable tarde, donde también aseveró que la tarea de estos pueblos era “terminar la revolución que habían comenzado Bolívar y San Martín”.
“Aquí en Venezuela no lo olvidemos, desde hace varios años estamos en una verdadera crisis orgánica, una verdadera crisis gramsciana, una crisis histórica. Lo que está muriendo se niega a morir y todavía no termina de morir y lo que está naciendo tampoco ha terminado de nacer” (…) “Estamos en el epicentro de la crisis, buena parte de los años por venir formarán parte de esa crisis histórica hasta que no muera definitivamente la IV República y nazca plenamente la V, la República socialista y bolivariana de Venezuela”
Hugo Chávez Frías
Dos febreros para corregir a Descartes (o en el principio fue la lucha)
En marzo de 2007 el entonces presidente Hugo Chavez Frías visitó la Argentina. Por esas casualidades de la vida, se encontraban en Buenos Aires unos compañeros y amigos de la Unión de Trabajadores Desocupados (UTD) de Gral. Mosconi, quienes me invitaron a acompañarlos al acto en el que hablaría el comandante para, además de escuchar sus palabras, entregarle una carpeta con un proyecto de recuperación de pozos petrolíferos marginales en el norte de Salta, provincia donde supo ser parida la emblemática organización piquetera de la que formaban parte. Frente a una multitud que lo aclamaba en el estadio de Ferrocarril Oeste, escuchamos junto a “Pepino” Fernández -piquetero criminalizado si los hay en Argentina, con decenas de causas judiciales producto de su inclaudicable lucha en defensa de la vida digna- a un Chavez profundamente pedagógico, explicar los orígenes del proyecto bolivariano por él liderado: “Somos hijos del mismo parto histórico de los pueblos que se cansaron de aguantar la dominación de las élites que traicionaron nuestros pueblos y los entregaron al imperio”, exclamó el comandante aquella inolvidable tarde, donde también aseveró que la tarea de estos pueblos era “terminar la revolución que habían comenzado Bolívar y San Martín”.
Sus palabras quedaron resonando en mi cabeza, a partir de ese invisible hilo rojo que de acuerdo a aquella reconstrucción conectaba, en términos históricos, el Caracazo con el ascenso y consolidación de Chávez en el gobierno. Y me hicieron recordar aquel planteo formulado ochenta años atrás por José Carlos Mariátegui, quien había sugerido corregir al filósofo Descartes y pasar del “Pienso, luego existo” al “Se lucha, luego se existe”. Nos interesa, pues, comenzar este escrito resaltando un “secreto compromiso de encuentro”, como lo llamaba Walter Benjamin, entre dos acontecimientos que constituyen el punto de origen del proyecto que está en juego en estos días en Venezuela, y sin los cuales resulta imposible entender tanto el resurgimiento del ideario bolivariano a finales de los años noventa, como la compleja coyuntura que se vive desde ese entonces. A nuestro entender, el grado cero de este proyecto no puede situarse en el triunfo electoral de Hugo Chávez Frías en 1998, sino en aquellos dos eventos fundantes de un poder constituyente inédito en la historia del país.
En efecto, en febrero de 1989 Venezuela vivió una inusitada rebelión civil, signada por saqueos masivos y por la presencia del pueblo en las calles. En el denominado Caracazo primó ante todo la espontaneidad, aunque como nos recuerda Gramsci, ella nunca existe en “estado puro”. Durante esos convulsionados días y noches de descontento y hartazgo frente al paquete de medidas neoliberales que se pretendían implementar, serán muchos los jóvenes militares que, indignados por la represión que sufren los pobres bajados de los cerros, decidan rechazar su histórico rol como criminales al servicio de los poderosos de siempre. Entre ellos, se destacará Hugo Chávez Frías, para quien esa intensa y trágica experiencia resultará una inmensa escuela a cielo abierto, de la que aprenderá una lección inolvidable: la IV República debe ser sepultada de raíz. El Caracazo será, por tanto, el requiem de esa decadente institucionalidad burguesa. Nuevamente un mes de febrero, pero de 1992, una rebelión militar encabezada por el Movimiento Bolivariano Revolucionario (MBR200), intentará darle continuidad a ese descontento iniciado exactamente tres años atrás. Si bien la intentona insurgente no prospera, Hugo Chávez, en medio del reconocimiento de la derrota, alcanza a deslizar su inolvidable “por ahora” frente a las cámaras de televisión, que quedará en la historia como una frase anticipatoria de la revancha de las y los de abajo por boca de este oficial moreno y de boina roja. Y como supo afirmar Diana Raby “ciertamente, el descontento y la disposición rebelde del pueblo de los cerros crearon las condiciones para tal proceso. El levantamiento popular del Caracazo (y su brutal represión) fue el presagio que vaticinó el fin del corrupto Pacto de Punto Fijo y a la vez evidenció que las condiciones estaban dadas para un cambio drástico. El pueblo estaba buscando un liderazgo, pero ningún partido estaba en capacidad de ofrecerlo; fue Chávez y el MBR200 quienes tomaron la iniciativa, aunque con tres años de retraso, durante el levantamiento de febrero de 1992” (Raby, 2008: 310).
Hay, por tanto, una dialoguicidad exquisita y un aprendizaje mutuo entre ambos momentos de insubordinación: el pueblo con el Caracazo le enseña a Chavez y a la joven oficialidad del ejercito dónde pararse en la intrincada lucha de clases que cifra los albores del neoliberalismo en Venezuela. Luego, el revolucionario Chávez oficiará de educador y pedagogo del pueblo en el arduo camino de la emancipación, a partir de la posibilidad de confluir en un mismo proyecto en común, que dote de mayor organicidad y cohesión a esa masa que, de manera espontánea, tomó las calles durante aquellas agitadas jornadas de 1989. Un encuentro senti-pensante entre el pueblo-maestro y el maestro-pueblo que, hasta el día de hoy y más allá de los numerosos vaivenes y cimbronazos, no se ha desmembrado a pesar de la triste partida -o siembra- de nuestro comandante.
La politización de la sociedad civil, la “excepcionalidad” venezolana y la ruptura de modelos
“Si los loros fueran marxistas,
serían marxistas dogmáticos”
Ludovico Silva
“Aquí lo más importante no es que hoy gane Chávez, sino que la gente se ha metido en la política, y la ha asumido como algo que es parte de su vida, cosa que antes, con el puntofijismo, no ocurría”. La frase, lanzada el día 7 de octubre de 2012 en que el comandante disputó su reelección, la escuchamos de la boca de un referente barrial con muchos años de militancia y comprometido a rajatabla con la llamada revolución bolivariana. Tras la trágica y abrupta siembra de Chávez, este proceso de subjetivación política colectiva se ha tornado el mayor reaseguro para garantizar la continuidad del proyecto de cambio vivido en Venezuela. En efecto, luego de la debacle de los partidos tradicionales de la IV República (Acción Democrática y COPEI, responsables del “Pacto de Punto Fijo”, acuerdo espurio que les permitió desde 1958 y hasta que llegó Chávez al gobierno, alternarse en el poder como garantes del orden) estamos en presencia de una de las sociedades más politizadas de América Latina, y ello se percibe no solo caminando por las calles y dialogando con la población en parroquias y comunidades, sino también por el incremento de la participación ciudadana en las elecciones “no obligatorias”, que en varias ocasiones ha superado el 80% del total del padrón, uno de los más altos de toda la historia. Pero sobre todo, por la irrupción de las clases populares en el escenario público, que han osado cuestionar el monopolio de la reflexión y acción colectiva a aquellas élites burocráticas y empresariales que se presumían únicas portadoras de ese derecho, a través del ejercicio de una praxis política que articula intereses hegemónicos e impugna -no sin contradicciones- los formatos convencionales de la democracia representativa y liberal.
