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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Peronismo, nacionalismo y kirchnerismo: notas sobre identidad popular, resistencias y proyecto socialista (parte III)

El retorno del peronismo al gobierno se enmarcó en un intento de clausurar la crisis orgánica que, como vimos en la anterior nota, se abrió a partir del Cordobazo de 1969. El proyecto buscaba recuperar la legitimidad del Estado recreando un sistema político capaz de controlar la conflictividad social a partir de su institucionalización y cooptación. Se proponía eliminar por medio del aislamiento y la represión a los actores sociales que no fueran reabsorbibles por el sistema.

La enorme paradoja del período es que ese intento de relegitimación partía de la fuerza política que había encarnado para las mayorías populares su anhelo de cambios y que durante 18 años había sido excluida del sistema político. La contradicción entre las expectativas de transformaciones revolucionarias de importantes franjas sociales y gran parte de la juventud y los objetivos reales de quienes lideraban ese proceso -empezando por el propio Perón- estallaría con toda virulencia rápidamente marcando a fuego la etapa.

El Proyecto de Perón

El plan ideado por el general constaba de dos elementos fundamentales. En primer lugar reinstalar como principal sostén de la economía un pacto social tripartito entre el capital, los sindicatos y el  Estado desde donde mantener en caja, mediante la concertación, los precios y salarios. Para eso el acta acuerdo suscripta por la Confederación General Económica (CGE) y la Confederación General del Trabajo (CGT) establecía un limitado aumento salarial del 20%, que apenas retrotraía los ingresos populares al nivel del último año de presidencia de Lanusse. Se suspendían las negociaciones colectivas por espacio de dos años y, como contrapartida, se congelaba el valor de todos los artículos fijando mecanismos de control de precios. Consciente de que el pacto distaba de cubrir las expectativas de la clase obrera e incluso de la propia burocracia sindical, Perón intentó compensar a los dirigentes de los principales sindicatos reforzando su poder, que se encontraba amenazado por el creciente peso del clasismo, los sindicatos combativos y las diversas corrientes revolucionarias. El premio principal fue la sanción de una Ley de Asociaciones Profesionales que, entre otros puntos, elevaba el mandato de las conducciones nacionales de dos a cuatro años; facultaba a las federaciones o confederaciones nacionales a intervenir las asociaciones inferiores, es decir las seccionales rebeldes en manos de las listas opositoras a la burocracia; se permitía a los dirigentes nacionales anular las designaciones de delegados hecha por las bases en sus lugares de trabajo y le otorgaba al Ministerio de Trabajo el poder de anular elecciones y resoluciones. Ese programa de disciplinamiento en las fábricas se relaciona con el segundo objetivo estratégico del plan: terminar con la conflictividad social clausurando la crisis de dominación en curso. De allí que una clave residía en atacar los conflictos de base en los lugares de trabajo reforzando la autoridad de la burocracia como pago por su acatamiento del pacto social. En esencia se trataba de recrear el modelo de sustitución de importaciones congelando la lucha de clases a través del pacto social, mejorar el lugar en el capitalismo dependiente para la denominada burguesía industrial nacional -lo que implicaba renegociar condiciones con el resto del bloque dominante- y  reorganizar el aparato estatal recuperando para éste mayor capacidad de intervención y arbitraje. Si la movilización social debía ser contenida, en particular en el mundo fabril, el proyecto requería verticalizar fuertemente el conjunto del movimiento peronista a la conducción de Perón eliminando –en el caso de no aceptar las reglas de juego- a la izquierda del peronismo, en particular a Montoneros dado el poder alcanzado por la organización. Los lamentos póstumos actuales de algunos ex militantes de Montoneros, que afirman que su error principal en ese contexto fue sacar los pies del plato del peronismo, omiten que aceptar esas reglas de juego era renunciar a todo cambio estructural para apostar a la gobernabilidad sistémica. Por otra parte veremos que, por el contrario, la estrategia de la organización consistió en tratar de permanecer al costo que sea dentro de las estructuras del movimiento. No se trata de sostener el acierto -ni mucho menos- de la línea política de Montoneros en los 70’ sino de ver que esos planteos “autocríticos” actuales buscan proyectar retrospectivamente la línea de un capitalismo humano y social de la etapa K a ese período.

