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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Un cuerpo para la revolución social: sin descarríos ni libertinajes

Hacia principios del siglo XX en esa Argentina deslumbrada por el progreso que parecía ilimitado, los hábitos de entretenimientos colectivos – entiéndase: comilona, cigarro, alcohol, juego por dinero, festejos de carnaval, fútbol – tenían mala prensa entre los predicadores temperamentales de la revolución social. Derrocar el orden burgués apuntaba, entre otras cosas, a mantener alejado el proletariado de los vicios triviales, propios de los sectores dominantes.

En consecuencia, la abstención representaba una responsabilidad ética de todo el activismo en su conjunto, empeñado en subvertir las convenciones sociales. De ahí que llamaban a crear una sociedad donde el ser humano desplegase de una manera libre todas sus potencialidades. En esta tarea combinada de hundimiento del mundo existente y de construcción de uno nuevo, la lucha contra los placeres mundanos ocupaba un papel esencial. Dado que auguraban una revuelta sin marcha atrás, el empeño estaba en provocar las condiciones necesarias para el compromiso total. Solo las pasiones sin frenos, las inclinaciones a los excesos significaban un obstáculo. De tal manera, se desplegaron grandes campañas para inhibir las llamadas diversiones burguesas.

 

Las feministas también tenían lo suyo. En el Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina, reunido para debatir el rol de las mujeres durante el festivo Buenos Aires del Centenario, mientras asomaban reivindicaciones inaugurales tales como la paridad de derechos políticos y civiles entre ambos sexos, se aprobaba una resolución que “hace votos porque se haga propaganda en la escuela y en los hogares para dar á conocer los peligros del beso y del mate. Se suprima el beso en las salutaciones.”[1] Pese a que estas y otras conclusiones mostraban cierto “lirismo”, como escribió la feminista socialista Alicia Moreau, su carácter contestatario le valió a la consagrada médica Cecilia Grierson la expulsión del Consejo Nacional de Mujeres, del cual fue fundadora a pedido del Consejo Internacional de Mujeres de Londres. En realidad, ambas costumbres eran vistas como fuentes transmisoras de enfermedades infecciosas en momentos en que la tuberculosis hacía estragos.

 

Por ejemplo, el consumo de bebidas alcohólicas tuvo sus fuertes detractores por parte de las vanguardias obreras anarquistas y además socialistas. Aquella polifonía de la inmigración europea advertía que toda costumbre etílica de un trabajador, encarnaba una amenaza latente. Desconectaba a los asalariados de sus obligaciones insurrectas, incluso familiares. “Aquellos  compañeros que abracen la bebida, como ruta hacia la embriaguez, se engañarán a sí mismos con una vida embrujada”, decía un artículo sin firma en el diario La Protesta de 1904. Su injerencia era presentada desde los primeros textos anarquistas como un siniestro veneno que la patronal burguesa destinaba a mantener embotadas las voluntades de la clase trabajadora, lejos de la revolución: “estupefactado por el tóxico, no siente el peso de sus cadenas y la degradación de la esclavitud”, afirmaba el médico neomalthussiano librepensador Elosua Fernand en un folleto de propaganda antialcohólica con el elocuente título de “Le veneno maudit. El alcohol”, más conocido como “El veneno maldito.”  Mientras que el acreditado periódico ibérico Tierra y Libertad  proclamaba lo siguiente bajo el lema “El alcoholismo recrudece la miseria en las familias obreras”: “Trabajadores, ¡no bebáis! ¡Cuántos obreros, pésimos padres de familia y peores maridos, olvidando los más sagrados deberes, derrochan la mitad o un tercio del ya escaso jornal que perciben, en libaciones alcohólicas, en la taberna, en el juego, dejando a los hijos y la mujer sin pan, forzados al ayuno y víctimas de todas las tribulaciones de la vida!”.

 

De esta manera, las vanguardias aumentaron sus agitaciones contra el poder de la falange burguesa hacia los pobres  por el sometimiento al consumo del alcohol. Al mismo tiempo, para los librepensadores generaba una de las más grandes declinaciones de la dignidad de un proletario: la haraganería[2], que se relacionaba con el no rendimiento productivo.