Sería burdo simplismo afirmar que esta activación ha sido producto exclusivo del liderazgo de Hugo Chávez, aunque tampoco cabe pensar a este proceso sin su descollante protagonismo y carisma. Podría decirse que la relación entre ambos ha sido, en algún punto, similar a la que supo entablar con el pueblo cubano Fidel Castro en pleno proceso revolucionario, y que fuera tan magistralmente sintetizada por el Che Guevara en un bello escrito de 1961 que no ha perdido en absoluto vigencia: “Tiene las características de gran conductor, que sumadas a sus dotes personales de audacia, fuerza y valor, y a su extraordinario afán de auscultar siempre la voluntad del pueblo, lo han llevado al lugar de honor y de sacrificio que hoy ocupa. Pero tiene otras cualidades importantes, como son su capacidad para asimilar los conocimientos y las experiencias, para comprender todo el conjunto de una situación dada sin perder de vista los detalles, su fe inmensa en el futuro, y su amplitud de visión para prevenir los acontecimientos y anticiparse a los hechos, viendo siempre más lejos y mejor que sus compañeros. Con estas grandes cualidades cardinales, con su capacidad de aglutinar, de unir, oponiéndose a la división que debilita; su capacidad de dirigir a la cabeza de todos la acción del pueblo; su amor infinito por él, su fe en el futuro y su capacidad de preverlo” (Guevara, 1972: 84).
Por si hiciera falta, aclaramos que con esta analogía no pretendemos caer en el clásico “culto a la personalidad”, tan trágico para la vieja izquierda, sino más bien reconocer la capacidad de conducción y síntesis de un proyecto colectivo por parte de Chávez, sin desmerecer en él el papel fundamental cumplido por el pueblo venezolano en la ruptura con el orden neoliberal y en la paciente edificación de nuevas prácticas emancipatorias en todos estos años de lucha. Aquella fuerza telúrica que supo encarnar Fidel y que, hasta su partida, también condensó Chávez, resultó ser tal, en la medida en que constituyó -al decir de James Scott- “un lazo social de auténtica reciprocidad”. De acuerdo a la sugestiva reinterpretación que realiza este autor en torno al carisma y al discurso oculto de las clases populares, lo que desde una lectura superficial se percibe como un mero proceso de manipulación, en realidad da cuenta de una dinámica relacional, a partir de la cual esa persona carismática encarna y sintetiza las expectativas culturales y sociales de los grupos subordinados, por lo que la fuerza de las arengas y actos desplegados por Chávez, han dependido en buena medida del grado de resonancia que supieron encontrar en el discurso oculto de las y los ninguneados históricos de la Venezuela profunda. Claro que los peligros que ha encerrado este vínculo -signado por una figura tan excepcional e inigualable- emergieron a flor de piel tras su desaparición física, pero como ha quedado evidenciado en este último tiempo transcurrido, el pueblo ha sabido sostener y reinventar a aquel bloque popular bolivariano que configura la columna vertebral del intrincado proceso político vivido en el país.
De ahí que podamos afirmar junto a Miguel Ruiz que “a contrapunto con algunas corrientes analíticas que sostienen que este proceso es estatalista (entendido como la colonización de la sociedad civil por parte del aparato de Estado), las evidencias muestran que lo que está experimentando Venezuela es un ensanchamiento de la sociedad civil, tal como la entendía Gramsci”; es decir, una ampliación de aquellas instituciones y organismos que, gestados por “los diferentes grupos y clases -tanto las dominantes como las subalternas- se disputan la hegemonía” (Ruiz, 2010: 68). Esta creciente politización, en especial de los sectores históricamente excluidos, ha permitido que se instalen con fuerza en el acerbo cotidiano del lenguaje plebeyo palabras como “burguesía”, “anti-imperialismo”, “poder popular” o “socialismo”. La empatía con algunos de estos significantes ha tenido que ser reconocida incluso por las encuestadoras más conservadoras, al punto tal que de acuerdo a una serie de estudios de opinión realizados, más del 60% de la población del país prefiere el socialismo al capitalismo.
“Sí, eso es así”, nos dice la integrante de una televisora comunitaria, aunque se encarga de aclararnos que “el nuestro es un socialismo a la Venezolana, con la idiosincrasia y las tradiciones que nos caracterizan”. He aquí otra clave para entender esta revolución anómala, “pacífica pero armada”, como gustan decir con un dejo de ironía las y los militantes de base por estas tierras. Si a inicios de los años setenta Salvador Allende definió al proyecto chileno encarnado en la Unidad Popular como un socialismo “con empanadas y vino tinto”, a éste cabe sazonarlo con arepas y guayaba. Un socialismo que, en tanto horizonte emancipatorio a conquistar, resulta único e irrepetible, y al igual que otros procesos revolucionarios pasados (pensemos, por caso, en el cataclismo teórico y político que generó durante años sesenta la experiencia cubana en el seno del marxismo más ortodoxo), tiende a romper moldes y esquemas preconcebidos. Una vez más, resulta certera la consigna de José Carlos Mariátegui de que el marxismo no puede oficiar de itinerario preconcebido, sino más bien constituir una brújula que oriente nuestro análisis crítico y transformador de la realidad en la que estamos inmersos (una brújula de las más importantes y subversivas, aunque desde ya no la única).
De cara a la construcción del socialismo del siglo XXI, se torna prioritario por tanto generar una confluencia creativa entre el marxismo crítico y la realidad latinoamericana, como acicate que debe poder contribuir, en cada historia y presente nacional, a la génesis subterránea de una alternativa civilizatoria, de manera tal que logré aportar a la configuración de una praxis despojada de aquella matriz colonial que, desde los tiempos de la conquista, ha subsumido casi sin excepciones toda reflexión y acción transformadora a los cánones Europa Occidental. A ello aludían tanto Gramsci cuando definió al marxismo en los términos de un “historicismo absoluto”, como Mariátegui al expresar sin tapujos que “no es, como algunos erróneamente suponen, un cuerpo de principios de consecuencias rígidas, iguales para todos los climas históricos y todas las latitudes sociales” (Mariátegui, 1975: 112). Este ejercicio de constante traducción, recreación y “nacionalización” de la teoría crítica marxista requiere de la composición, a partir de la praxis misma, de originales conceptos y categorías que nos permitan aprehender y dar cuenta de una realidad compleja y situada, que se nos muestra difícil de asir y siempre escamotea la mera generalización y reproducción de esquemas preestablecidos. En última instancia, como supo manifestar Ludovica Silva, se trata de “tomar el pensamiento de Marx como una fuente de permanente incitación intelectual para aquellos científicos y pensadores actuales que no se contentan con la comodidad teórica del dogma o la consigna ideológica, sino que están deseosos de hacer avanzar ese caudaloso río de ciencia social cuyas compuertas abrió genialmente Marx. Hay quienes pretenden eliminar la dialéctica heraclítea de ese río, y en vez de concebirlo como una fluencia o devenir continuos, prefieren entenderlo como un paisaje muerto y congelado, de frías piedras teóricas cinceladas de una vez para siempre como pensamientos eternos e invariables. Lo que es el dominio de la teoría viviente es concebido así como el dominio de una ideología petrificada. Tal es la actitud dogmática” (Silva, 2009: 28-29).
