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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

A cien años de El Estado y la revolución, de V. I. Lenin

Profesor de Historia y doctor en Ciencias Sociales. Docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de Lanús. Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Venezuela, Chile y Perú. Colaborador de los portales Contrahegemonía.web, Resumen Latinoamericano y La Haine.  

“Ninguna idea nueva triunfa por sí sola, aunque lo merezca”.

Aquiles Nazoa

El Estado y la revolución[1] es uno de los textos que V.I. Lenin produjo en 1917, el año de la Gran Revolución de Octubre. Lejos de todo interés especulativo, su objetivo central era construir un sentido político urgente en un contexto revolucionario. Este es un dato insoslayable a la hora de justipreciar el valor histórico de este trabajo. En primer lugar porque el texto (como todos los textos) debe analizarse en la especificidad de su contexto histórico. Una verdad de Perogrullo pero que, a veces, se suele pasar por alto, tanto para ensayar idealizaciones como refutaciones. En segundo lugar porque el signo más distintivo del itinerario político-existencial de Lenin es la autenticidad, una de las condiciones más nobles a las que puede aspirar un intelectual crítico, un intelectual que pretende desarrollar un vínculo orgánico con las clases populares y estar a la altura de su tiempo. Por eso, las fallas estructurales, los baches conceptuales y las falencias estéticas quedan para nosotros irremediablemente relegados y, sobre todo, opacados por su praxis. Podríamos decir entonces que la autenticidad alejó a Lenin del desatino. Se trata de la autenticidad que surge de la negativa a habitar en el lugar de la “metaposición”, de la autenticidad que nace de la negativa permanente a convertirse en espectador de sí mismo. La autenticidad del revolucionario que no busca ningún privilegio. Hecha esta aclaración, estamos en condiciones de continuar. Para componer El Estado y la Revolución, Lenin se basó principalmente en Karl Marx y en Friedrich Engels. Del primero tomó La Guerra Civil en Francia, la Crítica al programa de Gotha, Miseria de la Filosofía y El Dieciocho brumario de Luis Napoleón Bonaparte. Del segundo tomó El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Claro está, pasó por la estación obligada del Manifiesto comunista. Clandestino en Finlandia, Lenin redactó la versión definitiva del texto entre agosto y septiembre. En el plan inicial, el trabajo tenía previsto un último capítulo sobre la experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917. No llegó a escribirlo porque, como afirma en las “palabras finales a la primera edición”, la crisis política vino a “estorbarlo”. Se trata, claro está, de una ironía. En verdad Lenin consideraba que era “más agradable y provechoso vivir la ‘experiencia de la revolución’ que escribir acerca de ella”. La escritura también fue para Lenin una forma de vivir la experiencia de la revolución. Y de comprenderla. Vale destacar que, en el lapso que media entre dos momentos claves: febrero y octubre de 1917, Lenin produjo junto a El Estado y la revolución otros materiales de enorme relevancia política y teórica tales como las Cartas desde Lejos (escritas en marzo) y la Tesis de Abril, producidas en el exilio suizo.[2] Sostenemos que en estos textos de “entre-revoluciones” podemos hallar retazos del Lenín más alejado de lo que después coaguló como el leninismo que copó el marxismo (marxismo-leninismo). El contexto histórico resulta determinante. En estos materiales tiende a predominar el énfasis en las masas, en la espontaneidad y en el movimiento y no tanto en la organización, la disciplina y la institución. ¿Cabe hablar de un leninismo “de base” distinto de un leninismo “canónico”? ¿Cabe hablar de un leninismo en diálogo con la cultura libertaria? No descartamos esas posibilidades, aunque hayan sido desestimadas por la tradición conocida como marxismo-leninismo. Vale aclarar que esta tradición se elaboró después de la muerte de la Lenin y que,  más allá de su prolongada hegemonía dentro del marxismo, más allá de haber sido canonizada, no deja de proponer un recorte y una interpretación de Lenin. Este pequeño ensayo debería verse como un intento de diálogo con los clásicos (nos referimos a los clásicos del “pensamiento emancipador”), con los contemporáneos y con nuestra realidad. Cabe señalar que para algunos intelectuales conformistas este diálogo en tres frentes resulta hoy inviable o aporético, mientras que para nosotros resulta estratégico, tanto desde el punto cognoscitivo como político. ¿A qué responde la desconfianza de los primeros? En primera instancia al hecho de que existe una tendencia a leer los clásicos dogmáticamente, persiguiendo una supuesta fidelidad a través de la mimesis, la repetición y la adoración austera. Luego, cabe señalar que los intelectuales conformistas son poco proclives a reconocer la influencia de los contemporáneos y porque la realidad, por diversos motivos y de modos muy variados, es negada como problema. Sobre todo, son negadas las posibilidades infinitas que esa realidad ofrece, las alternativas de ser “revolucionada” desde su interior. ¿Qué alimenta nuestra confianza? Estamos convencidos de que son productivas las lecturas heréticas de los clásicos, en particular la de El Estado y la Revolución, y reivindicamos los intentos de innovación heurística desde el marxismo. Creemos que es la mejor forma de ejercer una fidelidad de fondo respecto del texto y el autor. No se trata de proponer una redescripción metafórica o de apelar a los atajos poéticos para decir lo mismo que decía Lenin pero de otro modo. Queremos contribuir a pensar los caminos más adecuados para actualizar –permanentemente, como corresponde– las narrativas, las ideas, los proyectos y estructuras orgánicas de las organizaciones populares que asumen proyectos de cambio radical. Todavía pervive un sentido común marxista-leninista impuesto por la escolástica marxista-leninista. Y Lenin sabía mejor que nadie que el sentido común nunca hacía revoluciones. De ningún modo queremos dilapidar los saberes políticos emancipatorios acumulados por los pueblos del mundo en los últimos siglos, especialmente en el último, a partir del horizonte que instituyó la Revolución Rusa. Por otra parte, sabemos que esos saberes están ahí, como cicatrices imborrables que no pueden ocultar los pliegues sucesivos. Sabemos que el atesoramiento (en doctrinas, formulas o papeles) no es la mejor formar de disponer de esos saberes. Es más, creemos que esa modalidad puede contribuir a convertirlos en adorno ideológico. Hay que ponerlos a jugar en las construcciones colectivas de nuestros pueblos, en sus organizaciones y movimientos. Ponerlos a prueba todo el tiempo. Ajustarlos. Desecharlos. Convidarlos. Así, y sólo así, podremos convertir las palabras en acción y las acciones en palabras. El Estado y la revolución, a 100 años, conserva la capacidad de instituir un  horizonte de reflexión-acción política no vertical y, por ende, no idiotizante. Hablamos de una política con mayúsculas que rechaza siempre las concepciones estáticas respecto de las relaciones de fuerza y que no reproduce el vicio de la política burguesa convencional acostumbrada a considerar la realidad como los intereses pegados a sus narices. Una política emancipadora que siempre quiere participar de un agenciamiento colectivo del abajo sublevado. Participar directamente, o por lo menos celebrarlo. Un horizonte para pensar-hacer la política popular. Para pensar el poder popular, en la resistencia y más allá de la resistencia. El Estado y la Revolución desarrolla una teoría “no-teórica” del Estado. Es decir una teoría que busca expresarse en una fórmula política de fácil y pronta captación e implementación. El problema está en considerar a esa teoría del Estado simplificada como un punto alto del texto (o peor todavía, como un punto alto del “leninismo”). No cabe hablar aquí de deformaciones derivadas de criterios “didácticos”. Simplificar no es lo mismo que simplismo. Digamos entonces que en este intento de plasmar una teoría “no teórica” del Estado radican las desventajas de El Estado y la Revolución. Las ventajas hay que buscarlas en otros sentidos de la obra. Entre las desventajas de El Estado y la Revolución, entre sus puntos más inconsistentes y “antivigentes”, cabe señalar el tratamiento abstracto y reduccionista sobre el Estado propuesto en algunos pasajes. Lenin concibe al Estado como un aparato “neutral” determinado por sus funciones, como un “recipiente” susceptible