 

Ahora bien, el predominio de la bebida en los sectores populares- tanto urbanos como rurales- significó una expresión más de la resistencia contra la explotación del capital y la alienación del trabajo. Es cierto, ésta no fue la única actitud de rechazo: el ausentismo, robo, sabotaje constituían otras estrategias de rebelión. Aun las condiciones teóricas y mentales de nuestras retaguardias no estaban preparadas para entender que estas salidas autónomas al propio malestar simbolizaban una toma de conciencia frente a la vulnerabilidad en la que se encontraban. Más de las veces encerraban situaciones de desencuentros entre unos y otros. No solo se necesitó más olfato sociológico sino una mirada más acorde a las subjetividades sociales que intentaron representar. En consecuencia, los articulistas de la prensa obrera de la época recurrían a un tono moralista; marcando la ausencia de un trabajador modelo, responsable de sus actos. De tal forma, socialistas y anarquistas lanzaban sus dardos contra el alcoholismo y las diversiones lujuriosas, consideradas como prácticas usuales tanto entre la masa salarial inmigratoria como en la criolla, sin avizorar que, tal vez, éstas expresaban indocilidades hacia la dominación de multiplicidades humanas.

 

Dora Barrancos en su libro Anarquismo, educación y costumbres en la Argentina de principio de siglo descubre una perla. En el proyecto de creación de la Casa del Pueblo, en 1902, se lee el siguiente consejo: “El servicio de café satisfará solamente comodidades útiles y saludables; las bebidas alcohólicas serán absolutamente excluidas para corregir el vicio funesto que degenera y embrutece y difunde la más negra miseria y la desolación de tantos hogares proletarios”[3].

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Por su parte, el higienista Juan Bialet Massé en su Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas en el interior de la República, en 1904, poseía una mirada más flexible sin tantos prejuicios ni la hostilidad enunciativa. Dejemos que el texto hable: “En los trabajos que han exigido grandes esfuerzos nada solaza al obrero tan rápidamente como tomar la copa de caña y nada le proporciona más pronto el sueño. Es inútil predicarle el antialcoholismo: pasajera o permanentemente aquello le alivia y el impulso es irresistible; podrá hacérsele sustituir la caña por un buen vino u otro alcohol; pero convencerlos de que no deben tomar ninguna, nunca y yo creo que tomada con moderación y diluida nada puede hacer mejor que tomar una bebida alcohólica.”

 

Ingreso de las mujeres en la industria   

 

 

En estas operaciones morales con un fuerte acento pedagógico, el control se ejercía sobre los varones y, más que nada, sobre aquellos que  disponían de una prole. Cuando esa mirada censora se centraba en las mujeres era, en especial, por no cumplir con el mandato de la maternidad obligatoria, por ejercer la prostitución o por lanzarse a espacios fuera de su esencia progenitora. Tanto los sectores más retardatarios como la progresía política y cultural, no vislumbraron que el fenómeno de la modernidad encerraba cambios no previstos, aunque aparecía como la herramienta imprescindible para incorporar a la Argentina al mundo del progreso. Era de prever que el clásico modelo de trabajadora que imperaba en las sociedades industrializadas generara incertidumbre y desconfianza a nuestra clase dirigente, en tanto temían el trasplante de ese estilo no deseado para las nativas. Por diferentes razones, las voces proletarias insistían en que las mujeres se abstuviesen de ingresar al trabajo extradoméstico, excepto en casos de extrema miseria[4] ¿Qué tenían que hacer las esposas, madres o novias trabajando a la par de cualquier obrero, fuera de sus casas? ¿Quiénes se harían cargo del mantenimiento material y afectivo de la dinámica familiar si ellas ingresaban al proceso productivo? En realidad, su llegada a las fábricas y talleres fue un cimbronazo en la vida de los sectores populares, todo había cambiado. En resumidas cuentas, su desplazamiento de la esfera privada a la pública desencadenó alteraciones profundas en el funcionamiento de la cotidianidad, situación que la sociedad aún no estaba en condiciones de resolver. De esta manera, se generó un estado de conmoción y alarma ante la contradicción entre su rol de productora de bienes y servicios y el de reproductora biológica. En consecuencia, ellas encarnaban a los ojos de la dirigencia política y sindical un conflicto o una anomalía que urgía abordar, no siempre con soluciones adecuadas a las necesidades de las protagonistas pero sí al orden disciplinario de los padrones fijados. Si bien el mundo fabril representaba un campo fértil para la propagación del ideario librepensador, del mismo modo encarnaba para nuestras antecesoras un espacio de socialización de tentaciones mundanas y viciosas.