Asimismo, la especificidad del proceso venezolano también nos invita a escamotear su intrincado recorrido social y político al momento de concebir vías posibles de construcción del socialismo en el resto de Nuestra América. Basta mencionar, a modo de ejemplo, dos rasgos distintivos del devenir histórico de este país, casi imposibles de encontrar en otras latitudes del continente: por un lado, el estrecho vínculo tejido, a partir 1992 y en particular tras su inédita articulación el 13 de abril de 2002 en las calles y cuarteles para desbaratar el golpe de Estado, entre los sectores populares de izquierda y los militares bolivarianos de bajo y mediano rango en el ejército (algo impensable en realidades donde las dictaduras más sangrientas han sido una constante, como es el caso de Argentina en el pasado reciente); por el otro, la excepcionalidad de ser una sociedad rentista-petrolera que ha gestado y mantenido como cultura popular una subjetividad tan contradictoria como consumista, abonando a la dependencia mono-productiva y al paternalismo de un “Estado-mágico”, así como a la corrupción endémica, al despilfarro de los recursos públicos y a la inoperancia gubernamental, algo que debió ser reconocido en clave autocrítica por el propio Hugo Chávez durante su última campaña electoral en octubre de 2012 y, en particular, en el discurso dado al Consejo de Ministros ese mismo mes, conocido como Golpe de Timón.
Estado y poder comunal: entre lo viejo que no muere y lo nuevo que no termina de nacer
“La comuna debe ser el espacio sobre el cual vamos a parir el socialismo. El socialismo desde donde tiene que surgir es desde las bases, no se decreta esto; hay que crearlo. Es una creación popular, de las masas, de la nación; es una ‘creación heroica, decía Mariátegui. Es un parto histórico, no es desde la Presidencia de la República”
Hugo Chávez Frías
Al igual que todo proceso transicional, éste no está exento de paradojas y ambigüedades. Una de ellas, como ya mencionamos, remite al desequilibrio entre lo que constituyó, hasta su siembra, el liderazgo indiscutible de Hugo Chávez como presidente y la consolidación de instancias colectivas de toma de decisiones en materia de gestión pública, pero que involucra en un plano más general a otra tensión constante, como ha sido y es la existente entre, por un lado, el heredado Estado de la IV República y, por el otro, el poder popular emergente tras la debacle del puntofijismo. Esta batalla supo ser explicitada por el propio Chávez en su Propuesta de Programa de Gobierno para la Gestión Bolivariana del período 2103-2019: “Para avanzar hacia el socialismo, necesitamos de un poder popular capaz de desarticular las tramas de opresión, explotación y dominación que subsisten en la sociedad venezolana, capaz de configurar una nueva socialidad desde la vida cotidiana, donde la fraternidad y la solidaridad corran parejas con la emergencia de planificar y producir la vida material de nuestro pueblo. Esto pasa por pulverizar completamente la forma Estado burguesa que heredamos, la que aún se reproduce a través de viejas y nefastas prácticas, y darle continuidad a la invención de nuevas formas de gestión política” (Chávez, 2012a: 4-5).
Los Consejos Comunales, creados en 2006, y las Comunas, gestadas a partir de 2009 -instancias ambas que tienen como objetivo principal que sean las propias comunidades y organizaciones de base quienes formulen e implementen, de manera directa, las políticas públicas y los proyectos orientados a dar respuestas a las necesidades de los territorios-, si bien constituyen una iniciativa genuina de democratización de los ámbitos locales de poder, no han logrado aún cobrar la envergadura debida ni involucrar al grueso de los sectores populares en el ejercicio diario del autogobierno, por lo que aún resulta un horizonte a conquistar la mentada “explosión del poder popular” pregonada en su momento por el comandante Chávez. Además de ciertas tendencias regresivas que se han constatado en algunas experiencias concretas, tales como “la pretendida cooptación de las instituciones a su autonomía, la escasez de recursos en relación con las necesidades y el poco estímulo productivo de estos espacios de organización comunal” (Evans, 2011: 72), en numerosas ocasiones su creación ha partido de las propias estructuras estatales clásicas, fortaleciendo aún más los lazos verticales y el delegacionismo con respecto a quienes ocupan cargos representativos. He aquí, sin duda, una contradicción por lo general desestimada por el marxismo en su análisis de los procesos de transición al socialismo, que resulta clave en la lucha por un nuevo bloque histórico de corte emancipatorio: a la dicotomía persistente entre capital y trabajo, se le agrega una más compleja y sutil que es la que existe entre el pueblo y los funcionarios. “Esta es la dicotomía inevitable de cualquier sociedad protosocialista. Es la más importante contradicción en el seno del pueblo” (Bahro, 1979: 250).
En palabras de una integrante activa de los Consejos Comunales, “lo que ha ocurrido es que ellos se han consolidado en aquellos lugares donde la organización popular y la tradición de lucha ha sido más fuerte”. Idéntica caracterización nos ha manifestado una diputada del Partido Socialista Unido de Venezuela: “Coño, es que tú puedes crear cientos de Consejos, pero si no hay saldo organizativo y conciencia revolucionaria la cosa no sirve”, reflexiona. Y es que este despliegue de democracia popular no puede restringirse a concebir a estos organismos como simples planificadores y ejecutores de obras en pequeña escala, sino que debe ejercitarse como modus vivendi a nivel cotidiano y desde una perspectiva coordinada, que involucre al país en su conjunto como territorio de disputa hegemónica, y haga posible poner en práctica una pedagogía del poder constituyente y confederado, en donde la propia noción de poder se revoluciona, y en lugar de emparentarse con las estrategias de manipulación, se convierte en un dispositivo de aprendizaje colectivo basado en la convivencialidad.
En función de estas y otras disyuntivas, la pregunta que flota en el aire es cómo combinar aquellos nuevos formatos de democracia de base que se encarnan en los Consejos y las Comunas, con la enorme concentración de poder que existe aún hoy en las altas esferas de los aparatos estatales y de la institucionalidad heredada de la IV República. Como ha hecho notar Javier Biardeau, existe el peligro real de que el “momento de protagonismo popular” pierda centralidad ante la exaltación de instancias personalistas del poder (Biardeau, 2011: 37). Por ello, al debate urgente en torno a los senderos posibles de transición al socialismo en pleno siglo XXI, se le ha sumado desde hace unos años una transición casi tan importante como ésta: la que tuvo que generarse, sin receta alguna y de manera abrupta, cuando el comandante Chávez dejó de existir físicamente. La dinamización de los Consejos Presidenciales de Gobierno, así como el reimpulso y multiplicación de las Comunas a nivel nacional, resultan dos apuestas estratégicas para contrarrestar aquella tendencia, que por su enorme importancia requieren ser dotadas de organicidad más allá de los vaivenes coyunturales.
