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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Cuando la protesta se reconcilia con el idealismo: es hora de ir por todo

“La huella de un sueño no es menos real que la de una pisada”. En política, el sueño sin la pisada se disipa en el cielo brumoso de las ideas, pero la pisada sin el sueño se estanca. La pisada y el sueño diseñan un camino: un proyecto político. En este aspecto, las ideas empeñadas por la izquierda y reactivadas por los movimientos de estos últimos años prolongan una tradición universal de revueltas igualitarias.

 

 

En Francia, la oposición a la reforma del Código de Trabajo y la ocupación de las plazas por el movimiento Nuit Debout han convergido en el rechazo de una visión ética de la política: esfumadas las esperanzas colectivas en el agujero negro electoral, se organizan al margen del orden social.

Demandar poco y esperar mucho: dieciocho años después de la creación de la Asociación para una Tasa Tobin de Ayuda a los Ciudadanos (Attac), en junio de 1998, la retención del 0,01% al 0,1% sobre las transacciones financieras inspiradas por el economista James Tobin para “poner un palo en la rueda” a los mercados tarda en hacerse efectiva. La forma edulcorada en que negocian sin entusiasmo los cenáculos europeos reportaría una fracción del monto (más de 100.000 millones de euros) estipulado en un principio. Pero, en realidad, ¿por qué haber exigido tan poco? ¿Por qué haber luchado tanto para introducir una fricción tan leve en la mecánica especulativa? La comodidad de la mirada retrospectiva y la enseñanza de la gran crisis de 2008 sugieren que la prohibición pura y simple de ciertos movimientos de capitales parasitarios se justificaba.

Esta prudencia reivindicativa refleja el estado de ánimo de una época en que el crédito de una organización militante ante un público urbano y cultivado se medía por su moderación. Con la caída de la URSS, el fin de la guerra fría y la proclamación por los neoconservadores estadounidenses del “fin de la historia”, toda oposición frontal al capitalismo de mercado estaba amenazada de ilegitimidad, no sólo a los ojos de la clase dirigente, sino también ante las clases medias ubicadas ahora en el centro del juego político. Para convencer, se creía, había que mostrarse “razonable”.

En verdad, la famosa tasa infradecimal –0,1%– presenta, incluso, en su falta de concreción, una virtud pedagógica incontestable: si el orden económico se obstina en rechazar un arreglo tan módico es que es irreformable –y, por lo tanto, se debe revolucionar–. Pero para provocar este efecto de revelación, había que jugar el juego y ubicarse en el terreno del adversario, el de la “razón económica”.

 

El giro liberal

 

La idea de un orden al que oponerse con moderación se impuso en Francia con mayor evidencia porque la iniciativa política había cambiado de campo. Desde el giro liberal del gobierno de Pierre Mauroy, en marzo de 1983, no sólo la izquierda dejó de hacer propuestas destinadas a “cambiar la vida”, sino que los dirigentes de todas las procedencias políticas hicieron caer sobre el sector asalariado un diluvio de reestructuraciones industriales, contrarreformas sociales, medidas de austeridad presupuestaria, etc. En el espacio de algunos años, la relación con el futuro dio un vuelco. Si el levantamiento de los siderúrgicos de Longwy contra el cierre de fábricas de 1978-1979 dejó, por su inventiva, el esbozo de una contrasociedad obrera (1), la muy masiva de 1984 ya no pudo acariciar el sueño de la transformación social. La hora del combate defensivo llegó a principios de los años 1980 tanto en Francia como en Alemania después de la entrada en razón de la oposición extraparlamentaria y, en el Reino Unido, llegó en 1985, después del fracaso de la gran huelga de los mineros. Se trata desde entonces de hacer un poco menos dura la vida, de retraerse para atenuar el ritmo y el impacto de las desregulaciones, de las privatizaciones, de los acuerdos comerciales, de la corrosión del derecho de trabajo. La salvaguarda de las conquistas sociales, condición indispensable, dicta su urgencia y se impone poco a poco como el horizonte infranqueable de las luchas.

