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Un mundo sin docentes: mitos y realidades de la escuela

Las utopías posmodernas sobre la educación –como las lecturas de Jacotot que hace Rancière, o la relectura del Emilio de Rousseau en esta clave– se transforman en distopías posapocalípticas cuando nos asomamos a su potencialidad en el mundo real. En los últimos días, el hartazgo que producen los paros docentes en buena parte de la sociedad –y que se debe, pura y estrictamente, a un problema material y no pedagógico o formativo– derivó en una –nueva– campaña de desprestigio del trabajo de los maestros. La exhibición de “resultados” que dicen que la “educación es un desastre”, y su análisis simple y lineal, lleva el caudal de todas las culpas al cuerpo docente: esos soldados de trinchera que todos los días, por un salario exiguo, se meten en el aula para tratar de atajar a una sociedad descompuesta, regresiva y excluyente, y tratar de edificar, con esos escombros, algo. Fuente: https://fuelapluma.com/

Uno de los más graves problemas que tenemos como gremio docente es cómo damos a conocer y explicamos nuestro trabajohacia el resto de la sociedad. La educación es un área compleja de la administración estatal, sus resortes combinan aspectos técnicos y aspectos políticos, y está completamente –como cualquier otra esfera donde se trabaje con una población masiva– atravesado por los dramas sociales y culturales que se derivan de la economía y de la política. Esto significa que, a pesar de lo que buena parte del sentido común cree, la escuela no es un “paréntesis” del mundo exterior, las clases no se desarrollan dentro de una cámara de vacío que suspende la realidad durante algunas horas. Los pibes vienen con hambre, con sueño por haberse quedado chateando por Facebook donde ven a sus amigos y adultos consumir la cultura fragmentada y caótica de estos tiempos; vienen de la violencia material y simbólica de una sociedad que promueve discursivamente un punitivismo prusiano (“los chorros salen libres, hay que bajar la edad de imputabilidad, parece que todo da igual, nadie tiene su castigo”), pero actúa en los hechos con un laissez faire que contradice esos mismos discursos (evasiones impositivas de alto, medio y bajo impacto, transgresión de las más mínimas reglas de convivencia pacífica, micro y macro agresiones, “cómo no la van a violar si iba así vestida”, egoísmo y egolatría completamente divorciada de la relación con otros). En esa esquizofrenia, la escuela se supone que debe ser un espacio sin mácula, ahistórico, donde todo eso queda en suspenso fuera del aula, y donde todos tenemos que actuar de forma divorciada del resto de nuestra vida.

Bueno, eso es básicamente imposible.

Los discursos sobre lo que es la docencia, la escuela y los alumnos están sostenidos por algunos mitos –fomentados desde los medios de comunicación y desde las conducciones políticas que jamás toman en cuenta las recomendaciones de los docentes–, que vamos a tratar de esbozar: idearios que han abonado la delirante y distópica –retomando el principio– idea de que cualquiera puede entrar al aula a dar clase a los chicos, de crear una escuela sin docentes, sin que eso tenga impacto alguno.

 

Mito: “Cualquier adulto voluntario puede enseñarle a los chicos”