En efecto, un dilema en juego en el proceso bolivariano estriba en cuáles son las instancias o herramientas organizativas desde donde incidir, de manera protagónica, tanto en los ámbitos locales de ejercicio del poder popular como en las estructuras estatales de orden nacional. El balance provisorio acerca de las potencialidades y limites del ejercicio de la democracia interna en el seno del PSUV -creado en 2007 por iniciativa del presidente Chávez y con más de siete millones de afiliados, la mayoría de ellos, por desgracia, no activos a nivel cotidiano- no es del todo positivo para muchos militantes de base que, con el trascurrir de los años, han visto naufragar o bloquearse innumerables proyectos de transformación radical impulsados desde abajo, como consecuencia de la desidia, la corrupción y el conservadurismo de algunos de los que ocupan puestos claves dentro del partido: “es que nosotros tenemos que luchar al interior de esta organización también con lo que llamamos la derecha endógena”, nos confiesa sin medias tintas un militante autocrítico del PSUV. Se refiere a los sectores más pragmáticos de esta organización, que en muchos casos son quienes delinean e imponen los rumbos del proceso político en curso en el país, tal como ha ocurrido para algunas elecciones históricas, en las cuales se definieron las candidaturas desde ciertos ámbitos copulares y buena parte de la militancia se enteró de quiénes habían sido designados para estos cargos, a través de la televisión o por las tapas de los diarios. En este tipo de coyunturas, como han denunciado ciertos sectores del PSUV y de diversas organizaciones integrantes del Gran Polo Patriótico, “primó el dedo por sobre la democracia participativa y protagónica”.
Otro interrogante que se presenta para este y los próximos años es qué ocurrirá en las sucesivas elecciones y en qué medida el rotundo triunfo en las urnas evidenciado años atrás, se replicará en la misma clave en las contiendas públicas venideras. Todo parece entrever que lo que predominará será una vocación colectiva por radicalizar el proyecto bolivariano y dinamizar un proceso de formación y relevo de cuadros y referentes de base que ocupen este tipo de cargos, algo esperable (y por cierto cada vez más urgente) atendiendo a ciertas tendencias a la burocratización en el seno del PSUV y del entramado estatal, así como al delicado contexto socio-económico que se vive en el país. En este caso, se oxigenaría con creces a la gestión pública, con candidaturas y posibles autoridades surgidas a partir de la voluntad popular, que permitan gestar las condiciones necesarias para eliminar el hiato que existe actualmente entre las instancias de poder político institucional y el pueblo, en aras de desburocratizar de forma progresiva estas estructuras del Estado. La reciente decisión de Nicolás Maduro y de los dirigentes del PSUV de convocar a la realización de asambleas de las Unidades de Batalla Bolívar-Chávez, para que sea el propio pueblo quien elija a los candidatos y candidatas a diputadas/os, augura grandes expectativas, ya que constituye un proceso inédito a partir del cual, por primera vez en la historia de Venezuela y del propio partido gobernante, regirá el principio de “50-50”, tanto en términos de géneros como de las edades de quienes sean electos/as, lo que redundará en que cada Unidad de Batalla postule como candidato/a a dos mujeres y dos hombres, teniendo que respetar el principio de que la mitad de ellos/as sean menores de 30 años. Desde ya, este tipo de iniciativas de democratización deberán asumir como desafío, en paralelo, la construcción de soluciones de fondo a ciertos flagelos reales -como la violencia social, la constante inflación que desvaloriza los salarios y la corrupción endémica en ciertas esferas gubernamentales- sobre los que se monta la oposición para validar su discurso y erosionar el consenso del proceso bolivariano en marcha.
Un dato no menor en este sentido es el caudal de votos obtenido en las elecciones precedentes por parte de la oposición. Estos guarismos no deberían leerse solamente como un “corrimiento a la derecha” de cientos de miles de personas. Entre otros factores, uno no menor que incide es el natural desgaste y la parcial decepción de muchos venezolanos frente a una coalición política que ya lleva más de 15 años en el poder, y que aún no ha logrado resolver de manera definitiva problemas acuciantes de la sociedad, como la mencionada violencia social, la pobreza y el desempleo. Si bien en estos últimos dos casos los guarismos han bajado notablemente desde que Chávez asumió la presidencia en 1998, reduciéndose a menos de la mitad en la actualidad, aún persisten como flagelos a desterrar. Lo mismo podría afirmarse con respecto a la corrupción y el burocratismo, que continúan contaminando sin respiro tanto a las viejas como a las nuevas estructuras estatales. Este descontento se ha evidenciado en el último período de intensificación del desabastecimiento y la especulación por parte de los sectores desestabilizadores de la oposición y de la burguesía. No obstante, en una sociedad donde la clase económicamente dominante constituye una ínfima minoría, no cabe pensar que quienes no concuerdan con el proceso bolivariano resultan reaccionarios e irrecuperables (menos aún, si ampliamos esta base social en función de los millones de votantes que han optado por candidatos no alineados con el Gran Polo Patriótico, o que incluso deciden no participar de las elecciones). Como nos supo expresar un compañero chavista con cruda sinceridad: “Mira pana, el problema mayor aquí no es la burguesía, que es bien pequeña, sino la inmensa cantidad de gente del pueblo que no apoya ni quiere aún el socialismo. Cómo cuadramos para que sean parte del proyecto bolivariano es uno de los desafíos mayores que tendremos que resolver en el corto plazo”.
El hiato entre el horizonte socialista y la persistencia de la matriz del rentismo-capitalista
Teniendo en cuenta los dilemas mencionados, al momento de sopesar los avances y logros del proceso transicional vivido en Venezuela cabe destacar como rasgo adicional de éste la existencia de un cierta “inflación ideológica” por parte de algunos núcleos del bolivarianismo, que se sostienen más en la retórica y el consignismo que en el análisis fidedigno y crítico de la realidad. La infinidad de carteles y marquesinas que publicitan productos “hechos en socialismo” en plazas, subterráneos y calles del país, no se condice con el porcentaje o peso real que este tipo de empresas e iniciativas de propiedad social y/o estatal tienen en el conjunto de la economía del país. De acuerdo con cifras del Banco Central de Venezuela, el Producto Bruto Interno privado representa actualmente cerca del 70% del total de la economía. El propio Chávez llegó a denunciar este hiato en su histórico discurso conocido como Golpe de Timón. En él, con su característica pedagogía militante, denuncia esta manía de ponerle a todo socialista: “Por allá alguien le quería poner a una avenida ‘socialista’, panadería socialista, Miraflores socialista. Eso es sospechoso, porque uno puede pensar que con eso, el que lo hace cree que ya, listo, ya cumplí, ya le puse socialista, listo; le cambié el nombre, ya está listo” (Chávez, 2012b: 25).