En el enfrentamiento con la dictadura, como vimos, Perón había avalado a los sectores revolucionarios del movimiento contribuyendo a su legitimación e impulsando algunas redefiniciones ideológicas, como el “socialismo nacional” o el “trasvasamiento generacional”, que supuestamente llevaría a los jóvenes a los puestos de dirección del movimiento. Pero para el general esas definiciones tenían un mero sentido táctico. Las usaba para amenazar con una salida revolucionaria con el objetivo de conseguir un espacio de negociación que le permitiera retornar al gobierno y desplegar su antiguo intento de un capitalismo redistribucionista y mercado internista que obtuviera una inserción mejor en el sistema capitalista. Para los miembros de Montoneros esas redefiniciones del líder no eran tácticas sino estratégicas y abrían una etapa de modificaciones revolucionarias. Dados los enormes sacrificios de vidas y los esfuerzos realizados en la resistencia, reclamaban un lugar en la dirección del movimiento que creían suficientemente ganado. Más aún, si por una cuestión biológica la vida de Perón finalizaba, la dirección de la “orga” se veía a sí misma como su futura heredera bendecida por el propio Perón. Ya hemos visto que ese equívoco, que por cierto no cometían los sectores alternativistas del peronismo, sólo era posible por una lectura de la historia del peronismo fuertemente acrítica. Esa mirada omitía los reiterados episodios de descabezamiento de los sectores revolucionarios llevados adelante por el propio Perón durante la larga resistencia.

A su vez, el retorno al gobierno del peronismo dejaba en pie una anomalía heredada de la dictadura. El liderazgo indiscutible de Perón  tenía un claro límite para el despliegue de su proyecto: encontrarse fuera de la presidencia, en manos de Héctor J. Campora. Por eso la reinstitucionalización anhelada requería del desplazamiento del ex dentista del Poder Ejecutivo. El 20 de Junio de 1973 el enorme acto de Ezeiza convocado para festejar el regreso definitivo de Perón culminaba en una masacre. La acción de la ultraderecha del peronismo de disparar a mansalva desde el palco sobre las columnas de manifestantes identificadas con la izquierda peronista buscaba culpabilizar a Montoneros, haciendo aparecer el ataque como un supuesto enfrentamiento, obligando a la renuncia inmediata de Cámpora. El segundo paso era entronizarse en el poder estatal con el objetivo de iniciar el proceso de aniquilamiento de la izquierda del peronismo primero –la “orga” en primer lugar- y del conjunto de las organizaciones revolucionarias y la protesta social después. Al día siguiente Perón, vestido con su uniforme militar, afirmaba que  “Nosotros somos justicialistas, levantamos una bandera tan distante de uno como de otro de los imperialismos dominantes…no hay nuevos rótulos que califiquen a nuestra doctrina y nuestra ideología. Somos lo que las veinte verdades peronistas dicen”. Velozmente y sin escalas la “juventud maravillosa” de otrora pasaba a la categoría de “infiltrados marxistas”. Ezeiza comenzó y simbolizó ese tránsito. Un punto central es reflexionar cómo actuaron las diferentes corrientes revolucionarias del peronismo –un análisis de las otras vertientes revolucionarias exceden a nuestras Notas- ante esa ofensiva.

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Los dilemas del peronismo revolucionario

Los movimientistas en el gobierno peronista

La primera respuesta de Montoneros a la ofensiva consistió en elaborar una “teoría del cerco” que imaginaba un Perón neutral en el enfrentamiento interno, supuestamente rodeado y desinformado por la camarilla dirigida por José López Rega, el secretario privado de Perón devenido en ministro de Bienestar Social. La estrategia diseñada era continuar con la disputa de las estructuras del movimiento, tratar de evitar su marginación e intentar una negociación directa con el líder “saltando” el hipotético cerco.

Cuando las evidencias de que los ataques provenían del propio Perón se hicieron inocultables y Cámpora ya había renunciado a la presidencia, la dirección de la organización autorizó la realización del asesinato del secretario general de la CGT, José Rucci, acción que nunca sería asumida públicamente. Rucci jugaba un papel central en el sostenimiento del pacto social y en los ataques a la izquierda peronista, y sus hombres de confianza habían jugado un rol protagónico en la represión en Ezeiza. Mostrar el poder militar de la organización utilizándolo para la lucha interna en el peronismo con una muerte que golpeaba en la línea de flotación del proyecto de Perón, era un boomerang que no tardaría en volver contra Montoneros. Esto no significa perder de vista que la estrategia de aniquilamiento en su contra había sido decretada antes de la operación contra Rucci. Responder al ataque que sufrían principalmente con acciones militares -más aún si éstas eran parte de disputas de poder en el movimiento- era facilitar el aislamiento político. Sobre todo en un contexto de democracia parlamentaria vigente donde todas las organizaciones armadas tenían menor legitimidad social para llevar a cabo acciones militares que con la anterior dictadura militar.