de ser colmado por diferentes contenidos, como pura forma, como una herramienta cuya función y cuyos efectos dependen del brazo que la empuña. El fundamento teórico del que parte Lenin tiende a escindir relaciones de producción/acumulación y Estado, no considera el carácter co-constitutivo de estos planos. Presenta al Estado como una entidad ajena a las relaciones de producción (y las relaciones sociales en general). Luego, su idea del Estado recipiente fundará la idea del partido como recipiente de la conciencia. Así, la visión de Lenin sobre el Estado puede calificarse de instrumentalista, funcionalista, formalista. Digamos también que subyace en esta visión una concepción del poder como cosa, una tendencia a la “sustancialización” del poder que ha servido para establecer un parentesco remoto entre Lenin y Thomas Hobbes. En este sentido Lenin se distancia de la posición sustentada por Marx en El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, que planteaba que los trabajadores y las trabajadoras no estaban en condiciones de “simplemente tomar posesión de la maquinaria estatal y manejarla” en función de sus fines. Marx ratificará esta posición en sus análisis de la Comuna de París de 1871. También se aparta de la sugerencia deslizada por Marx en el tomo I de la Historia crítica de la teoría de la plusvalía, y que propone ver al Estado habitando en los poros en la sociedad. Lenin presenta al Estado moderno como una mera forma carente de contenido propio; por ende, un instrumento fácil de “traspasar” de unas manos burguesas a otras manos proletarias. El contenido le vendría al Estado “desde afuera”.  Entre otras cosas, esta mirada le permite a Lenin presentar al Correo como modelo de economía socialista, definir al socialismo como un sistema donde los ciudadanos son empleados del mismo consorcio (la sociedad socialista como una sola oficina y una sola fábrica), o reivindicar la más férrea disciplina fabril (aunque más no sea como escalón necesario). El instrumentalismo ha sido una de las limitaciones más importantes de la  teoría del Estado del marxismo-leninismo. Y este no es un tema menor, dadas sus consecuencias prácticas. Por ejemplo, Antonio Gramsci vinculó la comprensión del Estado al desarrollo de la conciencia de clase. Lamentablemente, estas inconsistencias fueron erigidas en dogmas que aún no han sido superados del todo, sobre todo en el ámbito de la izquierda tradicional; a pesar de los aportes posteriores que, desde el marxismo más heterodoxo, dieron cuenta de dimensiones estructurales y políticas del Estado, que analizaron el Estado como una relación social, en fin, que buscaron ahondar en los aspectos más complejos de la cuestión. Luego, la concepción de la dictadura del proletariado de Lenin tiende a priorizar las formas estatales por sobre las sociales. Y esto se relaciona con el problema de concebir a la toma del poder del Estado y la estatización de la economía “desde arriba” como punto de partida del comunismo. Aquí, la diferencia con Marx es evidente. Otro flanco débil: la exclusividad otorgada al proletariado en el proceso histórico, la distancia respecto de cualquier concepción cercana a la noción de “bloque histórico”, que dio lugar a las decodificaciones cerradamente obreristas, productivistas y sectarias del leninismo. Varios autores han señalado el error que consiste en hipostasiar una forma de organizar a la fuerza de trabajo que es particular y situada, pasando por alto la relación general entre el capital y el trabajo. Ahora bien, a favor de Lenin debemos señalar que algunos años más tarde y en pleno desarrollo de la experiencia revolucionaria y “estatal”, su posición respecto del Estado se fue modificando. Existen muchas fuentes que corroboran esta afirmación, recurrimos a una entre muchas posibles: su Testamento político. En una nota del 26 de diciembre de 1922, Lenin decía: “es imposible modificar un aparato, en una medida suficiente, en cinco años, dadas sobre todo las condiciones en que se realizó entre nosotros la revolución”.[3] En otra nota del 30 de diciembre volvía sobre el mismo tópico: “Se afirma que era necesaria la unidad del aparato. ¿De dónde emanaban esas afirmaciones? ¿No provenían acaso del mismo aparato de Rusia que […] tomamos del zarismo, limitándonos a recubrirlo ligeramente con un barniz soviético?