El año pasado Bruno Napoli y Ariel Pennisi escribieron este artículo sobre el protocolo de seguridad y sus derivas para un libro que salió y circuló. Su actualidad ameritó que le agregaran una posdata a diciembre 2017.
Una obsesión sacude al Estado argentino desde su conformación a fines del siglo XIX: ordenar el conflicto social. Pero otra más implacable recorre el intento: un saber conservador se ha empeñado en constituir al conflicto social como un desorden que roza el delito, y con este ejercicio discursivo lo transformó en un elemento imposible de nombrar. Hoy retornan los eufemismos con fuerza inusitada (y votada…)
Los conflictos de la sociedad argentina, que suponen batallas al interior de sectores con diferencias jerárquicas y de privilegios (en especial en los primeros 50 años de nuestra historia institucional desde 1880 en adelante) constituyen un curso de desafíos que han contado muertos de a miles, pero también avances en la obtención de derechos sociales, políticos y económicos de inestimable cuantía para nuestro presente. Este derrotero tuvo un quiebre innegable a partir del 17 de ocubre de 1945, con la invención social del peronismo. Ese hiato complejo de la historia, que condensó la breve experiencia de una democracia ampliada de corte populista, con la filtración de un tal vez inevitable deseo autoritario o paternalista por parte del Estado, no sin la experiencia de ampliación de derechos y movilidad democrática por abajo que permitió la consecusión y difusión de derechos y discursos de inclusión que nuestro país no volvió a experimentar. También es dable pensar que ese breve e intenso período de apenas una década, catalizó enconos y desató odios por parte de quienes establecieron, desde un saber conservador, la mayor de las diferencias jerárquicas y sociales en los años previos al parnaso peronista.
Claro que con este aprendizaje por abajo, produce y exacerba un saber por arriba de los que, nostálgicos de ese orden conservador y jerarquizado, entendieron que no bastaba con zanahorias o garrotes para un restablecimiento conservador. Aquí, no perdemos un punto claro de la obsesión aludida en las primeras líneas: el tiempo hizo lugar a un formato de represión que obsesionó por decenios, ordenar lo innombrable y la “seguridad interior”, esa tan cínica forma de mencionar cómo vigilar y castigar a los cuerpos que protestan en forma directa o indirecta contra el Estado y los intereses del modelo de acumulación vigente en un momento dado. ¿Varió la constante represiva en todos sus formatos? ¿Endureció su lenguaje y aceitó de manera desproporcionada pero no por eso menos siniestra, su actuación sobre esos cuerpos?
No fue gratuito para las fuerzas sociales depositarias del deseo de igualdad, sortear los espacios velados de represión que, por ejemplo, durante el gobierno de Arturo Frondizi dispusieron el plan Conintes para garantizar la “seguridad interior” (puestas la veladuras represivas en marcha a partir de decretos secretos, luego citados hasta el hartazgo, hasta en los juicios de lesa humanidad de la última dictadura miltar). Un recurso salvaje servido en bandeja a las FFAA para reprimir de manera implacable la protesta social, con la excusa de ordenar lo innombrable. Tampoco le escapó a la saga de esta obsesión, el entrenamiento a las FFAA para vigilar a los “enemigos internos” de la patria; y a este presidente radical, la presencia de los primeros instructores franceses entrenando miembros del ejército, para identificar estos cuerpos “subversivos” y encargarse de ellos.
Lo que continuó es quizás una línea más conocida por su represión interna brutal contra sectores dispuestos a la protesta, con leyes, decretos y resoluciones que no hicieron distinción entre estudiantes, obreros, docentes universitarios, niños o ancianos, y utilizaron todos los recursos a su alcance para tal fin: FFAA, FFSS, grupos parapoliciales financiados por el Estado, grupos de choque sindicales dispuestos a la cacería, etc. Y cada presidente, de facto o de derecho, echó mano al argumento de la seguridad con dos características: tratar como criminales a quienes protestaban contra el Estado y establecer pautas “legales” para esa acción: Onganía, Levingston, Lanusse (en dictadura); Juan D. Perón, Isabel Perón (en democracia), y la saga de asesinos, Videla, Viola, Galtieri, Bignone (otra vez en dictadura), utilizaron ley y fuerza para la “seguridad interior” casi sin distinción, tanto en la discresionalidad como en la crueldad de sus métodos, incluyendo desde el secuestro, la tortura, el fusilamiento, hasta la desaparición forzada, conformando un conglomerado de años (1966-1983) que manifestaron una pedagogía de la crueldad impresa como memoria siempre presente, no solo en las víctimas de este accionar estatal, sino también en las escuelas de formación de las FFSS, siempre listas a la hora de encontrar criminales en los que protestan y establecer reglas de juego ad hoc para su persecusión y encarcelamiento, y nunca resistidas o derogadas en sus formas legales por los gobiernos democráticos desde 1983 a la fecha.