Esa acción era acompañada por un reacomodamiento político donde, en palabras del Secretario General Mario Firmenich, “Tenemos una contradicción ideológica con Perón, pero también tenemos una coincidencia estratégica. Perón es objetivamente un líder revolucionario y antiimperialista. Sería estúpido de nuestra parte pelear sobre ideología con Perón. Pelearemos hasta lo último por nuestras convicciones pero si perdemos no vamos a dejar el peronismo, no tendría el mínimo sentido, puesto que compartimos el proyecto estratégico de Perón”. Traducida, esta postura implicaba que el proyecto estratégico de Perón -una suerte de capitalismo de Estado Benefactor que implicaba un programa antiimperialista de frente de clases- contaba con el acuerdo de Montoneros. La diferencia “ideológica” radicaba en que en la concepción de Perón el proyecto debía congelarse en ese formato de capitalismo redistributivo. Para la organización, en cambio, la concreción de ese proyecto era sólo una etapa que, por el contrario, conducía inevitablemente al socialismo y en ese tránsito Montoneros jugaría un papel determinante. Por eso permanecer en el peronismo y defender sus posiciones dentro del movimiento era algo que no podía cuestionarse, se sufrieran los embates que se sufrieran, dado que toda la legitimidad del planteo radicaba en esa permanencia. Es interesante observar cómo es evidente una concepción etapista de salida del capitalismo más cercana a las posiciones del Partido Comunista argentino, en ese plano, de lo que la dirección de la organización estaba dispuesta a admitir. Se omitía que las transformaciones estructurales de los 60’, 70’ con el despliegue del desarrollismo habían consolidado el predominio del capital extranjero y un comportamiento de asociación subordinada de la burguesía industrial local. Ya no existían posibilidades de reeditar la alianza de clases que había dado origen al peronismo en los 40’ porque el eje de acumulación del capital concentrado pasaba por intensificar la plusvalía relativa, sustituyendo mano de obra por capital; a la vez el salario era enfocado por el empresariado como un costo y no como un componente vital de la demanda. Más relevante –y trágico- aún era que la maniobra discursiva de presentar un conflicto ideológico y una coincidencia político estratégica con Perón mantenía invisibilizado el problema fundamental: el objetivo gubernamental principal era descabezar la protesta social para cerrar la crisis de dominación abierta con el Cordobazo y eso sólo era posible por medio del aniquilamiento de todas las formas orgánicas –Montoneros incluido- que expresaban esa propuesta. Como vemos, a despecho de los discursos actuales de ex miembros de  la orga que ostentaron lugares relevantes en el proyecto del kirchnerismo, el problema no pasó porque Montoneros no se mantuvo en el peronismo. Por el contrario, la falencia determinante a nuestro entender pasó por una lectura de las contradicciones y el carácter del peronismo que los llevó a sostener una línea política que facilitaría la derrota del proyecto revolucionario que encarnaba la organización.

Es imposible analizar aquí los hechos principales que muestran la envergadura de la ofensiva -destitución del gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Oscar Bidegain-; golpe policial en Córdoba que destituyó a Ricardo Obregón Cano y Atilio López de la gobernación; la existencia de un documento reservado del Consejo Superior del Partido Justicialista que llamaba a la “purificación ideológica contra la infiltración marxista”, entre otros- desarrollada con virulencia a partir de la llegada de Perón a la presidencia en septiembre de 1973 con una avalancha del 62% de los votos.

La ruptura escenificada el 1º de Mayo de 1974 en la propia Plaza de Mayo cuando los calificados por Perón como “estúpidos e imberbes” se retiraron, dejando la mitad de la plaza vacía, ponía de manifiesto que las contradicciones eran antagónicas y no se podían ocultar detrás de giros retóricos. Con la muerte de Perón y la llegada de Isabel Perón a la presidencia se manifestaba una fase del ataque que entraba en el nivel de exterminio. Pero antes de reflexionar sobre eso, desarrollemos unas líneas sobre otra vertiente del peronismo revolucionario.