 

El 1 de mayo de 1890, la Federación Obrera declaraba un petitorio de doce puntos al Congreso Nacional, que firmaron 7.422 obreros, solicitando la sanción de una lista de “leyes protectoras de la clase obrera”, entre las cuales se encontraban: “prohibición del trabajo para la mujer cuya naturaleza afecta su salud” y “abolición del trabajo nocturno para mujeres y menores”. Al año siguiente, el Congreso de la Federación Obrera planteaba: “La explotación de la mujer pide especial defensa. Los patrones obligando a nuestras mujeres y a nuestros hijos nos han destruido la familia. Exigimos que prohíban el trabajo de la mujer en todas las ramas de la industria que afectan con particularidad el organismo femenil”.[5] Otra voz fue la del diputado socialista Alfredo Palacios, en 1907, que usó esos mismos argumentos para defender la ley que protege el trabajo de las mujeres y los niños: “la obrerita que recién entra en la pubertad, que deforma su organismo, que altera las serias funciones de su vida, no podrá encontrarse en buenas condiciones para ejercer la más noble, la más elevada función de la mujer: la maternidad”[6]. Mientras que Juan Bialet Massé en su obra consagrada advertía sobre las consecuencias nefastas que se les presentaba a las obreras cuando la jornada se extendía hasta el anochecer. Al respecto, este médico comentaba: “Si se permite que se trabaje durante la noche es sustraerla completamente a las funciones del hogar, es condenarla a una tentación y a sus hijos al abandono. Es también abrir la puerta a los abusos puesto el sol, la obrera debe estar en su casa, atendiendo a sus hijos o durmiendo con su marido”.[7]

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Años más tarde, la figura de la  fabriquera estuvo impresa en el imaginario colectivo como un papel desnaturalizado y atentatorio al pudor femenino. En efecto, en la visión del conjunto, filtrada por los prejuicios de la moral media, eran percibidas como masculinas y atrevidas. Provocaba una abierta hostilidad la muestra innovadora en sus usos y costumbres que diferían del resto: ropas más ligeras, audacia en el hablar, nuevos temas en sus agendas cotidianas, una relación más horizontal con los varones sin la mediación familiar y la posibilidad de tentarse al desenfreno con el cigarro, la bebida y el sexo. Por lo expuesto, el trabajo extradoméstico no era concebido como propio de la naturaleza femenina aunque sí los otros llevados a cabo dentro de la unidad hogareña – familiar, los cuales disponían de un valor y de un precio en el mercado. Cecilia Grierson elaboró un informe para el Ministerio de Instrucción Pública, en 1902, titulado Educación téc­nica de la mujer, con el objetivo de estudiar los institutos de economía doméstica, labores femeninas y ramos conexos a lo largo del país. De este extenso manifiesto se desprendía su empeño por desviar a sus congéneres de la tentación que implicaba la vida en los talleres “frente a los peligros físicos y morales que se corren y la imposibilidad de organizar una vida sedentaria”. Y proseguía con lo siguiente: “Me inclino a admitir que en nuestro país deben favorecerse las industrias que permitan a la mujer permanecer el mayor tiempo posible en su hogar.”[8]

 

Más allá del tutelaje patriarcal de estos principios libertarios, resulta imposible desconocer las denuncias que la prensa, junto con cierta literatura costumbrista, hacía en torno a las condiciones insalubres de trabajo, lugares que se asemejaban a cárceles o sótanos, a los constantes accidentes provocados por la fatiga, el sueño y la dispersión frente a las exigencias impuestas por las tareas dentro y fuera de la fábrica. Sin olvidar el acoso sexual por parte de los poderosos del mando: patrones, gerentes, encargados y capataces.