En vísperas de la elección presidencial de 1995, aun los partidos identificados con el comunismo se resignaron a defender sólo reivindicaciones como la prohibición de los despidos, el aumento del salario mínimo y la disminución del tiempo de trabajo en un cuadro salarial sin cambios. Conducido por la Confederación General del Trabajo (CGT) y por Solidarios, el movimiento ganador de noviembre-diciembre de 1995 contra la reforma de la Seguridad Social conducida por Alain Juppé mantuvo un tiempo la hipótesis de la necesidad de pasar la posta de una izquierda política exangüe a una izquierda sindical fortalecida. Lo que siguió estuvo marcado sobre todo por el auge de la antiglobalización.

El enfoque internacional de este movimiento, su calendario de convenciones y sus nuevas maneras de militar descansaban sobre un principio diferente a la vez de las confrontaciones ideológicas propias del post-sesenta y ocho, y de las indignaciones morales a la manera de “Restos du coeur”**: una segunda evaluación, apoyada sobre análisis científicos bien hechos para convencer a simpatizantes más familiarizados con las aulas que con las cadenas de montaje. Con sus economistas y sus sociólogos, sus siglas en porcentajes y sus descifrados, sus antimanuales y sus universidades de verano, Attac tenía como misión popularizar una crítica especializada del orden económico. Ante cada decisión gubernamental que debilitaba los servicios públicos, ante todo acuerdo de librecambio urdido en secreto por las instituciones financieras internacionales respondían un conjunto de impecables argumentaciones, decenas de libros y cientos de artículos.

Tratándose de inequidades, de política internacional, de racismo, de dominación masculina, de ecología, cada sector protestatario sacó a relucir desde esta época a sus pensadores, sus profesionales, sus investigadores, con la esperanza de dar credibilidad a sus decisiones políticas con el respaldo de una legitimación teórica. Esta crítica, conjugada con la degradación de las condiciones de vida, permitió movilizar a poblaciones políticamente desorganizadas, pero vulnerables a una globalización cuya violencia hasta ese momento estaba concentrada en el mundo obrero.

El movimiento, al que Le Monde diplomatique estuvo estrechamente asociado, probó su seriedad, obtuvo victorias en el mundo intelectual, en los libros, en la prensa y hasta causó sensación en los noticieros. Durante infinito tiempo repitió evidencias mientras que sus adversarios, sin escrúpulo y sin descanso, ponían en práctica sus “reformas”. Como lo sugirió la ola contracultural de los años 1970, un orden político de derecha se lleva muy bien con los best-sellers de izquierda. Al oponer su buena voluntad inteligente a la mala fe política del adversario su crítica se hizo más audible. Pero no más eficaz, como lo probará la amarga experiencia, en 2015, del ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, cuyos razonamientos académicamente homologados no pesaron frente al encarnizamiento conservador del Eurogrupo (2).

 

Metas módicas de la izquierda

 

En el cuadro ideológico que cubre el período 1995-2015, coexisten dos elementos contradictorios. Por un lado, una repolitización trémula al principio y efervescente después, que se tradujo en una sucesión de luchas y de movimientos sociales masivos: 1995, 1996 (indocumentados), 1997-1998 (desocupados), 2000-2003 (cumbre de la ola antimundialización), 2003 (jubilaciones), 2006 (estudiantes precarios), 2010 (reformas de las jubilaciones), 2016 (derecho del trabajo), rechazo de los grandes proyectos inútiles (en particular a partir de 2012). Por otro lado, instituciones contestatarias fragilizadas: fuerzas sindicales contra la pared, movimiento social vuelto –o dado vuelta– hacia la especialidad, partidos de izquierda radical enterrados en las arenas de un juego institucional desacreditado. El aliento, las esperanzas, la imaginación y la cólera de unos no resuenan en los eslóganes, los libros y los programas de los otros.