Realidad 1: Como bien apuntó Lucila D’Auria (@roockoco en Twitter) el vínculo entre docentes y alumnos es una relación que se construye en el tiempo, y que conforme va estableciendo reglas va habilitando y delimitando los espacios de lo posible: qué enseñar, cómo participan los alumnos, cuáles transgresiones son permitidas y cuáles no tienen lugar, cuál es el camino marcado, cuándo se contemplan excepciones, cuáles son los contenidos disciplinares que deben abordarse y de qué forma se hará eso. Esto contempla las particularidades de cada curso: todo aquel que fue docente ha tenido grupos donde el trabajo era más fluido y grupos donde resultaba más obstaculizado. Y todo aquel que fue docente sabe muy bien que donde más se aprende la carrera es donde más desafíos aparecen, donde más incómodo se está. Creer que un “voluntario” que entra al aula puede suplir ese rol implica desconocer esto y pensar el acto educativo como un encuentro entre cuerpos que comparten un espacio físico, y donde una comunicación unidireccional tiene resultados. La educación –los nostalgiosos llorarán– jamás fue así, por más que las reglas del pasado así lo dictaran. La idea del “docente que baja conocimientos” nunca sucedió en lo real, pues lo que efectivamente pasa en el aula es un diálogo múltiple constante, a veces explícito –a viva voz– a veces implícito, en cómo las palabras que circulan calan en la subjetividad de cada actor. Además, esta idea presupone que los alumnos son entes asépticos que responderán de la misma manera con cualquier adulto que se les ponga a hablar. Los alumnos pueden tener más o menos dificultades para aprender -esto depende de variables que no vienen al caso ahora-, más o menos compromiso para el trabajo escolar, más o menos habilidades comunicacionales. Pero lo que no son, de ninguna manera, es estúpidos. Conocen perfectamente las lógicas del vínculo docente-alumno, y son los primeros en distinguir las debilidades o fisuras en la personalidad de un adulto que pretende enseñarles algo. Y los primeros en saber cómo detonarlas, si lo creen conveniente.

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Realidad 2: Este mito desconoce los marcos legales. No se trata, en rigor, de poseer un título docente –en el nivel medio público, y más en el nivel medio privado, hay una enorme cantidad de casos de agentes que están en el cargo sin un título docente, y esto tiene razones que exceden este post–, sino de estar administrativamente habilitado para dar clase. Las escuelas públicas y privadas, aunque están reguladas por normativas diferentes –que claramente benefician a las privadas– son parte del mismo sistema educativo. Sus docentes están aprobados por el Estado para estar frente a los cursos, y esa aprobación implica una carga de responsabilidades –fundamentalmente, civiles: si un pibe se lastima en un aula, uno es el primer responsable, y tiene un protocolo de actuación que seguir–, y reglas bastante claras acerca de cuáles son los deberes y obligaciones de alumnos y docentes en el marco de una relación pública, como lo es el vínculo del que hablábamos más arriba. Cualquier “voluntario” que ingresa a una escuela para reemplazar “de buena voluntad” a un docente en paro no está autorizado por el Estado para hacerlo, con lo cual entra en conflicto su responsabilidad para con los alumnos, la responsabilidad del Estado para con esa misma persona –los docentes tenemos una cobertura de seguro por accidentes de trabajo, por ejemplo, sujeta a nuestra relación contractual con la escuela privada o el Estado–. ¿Qué pasa si un pibe se lastima bajo la “supervisión” de este “voluntario”? ¿Quién es el responsable? ¿Qué pasa si ese “voluntario” pierde los estribos, por falta de práctica y experiencia –o por liso y llano desconocimiento de los reglamentos–, y llega a una situación de violencia con un alumno, y de allí resultan lesiones? ¿Quién se hace responsable? ¿Estaría de acuerdo una familia en mandar a sus hijos a una escuela donde puede estar a cargo del primer voluntario que se ofreció, sin tener idea de si está habilitado, sus antecedentes penales, su trayectoria, su registro como agente autorizado? ¿Es casualidad que el primer voluntario que se ofreció por Twitter a la gobernadora Vidal haya sido agente de inteligencia del ejército durante la última dictadura? ¿Dejaría usted a sus hijos al cuidado de ese hombre? En muchas escuelas trabajan voluntarios –de hecho, es una de las políticas educativas insignia del PRO: tercerizar la educación y desprestigiar la docencia profesional–, pero aun así existen convenios firmados en el Estado y ONG (la más beneficiada es “Enseñá x Argentina”, que ya hizo ingresar a su titular al Ministerio de Educación) que regulan esa situación. De manera que, en cualquier caso, si alguien deseara ofrecerse como “voluntario” hay espacios dentro de los esquemas legales para hacerlo, pero que no son aplicables en este contexto. Como se verá, el planteo que se hace desde la sociedad civil al llamado al voluntariado en ocasión de huelga se enfrenta a situaciones potencialmente desastrosas. ¿Puede un ex oficial del ejército con experiencia en univiersidades privadas enseñar matemática en un primer año de una pública de Los Polvorines –a la que entra por primera vez en su vida– con alumnos con sobreedad y sin docentes a la redonda, y transitar exitosamente eso? ¿No le está usurpando el cargo, además, al docente que legalmente lo ostenta, y que ha sido administrativamente autorizado para ello? ¿Eso no puede tener, también, consecuencias legales entre dos particulares? Estas preguntas ponen en entredicho la mala intención de muchos –y la extraña buena voluntad de otros, contemplemos esa posibilidad– frente a la ley. A la primera chispa –y en las escuelas una de las tareas diarias es precisamente evitar que las chispas lleguen a la pólvora–, el resultado podría ser catastrófico por la cantidad de conflictos legales que se encuentran. El “voluntario” que se ofrece por Twitter y Facebook para reemplazar docentes el día del paro desconoce la idea de “marco legal”. Y eso, indudablemente, es uno de los más grandes fracasos de la educación argentina: que los adultos no sepan que existe la ley. ¿Tal vez están acostumbrados a un país donde se producían golpes de Estado cada tres años?