 

En cuanto a la prostitución, significó un fantasma que recorría las posiciones más diversas de la sociedad argentina: educadores, legisladores, exponentes de la iglesia católica, así como las vanguardias obreras. Partiendo de lugares diferentes concluían en argumentos similares: simbolizaba la causa fundamental de conductas distorsionantes de los varones. Las prostitutas atraían a sus clientes a los cafés, a los juegos ilícitos, a las salas de baile y al consumo del alcohol. Para su erradicación definitiva, los anarquistas aventuraban su ingreso como trabajadoras con plena presencia sindical y una eficaz lucha como explotadas. En efecto, llamaban a unirse al combate, a su literatura y a la educación del movimiento. Si bien proclamaban la libertad de todas las putas, ante todo tenían presente la esclavitud del proletariado. He aquí las diferencias notables entre ser esposa y ser puta: a estas sí les cabía la condición de obreras, con todas las perdiciones que entrañaba el clima hostil de las fábricas. Por otra parte, olvidaban que también eran mujeres que corrían los mismos riesgos físicos y emocionales que cualquiera pero, por alguna razón, acá el machismo protector no apremiaba. Asimismo, el abolir la prostitución se consideraba responsabilidad de sus cuadros, que urgían eliminar la sexualidad extramatrimonial sin mediatizaciones posibles; a diferencia de los socialistas que proponían reglamentaciones públicas para regularla hasta 1913. En ese año, por iniciativa de Alfredo Palacios, se aprobó en el Congreso de la Nación la primera ley contra la prostitución y trata de blancas que establecía penas de prisión para los tratantes.

 

 

Entre 1896 a 1897 salió, primero en Buenos Aires y luego en Rosario, el periódico comunista- anarquista La voz de la mujer, bajo la dirección de la mítica activista Virginia Bolten. Uno de los temas abordados fue el de la prostitución. Para sus redactoras, encarnaba el producto de la corrupción, y consideraban a las protagonistas, mártires de la sociedad, doblemente traicionadas en relación a su sexo y a su clase. A la vez, la explotación laboral y social que las anarquistas padecían como trabajadoras y mujeres cimentaba coincidencias con las prostitutas. Para Maxime Molyneux, “ellas sostenían que la prostitución era forzada a través de la pobreza, la avaricia masculina y la falta de alternativas realistas para ganar el sustento y era asimismo reforzada por los criterios ambiguos de la institución del matrimonio, la cual atrapaba a la gente en relaciones vacías e insustanciales y empujaba a los hombres a buscar el placer en otro lado”.[9] En su primer número, una colaboradora, Carmen Lareva en un artículo  llamado “El amor libre” hacía referencia a que  “¡ Cien y cien veces hemos visto víctimas de la lubricidad burguesa las míseras obreras, bajar rápidamente en horribles tumbos y caer despeñadas al abismo del vicio, que cada vez más hambriento e insaciable las tragaba, cubriéndolas de cieno y lágrimas, que, niñas casi… que apresuraban por sí mismas su caída, para con ella librarse de la rechifla y el escarnio de sus mismos verdugos!… además creemos que la persona que por temor al castigo permanezca ‘fiel’ a un compromiso que pudo contraer engañada, o por otra causa obligada a ello, es como si fuese ‘infiel’, aparte de que  valdría más que lo fuese, es decir, que se marchase, puesto que si quiere a otro u otra, es claro que será porque no quiere a la persona con quien la sociedad la obliga a compartir el pan y el techo, lo cual si no es prostitución, poco, muy poco dista de ella, pues para hacer tal, es preciso que mienta amor a quien solamente odia, que engañe y que sea hipócrita que se dé, en fin, aquel o aquella a quien detesta.”[10]

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La prostituta estaba condenada a la miseria producto de la rapacería burguesa. En cambio, la prostitución mantenía una carga de injuria y de estigmatización. Ejemplos sobran. Como bien señala Molyneux en su prólogo, las colaboradoras de La voz de la mujer entendían al matrimonio como un componente más de la prostitución y a ésta se la concebía desde el agravio. Así lo expresaba la luchadora Pepita Guerra en su editorial “¿Amemos? No ¡Luchemos!”: “¡Jóvenes, niñas, mujeres en general, la presente sociedad! Si no queréis convertiros en prostitutas, en esclavas sin voluntad de pensar ni sentir, ¡no os caséis! Vosotras las que pensáis encontrar amor y ternezas en el hogar, sabed que no encontraréis otra cosa que un amo, un señor, un rey, un tirano. ¿Qué quedará, cuando el amor termine, de vuestro matrimonio? Fastidio, tedio y como es natural la prostitución”.[11] En verdad, no se cuestiona los contenidos inflexibles  del activismo libertario contra el casamiento, todo lo contrario, sino lo que genera debate es homologar una cosa con la otra a modo ofensivo.