Es desde esa genealogía que nos debemos el debate, la reflexión, la discusión, sobre las formas en que cada uno de los gobiernos democráticos desde Alfonsín en adelante, establecieron las pautas para nombrar y tratar lo innombrable: el conflicto social. Y las puertas que abrieron para tratar el problema, con una obsesión “conservadora” de utilidad siempre incendiaria pero efectiva ante cada protesta o conflicto que, va de suyo, no es igual, ni siempre es la misma, pero barre con novedades desglosando su génesis en ese pensamiento que siempre pone el mote de peligrosidad a los que protestan contra el Estado, sea en la forma y el tema que lo motive.
Si intentamos organizar los nuevos arquetipos, no hay dudas que la Declaración de Emergencia en Seguridad Pública declarada al inicio de 2016 y finalmente decretada (ya esta forma es la menos democrática y más obtusa de las maneras conservadoras) se suma a la saga de este historial, que se ha complementado con el lanzamiento del “Protocolo para la actuación de las FFSS en manifestaciones públicas”, que no tiene contrapartida, por ejemplo, en protocolos para la actuación ante delitos, desde los más comunes hasta las mas gravosos para la sociedad. Y aquí hay una geneaología más cercana, que nos cuestiona por la ausencia de un debate sobre lo que hay que resguardar o no en función de la “seguridad”. Puestos entonces a observar los eventos más cercanos de la historia reciente argentina (pos dictadura), hay un antecedente que si no fuera por las coincidencias de recetas económicas, podríamos pensar en términos de casualidades. Pero aquí la historia, vieja engañifa, quiso que la discusión sobre seguridad interna tome siempre como antecedente la ley 24.059 (Ley de seguridad interior aprobada por el HCN en 1991 y promulgada el 06/02/1992) que establece que los bienes a resguardar para tal fin sean, en este orden: la libertad, la vida, el patrimonio de los habitantes, sus derechos y las instituciones. No solo asombra el orden de lo que debe resguardarse (primero la libertad, luego la vida, y el patrimonio, los derechos y garantías y por último las instituciones…..) sino que las modificatorias de esta ley (la ley 26.102 de 2006 y el decreto 1993 de 2010) sostienen el mismo orden.
2.
Consideramos importante, para proponer un análisis amplio y profundo del nuevo “Protocolo…” y fundamentar nuestra crítica irrestricta tanto a la medida estatal como a la atmósfera “policiesca” creada desde el inicio de este gobierno, presentar también brevemente nuestra posición crítica ante la política en la materia llevada adelante durante el período de gobierno anterior (2012-2015). De esa manera quedamos en mejores condiciones para despejar las intentonas que alternativamente significaron avances en el sentido de una democratización de la seguridad.
El equivalente a un protocolo atinente a la protesta social durante el mandato de Nilda Garré al frente del Ministerio de Seguridad fue titulado “Criterios Mínimos sobre la Actuación de los Cuerpos Policiales y Fuerzas de Seguridad en Manifestaciones Públicas”[1] (2011). El considerando presenta un primer matiz que cabe destacar: “Que el desarrollo de manifestaciones y movilizaciones públicas, garantizando la libertad de expresión y el ejercicio del derecho a peticionar ante las autoridades, ha sido una preocupación central del Gobierno Nacional desde mayo de 2003, en la comprensión de que la protesta social es una consecuencia de procesos políticos, económicos y culturales que fueron desmantelando sistemáticamente las redes de contención y de bienestar que supieron caracterizar a la Argentina.” Todo un manifiesto progresista. Como tal, descuidado y sostenible solo parcialmente. Por un lado, remite la orientación de una política pública directamente a la actitud (“preocupación”) de un gobierno específico, por otro, mantiene un tipo de sentido común que asocia el delito a la desigualdad social, que en lengua progresista significa “los pobres”. ¿Tendrá que ver con esa concepción la medida por la cual el anterior gobierno ordenó el emplazamiento de la Gendarmería en barrios populares considerados zonas “conflictivas”? En un trabajo inédito en español de fines de 2014 sobre el último período de gobierno de Cristina Fernández, se dice: “Si durante el período que va de 2003 a 2011 no se reprimió la protesta social en nombre del Estado, sino que se descansó en la capacidad de las policías locales y provinciales, fuerzas parapoliciales y patotas localizadas, el plan ‘Cinturón Sur’, hijo de la ‘Pacificación’ salvaje llevada adelante por la policía brasilera, es un paso atrás respecto de la posibilidad de democratizar la ciudad y propender a formas del cuidado colectivo que impliquen la participación ciudadana, el control público de las fuerzas de seguridad y la igualdad como principio.”[2] La preocupación de fondo de ese texto y de las conversaciones que lo impulsaron tenía que ver con el modo en que, adoptando ese tipo de medidas, se generaban condiciones para que un posterior gobierno abiertamente conservador como el que avizorábamos obrara antidemocráticamente tomando como excusa ese antecedente, entre otros.
