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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Julio Argentino Roca, emblema de opresión: notas sobre los orígenes de la barbarie del Estado argentino

En reiteradas ocasiones en ministro de Educación Esteban Bullrich señaló su admiración por la figura del general Julio A. Roca. Hace pocos días, en Río Negro, hizo referencia a una “nueva Campaña al Desierto”.

Ante la reivindicación de genocidas por parte del Gobierno Nacional, desde Contrahegemonía creemos que es importante actualizar algunos debates. Con ese objetivo, publicamos a continuación un trabajo de Miguel Mazzeo que formó parte del libro Historia de la crueldad argentina. Tomo I, Julio Argentina Roca, coordinado por Osvaldo Bayer en 2006.

 

“…la historia que tenemos es una historia incompleta, escolar. La verdad nos ha espantado siempre…”

Ezequiel Martínez Estrada

“La dialéctica ofrece la posibilidad de hablar de dos clases sin renunciar a la parcialidad ¿Cómo vamos a combatir sin ella?”

Bertold Brecht

 

“…Y su importancia, ¿cuál es? ¿Es el pasado que estalla en el presente como una bomba? ¿Es el presente que se disfraza de pasado? ¿O las dos cosas juntas?”

Jean Paul Sartre

 

Presentación

 

Este trabajo fue accidentalmente instigado por una invitación que en 2004 me hiciera Osvaldo Bayer para hablar en un acto público en el marco de la lucha por erradicar el monumento que Julio A. Roca tiene en el centro de la ciudad de Buenos Aires, con más precisión en Perú y Diagonal Sur.[1] Participaron de aquella reunión, junto a quien escribe, Gregorio Kazi y Hebe de Bonafini.  Así, estos textos tienen su origen en un improvisado y urgente punteo para un discurso que no tuvo aspiraciones “pedagógicas”, en contra de lo que  la situación promovía, en contra de lo que el “género” habitualmente auspicia.

 

Ahora que termino de escribir esto, que aspira a la estructura ideológica de un ensayo y que precisamente por eso intenta exceder a Roca e inmiscuirse en cuestiones vinculadas a la historiografía, el Estado, la complexión de las clases dominantes y las subalternas, etc., percibo que, en alguna medida y a pesar de las lecturas acaparadas, las citas y el esfuerzo por suprimir las hipérboles más atolondradas, sigo pronunciando aquel discurso. Nunca logré bajarme del todo de aquella tarima. Valga el tono, aunque más no sea, como expresión de mi rechazo al fastidioso “monografismo” (o “papperismo”) argentino.

 

Para no dar pábulo a posturas aviesas o confundidas, cabe aclarar los propósitos de esta lucha encabezada por Osvaldo Bayer. Si bien el monumento a Roca, emplazado no causalmente durante la Década Infame (1930-1943), y el resto de sus representaciones iconográficas legitiman un exterminio y nos imponen paisajes inmorales, no se trata solamente de favorecer un traslado, o un cambio en el nombre de una calle (para regocijo de algún legislador o concejal, para paliar momentáneamente su “crisis de rol”), o de quitar un retrato de un billete (que, por cierto, no es un objeto “puro” que merezca ser preservado), sino de instalar un debate, de reflexionar sobre los modos y los medios de los que dispone el poder para abusarse de la memoria e imponer nombres, marcas e iconos opresivos y hacer que nosotros, al internalizarlos acríticamente, aceptemos los límites del lenguaje y del mundo de los dominadores.

 

En un plano más general aún, se trata de un debate sobre el control de los medios de simbolización y su posible socialización, lo que remite a la cuestión del “uso público de la historia” -al decir de Jürgen Habermas-, al “deber de la memoria”, a los derechos de las comunidades en cuestiones de memoria y representación y, finalmente, a la necesidad de contraponer mitos a fetiches.

 

Toda lucha social y política tiene un plano simbólico. Se trata de una vieja verdad pero que suele ser soslayada en la izquierda por el influjo de un grosero empirismo que, en ocasiones, se intenta revertir apelando a una ostensible manipulación simbólica, actitud aún más degradante. En el caso de esta lucha antimonumento se trata de develar las políticas y los intereses que traman esos símbolos. Por otra parte, vale tener presente que, en el plano de una lucha simbólica, se puede tomar conciencia de los conflictos de base y componer o consolidar identidades resistentes.

 

Entonces, la lucha antimonumento es una lucha por la tierra y por un conjunto de derechos. A su vez es una denuncia a la barbarie pasada y presente del Estado argentino (y del régimen del capital). De hecho, la Comisión Antimonumento pide sin rodeos la expropiación y devolución a los pueblos originarios, y a otros sectores postergados, de las tierras usurpadas y concentradas en latifundios que están en manos de extranjeros o criollos  (la distinción es totalmente ociosa). Y aclara: “con criterios que garanticen la autonomía y la autogestión para la explotación sustentable”. La Comisión exige también la revisión de los contenidos de la enseñanza y la remoción de los contenidos racistas.

 

Como vemos, no se trata de ensañamiento iconoclasta con el bronce triste y glacial.  Tampoco de reproducción especular de la megalomanía de las clases dominantes (tal como sucedió con el socialismo real y su insoportable monumentalidad), o de caer en fetichismos o en la disputa de una necrología con otra necrología, como sugirió Luis Mattini en una nota con la que, en líneas generales, estamos de acuerdo.[2]

 

 

I

Proponemos una reflexión sobre una invariante de larga duración de la historia argentina. Una invariante densa y persistente. Redundancia axial que se inscribe en el presente con la filigrana de la política. Experiencia y proceso que perdura. Una invariante que, por todo esto, resulta aventurada para ciertas predisposiciones políticas y académicas tendientes a las armonías, las distancias y los enfriamientos. La invariante instala, inevitablemente, la necesidad y la posibilidad de las variaciones. También haremos referencia a ellas, más concretamente a los intentos frustrados (derrotados) por hacer de las variaciones una variante que honre a las clases subalternas y oprimidas.

 

La invariante nos interpela, nos plantea nuestras limitaciones a la hora de reconocer lo que sigue sucediendo (de modos muy diversos) y nuestra incompetencia para identificar las repeticiones disfrazadas de punto de partida o fundación.

 

Marx decía que en la anatomía del hombre está la clave para conocer la anatomía del mono. Fieles a esta noción que establece la subsistencia y la sedimentación de una determinada temporalidad (o una forma de organizar la temporalidad), buscamos los indicios de las “formas superiores” en las “especies inferiores” pero sabiendo que éstas últimas se comprenden mejor cuando se conoce la forma superior. En fin, proponemos, en términos de Esteban Rodríguez, “re-introducir la historia en la política para que dramatice los conflictos sociales”.[3] No estamos fundando una genealogía sino reconociendo un pasado que no puede ni quiere fugar del presente.

 

Intentaremos abordar la figura de Julio Argentino Roca como síntesis de una época histórica, como genuino representante de extensos y complejos procesos económicos, sociales, políticos y culturales. También como instancia estratégica de una invariante de nuestra historia. Es posible que, si nos detenemos en los aspectos superficiales, en la mera hojarasca, en lo episódico, caigamos en los debates secundarios o en una preocupación por el puro pasado, y por allí, precisamente, no discurre nuestro interés.

 

Los medios masivos promueven el chisme historiográfico, hablan de amantes y no de clases dominantes, se detienen en los caprichos y las debilidades de los personajes y no en las lógicas relacionales y en las tramas del poder, colocan el énfasis en los hombres y en las mujeres en situación de aislamiento y dejan de lado los procesos históricos y los sujetos colectivos. Peregrinan epifenómenos, como la “corrupción”,[4] eludiendo siempre el examen estructural y orgánico que, de hacerse efectivo, exhibiría la histórica vinculación de las “mafias” con el Estado y las clases dominantes en nuestro país.

 

Como cierto periodismo, la historia hecha espectáculo, o la historia de “alta divulgación”, promovida por los grandes medios de comunicación -incluyendo las editoriales más importantes[5]-, aparece como un inmenso océano de un centímetro de profundidad, como un conjunto de resúmenes toscos para ser intercalados en programas de radio y TV. Sus conceptos, además de pobres y triviales, suelen ser eclécticos, acomodaticios y maleables. Interpelan subjetividades vacuas. A través de sus obras de esparcimiento, evasión o falsa inteligencia, proveen a los consumidores elementales, a todos aquellos que rechazan las alegorías, los sentidos y las simbologías fuertes, una satisfacción tan rápida como efímera. Su función orgánica en el campo ideológico es evidente: difundir y estetizar, con un discurso sobre el pasado, determinados modos de vida.  El espectáculo desdramatiza. Cuando la cultura se hace espectáculo se separa de la comunidad.

 

Los modos de producción historiográficos más académicos que reclaman una legitimidad profesional, por su parte, parten de una distancia estructural similar a la de la historia mediática.[6] Por lo general no buscan alcanzar un mayor orden de conocimiento y anteponen el rigor a la libertad creadora. La rigurosidad, al concebirse solo bajo un aspecto, el preestablecido por el canon académico, pretendida y pedantemente “científico” y “profesional”, termina convirtiéndose en rigidez y abandonando todas las otras formas del rigor, por ejemplo el rigor ético o poético. La academia tiene la costumbre de dejar de lado la complementariedad de las formas de la cultura.