 

Al fin, entre tantas palabras y verdades sin sosiego, en los distintos números del periódico aparecía un dato imposible de soslayar: varias de sus editorialistas invitaban a las jóvenes  a ocultar su amor como si fuese un crimen y a resolver sus vehementes deseos sexuales mediante “el noble y elevado” ejercicio de la masturbación. Pepita Guerra convocaba “a buscar en la masturbación un lenitivo a tus voluptuosas ansias. Hazlo todo, todo”. Posiblemente, este llamamiento al autoerotismo, sin haber sido un legado transmitido de generación en generación, fue refigurado hacia los años sesenta por un puñado de feministas radicales estadounidenses en sus acaloradas críticas en torno al acto sexual. En 1968, Anne Koedt publicó “El mito del orgasmo vaginal”, en el cual planteaba lo que serían las preocupaciones fundamentales para el movimiento emergente: el significado político del placer sexual a través del clítoris. Otra, Christiane Rochefort, puso blanco sobre negro al decir que “el coito es convencional no por su posición sino por su toma de posición y no tiene de sexual más que la ubicación.”[12] Mientras Roxanne Dunbar proponía que “las mujeres deben, por supuesto, tener el control de sus cuerpos y no sentir nunca más que deben someterse a las relaciones sexuales por temor a perder a un varón. Ahora deben hablar de estrategias políticas, no de sexo.” [13]

 

Por Mabel Bellucci*

 

 

* Activista feminista queer. Integrante del Grupo de Estudios sobre Sexualidades (GES) en el Instituto de Investigación Gino Germani-UBA y de la Cátedra Libre Virginia Bolten de la UNLPlata. Forma parte del colectivo editorial Herramienta. Colaboradora del blog Damiselas en Apuros y de la revista online Furias. Autora de Historia de una desobediencia. Aborto y Feminismo.

 

 

 

[1] http://www.dipublico.com.ar/images/smlogo -original-.gif

[2] Barrancos, Dora, Anarquismo, educación y costumbres en la Argentina de principio de siglo, Buenos Aires, Contrapunto, 1990. p.303.

[3]Ibídem, p.296.

[4] Bellucci, Mabel,”Tensiones entre la reproducción social y la producción: Estudio de caso de las mujeres gráficas en Buenos Aires 1880-1914” Desprivatizando lo Privado. Mujeres y Trabajos, Göran Therborn (compilador), Buenos Aires, Catálogos, 1996. p.126.

[5]Spalding, Horbart, La clase trabajadora argentina ( documentos para su historia 1890-1912), Buenos Aires, Galerna, 1970.p.144.

[6] Mercado, Matilde, La Primera Ley de Trabajo Femenino: La Mujer Obrera (1890-1910), Buenos Aires, CEAL, 1988. p.52.

[7]Bialet Massé, Juan, Op. Cit,p.273.

[8] Grierson, Cecilia, Educación técnica de la mujer: informe presentado al Sr. Ministro de Instrucción Pública de la República Argentina, Buenos Aires, Tipografía de la Penitenciaría Nacional, 1902.

[9] Molyneux, Maxime, “NI DIOS, NI PATRON, NI MARIDO. Feminismo anarquista en la Argentina del  siglo XIX” presentación de La voz de la mujer.Periódico comunista- anárquico, Buenos Aires,  Universidad Nacional de Quilmes, 1997. p.32.

[10] Lareva, Carmen, “El amor libre”,  La voz de la mujer, Op. Cit.p.50.

[11] Guerra, Pepita, ¿Amemos? No ¡Luchemos! La voz de la mujer, Op. Cit. p.62.

[12] Rochefort, Christiane, “El Mito de la Frigidez Femenina” en La liberación de la mujer: año cero, Buenos Aires, Granica, 1972.p.92.

[13] Dunbar, Roxanne, “La Liberación Femenina como base de la Revolución Social” en Otilia Vainstok (comps.) Para la liberación del segundo sexo, Buenos Aires, De la Flor, 1972. p.115.

 

http://damiselasenapuros.blogspot.com.ar/2016/12/un-cuerpo-para-la-revolucion-social-sin.html

 

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