 

Los alternativistas en el gobierno peronista

Ya vimos, en la anterior nota, que la corriente alternativista ingresó a la etapa del gobierno peronista fuertemente desarticulada, a nuestro criterio sobre todo por una lectura errónea del escenario que planteaba el GAN ideado por Lanusse. Sin embargo los supuestos principales que sostenían esa vertiente, a su vez representada por diferentes grupos, la preparaba mejor para enfrentarse al escenario real que los trabajadores encontraban en el gobierno peronista. Entre esas concepciones, fruto de la propia experiencia de lucha y de aportes claves como el de John W. Cooke, se encontraban un análisis de la lucha de clases al interior del peronismo que llevaba a descartar de plano la posibilidad de concebir al conjunto del peronismo como un movimiento de liberación nacional; ubicaba las defecciones de la dirigencia no como falencias personales de elementos traidores sino como un producto de la concepción ideológica burguesa de las capas dirigentes del movimiento; rescataba el hecho de que tan sólo la clase trabajadora se había mantenido apoyando al gobierno peronista al romperse el frente de clases durante el segundo gobierno; ubicaba la posibilidad de transformación del peronismo en la necesidad de asumir una ideología decididamente socialista y una estrategia armada coherente con su composición social obrera a la que se la entendía como objetivamente revolucionaria; definía poner esfuerzos en la construcción de una organización revolucionaria peronista cuya estrategia fuera totalmente autónoma de las estructuras burocráticas de movimiento y del propio Perón.

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Lo fundamental de la política en el gobierno peronista entonces no pasaba, según entendían, por la disputa estéril de las estructuras del burocratizado movimiento peronista sino por organizar la experiencia de lucha revolucionaria de la clase obrera peronista por abajo, en las fábricas, barrios,  y villas. Los trabajadores debían organizarse de manera autónoma, multiplicando sus agrupaciones en la base para llevar adelante una estrategia revolucionaria hacia el socialismo en lo que dieron a llamar la alternativa independiente de la clase obrera.

La violencia revolucionaria se debía llevar adelante en todos los niveles pero tenía que estar supeditada a las decisiones y orientaciones de las agrupaciones de base de los trabajadores y no motorizada por las necesidades de una orgánica que se concibiera como externa esa experiencia.

El polo alternativista de la izquierda peronista llegó a articularse en gran parte alrededor del Peronismo de Base que convocaba a cuadros -de larga trayectoria en la resistencia peronista- de las FAP Comando Nacional, como Raimundo Villaflor o Enrique Ardeti;  a militantes provenientes del Peronismo de Base en otros lugares del país –que contra la creencia común no  había surgido como apéndice de las FAP-; a sindicalistas combativos de enorme referencia en la época cómo Raimundo Ongaro y Jorge Di Pascuale e intelectuales revolucionarios cómo Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde.

Ese desarrollo embrionario pero de importancia entraría en crisis antes del golpe de Estado de 1976. Las causas de ese debilitamiento son diversas, algunas de ellas atribuibles a las propias concepciones del espacio y que no podemos desarrollar detenidamente aquí. Entre ellas una concepción que reducía el problema complejo de la herramienta revolucionaria y la política a la dimensión exclusiva del desarrollo en la base relativizando la necesidad de otros planos de intervención política. Quizás una escasa preocupación –común con la abrumadora mayoría de las vertientes de la izquierda de la época- respecto al problema estratégico de la unidad de los revolucionarios, aspecto que no resolvió el corto intento de acercamiento al Frente antiimperialista por el Socialismo (FAS), armado impulsado por el PRT-ERP. Más allá de esos aspectos, a nuestro entender, la totalidad del multifacético campo de las experiencias de lucha se enfrentó a un cambio de características continentales  en la estrategia contrainsurgente. Ese problema está en el centro de la explicación de la derrota del conjunto de las corrientes emancipadoras de los 70’.

 

Contrainsurgencia, coordinadoras fabriles y golpe

Con una bomba conectada al encendido del auto del senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, quien salvó milagrosamente su vida, hacía su aparición pública, en noviembre de 1973, la Alianza Anticomunista Argentina, más conocida como Triple A. Se trataba de una organización terrorista de ultraderecha organizada directamente desde el Estado, bajo la dirección efectiva de López Rega, que reclutaba bajo su paraguas a los grupos que ya habían actuado en Ezeiza. Las bandas parapoliciales se lanzaron a la caza y asesinato –al principio sin firma– de decenas de activistas estudiantiles, sindicales, barriales, culturales ligados a las diversas organizaciones de base. El terrorismo de Estado comenzaba a estructurarse desde las propias entrañas del gobierno peronista. Su aparición era parte de una estrategia continental contrainsurgente apadrinada directamente por Estados Unidos.