….” Unas líneas más adelante agregaba: “denominamos nuestro a un aparato fundamentalmente extraño y que represente una mezcolanza de supervivencia burguesas y zaristas; que nos fue en absoluto imposible transformarlo en cinco años”[4]. Al final de sus días, postrado por la parálisis del costado derecho de su cuerpo, Lenin comprueba que el Estado no un instrumento neutral, que el “Estado obrero” seguía siendo una “afirmación retórica”, un proyecto que estaba dando sus primeros pasos y que, además, estaba en riesgo de naufragar ante una inminente degeneración burocrática. Entre las ventajas de El Estado y la Revolución, cabe destacar el despliegue   de un pensamiento capaz de incidir en la realidad. Algo que puede parece muy básico y hasta obvio. Pero que desde nuestro tiempo casi puede parecer excesivo. A Lenin le interesaba la filosofía (o “la teoría”) en la medida que se relacionaba con la política. Con Lenin el marxismo adquirió contenido político. Lo que no dejó de constituir un paso histórico formidable para los pueblos del mundo, más allá de la discusión respecto del valor de esos contenidos o de su vigencia. Aún con sus costados más cuestionables El Estado y la revolución fue una obra que recuperó y puso en valor (¡en el terreno de la praxis!) las enseñanzas de Marx respecto del Estado en general y la Comuna de París en particular. El Estado y la Revolución retoma la concepción marxista que establece que el Estado como institución sólo posee valores negativos, dado que está fundado en la alienación de los hombres y las mujeres. Por consiguiente, el socialismo (o el comunismo), en última instancia, exigen liberar a la sociedad del Estado. Para Marx los trabajadores y las trabajadoras debían suprimir el Estado para hacer valer su propia personalidad. Marx jamás consideró la posibilidad de una reconciliación entre el Estado y la sociedad. La hipótesis central de El Estado y la Revolución es la abolición del Estado como medio para restituirles a los hombres y a las mujeres la plenitud humana, para acabar con la alienación política. Pero no la abolición en el sentido que le atribuían y le atribuyen los anarquistas. Lenín, sostiene que la propuesta clave de la teoría marxista del Estado remite a la destrucción/extinción del Estado. Lenin formula una dialéctica del proceso histórico de destrucción/extinción del Estado de la burguesía por la revolución proletaria. Para Lenin el Estado burgués no se extingue, se destruye, lo que se extingue es el Estado proletario. Entonces, no se trataba se perfeccionar la maquinaria del Estado, al modo de la Revolución Francesa, sino de destruirla. Lenin decía –también– que no alcanzaba con apoderarse de la máquina del Estado. De alguna manera las limitaciones que le asigna a esta operación liman las aristas más instrumentalistas de su concepción general. Para Lenin se trataba de enviar al Estado el museo de las antigüedades, como sostenía Engels. Pero el proceso imponía un tiempo de transición y la necesidad de la dictadura del proletariado como una forma superior de la democracia. En los manuales soviéticos, los tristemente célebres “ladrillos”, no había la más mínima mención al planteo leninista referido a la extinción del Estado. El modelo de Estado marxista para Lenin es el modelo de la Comuna de Paris. A pesar de sus inconsecuencias, alguna de ellas impuestas por el contexto revolucionario. Lo cierto es que Lenin aspiraba a una localización del poder al interior de la sociedad civil popular, imaginaba a esta sociedad de los y las de abajo apropiándose de todas las funciones (poderes) que antes concentraba el Estado. Lenin propone terminar con el Estado burgués y sus instituciones: el derecho, la familia, la moral. Ratifica el ideal marxista de una sociedad sin dominación de los hombres y las mujeres por otros hombres y otras mujeres, la superación de la división del trabajo en todos los planos, incluyendo el que se refiere a las funciones del gobierno; la ruptura de la escisión entre dirigentes y dirigidos. Plantea la idea de unas funciones simplificadas aptas para ser ejercidas por todo el pueblo. En concreto, Lenin, inspirado en las posiciones de Marx en relación a la Comuna de París, propone eliminar todos los blindajes institucionales que imposibilitaban