Todo sucede como si treinta años de batallas defensivas hubieran quitado a las estructuras políticas su capacidad de proponer –aunque fuera desde la adversidad–, una meta de largo plazo deseable y entusiasmante – esos “días felices” que imaginaron los Resistentes franceses a principios del año 1943. En un contexto infinitamente menos sombrío, muchas organizaciones de militantes se resignaron a no pretender lo imposible, sino a solicitar lo aceptable; a no anticiparse nuevamente sino a desear la detención de los aumentos de la edad jubilatoria. A medida que la izquierda erigía su modestia en estrategia, el plafón de sus esperanzas bajaba hasta el umbral de la depresión. Era necesario enlentecer el ritmo de las regresiones, perspectiva poco alentadora porque hacía parecer el “otro mundo posible” al primero, pero algo degradado. La precariedad, como símbolo de una época, marcó el combate ideológico –“precario”, del latín precarius: “obtenido por la oración”…

 

Regreso de las grandes ambiciones

 

¿Asistimos a la culminación de este ciclo? El brote de movimientos observado sobre varios continentes desde principios de los años 2010 hizo surgir una corriente minoritaria pero influyente, cansada de solicitar solo migajas y de no recoger sino viento. A diferencia de los estudiantes de origen burgués de Mayo de 1968, estos contestatarios conocieron y conocen la precariedad de sus estudios. Y, contrariamente a los procesionarios de los años 1980, no temen la asimilación del radicalismo a los regímenes del bloque del Este o al “gulag”: todos los que, entre ellos, tienen menos de 27 años nacieron después de la caída del muro de Berlín. Esta historia no es la suya. Con frecuencia provenientes de franjas desclasadas de las capas medias producidas en masa por la crisis, ellos y ellas hacen escuchar en las asambleas generales, sobre los sitios Internet disidentes, en las “zonas para defender”, los movimientos de ocupación de lugares, y hasta en los márgenes de las organizaciones políticas y sindicales, una música acallada durante mucho tiempo.

Dicen: “El mundo o nada”; “No queremos a los pobres tranquilizados, queremos la miseria eliminada”, como lo escribió Víctor Hugo; no solo empleos y salarios, sino controlar la economía, decidir colectivamente lo que se produce, cómo se produce, lo que se entiende por “riqueza”. No la paridad hombre-mujer, sino la igualdad absoluta. No ya el respeto de las minorías y de las diferencias, sino la fraternidad que eleva al rango de igual a quienquiera que adhiera al proyecto político común. Nada de “ecorresponsabilidad”, sino relaciones de cooperación con la naturaleza. No un neocolonialismo económico disfrazado de ayuda humanitaria, sino la emancipación de los pueblos. En suma: “Queremos todo”, ambición que excede tan ampliamente el campo de visión política habitual que muchos lo interpretan como la ausencia de toda reivindicación.

Si subir el nivel de demanda no acrecienta en un centímetro las chances de tener éxito, este desplazamiento presenta un doble interés. Confinado por ahora a los márgenes de la protesta, y hostil por principio a la organización política, el resurgimiento radical influye sobre los partidos por capilaridad, a semejanza del hijo que une al movimiento Occupy Oakland –el más obrero de este tipo en Estados Unidos– con los militantes que hacen campaña por el candidato demócrata Bernie Sanders en el marco muy institucional de la campaña presidencial. Pero, sobre todo, ese aumento refuerza las batallas defensivas cuando los que las conducen en condiciones difíciles pueden de nuevo contar con una meta de largo aliento y, sin un proyecto bien elaborado, con principios de transformación que iluminen el futuro. Pues querer todo, aunque no se pueda obtener nada en lo inmediato, es obligar a definir lo que se desea verdaderamente más que machacar sobre lo que ya no se soporta.