Su esencia consistía en la generalización del terror en la población civil. El diseño de esta estrategia de aniquilamiento, aplicada por primera vez en el continente en Guatemala, tenía como blanco predilecto no a los núcleos clandestinos de las organizaciones revolucionarias –que, justamente por estar ocultos, se hallaban más protegidos–, sino a quienes asumían algún tipo de militancia pública en agrupaciones masivas de base. A través de golpes sistemáticos dados en la base social, se buscaba el retraimiento y la desmovilización de la población para aislar a las organizaciones revolucionarias. Una vez logrado esto se podía pasar a la fase de destrucción total de las mismas. Esta nueva concepción represiva la representaba en su fase inicial  la Triple A. Su diseño operativo corría por cuenta de López Rega, pero difícilmente podría haberse desarrollado sin el aval político que Perón concedía permanentemente a su secretario privado.

El cambio perseguía que las organizaciones armadas se plantearan un enfrentamiento de aparato militar contra aparato militar, un escenario que las Fuerzas Armadas preveían como el más favorable para lograr su aniquilamiento.

Esa modificación en la estrategia represiva no fue percibido en toda su magnitud por las fuerzas guerrilleras. En el caso de Montoneros en particular existió una presión de amplias franjas de su militancia para responder a los ataques multiplicando las actividades militares sobre todo cuando, tras la muerte de Perón y la llegada de Isabel Perón a la presidencia, todos los días veían caer militantes de base ante los escuadrones de la muerte. El inconsulto y poco preparado pase a la clandestinidad de la organización decidido por su conducción en Septiembre de 1974 coronó ese proceso. Por cierto en el caso del ERP esa concepción que privilegiaba el plano militar del enfrentamiento era la predominante desde mucho antes, baste recordar que el asalto al Comando de Sanidad del Ejército se realizó en Septiembre de 1973 y que el ataque al cuartel militar de Azul se llevó adelante en Enero de 1974, a escasos meses de que Perón ganara las elecciones. Aun así diversos grupos, tanto del Peronismo de Base como provenientes del marxismo leninismo, sin renunciar a la violencia revolucionaria, la subordinaban a la construcción en la base y por ende eran críticos de la deriva militarista de las organizaciones de mayor desarrollo. Pero ni unos ni otros podrían encontrar respuestas efectivas al desarrollo de la nueva estrategia contrainsurgente.

El gobierno de Isabel encarnó una transformación del peronismo que prefiguraba la silueta del peronismo menemista de los 90. En lo económico se abandonaba todo intento de arbitrar entre las clases en pugna y de impulso al mercado interno por medio de la suba de salarios. Por el contrario, se buscaba generar una brutal caída del salario para recomponer la tasa de ganancia del gran capital, objetivo que quedaba en absoluta evidencia con el plan del Ministro de Economía Celestino Rodrigo, que pasaría a la historia como el Rodrigazo. En lo político a los militares se les daba un lugar mayor en la represión a través del Operativo Independencia en Tucumán que transformaba a la provincia del norte en el campo de concentración que, con el futuro golpe, se extendería al resto del país.

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Desde los cuerpos de delegados y comisiones internas se dio lugar al nacimiento de la expresión más organizada y radical del poder obrero en las fábricas: las coordinadoras fabriles. Se trataba de un movimiento surgido desde las bases que, partiendo de los lugares de trabajo, comenzaba a articular entre sí, por zonas geográficas, a los obreros de distintas fábricas y ramas de producción. Lo más dinámico del activismo sindical generó una nueva forma de organización autónoma basada en las asambleas masivas y en la participación directa de los trabajadores, heredando la experiencia del clasismo. Ponían especial énfasis en superar la dispersión articulando las luchas en organismos propios, al margen de las estructuras oficiales manejadas por la burocracia sindical.