Este es uno de los límites más evidentes de la ruptura cabal con respecto a la estructura capitalista tradicional, que a pesar de las para nada desdeñables expropiaciones y nacionalizaciones concretadas por el gobierno en la última década (en particular ciertos sectores estratégicos, tales como el de la electricidad, la siderurgia, la telefonía, las plantas cementeras y algunas cadenas de distribución de alimentos), no ha logrado aún revertir el predominio del capital como relación social de producción y consumo hegemónica en la sociedad venezolana. Sumado a esto, otro eje problemático que genera tensiones y desencuentros es la propuesta del control obrero de la producción. Hasta ahora, existe una única experiencia piloto de envergadura impulsada por el gobierno: el Plan Guayana Socialista. En esta región industrial se ha intentado fomentar el control obrero y la autogestión popular en la creación de un nuevo modelo productivo. El entusiasmo y la combatividad de las y los trabajadores ha debido enfrentarse en no pocas ocasiones con sectores políticos que, a pesar de autodenominarse “bolivarianos”, bloquean todo tipo de ejercicio de la democracia de base en las empresas e incluso en ámbitos laborales del Estado, a lo cual se suma la resistencia de las cúpulas sindicales, que ven peligrar sus privilegios como casta burocrática frente a los incipientes Consejos de Trabajadores. En este plano, como supo advertir Víctor Alvarez, “también habrá que lidiar con los viejos dirigentes sindicales que ahora, en nombre de la revolución, harán lo posible por imponer un falso control obrero orientado a desplazar a los anteriores gerentes y presidentes por los miembros de las juntas directivas de los sindicatos, poniendo de manifiesto su afán por preservar sus espacios de poder que les ha permitido medrar de las empresas y entes del Estado a través de tráfico de influencias para realizar negocios e influir en las contrataciones públicas” (Alvarez, 2011: 140).
Si bien la recuperación de la plena potestad del petróleo con posterioridad al boicot escuálido de finales de 2002 y principios de 2003, le permitió al gobierno redistribuir esta abundante renta y asignar cuantiosos fondos para proyectos y sectores sociales hasta ese entonces postergados (fundamentalmente a través de las Misiones), queda pendiente responder al interrogante de cómo avanzar hacia una matriz económica que apunte a la diversificación productiva, ensanche las formas de propiedad social y garantice la soberanía alimentaria, haciendo real el tan mentado “desarrollo endógeno” que se viene pregonando desde hace años, y dotando por tanto de mayor protagonismo en este proyecto a los Consejos de trabajadores y trabajadoras. Resulta clave entender que un proceso de transición al socialismo que tiene entre sus metas más prioritarias el mejorar sustancialmente las condiciones de vida simbólico-materiales de las clases subalternas, no puede depender de los vaivenes del precio internacional de los hidrocarburos para la consecución de este objetivo (recordemos que alrededor del 96% de las exportaciones de Venezuela se restringen al petróleo y sus derivados como único producto). Tampoco es un dato menor el hecho de que casi el 70% de los alimentos que se consumen en el país sean aún hoy importados. En la actual coyuntura, este lastre que arrastra el país y que, paradójicamente, se ha agudizado en los últimos 15 años, requiere ser problematizado en profundidad, no solo en los términos de una endeble matriz productiva solventada en el extractivismo (que en esencia, opera a través de la mono-exportación de barriles de petroleo y la multi-importación de una infinidad de mercancías), sino además en función de una hegemonía rentista que tiene como ADN el consumismo y el despilfarro. A modo de ejemplo, basta mencionar el descalabro socio-económico, urbanístico y ambiental que ha generado el masivo subsidio del precio de la gasolina al interior de Venezuela, en especial en las grandes ciudades. En este plano, como supo afirmar Edgardo Lander, para superar el modelo depredador del capitalismo, resulta fundamental generar “transformaciones profundas en el sentido común de estas sociedades, exigiendo otra organización democrática de la vida colectiva que sea plurinacional y capaz de vivir en armonía con la Madre Tierra” (Lander, 2012: 141). No obstante, conquistar ese horizonte que concretice, no tanto un “desarrollo alternativo” basado en una ampliación de la ciudadanía a través del consumo mercantil, como alternativas viables con respecto a la propia concepción de desarrollo, no es una tarea para nada sencilla.
Para revertir esta tendencia, el gobierno ha impulsado -bajo la consigna de “sembrar petróleo”- iniciativas como la Misión Agrovenezuela, que incluye políticas públicas para la inversión en sectores estratégicos del campo, con el propósito de apuntar a la gestación de un modelo agrícola socialista que priorice a las cooperativas, los Consejos Comunales, los pequeños productores y las llamadas empresas de propiedad social comunitaria, y resulte compatible con el cuidado del ambiente y el pleno ejercicio de la soberanía alimentaria. A modo de complemento, Programas como el “Todas las Manos a La Siembra” buscan fomentar la producción de alimentos nutritivos y con la utilización de abonos orgánicos en las 24.000 escuelas y liceos ubicados tanto en ciudades como en comunidades rurales de todo el país. El Plan Nacional Socialista Simón Bolívar 2013-2019, difundido por el propio Chávez en el marco de las elecciones en octubre de 2012, también reconoce y refuerza esta necesidad de transformar y orientar la economía desde una óptica pos-rentista y anticapitalista. El reciente anuncio por parte del presidente Nicolás Maduro de la posibilidad de constituir un Ministerio de Agricultura Comunal y Urbana va en el mismo sentido. Sin embargo, al igual que en otras ocasiones, el peligro latente es que este tipo de propuestas innovadoras caigan en saco roto y no se concreten en la realidad, como ha ocurrido con varios proyectos e iniciativas de ley surgidas desde abajo y que, lamentablemente, terminaron siendo letra muerta que dormita en los cajones de oficinas estatales.
¿Transición antes o después de la conquista del poder estatal?
“Hace un tiempo, cuando en Chile estaba de moda entre la izquierda el problema de la vía armada o la vía pacífica, un cazurro político chileno afirmó que a él no le interesaban los ‘problemas ferroviarios’. Tenía toda la razón. El problema de fondo no es el de las ‘vías’, es el de la vigencia del socialismo como posibilidad histórica”
Tomás Moulian
Llegado a este punto, y una vez descriptas algunas de las peculiaridades del proceso bolivariano, es preciso explicitar que, tanto lo que ciertas lecturas opacadas dentro de la larga tradición del marxismo y del pensamiento crítico nos proponen, como lo que la experiencia venezolana en curso nos impone, es una evidente reinterpretación de la concepción tradicional de la transición, tal cual fuera delineada, entre otros, por Marx y Lenin. En el caso del primero, es conocida la caracterización de este proceso que realiza en sus notas críticas al “Programa de Gotha”. En ellas, Marx traza lo que sería, a grandes rasgos, el derrotero de la sociedad capitalista hacia el comunismo. Sin embargo, poco y nada nos dice de la transición o proceso revolucionario que permita sentar las bases de este sinuoso y prolongado camino. Sus anotaciones dan cuenta, ante todo, del puente entre el momento inmediatamente posterior a la conquista del poder por parte de los trabajadores, y el horizonte comunista de una sociedad sin clases ni poder político alguno.