 

Mito: “Para ser docente hay que aceptar las condiciones de trabajo que sean por la vocación”

Realidad: La docencia es un trabajo. No es un trabajo como cualquier otro porque, como se dijo antes, trabajamos con una población masiva y, muchas veces, heterogénea. Quienes trabajamos en algunas escuelas públicas, además, estamos en contextos de exclusión social, que tensan hasta el extremo la cuerda de lo que se supone que debe pasar en una escuela. Por caso, este autor tiene muchas alumnas que son mamás, y que vienen con sus bebés a la escuela a falta de una red familiar de contención –y de plata o vacantes para un jardín–, que le dan de desayunar en el aula mientras preparan los temas para terminar de aprobar historia de tercer año. Uno tiene que tener mil ojos: que el bebé no se lastime (camina, grita, festeja, llora) –hay debates acerca de la responsabilidad civil en este caso–, que la alumna se concentre, que además aprenda, que no pierda la paciencia si el bebé se pone a llorar, que el resto de los alumnos no se distraigan con la escena, que le tiene que dar la teta, etc. La docencia no es, ni por asomo, lo que uno tiene en mente que es cuando está transitando el profesorado –si lo transitó–. O mejor dicho: la escuela no es lo que cualquier persona que nunca la vivió de adentro como adulto -y apenas recuerda su paso como estudiante- cree que es. Trabajar allí supone una serie de aprendizajes y experiencias profesionales que nadie jamás pudo prever durante la formación inicial. Esto es, fundamentalmente, aprender a tender vínculos con chicas y chicos que están creciendo y atravesando etapas concretas de sus vidas, y formando sus personalidades de acuerdo a valores heredados y aprendidos. La idea de “vocación docente” es una construcción ideológica que se remonta a los orígenes del sistema educativo argentino, para explotar y realizar exigencias absurdas a las maestras –por ejemplo, que no podían tener una pareja conocida, para alimentar la fantasía de la “segunda madre”–. Los docentes tenemos un trabajo de extrema complejidad pues, como se dijo, convivimos a diario con la exclusión social. Nuestro laburo se asemeja más al de un bombero, un policía, un empleado judicial, un médico de hospital público. Esas profesiones, no casualmente mal pagas, son las que miran a los ojos a gente con derechos que deben ser garantizados y que muchas veces no tienen cómo pagar el servicio privado que eximiría al Estado esa responsabilidad. No es un trabajo de oficina, ni siquiera de obra en construcción. No es un trabajo que uno deja cuando se va de la escuela: es un trabajo las 24 horas del día. Si uno no está trabajando, está pensando el trabajo. Y es trabajar con las subjetividades más variadas, muchas veces contaminadas por las violencias aprendidas, muchas veces carentes de las bases que uno pretendería como las óptimas para desarrollar su trabajo. Y en todos los casos, con elencos ministeriales que insisten en los bajos sueldos y en desprestigiar y agredir nuestro laburo, con la colaboración creciente de los medios de comunicación y de “voluntarios” que ponen en la misma frase “los niños son nuestro futuro” y “fusilar a todos los K”. Es innegable, para cualquier persona con un mínimo de sentido común, la evidencia de que los medios masivos y la clase política son profundamente agresivas con nuestro trabajo y nuestra experiencia, y que eso recrudece en tiempos de conflicto salarial. Trabajamos en escuelas que se inundan y donde se caen los techos. Trabajamos con el conocimiento en escuelas sin internet, en pleno siglo XXI. Trabajamos con la exclusión social y contra la violencia. Trabajamos a contramano de lo que la enorme mayoría de las personas creen que es o debería ser la escuela. Trabajamos a contramano de las políticas públicas que cada vez nos distraen más de nuestra verdadera –sí– vocación: el laburo pedagógico, con una carga burocrática cada vez más delirante o –en las privadas– sujetos al capricho de los propietarios. Trabajamos escuchando que cualquiera nos puede reemplazar. Trabajamos escuchando la mentira ancestral de que tenemos “3 meses de vacaciones”, de la que no se privó ni un solo presidente o presidenta. Trabajamos escuchando que somos vagos, brutos, multimillonarios, descartables, privilegiados. Trabajamos escuchando que tenemos que castigar a nuestros alumnos. Trabajando con las mentes más deterioradas y lisérgicas de la opinión pública diciéndonos cómo debemos trabajar. Y cobramos un salario exiguo por todo eso. El mito de la “vocación docente” se estrella contra el paredón delo real. Y ahí, los restos cadavéricos de esa “vocación”, si alguna vez existió tal cosa, esperan ser recogidos por la ambulancia forense del Estado, que no llega nunca, que los deja ahí tirados. Y los políticos, los medios de comunicación y hordas de anónimos de las redes sociales señalan el cadáver preguntándonos si no nos da vergüenza. Pero nunca, jamás, se ponen a mirar la pared que ellos también construyen.