Partían de la cooperación y la solidaridad obrera, pero no se limitaban a la lucha salarial sino que cuestionaban, con su acción, la dominación del capital en las fábricas y la dominación global garantizada por el Estado. Configuraban un ámbito político de los obreros, de una democracia de base mucho más profunda en sus contenidos que la democracia parlamentaria, una instancia totalmente refractaria a su institucionalización por parte del Estado. Su momento de expansión se da en el contexto de la reacción popular al Rodrigazo. En ellas ambas vertientes de la izquierda peronista tienen protagonismo pero compartido con el multifacético arco de las distintas organizaciones revolucionarias. De manera progresiva, a lo largo de todo el país, estallaba por abajo la huelga obrera que iba paralizando toda la estructura productiva, al margen de las conducciones sindicales nacionales. Las coordinadoras, reunidas ahora en un Plenario de Gremios, Comisiones Internas y Cuerpos de Delegados en Lucha, demostraban su poder organizativo y capacidad de convocatoria. Su falencia residió en su dificultad para nacionalizar definitivamente la huelga, posibilidad que aún conservaba la dirección de la CGT. Puesta entre la espada y la pared, la dirigencia burocrática de la central obrera convocó a un paro general de 48horas para el 7 y 8 de julio que legalizaba la huelga impulsada desde abajo. Al reclamo de aprobación de los acuerdos salariales se sumaba el pedido de renuncia de Rodrigo y López Rega. Se produjo así un acontecimiento histórico: por primera vez, la CGT declaraba una huelga general a un gobierno peronista. La magnitud de la protesta terminó por doblarle el brazo al gobierno. Isabel aprobó los contratos en litigio y López Rega abandonó el país. Poco después, Rodrigo renunció. Las principales reivindicaciones planteadas por el movimiento obrero se habían logrado, pero distaba de ser un triunfo definitivo.

Por un lado, las coordinadoras fabriles representaban la expresión más alta del camino recorrido por la clase trabajadora para poner de pie un proyecto propio, alternativo de sociedad. A su vez, simbolizaban su debilidad, sus límites. Como lo plantea Adolfo Gilly, “el espacio fabril proletario se niega a subordinarse al espacio mercantil burgués pero, a diferencia de éste, no está en capacidad de crear un metabolizador general de su política para el conjunto de la sociedad. Pone en crisis al sistema de dominación y al Estado, pero no puede resolver esa crisis a su favor”. Circunscriptas al ámbito fabril, no lograron consolidar formas organizativas permanentes a nivel nacional y plantarse como alternativa de cambio para el conjunto de las clases subalternas. Su insuficiente grado de desarrollo–que justamente el golpe de Estado venía a abortar– les impedía presentarse como el núcleo central de un bloque histórico de todos los explotados que quebrara, irreversiblemente, el sistema de dominación. Al no poder darse ese salto cualitativo, en los tiempos que la crisis de dominación imponía, se produjo el reflujo de las luchas y su consiguiente derrota. Las coordinadoras fueron el último gran grito de esos espacios de poder de los trabajadores que, como vimos en las anteriores Notas, desde el poder económico y sus mediaciones políticas se querían aniquilar desde el golpe de 1955. Ante el fracaso del Rodrigazo, los núcleos más concentrados y la corporación militar llegaron a la conclusión de que sólo un golpe de Estado que fuera capaz de emprender un genocidio sistemático contra la población estaría en condiciones de acometer el disciplinamiento definitivo de la clase obrera. Ése era el primer requisito básico para reorganizar el bloque de clases dominante, establecer nuevos patrones de acumulación y reinsertar el capitalismo argentino en el mercado mundial. La preparación del golpe se tornó el afán principal de la totalidad de las fracciones de la burguesía argentina, ubicando como enemigo principal la rebelión obrera.

Políticos siempre atentos a las necesidades del poder real, como el líder del radicalismo Ricardo Balbín, se apresuraron a hablar de la existencia de “una guerrilla industrial“ proclamando, de hecho, la necesidad de un exterminio en las fábricas que acabara con las expresiones autónomas.

El golpe militar de Videla venía a llevar adelante una fase más profunda de la estrategia contrainsurgente y a refundar estructuralmente la sociedad argentina en su sentido más perverso. En particular buscaba aniquilar los espacios de sociabilidad de los trabajadores, que actuaron como los canales por donde circuló y se reconfiguró la cultura de resistencia y el poder de organización por abajo. De los sueños revolucionarios con los que una generación recibió el retorno del peronismo en 1973 al golpe de Estado de 1976 mediaba una brecha mucho más grande que tres años. (Continuará)

Sergio Nicanoff

 

Bibliografía

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