Sería un error ver en este vuelco un deslizamiento de la acción reivindicativa hacia un idealismo mágico: restablece en realidad la lucha sobre bases clásicas. Que la izquierda solo evolucione en formación defensiva resulta una excepción histórica. Desde fines del siglo XVIII, los partidos políticos y más tarde los sindicatos trataron siempre de articular objetivos estratégicos de largo plazo y batallas tácticas inmediatas. En Rusia, los bolcheviques asignaron el primer rol al partido y confiaron las organizaciones de trabajadores al segundo.

En Francia, los anarco-sindicalistas integran “la doble tarea, cotidiana y de futuro”. Por un lado, explica en 1906 la carta de Amiens de la CGT, el sindicalismo persigue “la obra reivindicativa cotidiana (…) por medio de la realización de mejoras inmediatas”. Por el otro, “prepara la emancipación integral, que no puede realizarse sino por la expropiación capitalista”.

Como observaba el historiador Georges Duby, “la huella de un sueño no es menos real que la de una pisada”. En política, el sueño sin la pisada se disipa en el cielo brumoso de las ideas, pero la pisada sin el sueño se estanca. La pisada y el sueño diseñan un camino: un proyecto político. En este aspecto, las ideas empeñadas por la izquierda y reactivadas por los movimientos de estos últimos años prolongan una tradición universal de revueltas igualitarias. En abril, un cartel destinado a recoger las proposiciones de los participantes en la “Noche en pie”, en plaza de la República en París, proclamaba: “Cambio de Constitución”, “Sistema socializado de crédito”, “Revocabilidad de los representantes”, “Salario de por vida”. Pero también: “Cultivemos lo imposible”, “La noche en pie se volverá la vida en pie”, y “Quien tiene hierro tiene pan” –de connotación blanquista.

Más allá de los socialismos europeos, utópicos marxistas o anarquistas, una línea temática une a los radicales contemporáneos con la legión de figuras rebeldes que colman la historia de la lucha de clases, desde la Antigüedad griega hasta los primeros cristianos, de los Qarmates de Arabia (fin del siglo XI ) a los confines de Oriente. Cuando el paisano chino Wang Xiaobo en 993 se pone a la cabeza de una revuelta en Qincheng (Sichuan), declara que está “cansado de la desigualdad que existe entre los ricos y los pobres” y que quiere “nivelarla en beneficio del pueblo”. Los rebeldes aplicaron inmediatamente estos principios. Casi mil años más tarde, la revuelta de los Taiping, entre 1851 y 1864, condujo a la formación temporaria de un Estado chino disidente fundado sobre bases análogas (3). Como en Occidente, estas insurrecciones hicieron confluir a intelectuales utopistas que opusieron nuevas ideas al orden establecido y a pobres rebelados decididos a imponer la igualdad a cuchilladas.

La tarea, en nuestros días, se anuncia aparentemente menos dura. Un siglo y medio de luchas y de críticas sociales definió las posiciones e impuso dentro de las instituciones puntos de apoyo sólidos. La convergencia tan deseada entre las clases medias cultivadas, el mundo obrero establecido y los precarizados de los barrios relegados no ha de operarse alrededor de partidos socialdemócratas agonizantes, sino en torno a formaciones que se armen de un proyecto político capaz de hacer brillar de nuevo “el sol del futuro”. La moderación perdió sus virtudes estratégicas. Ser razonable, racional, es ser radical.

**N. de la T.: “Restaurantes del corazón”, en español, es una fundación francesa cuyo objetivo es la distribución gratuita de alimentos a los más desfavorecidos.

  1. Véase Pierre Rimbert y Rafaël Trapet, “La commune de Longwy”, Le Monde diplomatique, octubre de 1997.
  2. Véase Yanis Varoufakis, “Lo que me enseñaron las negociaciones”, Le Monde Diplomatique, edición chilena, agosto de 2015.
  3. “Les traditions égalitaires et utopiques en Orient”, en Jacques Droz (bajo la dir. de), Histoire générale du socialisme, tomo 1, Presses universitaires de France, París, 1972.

*De la redacción de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Florencia Giménez Zapiola

Fuente: Le Monde diplomatic

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