Al margen de estas reflexiones dispersas (recordemos: no escritas con el propósito de que fueran publicadas), algo similar ocurre con Lenin. El texto clásico donde aborda con mayor profundidad este derrotero transicional es, sin duda, El Estado y la revolución, escrito semanas antes de la toma del poder en octubre de 1917. Pero allí, nuevamente, lo que se desarrolla en detalle son las llamadas fases inferior y superior del comunismo, omitiendo los pasos previos para llegar a ese momento de inicio del derrotero transicional. Aunque pueda resultar un tópico recurrente, no está de más recordar que el interés inmediato del libro de Lenin no fue indagar en la naturaleza de clase del Estado per se, sino intervenir en el debate político coyuntural de su época -en un contexto pre-revolucionario de ascenso de masas- polemizando alrededor de las posibilidades o no de la participación de la clase trabajadora en la gestión -e incluso paulatina desaparición- del aparato estatal. Su problema, por lo tanto, era teórico-práctico. De ahí que la reflexión crítica en torno al Estado resulte para Lenin indisociable de la lucha concreta por destruirlo (en el caso del burgués) o por avanzar hacia su total extinción (en el del “semi-Estado” proletario). Dentro de este marco, la dictadura del proletariado se concebirá como la forma política que, durante la fase transicional iniciada tras el asalto al poder, despliega este complejo proceso de transformación social que permita sentar las bases de una sociedad comunista.
De acuerdo con el marxista Lelio Basso, las lecturas contemporáneas y posteriores de estos textos tuvieron como principal referencia a la categoría de dictadura del proletariado (llegando incluso, en sus versiones más ortodoxas, a exacerbar el primero de los términos que compone a este vocablo, como objetivo prioritario y casi excluyente de garantía del triunfo: la organización de la violencia de clase como característica unívoca del “Estado transicional”), desvalorizando lo que resultaba ser un aporte sustancial, especialmente en el caso de Marx, para pensar una estrategia de transición revolucionaria de nuevo tipo, que no ancle su propuesta en experiencias pasadas como la revolución francesa, sino que -según la feliz expresión de El XVIII Brumario- extraiga su poesía revolucionaria del porvenir a inventar. Pero más allá de las circunstancias específicas que condicionaron el sentido de estos escritos, Basso reconoce que “está claro que el período de transición del cual habla Marx en éste párrafo se orienta a la toma del poder por parte del proletariado, porque de otra manera no se podría hablar de dictadura revolucionaria, pero caeríamos en el talmudismo si pretendiéramos que, después de que Marx la haya usado una vez en este sentido, la palabra ‘transición’ no pueda ser más utilizada en una acepción más amplia o más restringida” (Basso, 1972: 238).
Por lo tanto, si bien existe en Marx una concepción de la transición entendida como momento sucesivo a la toma del poder, también puede rastrearse en él, claro está que de manera menos sistemática, otra acepción que remite a la larga y contradictoria metamorfosis que se inicia antes de aquella conquista, y que culmina mucho después de que ella se logra. Una hipótesis tentativa que proponemos es que precisamente una estrategia prefigurativa de creación “ya desde ahora” de los gérmenes de la sociedad futura, constituye el eje que estructura y dota de coherencia a este prolongado tránsito denominado proceso revolucionario. Desde esta óptica, la transición al socialismo sería entonces el mismo proceso que primero conduce a la conquista del poder, y luego a la consolidación del poder popular que permita sentar las bases para la edificación de una sociedad sin clases. Desde ya que los medios a disposición de las clases subalternas serán diversos, antes y después de la conquista del poder: este traspaso del poder de la burguesía a manos del bloque popular hegemónico debe implicar, también, “un cambio radical de los instrumentos y de las formas de ejercicio del poder, y no simplemente el pase de mano de los mismos instrumentos y del empleo de los mismos métodos” (Basso, 1972: 245). Subyace aquí una clara ruptura respecto de la relación entre medios y fines que establece la racionalidad instrumental burguesa, así como una vocación por amalgamar lo más estrechamente posible -y desde una perspectiva prefigurativa- los medios de construcción política de los sujetos políticos con vocación hegemónica, con los fines socialistas a los que se aspire. Por ello no resulta ocioso explicitar que aquel momento particular (el de la conquista del poder) oficia de bisagra o “punto de viraje”, aunque ello no equivale a hacer de él un corte neto de separación entre dos fases que, en rigor, se encuentran estrechamente conectadas y que, en última instancia, representan un continnum histórico en términos del proyecto político de largo aliento que le otorga sentido. A ello aludía Rosa Luxemburgo al aseverar que “la democracia socialista no es algo que recién comienza en la tierra prometida después de creados los fundamentos de la economía socialista” (Luxemburgo, 2007: 94).
En sintonía con esta lectura, Isabel Rauber ha sugerido que “la propuesta de transformación social a partir de la construcción de poder propio desde abajo reclama pensar la transición como parte de todo el proceso de transformación del sistema del capital desde el interior mismo del sistema, y viceversa”. Dentro de este complejo despliegue de fuerzas, concluirá, “la disputa por la hegemonía se expresa a través del conflicto entre lógicas -capitalista y anti-capitalista- que operan efectivamente en el seno mismo del mundo capitalista realmente existente” (Rauber, 2005: 42). Ellas ofician, por lo tanto, como verdaderos gérmenes de la sociedad futura, y permiten ir trazando un inestable puente, como hemos planteado en el caso del Estado y el poder comunal, entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que aún está naciendo. Claro está que estos núcleos embrionarios no podrán desplegarse acabadamente si no se inscriben en un proyecto consciente y subjetivo de transformación global, dinamizado por las clases explotadas y sus aliados estratégicos, es decir, si ya desde ahora no se disputa y asume de manera progresiva el “poder decisional” de la sociedad1. En este punto, el Estado también deviene un territorio estratégico de disputa y confrontación que condensa las relaciones de fuerza que se tejen y se actualizan al calor de la lucha de clases.
La transición como proceso dialéctico: una delicada articulación entre reforma y revolución
¿Podría, entonces, pensarse en un continuum que vaya, desde los pequeños impactos de las luchas sociales y políticas sobre la estructura estatal, hasta las transformaciones más significativas impulsadas desde gobiernos populares como el bolivariano? ¿De qué modo, en esta línea, podrían entenderse las nociones de reforma y de transición? Como ya hemos sugerido en otro texto, el concepto de transición no es idéntico al de reforma, que puede estar incluido en aquél (Ouviña y Thwaites Rey, 2012: 75). Mientras la reforma alude a cualquier cambio que modifique y/o mejore en algo una situación preexistente, la noción de transición supone una secuencia de cambio radical, desde un punto a otro, en un proceso que incluye diversas acciones sucesivas y articuladas entre sí. Una transición puede darse a partir de la conquista del poder del Estado por fuerzas de izquierda que impulsan transformaciones del orden dominante, pero es más improbable que pueda configurarse y lograr avanzar en entornos menos radicales, y acotada a segmentos específicos de la maquinaria estatal. Entre reforma y transición no solo hay una cuestión de grados y objetivos, sino de relación de fuerzas y nivel de irreversibilidad. Un gobierno de matriz y raigambre popular, pero asumido en un contexto desfavorable para los cambios más profundos, puede verse acotado en sus propuestas de transformación o bloqueado por intereses antagónicos poderosos. Lo que distingue al “reformismo”, como expresión política, es que no se propone superar las relaciones sociales burguesas ni las problematiza. El reformismo, entonces, es esa estrategia de reformas dentro del capitalismo constituidas como fin en sí mismo, y no como parte de un proyecto que se esfuerce en ser coherente y comprensivo hacia formas de emancipación social más avanzadas, que tenga en la mira el horizonte socialista, aunque sin replicar esquemas y dinámicas de transición ancladas en otro tiempo histórico.