la democracia, auténtica, rica, profunda. La democracia revolucionaria y socialista. Pero claro, piensa caminos que, a la distancia, se muestran poco aptos. Especulares: un Estado alternativo, un capitalismo alternativo. Pedagógicos: la centralidad del partido, su papel catalizador de la conciencia. Estatistas: el planteo contradictorio que llama a fortalecer el Estado para destruir el Estado. O la invocación a la necesidad del Estado para dirigir a las masas. Verticales: el socialismo como una donación desde arriba. Los medios que propone se contradicen con los fines. Luego, con el tiempo, esos medios se convertirán en los fines. Se suponía que el gobierno revolucionario crearía las condiciones para que la sociedad civil popular avance en el proceso de extinción del Estado. Pero el Estado terminó fortaleciéndose en desmedro de la sociedad civil popular. Lenin no deseaba de ningún modo el desenlace que tuvo de la Revolución Rusa. El Estado y la Revolución no deja de proponernos una política que se niega a ser triturada por los artefactos disciplinadores de la potencia popular. Algo bien diferente a la gestión de lo que hay, de lo que está; diferente del oficio mimético de quienes aspiran a alguna forma de continuación de la historia (pero con ellos “dirigiéndola”). Opuesto al fetichismo del poder y a los modos y simulacros de la política pro-sistémica. Una política altiva, que no se subordina a ninguna ley o razón material o jurídica. Con sus cien años a cuestas, El Estado y la Revolución podría pensarse como un texto idóneo para quienes reivindican una condición inmanente y enraizada de la política popular, para los y las militantes que aspiran a participar de un amplio movimiento que no se coloque por fuera, por encima o por delante de las luchas populares (sin asumirse como poseedores y poseedoras de líneas correctas o verdades prefabricadas ajenas a la actividad práctica objetiva de los hombres y las mujeres históricos). Las líneas correctas y las verdades prefabricadas producen militantes narcisistas y amargados, militantes que le tienen horror a la vida, que no toleran la fragilidad e intentan conjurarla infructuosamente con organigramas, jerarquías, códigos y aparatos. Aunque puedan identificarse posiciones dirigistas y miradas emparentadas con el ¿Qué hacer?, en El Estado y la Revolución Lenin no deja de reconocer la importancia del arraigo popular de una política emancipatoria y asigna centralidad a sus capacidades para desarrollar algún tipo de interioridad respecto de la clase. Luego subordina el tipo de acción y de organicidad a ese arraigo y a esa interioridad. Por lo tanto, se aproxima a noción de autodeterminación popular y se aleja de la sustancialización de la idea de poder que predomina en otros pasajes y en otros textos suyos. Sin dudas, en Lenin los aspectos relacionados con la autodeterminación están relativizados. Pero están. No hay que olvidar que en El Estado y la Revolución Lenin, retomando planteos de Marx, habló de un “centralismo voluntario” como forma de constituir una nación a través de la “fusión voluntaria” de las comunas.      Asimismo, creemos que El Estado y la Revolución podría pensarse como un llamado a instituir un espacio de imbricación de una compleja y variopinta trama de organizaciones populares, de sus luchas, experiencias, anhelos. Un espacio donde las singularidades plebeyas se anuden, se hermanen, se potencien y se proyecten. De El Estado y la Revolución podría deducirse como tarea de un gobierno popular la creación de condiciones materiales, sociales, políticas (¿y militares?) de democratización y socialización. O sea, una relectura de El Estado y la Revolución puede servirnos para pensar en instituciones que no maten al movimiento.     [1] Para este ensayo hemos utilizado la edición de Anteo, Buenos Aires, 1963. [2] También en Suiza, Lenin había dedicado algún tiempo a sus análisis sobre la lógica y la dialéctica de Hegel, pero los acontecimientos lo llevaron a postergar este proyecto. Un lustro después de su muerte, estos trabajos se publicaron bajo el título de Cuadernos Filosóficos. [3] Lenin, V. I., Testamento político y Diario de las secretarias de Lenin, Buenos Aires, Anagrama-Página/12, 2011, p. 15. [4] Ibidem., p. 27.      

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