 

Los historiadores profesionalizados operan como empleados de aduanas. Esencialmente burócratas, adaptan el sujeto a las condiciones del objeto, producen lo que parece razonable para la comunidad de investigadores y para los aparatos organizativos de la disciplina, aunque lo “razonable” sea un camión de tedio, una trabajada nadería o tenga como pilar la certeza de la impotencia congénita de las clases subalternas y oprimidas. Con este proceder se sienten seguros de compartir un espacio -certidumbre ontológica-, un nivel de análisis autónomo y coherente y metodologías apropiadas, lo que les disminuye la ansiedad (y la creatividad). De esta manera componen una condición idealizada: la condición neutral.

 

Estas producciones suelen estar muy ocupadas en su propia arquitectura, es decir: son autoreferenciales. Jorge Luis Borges recordaba la observación de un prosista chino para quién lo anómalo (como el unicornio) solía pasar inadvertido, es decir: los ojos ven lo que están habituados a ver. A los historiadores profesionales les ocurre algo similar.

 

La academia recorta y matiza, instituye géneros aptos para estabilizar todo lo que fluye, aunque de un tiempo a esta parte suele referirse a este tipo de operaciones utilizando el termino “deconstrucción”. Al recortar reivindica la condición serial, mira la realidad desde su fragmento y excluye todo lo que la desborda y altera sus instituciones previsibles. Produce narraciones y biografías huérfanas, desprovistas del sostén de un drama colectivo. Construye historias en el vacío, autónomas de la historia.

 

En ciertos casos, inventar o centrarse en un matiz puede ser una forma de justificar al poder y de no dar cuenta de los despojos. El matiz se contrapone a la mirada cruda (lo crudo es la verdad, la verdad es cruda). Desde el matiz se pueden negar los cadáveres de gauchos, de indios, de obreros, de piqueteros. Se puede naturalizar el exterminio. Matices, grises, puntos intermedios: ¿cuál será el punto intermedio entre opresores y oprimidos, entre el general Roca y un pampa o un mapuche, entre el Estado terrorista de la Dictadura y un delegado de fábrica o un militante estudiantil, entre la policía bonaerense y un piquetero?

 

La mirada cruda también contrasta con la “táctica de las dos campanas”, ante la que sucumben los progresistas y también muchos izquierdistas que no logran columbrar que el papel de antagonista, por lo general, contiene la colaboración.

 

No ensayamos una apología de las simplificaciones, no negamos la existencia de tonos y gradaciones, sólo resistimos la prioridad que se les asigna por sobre las oposiciones sustanciales. Rechazamos la ausencia de estructuras dilemáticas que compelen a los interlocutores (bajo la forma de lectores, alumnos, audiencia, etcétera) a una réplica: a afirmar o negar el cambio histórico, a legitimar o no la violencia como instrumento político, a tomar partido o no por los hombres concretos, reales y vivos, que son los que hacen la historia. Repudiamos la condición neutral porque prescinde de la ética. György Lukács decía que “en la ética no hay neutralidad ni imparcialidad: el no quiere actuar, debe responder también ante su conciencia por su inacción”.[7] Y Jean Paul Sartre, en su “Respuesta a Albert Camus”, decía que “el que se pliegue a los fines de los hombres concretos tendrá por fuerza que elegir sus amigos, porque en una sociedad desgarrada por la guerra civil no es posible asumir los fines de todos, ni rechazar todos los fines a la vez”.[8]

 

La neutralidad sirve también para negar las invariantes de la historia. La academia tiende a desdeñar las continuidades, porque estas le imponen una superficie incontrolable, rechaza todo lo sospechoso de ser legitimante de una postura presente sin percibir que ese rechazo, en sí mismo, implica una legitimación.

 

El sueño de la neutralidad, un sueño de distanciamiento (en múltiples sentidos), de dominio desde lo alto, y por lo tanto de escisión entre teoría y práctica, es el horizonte más auténtico de la academia y de todos los intelectuales “puros” que se ubican en la esfera soberbia de la “alta cultura” o de la “cultura de elite”, aunque se toleren las subjetividades de baja intensidad,[9] aunque se sobreactúe un afán problematizador.  En los 90, asumida la inmodificabilidad de la realidad, muchos intelectuales se hicieron historiadores para escaparse del presente. Se profesionalizaron para despolitizarse. Se hicieron “científicos” para ser neutros. No pudieron escapar a los condicionamientos de su tiempo y ahora son predecibles.

 

Desde la abulia de este profesionalismo inmunizado de toda “angustia de la historia”, se plantea, por ejemplo, la “responsabilidad” de la militancia revolucionaria de los 70 en el desencadenamiento del terrorismo paraestatal y estatal. Proposiciones de este tipo ¿denotan objetividad y rigor en el ejercicio del oficio de historiador o un elemental punto de partida consensualista que tiende a naturalizar el orden dominante? Lo mismo podríamos preguntarnos frente a los que analizan la lucha armada a partir de una “cultura autoritaria”. El problema es el punto de partida, lo que se acepta como dado, como lo “normal” o como aspiración, que en el caso de la academia remite a: capitalismo predecible y “serio”, democracia liberal y reformismo moderado.

 

Por otra parte no hay que confundir la objetividad y el profesionalismo con las necesidades de una disciplina por consolidarse institucionalmente. En fin, habría que considerar cuanto ha condicionado y condiciona a la disciplina histórica el proceso de profesionalización desatado en los años 80 y 90.  Por ejemplo, aunque pocas veces se haga explícito, en la historiografía académica subyace una contraposición entre las “reglas del oficio” y la politización. Lo cierto es que la “reglas del oficio”, vienen abonando escrituras consensualistas que, por supuesto, son políticas. Más precisamente, son la expresión de una involución política que tiene ribetes dramáticos.

 

No se trata de negar la distancia necesaria con el objeto de estudio como la condición para la construcción de una historiografía crítica, sino de tener siempre presente que las sociedades del pasado y del presente pueden pensarse en términos “consensualistas” o “conflictivistas”, desde la interdependencia de los individuos y las partes o desde las diversidades y confrontaciones sociales (irreductibles a la burda contraposición entre “buenos” y “malos”); desde lo que elude la politización (o busca los medios de su  canalización y neutralización) o desde lo que politiza el conflicto (y por lo tanto lo dramatiza, instituyendo un antagonismo inmanente); desde lo que impide el mito mientras entroniza fetiches, o desde lo que lo hace posible.

 

El régimen de veracidad específico de la historia (por lo general contrapuesto al de la fidelidad, específico de la memoria) no puede estar más allá de estos modos de pensar el presente y el pasado, de estas miradas, por lo tanto no se puede invocar como garantía de neutralidad y objetividad. Tampoco puede estar más allá de los relajamientos de las desigualdades sociales auspiciadas por la diversidad cultural. Solo tomando conciencia de estas miradas se podrá articular la historia con la memoria y construir una historiografía verdaderamente crítica.

 

¿Puede la historia abandonar, livianamente, su rol legitimador de identidades? ¿O mientras reclama su distanciamiento respecto de ese rol no hace más que legitimar alguna identidad minimalista funcional a un orden opresor? ¿No está aceptando pasivamente la serialidad impuesta por una sociedad fragmentada y mal compaginada por espacios autoreferenciales y hostiles entre sí?

 

Desde Bartolomé Mitre, hacedor de la “unidad nacional” a la fuerza y pionero de la historia “profesional”, subsiste un impulso reconciliatorio y armonizador en política y en historiografía, o, expresado en términos sartreanos, se conserva inalterado el proyecto de disolver las diferencias y los odios en la armonía formal de los asentimientos.[10] El fundador de La Nación, en una carta a José Hernández, quejumbroso por el Martín Fierro, le decía: “No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la necesidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen su causa, más que en la intenciones de los hombres, en la imperfecciones de nuestro modo de ser social y político…”.[11]

 

Al igual que en el caso de los viejos y nuevos cultores del arte por el arte, la neutralidad encubre el deseo de solucionar las contradicciones inherentes al proyecto individual de escribir, investigar, enseñar (y vivir) negando las funciones sociales. La reiterada combinación de los afanes matizadores y supuestamente problematizadores no digiere las contradicciones tajantes y sustanciales, así el punto de la “integración” se presenta como panacea y garantía de cientificidad. Por ejemplo: se pone el acento en el hecho de que los indios y los gauchos participaron en los ejércitos libertadores, integraron las huestes de los caudillos y jefes de todas las facciones, estuvieron en Cepeda y Pavón, con Justo José de Urquiza y con Bartolomé Mitre.