En función de esta lectura, cabe entonces plantear que lo que distingue a un estrategia auténticamente revolucionaria de una de tipo reformista, no es necesariamente la lucha violenta por la “toma” del poder, sino sobre todo la capacidad de intervención subjetiva en los procesos de desarrollo contradictorio de la sociedad, sustentada en una vocación colectiva de mantener, en cada fase y momento de la lucha de clases, una estrecha conexión entre cada una de las acciones desplegadas por los grupos subalternos organizados de forma autónoma -sean éstas pacíficas y/o violentas- y la perspectiva de totalidad que tiene como horizonte el trastocamiento y superación del conjunto de la sociedad, entendida como sistema de dominación múltiple2. Al respecto, hacemos propias las palabras del brasileño Francisco Weffort, quien supo plantear que aunque es imposible negar que las revoluciones tienen siempre su cuota de violencia, no es ésta la que las define como tales; antes bien, ella resulta ser tan solo un aspecto del proceso de transformación integral de la sociedad y no la esencia que lo dota de sentido. En síntesis: lo que define a una revolución es “el surgimiento brusco y recio del pueblo en el escenario político” y no la capacidad de confrontación militar o poder de fuego que tenga alguna organización o sector social determinado (Weffort, 1991: 144).
De ahí que sea pertinente afirmar que, si en los años sesenta y setenta en América Latina (e incluso durante los ochenta, en el caso de Centroamérica) se impuso, como modelo unívoco y pre-requisito para iniciar la transición al socialismo, la revolución entendida como asalto armado al poder, hoy en día no cabe pensar en una matriz común ni, menos aún, en la dinámica insurreccional clásica como condición sine qua non para dar comienzo a la transición. No obstante, el proceso político que se vive en países como Venezuela dista de poder ser definido como “pacífico” en términos absolutos. Antes bien, se constata en él, en diferentes grados e intensidades, las tensiones y violencias que fuerzan al sostenimiento firme de las conquistas populares, puestas en cuestión o amenazadas por intentos golpistas o por contraofensivas lideradas por los sectores mediáticos y empresariales en connivencia con el imperialismo yanqui.
En este sentido, uno de los mayores retos del gobierno bolivariano estriba en la fragilidad sobre la que se sostiene: la ratificación o no, en cada acto electoral, del proyecto de transformación que encabeza. El haber apostado por la creación de un socialismo acorde a los desafíos y anhelos que depara el siglo XXI, que lidia con -y a la vez se sostiene a partir de- una institucionalidad estatal a la cual, paradójicamente, se pretende superar, y que tiene como horizonte la construcción de una nueva hegemonía democrática y revolucionaria dedicada “no a imponer, sino a convencer” a través de una intensa labor signada por la batalla de ideas (Chávez, 2012b: 17), actualiza el viejo debate en torno a las vías posibles de transición al socialismo y convierte a ciertas instancias como las que remiten a las contiendas electorales (que por lo general se concebían como algo meramente “táctico”) en un momento de confrontación y disputa de suma relevancia. Esta inédita experiencia nos obliga, pues, a repensar el complejo y dialéctico vínculo entre reforma y revolución, teniendo como un ámbito central de la lucha de clases a las propias instituciones estatales. Y es que si en los años sesenta y setenta para realizar reformas estructurales era necesario hacer la revolución (concebida ésta como “asalto” al poder estatal), hoy en día pareciera ocurrir un proceso inverso: para dinamizar la revolución (entendida de manera procesual, aunque no exenta de momentos de ruptura) se torna ineludible impulsar reformas de estructura que permitan ir transformando, ya desde ahora, las condiciones de existencia de las clases subalternas. No obstante, este tipo de conquistas parciales (plasmadas en políticas públicas participativas asentadas en la resocialización de la renta petrolera desde una concepción desmercantilizadora, como es el caso de las Misiones) deben estar orgánicamente vinculadas por el horizonte estratégico de trastocamiento y superación integral de la sociedad burguesa. De lo contrario, existe el peligro real de que ellas sean subsumidas en la lógica de domesticación plebeya propia del sistema capitalista.
La clave, entonces, reside en cómo construir las relaciones de fuerzas, los apoyos suficientes como para avanzar en transformaciones más profundas. Y la diferencia entre los gobiernos también estará planteada en función de los recursos que movilizan para cambiar la relación de fuerzas a favor de las clases subalternas. Porque no se trata simplemente de aceptar lo dado como límite sino de empujar, a partir de lo dado, aquello que se busca como horizonte emancipatorio. Nicos Poulantzas explicitó este dilema en los siguientes términos: “Cómo emprender una transformación radical del Estado articulando la ampliación y la profundización de las instituciones de la democracia representativa y de las libertades (que fueron también una conquista de las masas populares) con el despliegue de las formas de democracia directa de base y el enjambre de los focos autogestionarios: aquí está el problema esencial de una vía democrática al socialismo y de un socialismo democrático” (Poulantzas, 1980: 313). En igual sentido, Erik Olin Wright ha expresado al respecto que “para que un gobierno de izquierda adopte una postura generalmente no represiva respecto de los movimientos sociales e inicie incluso una erosión, por pequeña que sea, de la estructura burocrática del Estado capitalista, son necesarias dos precondiciones: primera, es esencial que la izquierda se haga con el control del gobierno sobre la base de una clase trabajadora movilizada que cuente con fuertes capacidades organizativas autónomas; segundo, es importante que la hegemonía ideológica de la burguesía sea seriamente debilitada con anterioridad a una victoria electoral de izquierda. Estas dos condiciones están dialécticamente ligadas” (Wright, 1983: 241).
Desde esta perspectiva, una propuesta de transición al socialismo centrada en el desarrollo de una praxis política radical, requiere establecer un nexo dialéctico entre, por un lado, las múltiples luchas cotidianas que despliegan -en sus respectivos territorios en disputa- los diferentes grupos subalternos y, por el otro, el objetivo final de trastocamiento integral de la civilización capitalista, aunque sin desestimar los límites que para conseguir este propósito impone el Estado (de la IV República), con su andamiaje de instituciones enraizadas en la supervivencia sistémica. Se trata de que cada una de esas resistencias y procesos de autoafirmación territorial, como el encarnado por los Consejos Comunales y las Comunas, devengan mecanismos de ruptura y focos de contrapoder, que aporten al fortalecimiento de una visión estratégica global y reimpulsen, al mismo tiempo, aquellas exigencias y demandas parciales, en función de una proyecto emancipatorio y contra-hegemónico. Esta dinámica de combinar las luchas por reformas con el horizonte estratégico de la revolución, se constituye en el eje directriz para modificar la correlación de fuerzas en favor de las clases subalternas. La articulación consciente de las luchas, su creciente hermanamiento y confluencia, apunta a que se vayan abriendo brechas que impugnen los mecanismos de integración capitalista y prefiguren espacios emancipatorios comunes, convirtiendo así, en la senda gramsciana, el futuro en presente. Porque como supo expresar André Gorz, no es necesariamente reformista “una reforma reivindicada no en función de lo que es posible en el marco de un sistema y de una gestión dados, sino de lo que debe ser hecho posible en función de las necesidades y las exigencias humanas” (Gorz, 2008: 73).