En el mismo sentido, la actuación del ex Secretario de Seguridad, Sergio Berni, recrudecida tras la renuncia de Nilda Garré, contravino en cierta medida el paradigma postulado por el Acuerdo para la Seguridad Democrática citado por el documento de 2011. A la represión de protestas que comandó Berni en más de una oportunidad, se sumaron frases de resonancia mediática que atacaban a trabajadores como “no se pueden defender los derechos de unos pocos avasallando los derechos de los demás” o “que nos altere la vida un grupo de incivilizados”, así como insinuaciones xenófobas cuando planteó echar del país a los extranjeros que delinquen, o incluso la evocación de la tan cara a la DEA “guerra contra el narcotráfico”. La escenificación que le valió la propuesta de Scioli –en caso de ganar las elecciones presidenciales– de convertirse en Ministro de Seguridad formó parte de una condescendiente reproducción mediática: el varonil militar llegaba a velocidad aérea para encargarse personalmente de los revoltosos y satisfacer así las pulsiones reactivas del telespectador que se traducen en opciones facilistas y autoritarias.
Si en los “Criterios mínimos…” se sostiene la necesidad de elaborar un protocolo que establezca “reglas precisas”, tanto para que los funcionarios tengan certeza de la legalidad de sus actos como para resultar pasibles de control por parte del poder político, el actual protocolo, surgido de la gestión de la misma Patricia Bullrich que convalidó ajustes a jubilados y trabajadores durante el gobierno de la Alianza, tiene más que ver con la gestualidad y artimañas de Berni – aunque empeorando la situación al institucionalizar lo que antes podía ser cuestionado a un funcionario–, que con esa necesidad de reglas precisas presente en el documento de 2011. La función del Ministerio de Seguridad, en aquel entonces, se sostenía tanto en la idea de disuasión, control e intervención sobre el delito, como en la de “gestión institucional preventiva y no violenta de la conflictividad en espacios públicos teniendo en cuenta las reglas internacionales de uso de la fuerza”. Nuevamente, en el plano de la construcción discursiva y del diseño de política pública, la diferencia entre ambas gestiones es importante; en todo caso, habrá que preguntarse cuál es la caladura real de los planteos de un ministerio en unas condiciones en que no están probadas ni la docilidad de quienes se afirman en el conflicto, ni el disciplinamiento político de los cuerpos policiales.
Pero la diferencia fundamental entre ambos planteos, el del documento de 2011 y el del actual protocolo es de enfoque y, con ello, de punto de vista enunciativo. Es claro que para el gobierno del Pro los que protestan no tienen ni son punto de vista. En el intento por introducir paradigmas de seguridad democráticos por parte de la gestión de Garré, se mencionaban formas de control público de las Fuerzas de Seguridad, marcos regulatorios tendientes a controlar el uso legal de la fuerza e incluso el manifestante forma nítidamente parte de los protegidos o es una figura relativamente protagónica; en cambio, la cartera de Patricia Bulrrich descarga los rasgos negativos y desplaza el peligro hacia los que se manifiestan. “El personal de las FFSS no deberá reaccionar ante provocaciones verbales o gestuales de algunos manifestantes.”, dice. Como si no fueran suficientes los casos más bien inversos, en que son los agentes los que provocan abusando de su ventaja relativa e incurren en la peor de las violencias (el caso de la represión en el hospital Borda fue un contundente laboratorio capitalino).