 

La supuesta “colaboración de la víctima” se convierte en elemento de justificación del orden establecido y de negación de las contradicciones, al igual que la horizontalidad de algunos enfrentamientos: gauchos contra indios, o pobres contra pobres. Y aquí cabe una digresión: Edgardo Alvarez, rastreando una invariante de nuestra historia, identifica una que se expresó y se expresa es una estrategia de difamación. Parte de la exposición del Ministro del Interior Rafael Castillo, interpelado por el Parlamento argentino (a pedido del diputado por el Partido Socialista, Dr. Alfredo Palacios) después de la represión a una movilización del 21 de mayo de 1905 que dejó como saldo tres muertos y veinte heridos de bala. La movilización había sido convocada ante un conjunto de medidas represivas impulsadas por el gobierno de Manuel Quintana después del intento revolucionario de la Unión Cívica Radical de ese mismo año. Ahora bien, esas medidas afectaban principalmente al movimiento obrero. En el transcurso de la interpelación el Ministro dijo: “necesito dejar constancia de que no son los agentes de policía los que han hecho disparo sobre el pueblo, a pesar de los ataques de que ellos han sido víctimas. La agresión ha partido de los propios manifestantes. Los agentes de policía se han limitado, como dice el señor jefe de Policía, a hacer disparos al aire, para producir la dispersión necesaria e indispensable en esos momentos” (Cámara de Diputados de la República Argentina, Diario de Sesiones, 1905, p. 397). Lejos de cualquier mirada anestesiada, Alvarez relaciona estos dichos y estos procedimientos (que parten del presupuesto que sostiene que las víctimas, cuanto más pobres, más proclives a entrematarse) con los que desplegaron más de cien años después, el día que Maxi Kosteki y Dario Santillán, en la estación de trenes de Avellaneda, fueron asesinados por la Policía bonaerense mientras luchaban por trabajo, dignidad y futuro.[12]

 

También se sobredimensionan aquellos casos en que los caciques se adaptaron al régimen de la propiedad privada y sacaron provecho personal. Se relativiza, de hecho, el aniquilamiento o la explotación -reales- que los casos de integración (bajo coacción!!) no evitaron, se deja de lado el proceso de deshumanización al que la víctima fue sometida como paso previo a su “integración”. Se omiten los gauchos despojados de sus medios de subsistencia y arrastrados a los fortines por las autoridades, remitidos con cadenas, antes de convertirse en matadores de otros subalternos. No se toma en cuenta que el genocidio es la condición de la imagen en la aparece un cacique viejo y domesticado con uniforme militar, o la imagen del indiecito beato. Solapadamente, se responsabiliza a la víctima de su condición y destino. Pero lo más importante es que, al otorgar un carácter eterno y monoacentual al signo ideológico, se razona y se produce con afinidad a los intereses de las clases dominantes.

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La diferencia de la academia y el pensamiento crítico no es de acento sino de sustancia. 

 

Algunos historiadores propensos a la identificación populista retrospectiva, los populistas convictos o inconscientes, carne de transformismo y de una amplia gama de ambigüedades, -excluidos de la academia pero integrados al espectáculo como formadores de opinión historiográfica-, por su parte, tienden a confundir el folklore y el costumbrismo más afectado con la realidad nacional. La “gauchipolítica”, notoriamente debilitada como relato emancipador, agotado el imaginario social plebeyo que otrora la sostuviera, con su aplicación retrospectiva del populismo puede terminar justificando, o atemperando -al igual que la academia con sus afanes matizadores- diversas atrocidades, por ejemplo, el asesinato de gringos ácratas, sólo porque Hipólito Yrigoyen era “nacional y popular”. Puede también pasar por alto, o considerar un mero detalle, el apoyo al General Juan Carlos Onganía y a la Revolución Argentina de parte de algún “pensador nacional y popular”. O puede sufrir un repentino ataque de amnesia a la hora de determinar la exacta coyuntura de la creación de la Triple A.

 

Las evidencias demuestran que esta corriente se caracteriza más por una vocación “estatal” que nacional y que su recorte de la Nación en determinada fase puede llegar coincidir con el de las clases dominantes. No deja de ser un recorte burgués de la Nación. Una vana ilusión rige las interpretaciones de esta corriente: la posibilidad de un proyecto burgués-nacional integrador de las clases subalternas, estimulado por el círculo virtuoso producción-consumo, alimentado por una economía orientada al mercado interno y a la distribución del ingreso.  Pero ocurre que la burguesía nacional solo existe como un eficaz artificio de la burguesía “local” (que no tiene nada de nacional) para que las clases subalternas y los grupos de la izquierda nacionalista y/o reformista adhieran al capitalismo, ya sea como horizonte definitivo o como necesaria estación de paso.

 

Vemos también como esta corriente parte de un nosotros epistemológico anacrónico y todo parece indicar que no disponen de las herramientas ni de la voluntad para construir uno nuevo. Adhieren a un conjunto de símbolos y rituales no resignificados en función de la nueva realidad, o que sí son resignificados, pero por un poder hegemónico.  Símbolos de los que ya no se derivan prácticas transformadoras. Han extraviado el significado de lo popular, y por consiguiente disminuyen y malgastan el sentido de lo nacional. Han profundizado el abismo entre el pasado y el presente. Hace cuarenta años que escriben el mismo artículo, el mismo libro. Remiendan viejas páginas y hacinan significados plebeyos (más que populares) cuyos principales rasgos son el carácter reiterativo y agobiante por lo perimido. Y no hay posibilidad de actualización porque el populismo ya no abriga ninguna tensión y, por ende, carece de toda posibilidad. No puede desquiciarse ni desquiciar. Dicho de otra manera: política y culturalmente hace mucho tiempo que viven de rentas. Ahora se complacen en un “malditismo” inexistente, impostan soledades, exclusiones y páramos, e invariablemente inspirados en Leopoldo Marechal, dicen seguir arrojando botellas con mensajes al océano del pueblo: ¿Desde la TV? ¿Desde las editoriales que invocan a Hermes (dios del comercio y los ladrones)? ¿Desde las instituciones públicas?… Extraño naufragio por cierto.

 

De todos modos creemos que el problema político-cultural actual no se refiere ni a las bases de lanzamiento de las botellas con mensajes, ni a los mensajes!!. El escritor argentino Rodrigo Fernández Labriola, sostiene que ya no se trata de arrojar las botellas al mar sino de utilizarlas para romper cabezas.  Una casi metáfora que remite a una forma de combatir el conformismo.

 

La historia escrita en los 80 y los 90 (por una generación que no sabe ni quiere escribir para si misma) carga con un cúmulo de limitaciones. Asume plácidamente la “normalidad” de su tiempo árido, sin crearse en “estado de emergencia”. Le cuesta dar cuenta del todo, no puede descubrir “la historia” y gira en torno a una infinidad de “pequeñas historias” (“historias mínimas”) que no puede engarzar ni insertar en las coordenadas de un sentido colectivo. Al asumir la impotencia de cara a la construcción de un continente para un conjunto amplio de experiencias, edifica armonías insustanciales, ejecuta sinfonías de citas monótonas.

 

Serializadas las sociedades y el sentido común, los historiadores, y los intelectuales en general, tienden a afincarse en un lugar determinado de la serie (que contiene un tipo de sentido común). Esta serialidad contempla un conjunto de lugares: reaccionarios, progresistas, académicos, mediáticos, etcétera. Desde cada uno de esos lugares se puede pensar sin salirse del sentido común. Ha cambiado el sentido de lo “oficial”. La historia oficial de hoy no es misma que la de hace 40 años. El campo de lo oficial se ha ampliado, se convertido en una superficie de promiscuidades aparentes. Caben allí, buena parte de la historia ocasionada por la academia, las producciones obstinadamente liberales y conservadoras y el “neorevisionismo denuncialista” en todas sus versiones pero fundamentalmente en su versión “progresista” y mediática (una inversión de las conclusiones de la revista Billiken pero con la misma predisposición).[13]  Ninguna de estas versiones del pasado tiene poder de estimulación y confrontación. No perturban en los sujetos las relaciones con sus conciencias o sus realidades y se limitan a brindar información sin vivencia. No asustan ni desconciertan a nadie. Y sobre todo: no logran (o no quieren) proyectar una historiografía integrada a una diseño de sociedad alternativo.

 

Por otra parte, lo oficial remite también a todo lo que aspira a un esquema director y confirmador externo y que puede presentarse bajo la forma de la academia o del espectáculo, más allá de sus definiciones científicas, ideológicas o políticas. Lo determinante es el establecimiento de una pauta actitudinal del académico (o del “hombre o mujer de la cultura” en general) y del “espectador”, anterior a su confrontación con un contenido especifico (que puede ser “alto” o “bajo”, “profundo” o “liviano”, liberal, de izquierda, diletante o profesional). O sea, se torna necesario discutir los marcos de referencia, preguntarse hasta que punto nos permiten una percepción primaria directa de la realidad.

 

Indudablemente, ir en contra del sentido común implica cuestionar la serialidad misma. Una verdadera profanación. El camino para manifestar, estética, política e historiográficamente a las clases subalternas y oprimidas.

 

 

II

Resulta imprescindible reflexionar sobre las continuidades históricas y sobre las posiciones -presentes- desde donde se analiza una figura histórica.  No se trata de un ensañamiento retrospectivo con Roca y la clase dirigente del pasado, pero resulta innegable que una opinión sobre el pasado siempre contiene una visión del mundo y una posición política actual. Hoy, en forma abierta o solapada, muchos intelectuales, siguen creyendo que la “ley del progreso de la civilización” (capitalista), es la sola ley de la victoria. Por supuesto, siguen pensando en términos de culturas superiores e inferiores y tienen como deidades al capital (el capital extranjero siempre les generó un plus de fascinación)  y al libre comercio.

 

Tal vez, en esto radique el aspecto extraordinario que mejor justifica el interés por la historia. En efecto, el hecho de que una versión del pasado incurra en la impertinencia, en la hipocresía, en la impiedad, en la reivindicación del aniquilamiento -técnico o fanático- de los sujetos indóciles; pero también en las ilaciones de las desdichas (y las escasas dichas) históricas de las clases subalternas y oprimidas; con un énfasis depositado en la justicia, la rebeldía y la solidaridad no puede dejar de capturar el interés y la pasión. Una historia no pensada con las categorías de los opresores, una historia que no se afinca en los cenáculos, una historia al aire libre, una historia viviente por si misma (y no una “objetiva” y descriptiva) es siempre una historia que nos obliga a pensar sobre el presente y el futuro y nos permite una reescritura que puede funcionar como revancha. Sí, aspiramos a una revancha. Revancha que signifique venganza y liberación de la clase trabajadora.