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Mito: “Son todos vagos, faltan todo el tiempo”

Realidad 1: Cuando los docentes entramos en interacción con las precarias condiciones de trabajo de las escuelas –que son, pura y exclusivamente, responsabilidad de los políticos que jamás pagan un costo por sus desastres sostenidos– se producen una múltiple serie de fenómenos, que sería interminable de categorizar acá. Lo cierto es que hay quienes tratamos de vincularnos con ese trabajo tan alejado del ideario circulante de una forma virtuosa, tratando de jerarquizar preocupaciones y prioridades para no volvernos locos ante el descalabro del sistema educativo (a modo de licencia autobiográfica, el motor de este mismo blog es tratar de racionalizar las angustias cotidianas que me invaden en mi laburo, y esa es mi forma de tratar de esquivar, o de posponer, la alienación total). En muchos agentes se produce un nivel de frustración y hastío que los lleva a no encontrar una sola veta de disfrute del trabajo, de manera que empiezan a operar culpabilizaciones livianas a los pibes, o desresponsabilizaciones de tareas, o exigencias a los representantes sindicales o políticos sin ningún tipo de colaboración de nuestra parte (es un clásico el compañero o la compañera que impugna a los sindicatos por no representarnos como corresponde, pero que a la vez jamás participó de una asamblea, o siquiera un diálogo constructivo en el marco gremial). Y muchas de esas personas terminan cayendo en vicios que sí, efectivamente existen en el sistema educativo. Desconozco si hay datos a nivel nacional –las escuelas son gestionadas por las provincias–, pero tampoco me atravería a afirmar que “la mayoría de los docentes” tiene ausentismos reiterados. Lo cierto es que ningún ministro abordó seriamente el tema del ausentismo o de la incapacidad de trabajo por razones de salud –psicológica, fundamentalmente–: eso implicaría o crear mecanismos desde el Estado para atender a esos casos y revincular a esos agentes positivamente con su trabajo, o de echarlos a todos. Y el Estado no hace ni una cosa ni la otra: entonces el problema se transforma en un aspecto estructural del sistema. Ahora, si el Estado ni contiene y expulsa, sino que mantiene el statu quo: ¿no se tratará, lisa y llanamente, de una política explícita? El ausentismo o la incapacidad docente fomentan la migración matricular a la escuela privada –donde el ausente o el incapaz, si es voluntad de la escuela, es despedido–, vaciando la escuela pública, y desresponsabilizando a las conducciones políticas del sistema de solucionar uno de los problemas principales. Este autor no ve casualidad sino una causalidad clarísima entre estos procesos.