Este tipo de iniciativas, en la medida en que se asienten en la movilización, la capacidad organizativa conjunta y el estado de alerta constante de los sectores subalternos, puede oficiar de camino que, en su seno, alimente y ensanche al porvenir por el cual se lucha, acelerando su llegada. Esta es, en última instancia, la verdadera diferencia sustancial entre una perspectiva socialista y una de tipo reformista: mientras que la primera considera siempre las reivindicaciones inmediatas y las conquistas parciales en relación con el proceso histórico contemplado en toda su complejidad y apostando al fortalecimiento de un poder popular integral, en la segunda se evidencia la ausencia total de referencia al conjunto de las relaciones que constituyen la sociedad capitalista, lo que los lleva a desgastarse en la rutina de la pequeña lucha cotidiana por reformas que -al no estar conectadas con el objetivo final de quiebre y superación del orden dominante- terminan perpetuando la subordinación de las clases populares, las cuales quedan ensimismadas en prácticas corporativas y “micropolíticas”.
Se presenta, por lo tanto, un desafío no menor para los sectores subalternos. Lejos de encapsularse en las medidas y reivindicaciones levantadas como legítimas durante el proceso de conformación y fortalecimiento de un sujeto político con vocación hegemónica, como si fuesen momentos en sí (la absolutización del “qué”), estas demandas deben ser contempladas en relación con el proceso histórico considerado en toda su complejidad (la supeditación al “cómo”, aunque en estrecha vinculación con el qué). Así, la prefiguración de la sociedad futura estaría dada no solamente por las conquistas individuales o corporativas valoradas como buenas en sí mismas, sino de acuerdo con las repercusiones que ellas traigan aparejadas sobre la construcción e irradiación del poder de las clases subalternas que aspiran a tener una proyección universal. Pero esta conexión también debe pensarse en un sentido inverso: el fin u horizonte estratégico, tiene que estar contenido en potencia en los propios medios de construcción y en las reivindicaciones cotidianas. Es preciso, pues, que exista una interdependencia entre los medios empleados y la meta por la cual se lucha. Claro que esta relación dista de ser armoniosa y no equivale a una completa identidad entre ambos polos, sino más bien a un contradictorio vínculo de inmanencia, en función del cual los medios, aunque no son el fin, lo prefiguran o anticipan.
Algunas palabras para un final abierto
En función de esta inédita experiencia abierta en Venezuela, que depara múltiples desafíos para el pensamiento crítico y la práctica emancipatoria, consideramos que es preciso trascender la rudimentaria concepción del Estado como bloque monolítico e instrumento al servicio exclusivo de las clases dominantes, y avanzar hacia una caracterización más compleja, tanto de lo estatal como de la praxis política misma, aunque sin negar su carácter de clase. Por lo tanto, contradicción y asimetría constituyen dos elementos centrales de ciertas configuraciones estatales en América Latina como la que hemos intentado analizar, que evitan caer tanto en una definición del Estado en tanto “fortaleza enemiga a asaltar”, como en una de matriz populista que lo concibe como una instancia totalmente virgen y a colonizar.
En este sentido, la estrategia gramsciana de “guerra de posiciones” aparece como una sugestiva metáfora para denominar a gran parte de las nuevas formas de intervención militante que han germinado en los últimos quince años en el subsuelo venezolano, y que han logrado distanciarse de los formatos propios del “vanguardismo” elitista y de la vieja estrategia de “asalto” abrupto al poder. A partir de ella, la revolución pasa a ser entendida como un prolongado proceso de constitución de sujetos colectivos anti-sistémicos y con vocación hegemónica, que si bien parten de una disputa multifacética en el seno de una sociedad civil cada vez más politizada, no desestiman las posibilidades de incidencia y participación en ciertas áreas claves del Estado -sobre todo desde una orientación antagonista que busca introducir “elementos de la nueva sociedad socialista” en el ordenamiento jurídico e institucional y en la gestión e implementación de políticas públicas participativas y populares-, en pos de transformar radicalmente sus estructuras simbólico-materiales y apuntar hacia una democratización sustantiva no solamente del Estado, sino del conjunto de la vida social.
En suma, que se esté avanzando o no hacia el socialismo en Venezuela, no es algo que pueda responderse a priori y desde la mera relectura o “aplicación” lineal de ciertos conceptos o estrategias revolucionarias formuladas por los clásicos de marxismo en otra realidad y momento histórico, sino en función de un diálogo fraterno y desprejuiciado con el complejo proyecto político bolivariano que, cual laboratorio de experimentación, se encuentra en permanente metamorfósis y cambio, con indudables avances pero también con peligros y ambigüedades asediándolo en forma constante. Partiendo de este presupuesto, coincidimos con Juan Carlos Monedero en que “la reinvención del socialismo es una tarea práctica que necesita orientaciones teóricas” (Monedero, 2009: 36), por lo que sopesar las interpretaciones que, en la última década y media, se han realizado en torno a este tipo de procesos en curso, resulta una tarea ineludible tanto de la intelectualidad crítica como de los movimientos populares y las organizaciones de izquierda.
Al fin y al cabo, como supo expresar Lelio Basso, toda revolución “se topa en su curso con contradicciones que están ligadas a las contradicciones de la propia sociedad de la cual brota: en la capacidad de resolver esos problemas, de superar estas contradicciones, allí reside la grandeza de los dirigentes, la madurez de un movimiento; por lo que podemos concluir diciendo que no existen soluciones que puedan ser consideradas válidas sobre el papel: la revolución es un movimiento, y el problema del movimiento, como el sofisma de Zenón, se resuelve caminando” (Basso, 1974: 43). El desenlace de este intrincado proceso, dependerá sin duda de la solidaridad activa de todos los pueblos del continente, pero sobre todo de que las masas cobren cada vez mayor centralidad en la profundización del poder comunal y la edificación del socialismo bolivariano, a través de la creciente participación y la organización popular. Un socialismo que -tal como nos enseñó dos siglos atrás el maestro Simón Rodríguez- sí o sí deberá ser reinventado a lo largo y ancho de Nuestra América, para prosperar como alternativa civilizatoria frente a la barbarie capitalista que nos asola.
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1 Con este término, no nos referimos sólo -ni principalmente- al poder gubernamental, sino al que en palabras de Lelio Basso brota de una estrecha interpenetración entre el poder económico y el político, entendidos ambos en un sentido amplio, y al que se integran incluso el poder burocrático, cultural, educativo, comunicacional y hasta religioso (Basso, 1974: 39).
2 Hablar de un sistema de dominación múltiple implica entender que las diferentes formas de explotación y/o opresión (de clase, de género o étnica, por mencionar sólo algunas de las más relevantes) se encuentran articuladas entre sí, por lo general reforzándose mutuamente unas a otras. Por lo tanto, si bien es importante dar cuenta de las características específicas que distinguen a cada forma de dominación (de ahí su carácter múltiple), también es preciso analizar qué vínculos e interconexiones existen entre cada una de ellas, desde una perspectiva de totalidad. En palabras de Gilberto Valdés Gutiérrez, “la significación histórica y epistemológica de la noción de Sistema de Dominación Múltiple radica en la superación del reduccionismo y la consecuente comprensión de que las luchas contra el poder político del capital están íntimamente vinculadas a la creación no sólo de un nuevo orden político-institucional alternativo al capitalismo, sino a la superación histórica de su civilización y su cultura hegemónicas” (Valdés Gutiérrez, 2009: 57).