 

Ilustra esta afirmación el contraste de las opiniones sobre el general Roca del diario La Nación por un lado y de los Mapuches por el otro. Opiniones tan disímiles, fundadas evidentemente en asimetrías del presente: en la contraposición entre la propiedad privada de los medios de producción -requisito indispensable para la explotación- y la posesión según la costumbre o el bien común (que suele ser considerada por el poder como incapacidad de asimilación), entre los que siempre celebran la violencia del Estado y los que la cuestionan y la padecen, entre la negativa a que los plebeyos conduzcan los procesos políticos y el deseo ferviente de que lo hagan, etc.., tornan una quimera reaccionaria cualquier invocación al pluralismo historiográfico.  Más aún en el actual contexto donde los imaginarios sociales plebeyos están en retroceso.

 

Una reflexión de León Rozitchner,[14] -incesante proveedor de claves fructíferas-  sobre la maniobra mediática antipiquetera lanzada en el año 2004, nos sirve como punto de partida para identificar algunos movimientos, acaso los principales, de una operación mental que distorsiona la realidad (mucho más aún en épocas de retroceso de la conciencia social) y cuyos efectos rigen las visiones retrospectivas:

 

La subordinación del bien común al interés privado y el pragmatismo utilitario que es irreflexivo por naturaleza. Los ejemplos son innumerables pero cabe realzar uno directamente emparentado con nuestro asunto: el proyecto de instalar una mina de oro en la ciudad patagónica de Esquel, apoyado por las autoridades y los empresarios y resistido digna y racionalmente por el pueblo de esa localidad.

 

La inversión de la percepción. La víctima (el cuerpo arrasado por el poder) es convertida en culpable y en responsable, o por lo menos co-responsable, de su condición. El saqueado es presentado como saqueador. Se “inventa” alguna imposibilidad esencial, un estigma para el sujeto arrasado que lo torna inadaptable para el orden naturalizado. Se afilia el origen de la violencia al que la padece y no al que la ejerce y la genera. Bernardo Kordon en Vencedores y vencidos, novela del año 1965, decía que para un porteño (y se refería al “porteño medio”[15]) no hay mártires, sólo pobres tipos y que su respuesta frente a un hecho aberrante consiste en mucha curiosidad, algo de lástima y nada de solidaridad. De este modo se construyen imaginarios pusilánimes que terminan justificando toda forma de canibalismo social, ya que la represión aparece como la consecuencia directa de no haber acatado pasivamente el poder o de disputarlo abiertamente.  La acción colectiva y solidaria se configura como imagen aterrorizante y causa del genocidio. En el odio al estigmatizado podemos encontrar, muchas veces, el signo de la mala conciencia.

 

La creación de un “otro cultural”, (sujeto inadaptado al orden productivo dominante, o sujeto impugnador del sistema) al que se denuncia y criminaliza y la construcción de algún peligro potencial o un “enemigo interno”, de alguna entidad desconocida, amenazante y peligrosa,  lo que conduce a la ubicación de la muerte en el campo de las luchas por la autoafirmación (en el gaucho alzado, en el “indio” que defiende su modo de vida, en el campesino que resiste todo lo que lastima su comunidad y lucha por la tierra, en el obrero que reclama sus derechos, en el piquetero que exige reconocimiento). Constituir al otro como un desemejante, despersonalizarlo y deshumanizarlo, es el punto de partida para permanecer indiferentes frente a su sufrimiento, para “regenerarlo por la fuerza” o para expropiarle la vida. Paralelamente se van consolidando relaciones sociales basadas en la distancia. También el nacionalismo más intratable sirve para construir la otredad. La extranjería funciona como probanza del exterminio: los indios asesinados durante la mal denominada “Campaña al desierto” eran chilenos, los obreros asesinados a comienzos del siglo XX, eran gringos, alegan figuras públicas y escabrosas.

 

La reivindicación de las acciones sin presencia y que no dejan huellas (predilección por lo efímero). El culto a la virtualidad y el rechazo a todo diseño de la política que recurra en forma reiterada a los cuerpos solidarios en acción. Cuanto más vapuleados y públicos son esos cuerpos que se atreven a la solidaridad, mayor es la reacción de quienes consideran que lo natural es el libre consentimiento de la opresión y de quienes asocian la resistencia al caos.

 

La reivindicación de toda reacción frente a los hechos que perturban a la clase media porque le muestran el grado de adulteración de su sistema de valores, porque la obligan a salirse de su campo más preciado: el de la indiferencia y la autoindulgencia y porque le transfiguran sus ventanas en espejos.

 

La imposibilidad de vincular lo inmediato a las causas profundas de su existencia. La superficialidad que nos abruma y que percibimos en las miradas sobre el presente y el pasado. De este modo se produce y se reproduce un campo de representaciones cuyo horizonte es garantizar la dominación.

 

Podríamos agregar la negación de los subalternos y oprimidos como sujetos de la historia. Estos aparecen como productos pasivos e intercambiables de factores universales y, por lo general, patologizados: la “frontera” (el indio)  se concibió como una “enfermedad”, al igual que el anarquismo o más adelante la “subversión”. En sentido estricto aparecen como “subproductos” de la historia y por lo tanto se les niega la capacidad de actuar conscientemente, de analizar las situaciones, de elegir los medios y de “acumular”. Estos modos han servido para negar a los subalternos o para justificar su exterminio, por lo general, bajo la forma quirúrgica de la extirpación.

 

Estos “movimientos”, en buena medida, pueden considerarse como efectos de una histórica predisposición del Estado argentino para escindir a los partidos políticos y a las capas medias de los sectores populares, ligando directamente al Estado, sin mediaciones, a porciones enteras de la sociedad; contrarrestando la formación de solidaridades horizontales. La subjetividad de las clases medias, sus representaciones del pasado y del futuro, han sido cinceladas por las funciones políticas-partidarias del Estado. Al mismo tiempo, todo lo que se resiste a las amarras estatales se convierte en disruptivo (subversivo); toda conquista de un átomo de conciencia, toda implicación directa en la historia por parte de los subalternos y oprimidos en ruptura de un orden “sagrado” y en pérdida de alguna inocencia. Así podemos explicarnos coyunturas históricas (¿la actual?) en las que la el movimiento popular muestra signos de vitalidad, pero a la vez, de aislamiento.

 

 

III

Roca es una figura fuertemente vinculada a un proceso de unificación y consolidación de las clases dominantes, del Estado, el poder y la “Nación oficial” (burguesa) en nuestro país. Roca puso en pie un sistema hegemónico burgués,[16] que exigió la organización “científica” y “racional” del poder. Fue el “constructor de un núcleo permanente de poder sobre los elementos contingentes y circunstanciales, un patrón de continuidad entre la historia y el futuro”, como Felix Luna le hace decir al mismo Roca.[17] Estos datos nos parecen palmarios. Roca representó como figura histórica, y representa hoy como espectro o símbolo la prioridad absoluta del Estado-nación por sobre cualquier alteración y esa legalidad que encarna los intereses del núcleo más dinámico de las clases dominantes. Allí radica principalmente el afecto de los conservadores de toda laya. De los actuales amantes del orden y de los que se preocupan por la presencia plebeya no regulada.[18] De los constructores de obediencia que no toleran la resistencia de las cosas y de los seres humanos. De los que sustentan la “ética del patrón de estancia” y la línea de la “rienda corta” y la “mano dura”. De los que consideran que el Estado está por encima de todas las cosas y que posee una moral superior, por eso lo conciben como una instancia  que siempre combate desde una franqueza constitutiva, que, por otra parte, funciona como atenuante de sus desmanes. De los que, como Thomas Carlyle, confunden la historia con la justicia y ven así a la consolidación de un poder, la “victoria”, el “éxito”, como evidencia del merecimiento de los que ganaron y del desmerecimiento de los que perdieron. Desde la década del 80 (del siglo XX, claro), en el ejercicio de la docencia o fatigando imprentas, incurren en este punto de vista muchos historiadores y críticos literarios que exhiben su profesionalismo como un título de nobleza y que suelen cultivar la corrección en el campo de la política.

 

Esa legalidad representada por Roca, fundada tanto en la destrucción del dominado como en su sometimiento por negación de la ciudadanía y la dignidad -además del realismo, el cinismo, la connivencia con el poder y el tradicionalismo en su peor acepción-  lo hilvana, hacia atrás pero sobre todo hacia adelante, con otros infames de nuestra historia. La clase dominante argentina es portadora de una larga tradición de violencia. El Estado nacional, al centralizar un conjunto funciones antes dispersas, centralizó la ferocidad y la revistió de patriotismo.

 

Los poderosos no sólo han sido y son dueños de la tierra y el capital, también son los dueños de la muerte. Como clase de cuño carnicero, sabe parir faenadores, periódicamente. Pero sobre todo en los momentos en que los domésticadores fracasan. El bloque de poder está obligado a construir la Nación sobre la idea de continuidad, abarcando (y recortando) el pasado y promoviendo un futuro unitario. La Nación, forzosamente armonizada con sus intereses particulares, termina siendo una patriotería inconfesa.