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Realidad 2: Por otro lado, hay docentes que hacen magia en las escuelas. Millones de ellos. Millones de maestras, maestros, profesoras y profesores que no sólo establecen un buen vínculo con su trabajo y sus alumnos –en el medio, insisto, de la precariedad más absoluta–, sino que además mejoran sus vidas y garantizan sus derechos. Son docentes que se animan a innovar, a hacerse cargo de su autoridad y sus responsabilidades, a crear nuevas formas que alejen a los alumnos del dolor de una vida espantosa, por un momento, para descubrir algunas posibilidades de solucionar esos tironeos tanáticos, dentro de sus posibilidades. Docentes que le abren puertas y ventanas a los alumnos. Estos colegas no tienen prensa. Son anónimos, y cambian vidas para mejor cuando la tendencia del mundo es empeorarlas. Vi caras de alumnos a los que una epifanía (o insight, en términos pedagógico-cognitivos) los transformó. Conozco muchos, muchísimos casos de alumnos por cuyas vidas pasó un docente que cambió una trayectoria mal rumbeada. Y esos alumnos devuelven agradecimiento: por el respeto, por las oportunidades, por tener una referencia adulta en un mundo desjerarquizado y desjerarquizante (en estos días una columna del diario Infobae objetó la falta de jerarquías y autoridad en la escuela, y simultáneamente de emprende una campaña masiva de desjerarquización de nuestro trabajo). Pues bien: estos docentes, que trabajan al lado de los otros, no quieren salir en la tele ni competir por un millón de pesos. Quieren mejores condiciones de trabajo. Quieren más comodidad. Quieren jerarquizar una profesión a la que le ponen la vida y la obra, y que nadie más que los alumnos reconocen. No es poco, naturalmente, pero por el esfuerzo titánico que implica ser un docente innovador, crítico, respetuoso y reflexivo uno esperaría una mejor retribución. Pero como no llega, el destino de estos agentes suele ser irse de la escuela hacia espacios más amigables, menos comprometidos pero mejor pagos, con internet y aire acondicionado en verano. En este blog hemos planteado una posibilidad para mejorar la carrera docente, pero naturalmente en este contexto de vaciamiento educativo y agresión a los docentes es una mera utopía, y así está planteada.

 

Terminando esta extensa diatriba: no conozco un solo docente transformador, innovador y comprometido con su trabajo que se niegue a hacer paro. Ni uno, ni una. Porque somos perfectamente conscientes de lo que merecemos por el trabajo que realizamos, y porque hacer paro por mejores condiciones salariales, edilicias, tecnológicas y sociales es también –y fundamentalmente– un reclamo por nuestros alumnos. Es por nosotros y por ellos que hacemos paro, es por ellos y por nosotros por lo que reclamamos a quienes corresponde: a los decisores políticos. Esto suele ser rápidamente refutado: en la tele y en ese volquete de miserias que son las redes sociales muchas veces puede resultar incomprensible que un actor (el docente) reclame no sólo por sí, sino por un otro (el alumno). La construcción colectiva, la solidaridad, y la identificación de intereses con otros miembros de la comunidad son lenguas muertas, como el latín o el griego antiguo, para un ejército de trolls con emojis que sólo se dedican a objetar lo que dicen sostener con sus impuestos.

24 febrero, 2017 by Manuel Jerónimo Becerra – @CheMendele

 

Imagen: Claudio Gallina, “Calor de hogar” (2016)

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