Es común hablar del advenimiento de la democracia para referirnos al régimen institucional posterior a la dictadura cívico-militar cuando se restablece la vigencia de la Constitución Nacional, se realizaron elecciones de representantes y del Poder Ejecutivo.
El uso del término advenimiento provee a la democracia de cierto aire milagroso que no se corresponde con el proceso histórico-político, sobre el cual se ha escrito suficientemente (o no).
Lo cierto es que tal suceso devino en un acto electoral del que Raúl Alfonsín resultó Presidente de la Nación con la mayor cantidad de electores y sufragios y así fue investido. Y así decimos que el suyo fue el primer gobierno democrático después de la dictadura.
No recuerdo ya si fue durante su mandato o el de su innombrable sucesor, hice un asadito en mi casa en la calle Bolaños de Lanús. Habíamos ido a parar allí haciendo de la necesidad virtud, después de algunas amenazas telefónicas durante la época de López Rega, luego de haber sido docente ayudante cesanteado de Derecho Constitucional.
Pero ya habíamos hecho un jardincito bastante aceptable.
Al asadito había invitado a Alberto Fernández, luego por varios años Director del CBC y al Profesor Norberto Rodríguez Bustamante, que lo fuera de varias materias y facultades de la UBA.
En un momento determinado (o indeterminado ya en mi memoria) debo haber dicho algo de lo que hoy llamamos “políticamente incorrecto”, porque recuerdo que Rodríguez Bustamante me señaló que había que respetar la investidura presidencial ya que estábamos en un régimen democrático.
Respetar la investidura presidencial cuando quienes detentan el imperium han obtenido la mayor cantidad de sufragios. Hoy parece el latiguillo de casi todos los políticos profesionales, cuando aclaran que el gobierno de Macri no es una dictadura. Mucho menos dirían totalitario o fascista, ni neofascista, ni nazi. Como, con el mismo argumento no lo dirían de Trump o de Putín o de Xi Jiping o de Erdogan, etc. Y efectivamente no lo dicen. Como tampoco lo dicen los que los votaron, que no necesariamente lo son. Porque todo entra en el concepto Pueblo.
Y el pueblo no delibera sino por medio de sus representantes.
Pero esto supone que las autoridades son democráticas porque representan y representan porque fueron votadas.
Y yo recuerdo aquí a Roussesau: El pueblo inglés se cree libre porque sufraga, y en el momento que lo hace se está poniendo las cadenas.
Es que la representación, cuando todavía se la pretendía, es lo que genera esa ilusión de comunidad que señalaba Marx en el Estado moderno.
Y el acto del sufragio, el sistematécnico de elección (el mismo mecanismo del voto digital señala su carácter técnico) se supone generador de la re-presentación: hacer presente a otro, que sería el Pueblo, titular de la soberanía. Abdicada en el monopolio de los representantes, ya que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio suyo.
Pero no es el caso acá referirnos a toda la cuestión no estrictamente democrática de la democracia, sobre lo que hay tanta literatura.
Si nos seguimos manejando con este concepto legal, es decir ideológico aunque no material –aunque esto sea una construcción conceptual-, nada tenemos que decir más que lo políticamente correcto. En el mejor (o peor) de los casos lo que se suele repetir: es el menos malo de los sistemas conocidos.Sencillo argumento con el que se pretende legitimar una simple técnica electoral. Punto de vista desde el cual no estamos en dictadura, cualesquiera sean sus decisiones políticas. O la estructura social, la que como en la democrática India se conforma de castas.
Entonces habrá que considerar qué es una medida política y definir con ello qué es lo contrario a una democracia material.
Una decisión es política si afecta las conductas de grandes grupos humanos. Será democrática si no favorece la desigualdad en ningún sentido, no sólo la del sufragio dentro de la urna.
La dictadura se refiere a la inexistencia los derechos políticos de elegir y ser elegido. Con lo que cae todo el andamiaje del Estado de Derecho.
En ese sentido no podemos decir que tenemos una dictadura.
Pero lo que asoma hoy en el mundo –y también acá- es el absolutismo en el ejercicio del poder. A través de la técnica electoral no se pretende siquiera la representación del Pueblo sino la presentación directa de cualidades para ejercer el imperium. Con el supuesto de que quien lo haya ejercido en cualquier ámbito está legitimado para ejercer el poder del formal Estado moderno. Un performer o un equipo de ellos.
Dado que no se trata de la re-presentación ideal del pueblo ausente ya no se trata tampoco del Estado siquiera como ilusión de comunidad. Es el ejercicio directo del poder sin aditamentos más que el de una máscara pública, es decir para el público receptor de la publicidad. No público como común, sino como conocido, como cualquier producto objeto de publicidad, que es público pero no común. Por eso la publicidad de los medios es un aspecto socio del poder que produce al público que la consume ejerciendo la técnica del sufragio, por el cual el absolutismo se sigue llamando democracia y no dictadura. Público que tampoco se re-presenta como conjunto de habitantes individuales, sino como –según un etnógrafo indio- “dividuos”. Es decir los aspectos relevantes, que no se reúnen en in-dividuos- para la publicidad y el consumo –también político- que registran los algoritmos.
Estos registros son mucho más potentes que los viejos programas que querían demostrar la re-presentación. Con ellos se conforman esos mensajes elaborados por esos conjuntos borrosos (como decía Piglia) de periodistas intelectuales o intelectuales periodistas de los grandes medios.
El resultado es el absolutismo del poder de los que lo tienen, los poderosos.
Dado que el absolutismo no tiene reglas, la única regla es la del imperium de facto. Su conjunto global es el estado de excepción. Las guerras de todos contra todos atrás de las finanzas y los flujos de capitales. Una guerra en la que se usan las armas cuando es negocio o suma necesidad, cuando no basta con el ejercicio corrupto del poder. Por eso hasta la corrupción está perdiendo su identidad para transformarse en forma “política” normal.De allí que los arrepentidos funcionen como fiscaleslogrando el perdón de los pecados, no sé si por el Señor celestial, pero sí por los jueces terrenos.
Pero el poder de los poderosos no reside en las cualidades presuntas de buen gestor de negocios (aunque lo sean, si lo son) sino en la ventaja (hándicap) de llegar a serlo y esto ya no es una cuestión “política”, sino económica y social. Pertenecer a la trama de intereses de los sectores económicos dominantes, hegemonizados hoy por el capital financiero global. Por eso Clarín pide inversiones en la agro-industria insertada en los grandes grupos trasnacionales (02/09/17).
En suma, se trata del absolutismo del capital en el que el estado de excepción está vigente. Estado de excepción que no es solamente inexistencia de otra regla que no sea la fuerza (Agamben), sino la materialización de esa regla, por medio de aparatos armados.Aparatos que se han venido perfeccionando en sus estrategias y medios, pero que siempre tienen la función de control y disciplinamiento por medio de alguna forma de represión. Que con las nuevas formas ponen en evidencia la naturaleza privativa del absolutismo capitalista. Aunque las nuevas formas no desprecien las ya conocidas de la desaparición, la infiltración y la provocación. Dirigidas ahora directamente por sus patrones.
Edgardo Logiudice
Setiembre 2017