 

En forma paralela, también podemos hilvanar las resistencias y las rebeldías de las clases subalternas. El clamor del cacique Coliqueo, tanto por las causalidades que identifica, las instancias que responsabiliza y las justificaciones que ensaya, conserva vigencia en la argentina actual: “…Padre: salimos de nuevo a cazar; el gobierno no nos paga las raciones, yo no quiero que mi gente robe, pero tampoco puedo dejarlos morir de hambre, ni pueden ellos dejar a sus mujeres y a sus hijos casi desnudos. Hay mujeres, padre, tan desprovistas de ropa que no pueden salir de sus toldos o sus ranchos. Así es que yo mismo quiero acompañarlos aunque no esté muy bueno de salud”.[19]

 

Toda la trayectoria de Roca, como militar y político, sirvió a ese objetivo de unificación y consolidación de las clases dominantes. Podemos mencionar algunos hitos: Cepeda, Pavón, Ñaembé, Santa Rosa, Curupaytí, la “Campaña al desierto”, Puente Alsina y los Corrales, la federalización de Buenos Aires, el Servicio Militar Obligatorio, la Ley de Residencia, etc.

 

Roca contribuyó a que la clase dominante, con la burguesía agraria terrateniente de la Pampa Húmeda como pilar, alcance proyección nacional e integre a los sectores dominantes del interior. No se trató de una integración de los pueblos, sino de los sectores dominantes de las provincias que, al sumarse a ese proyecto, lograban dos cosas: hipotecar el desarrollo económico y social de sus provincias y consolidar su poder local. El atraso de los pueblos del interior se fue conformando como la base del poder de las clases dominantes locales.

 

Roca expresó así una vocación de dominación y de concentración de poder en el plano nacional (impulso característico de toda burguesía inicial) en un momento donde algunas fracciones de las clases dominantes aún estaban teñidas de localismo. La nacionalización de las rentas de la aduana y la federalización de la ciudad de Buenos Aires se inscriben en este marco y responde a esa vocación. Algunos confunden esta operación con Federalismo. Cabe un interrogante ¿la dicotomía unitarios-federales es el único eje para analizar la historia argentina del siglo XIX? O en todo caso ¿tiene capacidad  para explicar los procesos posteriores a Pavón?

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Roca apuntaló un modelo de acumulación (agro exportador), que consolidó a la clase dominante en el plano material. Funcional a este modelo fue la relación, de subordinación, establecida con el mercado mundial (Gran Bretaña, principalmente), que plasmó un capitalismo atrasado y dependiente… La ilusión del granero del mundo, ocultaba una galería de deformaciones: el “olvido” de algunas regiones del país, el retraso de un conjunto de actividades y el crecimiento social desparejo.

 

Resulta indispensable detenerse en la relación exacta entre el genocidio perpetrado durante la “Campaña al desierto” y el beneficio económico de las clases dominantes y el capital británico. O reflexionar sobre las intervenciones de un Estado que asistió de tal modo a los terratenientes que estos lograron ser financiados por la comunidad y así concentraron una abrumadora cantidad de bienes productivos que obtuvieron por migajas. Se impone la comparación con lo que viene pasando en el Argentina desde 1976, la reflexión sobre la articulación de las políticas represivas entre el gobierno, los representantes del poder económico y el Estado.

 

Aún nos cuesta entender el artificio de un Roca nacionalista y antibritánico frente a un Bartolomé Mitre indiscutiblemente porteño y “cipayo”. Algunos inventan oposiciones sustanciales donde solo existen conflictos de facción. Roquistas y mitristas, como pellegrinistas, modernistas, udaondistas, sáenzpeñistas, etc., compartían los aspectos nodales de una política que tenía bastante poco de nacionalismo antiimperialista. Roca concluye la tarea que Mitre iniciara después de Pavón y que continuaran Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Vale como ejemplo el pacto Mitre-Roca de 1891 (que condiciona la vida política nacional hasta la muerte de Manuel de Quintana en 1906), frente a una fuerza política naciente como el radicalismo que, a pesar de sus limites, tenía, por aquellas lejanías, algún componente disruptivo.

 

La acción de Roca se enmarcó en el dualismo cultural separatista y excluyente que fundaran Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, en el recorte del concepto de Nación que, concebida como presagio (la fachada que oculta siempre el proyecto de las clases dominantes), dejaba afuera al otro cultural. De hecho, Roca interpreta los criterios estrechos y unilaterales para entender la civilización propuestos por Sarmiento y Alberdi (sobre todo por el sanjuanino) y “ejecuta” el “programa” que contenía el Facundo, del mismo modo que, en lo que se refiere al régimen político, ejecuta el programa alberdiano de los dos repúblicas, una abierta en el plano de la sociedad civil y otra provisoriamente cerrada en el plano de la política. Estos criterios, delinearon una idea de civilización muy cercana a los pretextos de los sectores dominantes. No fue fruto de la casualidad que durante la primera presidencia de Roca se editaran, oficialmente, las Obras Completas de Sarmiento y Alberdi, además de la Historia de San Martín, de Mitre.

 

Sucede que la idea de progreso, la misión civilizatoria, el colonialismo, tanto como el culto a la técnica (en especial a la impersonalidad y a la serialidad), a la división del trabajo y al Estado, conforman el basamento de la ideología burguesa y el alimento indispensable de la barbarie moderna. Este era el fundamento de la noción sarmientina de la barbarie, la de una barbarie a futuro, enfrentada a otras barbaries premodernas que vienen del pasado pero trabajan en el presente.  Podemos identificar una especie de régimen de interioridad de la barbarie, un campo de tensión entre distintos tipos de barbaries. Claro está, la modernidad es contradictoria y contiene valores potencialmente disruptivos y abriga en su seno un proyecto civilizatorio alternativo sostenido en la idea de que los hombres y las mujeres son los hacedores de su propio destino.

 

Por cierto, la dicotomía sarmientina civilización-barbarie, en su formulación original, contenía un “y” entre ambos polos. Esta conjunción copulativa ha sido interpretada como una señal de que el sanjuanino, en lo esencial, aspiraba a   un “abrazo contractual”.[20] El desarrollo histórico de la Argentina, en buena medida ajeno a esas determinaciones sarmientinas (en varios campos), terminó imponiendo la conjunción disyuntiva. Roca puede considerarse como la figura que mejor expresa la conversión del Estado-nacional en centro del pensamiento y en pilar de la “civilización”, no la última trinchera frente a la “barbarie” (el otro cultural bajo cualquier modalidad, incluyendo la rebeldía contra cualquier forma de exclusión) sino la primera y única. El Estado como punta de lanza, antes para ingresar a la “modernidad”, ahora para “no quedarse al margen del mundo”. Se sientan así las bases para justificar todas sus violencias y excesos, negando la barbarie más rotunda, la del propio Estado (la de la clase dominante y el sistema capitalista). Desde este emplazamiento se identifica como un acto de barbarie el rapto de una cautiva y como un gesto civilizado la cosificación de los seres humanos a través de la distribución de las “chinas” para el servicio doméstico entre las familias más distinguidas, la conversión de los hombres en mano de obra servil en las estancias, tal como ocurrió al finalizar la “Campaña  al desierto”.

 

Se trata de un imaginario y de una línea histórica que, con reiteradas y periódicas escalas, llegan a nuestros días y habilitan las hazañas apócrifas, la consideración del Estado como “contendiente” al momento de ejercer la represión y sobre todo la posibilidad del genocidio con bajo riesgo de trauma histórico. Mitre no exageraba cuando en el sepelio de Adolfo Alsina, a fines de 1877, decía que la lucha contra la barbarie habría de durar trescientos años más. Sabía de qué estaba hablando. Claro, paralelamente se han desarrollado las luchas por la desmitificación que son básicamente luchas por la autoafirmación popular y por un verdadero proyecto civilizatorio que no concibe al Estado como el fin último de toda comunidad y que no se sostiene en un saber egoísta.

 

Roca fue delineando un Estado liberal, que supo intervenir siempre a favor de las clases dominantes, consolidando su aparato ideológico y sus instancias de control social. Los que están obligados a la apología (rentados y otros felpudos) nos recuerdan la ley Educación y otras leyes “laicas” y “progresistas”. En primer lugar el laicismo en aquellos años remite a un Estado que reivindica su eficacia frente a la Iglesia en materia de control social. Es un enfrentamiento entre aparatos que se disputan niveles de control sobre las conciencias y los cuerpos de las personas. No se cuestionaba a la religión como factor superestructural, es más, se la promovió como ideología de las clases subalternas tendiente a garantizar el orden social, mientras que las clases dominantes reservaban para sí mismas el agnosticismo o el ateísmo. Cabe tener presente además que los curas participaron en la “Campaña al desierto”, bautizando compulsivamente y en gran escala.

 

La “preocupación” por la educación y la expansión del aparato educativo nacional respondía a las necesidades de integración y control de la elite dirigente más que a sus supuestos afanes iluministas o redentores de la humanidad. Del mismo modo deben considerarse las iniciativas como la Reforma Electoral de 1902 o el Proyecto de Ley Nacional del Trabajo de Joaquín V. González, que fueron la expresión de un impulso característico de un Estado burgués que, en tren de consolidación, busca construir su “neutralidad” y entonces genera mecanismos de control, cooptación e integración más eficaces. González, tal vez el principal intelectual “orgánico” de la clase dominante en aquellos tiempos, percibió con lucidez que el “proceso de modernización económico social” operaba como uno de los principales elementos históricamente legitimantes de la elite, por lo tanto fue uno de los más confiados en que la modernización política complementaría y extendería en el tiempo esa legitimidad.

 

Aclaramos que no solo vemos en el nacionalismo, en la democracia y en las políticas sociales, el terreno de la cooptación de la clase dominante, sino que también consideramos la posibilidad de que se erijan –según las circunstancias histórica- en espacios de reivindicaciones y derechos legítimos de las clases populares. Pero si estas tres cosas se pueden asociar a la figura de Roca es precisamente por sus capacidades y modalidades cooptativas.

 

Como no podía ser de otro modo, Roca contribuyó espacialmente a la  consolidación del aparato represivo. Cada sablazo, cada tiro, cada decreto en la carrera de Roca es un paso en pos de la consolidación del ejército nacional. El proceso histórico hizo asimismo que el Ejército argentino se conformara como garante de la unidad nacional.  Ejército que, dada su posterior actuación histórica (con honrosas excepciones), parece más hijo de esas “campañas” roquistas y de la “legalidad” a la que hacíamos referencia, que de la gesta sanmartiniana, sostenida, como todos sabemos, en una desobediencia esencial.

 

Con Roca se estableció el Servicio Militar Obligatorio en 1901, a través de la Ley nº 4031 o Ley Ricchieri. Sus fundamentos combinaban “la lógica de la soberanía territorial efectiva y el componente represivo interno, con un claro propósito de control social y penetración ideológica que excede largamente las finalidades castrenses. En este sentido se aproximaba a los objetivos perseguidos por la ley nº 1420 y en algunos aspectos venía a complementarla, garantizando que el Estado monopolizara, junto con la violencia ‘física’, la violencia ‘simbólica’…”.[21]

 

El Servicio Militar Obligatorio, factor de disciplinamiento de las sectores populares, fue una forma racionalizada de la leva forzosa, una continuación de la legislación sobre “vagos y malentretenidos”. No es casual que en la actualidad, los reaccionarios, tanto en sus versiones conservadoras como progresistas (porque existen mil formas de ser reaccionario apareciendo como progresista), sugieran reponer el Servicio Militar Obligatorio, el propósito sigue inalterado: el disciplinamiento de los sectores populares, de las nuevas personificaciones de los “vagos y los malentretenidos”.

 

No hace falta recordar un papel destacado en Curupayti, en la guerra contra el pueblo guaraní, -contienda denostada por los gauchos del interior e impulsada por el capital inglés-, para refutar los argumentos que nos proponen alguna intención emancipadora  y latinoamericanista de Roca.

 

Roca consolidó un régimen político oligárquico, es decir, un régimen de elites conservadoras, basado en la exclusión de las mayorías, en la inmoralidad pública y en el fraude y la corrupción, prácticas a las que veía como resultado de acciones individuales y no como fruto del sistema que el defendía (igual que muchos dirigentes políticos actuales). Incluso, cuando un sector de la élite propuso una reforma política para compartir la hegemonía con las capas medias, él  mantuvo la fe oligárquica. Murió refunfuñando contra la Ley Sáenz Peña.

 

Edificó un Estado que funcionó, sin fisuras, como oficina de la clase dominante. Su filosofía fue la del positivismo, no la de la ilustración. Un hombre de orden, principalmente.

 

 

IV

Pero Roca también es una figura asociada a la contracara de ese proceso de  unificación de las clases dominantes: juega paralelamente un papel central en el proceso de desarticulación de las clases subalternas.

 

Roca contra los caudillos federales del interior, contra las montoneras de Angel Vicente Peñaloza, Felipe Varela y contra Ricardo López Jordán. Lo que demuestra, por lo menos, que el “federalismo” de Roca era un federalismo de elites, más cercano al “federalismo” de Juan Manuel de Rosas -aunque menos “porteño”, claro- que a la injustificada versión que lo muestra como un genuino representante de los pueblos del interior.

 

Roca contra los pueblos originarios en la “Campaña al desierto” (frente al otro cultural, la solución final), ensanchándole el horizonte a los estancieros, haciendo el latifundio, igual que Bernardino Rivadavia, Rosas, Mitre, etcétera. Roca supo separar a los caciques y capitanes de las masas de las tribus, del mismo modo que el terrorismo paraestatal (1973-1976) y estatal (1976-1983) separó a los intelectuales orgánicos de las masas.

 

Roca contra los obreros, impulsando como presidente de la República la Ley de Residencia.

 

Desde quien vive su dominio como realización o desde el posibilismo, se suele ubicar al proyecto del 80, en el orden de la naturaleza más que en el orden de la historia. El pensamiento único se aplica retrospectivamente: “no había alternativas”, “era el único camino posible”, “todo el mundo pensaba igual en aquellos años”. Y otros argumentos siempre a mano para impiadosos y resignados. Recomendamos leer la proclama de Felipe Varela, tener presente las razones económicas de Mariano Fragueiro o algunas intervenciones de José Hernández, que sin dejar de compartir el proyecto global, insinuaba otros medios. No se trata de un mero ejercicio neo-revisionista de la nostalgia o de pintoresquismo gauchipolítico, sino de un medio para conjurar la e-seidad y el naturalismo de la historiografía académica y sus aplicaciones retrospectivas de un criterio de normalidad .

 

En relación a la “cuestión indígena”, el autor del Martín Fierro, tiempo antes de la “Campaña al desierto” sostenía: “…Nosotros no tenemos el derecho de expulsar a los indios del territorio y menos de exterminarlos. La civilización sólo puede darnos derechos que se derivan de ella misma […] Tenemos el derecho de introducir en el desierto nuestra civilización, nuestra legislación, nuestras prácticas humanitarias, porque allí donde nada de eso existe, debemos llevar las exploraciones del progreso. ¿Pero que civilización es ésa que se anuncia con el ruido de los combates y viene precedida del estruendo de las matanzas? [Itálicas nuestras].[22] Hernández responsabiliza al contexto socio político de la condición padecida por el gaucho.

 

También debemos considerar la visión de Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles, de 1870. Dice Mansilla: “Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría; tanto que leemos y estudiamos ¿para qué? Para despreciar a un pobre indio, llamándole Bárbaro, salvaje; para pedir su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir a hierro al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor propio, de avaricia, de orgullo, que para todo nos presenta en nombre del derecho el filo de una espada…”.[23]

 

En general, el “alsinismo”, ha sido asociado a una política civilizadora y humanitaria, tendiente a fundar la coexistencia con los pueblos originarios. En sus mensajes al Congreso, en tiempos de Avellaneda y antes de la llegada de Roca al Ministerio de Guerra, muchas veces el Poder Ejecutivo insistió en que sus planes eran contra el desierto, para poblarlo, y no con el indígena, para “destruirlo”.  Aún se reconocía la autoridad en la materia del Coronel Alvaro Barros, autor de Fronteras y Territorios Federales de la Pampas del Sur. Barros puede considerarse un representante de la visión liberal y humanitaria que ponía el énfasis en la redención del indio por medio de la coexistencia con la civilización, a través del trabajo, la educación y las buenas costumbres. Más que someter, pretendían “redimir” a los indios, otra forma de negarlos como tales.

 

Pero por lo menos, en Hernández, en Mansilla y en Barros, se pueden encontrar algunos elementos de una visión autocrítica de la modernidad, un poco, tan solo un poco, de crítica al Estado y sus violencias. Aunque los tres parten de la visión del “buen salvaje”, ninguno construye al otro como “enemigo”, no hablan de concluir, extinguir, arrojar. Ninguno asume abiertamente la lógica de la guerra que caracterizará a Roca y al Estado nacional a partir del 80.

 

Fue esta lógica la que inspiró las masacres de nuestra historia posterior. Inspiró tanto a Roca cuando decía: “el mejor sistema de concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del Río Negro, es el de la guerra ofensiva”, como al general Jorge Rafael Videla cuando decía: “deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país”. Poco importan las formas que asumen los contendientes, aunque invariablemente se trató de expresiones del sujeto popular, Karl Von Clausewitz aparecerá una y otra vez decodificado en la clave de los poderosos. Desde la “Campaña al desierto” hasta la “guerra contra la subversión”, se buscará poner al enemigo en una desventaja que no sea pasajera, someter la voluntad del enemigo, contrarrestar los riesgos del sentimentalismo, etcétera. No casualmente al comienzo de este periplo resuena el término “campaña” que, según la definición de Clausewitz, remite a la “totalidad de los sucesos militares ocurridos durante un año en los diversos escenarios de guerra”.[24]

 

En el caso de Hernández, esta visión autocrítica de la modernidad está en relación con el gaucho y no con el indio -en el Martín Fierro emparentado con las fieras- o el negro –también objeto de desconsideración–, quienes, como se deduce del conjunto de su obra, no compartirían con el gaucho una comunidad de destino y de derechos. Mansilla, por su parte, es mucho más indulgente con el indio. Las críticas señaladas, sin dudas, resultan más obvias en el Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, que exhibe de forma más directa los signos de la descomposición social.

 

Volviendo al Martín Fierro, Martínez Estrada consideraba al poema como en anti-Facundo: “que denuncia como viciadas por los mismos males a las agrupaciones que detentan en poder para consumar la injusticia. […] En el poema vemos que la barbarie está en las cosas, en el suelo y en el aire más que en las personas, que influye sobre los hábitos y las ideas”.[25] Cabe destacar también que la actitud del Sargento Cruz, no concebida como traición ni sedición sino como un alto gesto (más allá del oportunismo y la falta de conciencia moral que le adjudica Martínez Estrada[26]), el hecho de que Fierro fuera un personaje colectivo, la identificación de la policía como encarnación injusticia social y de la sociedad entera, siguen perturbando, tanto como la justificación de las rebeldías de los maltratados por el Estado y la posibilidad de identificarse con ellos.[27]

 

Es cierto que la “clase dominante”, el “sistema” o las “estructuras reproductoras de un orden injusto” permanecen ausentes en el poema (también ocurre con Mansilla, más proclive al pintoresquismo), y por lo tanto no figuran como los verdaderos responsables de la degradación del paisano, por el contrario, las culpas se recargan en la política nacional (o en los “malos políticos”). Del mismo modo que hoy se visualiza mucho más a los agentes de la degradación popular (los “malos políticos”, los “corruptos”, los “punteros”, etcétera) que sus determinaciones más profundas.

 

A pesar de sus limitaciones en estos textos subyace un atisbo de concientización de la violencia del Estado que, como decía Glauber Rocha, es el punto de partida para que el colonizador comprenda la fuerza de lo que destruye.

 

Una visión crítica que posiblemente no haya llegado a adquirir la contundencia que sí asumió en el Brasil, con la obra de Euclides Da Cuhna, Los Sertones, Campaña de Canudos, publicada en 1902, obra que se erige en una rotunda contraparte del Facundo. Tengamos en cuenta que la República Brasileña (proclamada en 1889) sustentaba concepciones civilizatorias y proyectos modernizadores muy similares a los de los constructores del Estado Nacional argentino. El positivismo era la filosofía base en ambos casos, el “orden y progreso” de la bandera del Brasil, tuvo en la Argentina su correlato en el “paz y administración” de Roca.

 

Euclides Da Cuhna, militar y periodista, un típico intelectual liberal y positivista de la época, viaja al nordeste de su país, al Sertao (desierto), como corresponsal de O Estado de Sao Paulo para cubrir la guerra de Canudos del año 1897, un movimiento político religioso liderado por Antonio Conselheiro y apoyado por los sectores sociales tal vez más postergados del país y absolutamente excluidos del proceso modernizador. Su visión, más allá de la propuesta de incorporación social de sus paisanos “atrasados”, rompe con la dicotomía civilización-barbarie, al poner el eje en la crítica a la violencia del Estado y al descentrar al Estado respecto del pensamiento, colocando en su lugar a la comunidad. En la supuesta barbarie encuentra heroísmo, rebeldía, comunidad; en la supuesta civilización, encuentra el salvajismo más despiadado y una noción superficial y excluyente de la nacionalidad. Así, asume que la Campaña de Canudos, también una campaña al “desierto” y no solo en la acepción geográfica de este último termino, fue una expedición sin gloria y un crimen (que denuncia). Valga el contraste con Estanislao Ceballos, quien en La conquista de quince mil leguas, presenta a la “Campaña al desierto” como el aporte específicamente argentino a la civilización.

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En algunos pasajes de Los  Sertones dice cosas perfectamente aplicables a nuestra “Campaña al desierto”:

 

“Ascendimos de golpe, arrebatados en el caudal de los ideales modernos, abandonando en la penumbra secular en que yacen, en el seno del país, un tercio de nuestra gente. Engañados por una civilización de prestado; hurgando, en ciega faena de copistas, todo lo que de mejor existe en códigos orgánicos de otras naciones, hicimos, huyendo revolucionariamente a la más leve transigencia con los imperativos de nuestra propia nacionalidad, más profundo el contraste en nuestro modo de vivir y el de aquellos rudos compatriotas, más extranjeros en esta tierra que los inmigrante de Europa”;

 

“Eran, realmente, fragilísimos, aquellos pobres rebelados… Requerían otra reacción. Nos obligaban a otra lucha. Mientras tanto les hemos enviado […]  este argumento único, incisivo, supremo y moralizador: la bala.” “Entraban triunfantes al campamento, [se refiere a los militares] en un bello aplomo de candidatos a la Historia, buscando la lucha sangrienta y fácil”;

 

“Aquello no era una campaña, era una carneada”;

 

“Repugnaba aquel triunfo. Avergonzaba. Era, en efecto, contraproducente compensación a tan lujosos gastos de combates, de reveses y de millares de vida, el apresamiento de aquella cachivachería humana…”[28].

 

Además en Da Cunha lo que aparece como intolerable es el orden social injusto que embrutecía y deformaba, y no los hombres y las mujeres embrutecidos y deformados.

 

 

V

La continuidad histórica refleja la continuidad del poder de las clases dominantes. La historia de las clases subalternas y oprimidas es una historia asistemática y discontinua (Antonio Gramsci, consideraba que la discontinuidad era uno de los rasgos esenciales de la subalternidad), una historia hecha de emergencias maravillosas pero también de enormes brechas sangrientas. La continuidad (la de ellos) aparece como causa de nuestra discontinuidad.

 

La continuidad del poder exigió excluir del espacio público o, lisa y llanamente, eliminar a gauchos, pueblos originarios y obreros, montoneros federales, anarquistas, peronistas resistentes, comunistas en todas sus versiones y revolucionarios de los 70. Hoy exige excluir de la ciudadanía o, lisa y llanamente, eliminar a piqueteros, campesinos, mapuches (y otros pueblos originarios) y luchadores populares en general. Hoy, debilitados los imaginarios sociales plebeyos y populares, recobra fuerza la mirada de José María Ramos Mejía, la de Las multitudes argentinas más precisamente, los análisis sobre las masas y sus “vicios”, los miedos atávicos a las invasiones de los suburbios, el miedo al piquete, a la movilización popular, a la politización del “pobrerío”, como antes el miedo a los malones, al maximalismo, al aluvión zoológico, a los subversivos…

 

Por eso Roca puede ser (y es) hoy emblema de todos los opresores… Porque Prefigura casi todas las infamias del poder. Prefigura, por ejemplo, la Junta de Defensa de la Democracia creada por la Revolución Libertadora en 1956, el Plan CONINTES de 1960, los Consejos de Guerra de 1966, la Ley de Defensa Nacional de 1972. La Ley de Seguridad de 1975.

 

Vale el ejemplo de una “coincidencia” referida por Gregorio Selser en su libro El Onganiato: En el año 1964, durante el gobierno del radical Arturo Illia, en la intersección de Avenida Julio A. Roca (siempre será mejor la designación geométrica y geográfica de Diagonal Sur) y la calle Perú, justo en las adyacencias del monumento ecuestre al general genocida, se celebró un acto en su homenaje. Allí estaban, entre otros militares, los generales Eduardo Señorans y Mario A. Fonseca. En frente, en la Manzana de la Luces, funcionaba la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Los estudiantes, subidos a la terraza, arrojaron piedras y monedas sobre los uniformados, alterando el orden previsto para tal ceremonia y tal concurrencia. En 1966, durante la dictadura del general Juan Carlos Onganía, la Guardia de Infantería “desalojó” con palos y gases a los estudiantes y docentes esa y otras facultades de la UBA. Pero allí, en Exactas fueron especialmente crueles. Selser insiste en que el ensañamiento de 1966 se vincula al desaire de 1964. Lo cierto es que a la hora de la “noche de los bastones largos”, el general Señorans era el jefe la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE) y el general Fonseca estaba el frente de la Policía Federal.

 

Roca prefigura todos los genocidios.

 

Prefigura la Dictadura Militar de 1976 (y a las anteriores, por supuesto). Roca aparecía para los genocidas como la combinación más acabada entre el militar y el político. Roca, figura fundamental de la “organización nacional” en la segunda mitad del siglo XIX, fue el espejo histórico, el modelo castrense y político de los dictadores del Proceso de “reorganización nacional” que aspiraban a desarrollar una experiencia de efectos similares (en su magnitud y proyección) y ambicionaban la refundación en todos planos. De hecho lo lograron, disciplinaron a la sociedad (en particular a las clases subalternas), la “desestructuraron” y la refundaron sobre nuevas bases, imponiendo condiciones favorables a un proceso de acumulación y concentración de capital inéditos hasta ese momento. Hicieron posible la democracia de baja intensidad de las últimas décadas. Pero los dictadores no pudieron evitar autodestruirse en su misión. No pudieron imponer “su objetividad” respecto de su función histórica (los constructores del Estado nacional sí, por eso Roca tiene monumentos, calles, etc. por todo el país). Esta vez fracasó la construcción de la típica hazaña nacional. No fueron viables las páginas inmortales de gloria.

 

Como ejemplo, cabe recordar la importancia que la Dictadura Militar le asignó a la conmemoración del centenario de la “Campaña al desierto” en 1979. La Dictadura establecía una relación directa entre el exterminio de los pueblos originarios y el de los militantes populares. En ambos casos se logró asociar la necesidad de sometimiento-aniquilamiento del sujeto popular a la defensa de la soberanía nacional. El gesto compartido era evidente: un recorte del concepto de Nación, excluyente y limitado, la Nación como contraideología frente a los sectores populares. La Dictadura celebraba así, impúdicamente, ambos exterminios, ambos aniquilamientos de sujetos indóciles.[29] También vale tener en cuenta la política de publicaciones de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), que, intervenida por el gobierno militar, lanzó la colección “Lucha de fronteras con el indio”, dirigida por Juan Carlos Walther que, entre otras faenas, se desempeñaba como profesor en el Colegio Militar de la Nación y Director del Museo Roca. En esta colección se editaban y reeditaban escritos de militares que presentaban a la “Conquista”, sin pudor, como una gesta heroica.[30] En el misma línea cabe recordar la realización de la primer miniserie de la TV argentina, Fortín Quieto una verdadera “superproducción” sobre la Campaña al desierto donde se presentaba el genocidio bajo la forma de la gesta civilizadora.

 

Roca complementa y prefigura todas las leyes represivas.

 

Prefigura las 900.000 hectáreas de Benetton y el robo a Atilio y a Rosa.[31] y a los pueblos originarios.

 

Prefigura la colonización del Estado por los intereses corporativos, la relación prebendaria entre el Estado y la clase dominante y por lo menos algunas de las formas del enriquecimiento ilícito y establece un elemento constitutivo del Estado, la relación con la ilegalidad. Enuncia asimismo una forma de adherir a la civilización, o la modernidad (según los distintos momentos de nuestra historia): la que se basa en el interés corporativo. Allí está la propia riqueza acaparada por Roca, donde se destaca la Estancia La Larga (Guaminí, Provincia de Buenos Aires) de 53.000 ha., “concedida” por la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires en el año 1881, como premio por su condición de jefe de la “Campaña al desierto”. También el campo La Argentina (San Andrés de Giles) de 10.000 ha, amén de otras propiedades en Córdoba heredadas de su esposa, Clara Funes, fallecida en 1890, y otros inmuebles urbanos de gran valor.

 

Está también la riqueza de su familia, en particular la su hermano coimero Ataliva, un “empresario” proveedor del Ejército durante la Guerra del Paraguay, comprador-vendedor de los boletos asignados a los soldados que participaron en la “Campaña al desierto”, etcétera. El mismo que llevó a Sarmiento a inventar un verbo: atalivar, para hacer referencia a una forma de amasar fortunas aprovechando vínculos político-familiares y “proveyendo” al Estado. Roca y su hermano, prefiguran la patria contratista. La concesión de tierras fiscales también sirvió como instrumento para beneficiar a otro hermano: Rudecindo, quien logró acaparar una gran cantidad de hectáreas en el Territorio Nacional de Misiones.

 

Ezequiel Martínez Estrada afirmaba en relación al indio que “Las campañas llevadas contra él no fueron empresas de civilización, sino grandes especulaciones para fundar y consolidar un sistema agropecuario que enriqueciera a un amplio grupo de familias…”.[32]

 

En síntesis: Roca Prefigura a todos organizadores de los intereses de las clases dominantes (recurran o no al consenso) y a todos los desarticuladores de clases subalternas y oprimidas, incluyendo a los que desde el “progresismo” y otras bastardías alimentan su fatalismo.

 

Por: Miguel Mazzeo*

 

 

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[1] El grupo que asumió esta lucha, en una asamblea, decidió llamarse Awka Liwen (Rebelde Amanecer), al igual que una niña, hija de una mapuche y un blanco.

[2] Mattini, Luis: “Monumentos”, en: La Fogata Digital, 10-07-04, www.lafogata.org.

[3] Rodríguez, Esteban, La invariante de la época. Las formas de la cultura política en la Argentina contemporánea, Ediciones del Grupo La Grita, La Plata, 2001. P. 51.

[4] Colocar el énfasis en la corrupción, omitiendo la necesidad de reformular los regímenes de dominación y el conjunto de las relaciones sociales, ha sido y es la estrategia discursiva predilecta del progresismo político e historiográfico en la Argentina.

[5] Como ocurre en las sociedades capitalistas, el interés estrictamente comercial de estas editoriales es plenamente funcional a la hegemonía de las clases dominantes. La difusión de los grandes medios posee un carácter clasista.

[6] La Academia cuestiona la historia – espectáculo y se burla de sus exponentes pero en el fondo los envidia porque aspira a una espectacularidad alternativa que reconozca el rol “profesional” del historiador, que lo interpele como “científico”, no como “opinólogo”. Pero el espectáculo tritura más que la Academia, incluso puede triturar a la propia Academia.

[7] Lukács, György, Táctica y ética. Escritos tempranos (1919-1929), El cielo por Asalto, Buenos Aires, 2005, p. 32.

[8] Sartre, Jean Paul: “Respuesta a Albert Camus “, en: Situación cuatro. Literatura y Arte, Losada, Buenos Aires, 1977, pp. 96 y 97.

[9] Hay que tener en cuenta que los significados nunca se producen en medios culturales neutros. Existe siempre un poder hegemónico (o contrahegemónico) que produce los significados culturales.

[10] Sartre, Jean Paul: “Ratas y hombres”, en: Situación cuatro. Literatura y Arte, Losada, Buenos Aires, 1977, p. 50-51.

[11] Carta del General Bartolomé Mitre a José Hernández del 14 de abril de 1879, en: Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración del Martín Fierro. Ensayo de Interpretación de la vida argentina, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2005, p. 591.

[12] Alvarez, Edgardo, El Estado nacional contra el movimiento anarquista. Un proceso de “ortopedia social” en la historia argentina, mimeo, Buenos Aires, 2006.

[13] El “neorevisionismo denuncialista” no hace más que pelear con su propia sombra cuando lanza sus dardos a la “historia oficial”.  Para este tema sugerimos ver: Acha, Omar: “Las narrativas contemporáneas de la historia nacional y sus vicisitudes”, en: Nuevo Topo, Revista de historia y pensamiento crítico, Nº 1, Buenos Aires, septiembre-octubre de 2005.

[14] Rozitchner, León: “Sobre la operación mediática antipiquetera”, ver: Red Eco Alternativo, 16-7-2004, en: Foro de Medios Alternativos, www.fodema.com.ar. Se puede ver también: Rozitchner, León: “Conciencia política y subjetividad histórica”, en: AA.VV., Socialismo ¿anacronismo o futuro?, estela leonardi editora, Buenos Aires, 1993.

[15] La “porteñidad” es anecdótica. Lo que pesa es la condición universal de hombre – mujer “medio”. Orson Wells lo definió así: “El hombre medio es un peligroso delincuente, un monstruo. Es racista, colonialista, esclavista, qualunquista, etc..”. Ver: Naldini, Nico, Pier Paolo Pasolini, Circe, Barcelona, 1992, p. 241.

[16] Vale tener presente que lo sustancial de la nación no es el mercado sino la hegemonía burguesa.

[17] Luna, Felix, Soy Roca, Debolsillo, Buenos Aires, 2005, p. 14. En otros pasajes, el Roca de Luna nos parece más inverosímil, por ejemplo, donde se le adjudica un perfil de sensibilidad social o una marcada preocupación por las desigualdades sociales, etcétera.

[18] Téngase en cuenta que la historiografía nacional nace con la obra de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, quienes ocultaron sistemáticamente el protagonismo de la “plebe”. Para ellos, el “populacho”, era un actor secundario cuya función era la de revestir como furgón de cola de las facciones y los hombres del poder.

[19] Martínez Estrada, Ezequiel, op. cit, p. 442.

[20] Ver: Terán, Oscar: “Su obra Facundo le dio sentido a una dura realidad”, en: Diario Clarín, Buenos Aires, sábado 10 de septiembre de 2005, p. 61.

[21] Campione, Daniel y Mazzeo, Miguel, Estado y administración pública en la Argentina. Análisis de su Desarrollo en el Período 1880-1916, FISyP, Buenos Aires, 1999, p 85.

[22] Hernández, José, Vida del Chacho y otros escritos en prosa, CEAL, Buenos Aires, 1967, p. 24 y 25. Artículo publicado originalmente en El Río de la Plata del 22 de agosto de 1869.

[23] Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios ranqueles, AGEBE, Buenos Aires, 2004, pp. 380.

[24] Clausewitz, Karl Von, De la Guerra, Ediciones Libertador, Buenos Aires, 2004, p. 188.

[25] Martínez Estrada, Ezequiel, op. cit., p. 553.

[26] Martínez Estrada, Ezequiel, op. cit., p. 83 y 85.

[27] Jorge Luis Borges, en una posdata del año 1974 a un Prólogo del libro Recuerdos de Provincia de Domingo Faustino Sarmiento, no podía escaparse de los efectos más distorsionantes -y aberrantes- de la dicotomía sarmientina, decía que: “Sarmiento sigue Formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”. Para Borges, evidentemente, el Martín Fierro conducía al Peronismo (y a lo popular en un sentido más amplio), que era el orden contemporáneo de la barbarie, tanto como el Facundo conducía a La Dictadura Militar, que era el orden contemporáneo de la civilización. En 1976, Borges calificó a la dictadura como un “gobierno de caballeros”. Ver: Borges, Jorge Luis, Obras Completas, Tomo IV, EMECE, Buenos Aires, 2003, p. 124.

[28] Da Cunha, Euclides, Los Sertones. Campaña de Canudos, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003, pp. 160, 162, 378 , 395 , 419, consecutivamente.

[29] David Viñas, identificó ese vínculo al presentar a los indígenas como los primeros “desaparecidos” de nuestra historia y al Estado argentino como instancia que se constituye con una fuerte tendencia al ocultamiento. Ver: Viñas, David, Indios, Ejército y Frontera, Santiago Arcor Editor, Buenos Aires, 2003.

[30] Entre otros, la colección “Lucha de fronteras con el indio”, incluía los siguientes títulos: Crónicas Militares, de J. J. Biedma; Partes detallados de la expedición al desierto de Juan Manuel de Rosas en 1833, del Cnel. J. A. Garrretón;  Las caballadas en la guerra del indio, del Tte. Cnel. E. E. Ramayón, La conquista del desierto, de J. C. Walther; La nueva línea de fronteras. Memoria especial de Ministerio de Guerra y Marina, año 1877. (A. Alsina); La armada en la conquista del desierto, de E. González Lonzième, etcétera.

[31] Nos referimos a Atilio Curiñanco y a Rosa Nahuelquir, quienes, por un fallo de la “Justicia” de la provincia de Chubut, perdieron sus 385 hectáreas a favor de del empresario multimillonario italiano Benetton. Cabe destacar que, en relación a los pueblos originarios, la actitud de las distintas fracciones de burguesía local no se diferencia en lo sustancia de la del extranjero Benetton.

[32] Martínez Estrada, Ezquiel, op. cit., p. 415.

*Escritor. Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).

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