El considerando del Protocolo actual contrapone los derechos de quienes se manifiestan a los de quienes no se manifiestan, en ningún momento da cuenta de un cuerpo común afectado por una problemática o tensionado internamente por grados de conflictividad, sino que se ubica en el lugar de una autoridad desafectada que aplica el principio de un derecho limitado y limitante asumido con naturalidad. Esta concepción agregativa de lo social que omite toda problematización sobre el “nosotros” impreciso y puesto en juego en sucesivas encrucijadas históricas, se sustenta en el mito del individuo, la imagen de un ciudadano neutral y otras formas de despolitización de lo social como la figura del “vecino” con que se pretende capturar las relaciones de proximidad y estratificarlas según fronteras territoriales, raciales o de clase. Así, durante una manifestación o protesta, se trataría para el Estado de “garantizar que ante tal situación, los derechos de la ciudadanía en general, del personal de las FFSS y de los manifestantes, se encuentren protegidos por el Estado, preservando la libertad, la vida, integridad física, y bienes de las personas, así como el patrimonio público y privado que pueda verse afectado con motivo u ocasión de la manifestación.” Como si un conflicto salarial, habitacional, de salud pública, de disputa por la tierra, etc., no configuraran formas de conflictividad que conciernen a “la ciudadanía en general”. La igualación de una instancia política, como puede caracterizarse a buena parte de las manifestaciones o protestas en sus diversas variantes, con otra desprovista, en principio, de politicidad, como la de transitar por la calle o, más policialmente hablando, “circular”, tiende a negar el lazo social como condición irreductible de la vida democrática y al conflicto como dinámica insoslayable.
Ni la ministra, ni los rostros oficialistas ante los medios, ni mucho menos el Protocolo tienen en cuenta los procesos colectivos ni la dinámica social como generadores de conflicto y, a su vez, al conflicto como dimensión activa de la vida en común. La vaguedad de la enunciación –”el Estado debe garantizar la libertad de todos”– se corresponde, nuevamente, con una rígida organización de los términos: “el orden público, la armonía social, la seguridad jurídica y el bienestar social”. La idea abstracta de equilibrio recorre como un espectro cada ataque de las Fuerzas de Seguridad –nada abstracto por cierto– a las luchas colectivas o incluso a las prácticas de intervención callejera o disfrute de la vía pública por parte de diversos actores.
Epílogo
No nos parece menor para establecer un mínimo de diferencias entre los ejercicios discursivos que ubican a los culpables del desorden en diferentes planos de “pedagogía de la crueldad” con la que esta historia de la obsesión conservadora es ganada por su relato dasatando toda su violencia: en el protocolo de seguridad de 2011 y los criterios de actuación que lo acompañan, firmados por la entonces ministra Garré –la otra herencia de la Alianza–, se establecen pautas que fueron borradas por el protocolo del gobierno Pro. En el documento de 2011 se dicta como prioridad del Estado “proteger a los manifestantes y a los miembros de las FFSS como trabajadores”, una verdadera novedad entre los discursos del orden. También se establece que ningún miembro de las FFSS puede ser promovido sin haber realizado un curso de “Código de Ética” bajo pautas de protección a los DDHH. Y por último, en aquel protocolo no hay trato hacia los manifestantes como sujetos peligrosos al borde del delito. En el Protocolo actual todo esto desaparece, retornando la insistencia obsesiva por presentar a los manifestantes diferenciados de los ciudadanos y de los integrantes de las FFSS; así, todo el texto sostiene planes de acción sobre los “delitos” que podrían cometer nada menos que los protagonistas en la manifestación. Una lectura desprevenida sorprende a cualquiera, pues parece, más bien, un protocolo dedicado a “extraños” de los que se desconocen sus intenciones, como si la acción política de un determinado actor social resultara esencialmente extraña a la vida social. No se trata ciudadanos comunes, sino de sospechosos aun en su “manifestación pública” y en ese sentido se escriben las profusas recomendaciones a las FFSS que dan sentido al Protocolo.
En una de las parcas oraciones del articulado de este repudiable Protocolo se desliza una frase que podríamos caracterizar como desconocedora del corte que significó 2001: “Dicha autoridad competente tomará contacto con los líderes de la manifestación, a fin de que se encauce la misma en el marco del presente Protocolo y las leyes vigentes “. ¿Habrán tomado nota los escribas de la seguridad actual de aquel cántico que allá por diciembre de 2001 devolvía el intento de Estado de Sitio a las entrañas de la rechazada dirigencia política por el conducto menos esperado? ¿Se habrán olvidado de la ausencia de liderazgos verticales en aquel entonces, desconociendo también hoy el destino incierto de esa figura? ¿O somos nosotros los que no apuntamos las nuevas condiciones que, a fuerza de sensacionalismo policial, venenos virtuales y linchamientos asesinos en las calles[3], se sostienen más allá de la clásica relación entre un gobierno y sus representados? ¿O, incluso, es inteligente esta nueva gobernabilidad en haber capitalizado esa ausencia de liderazgos entremezclada con el rechazo antipolítico, y reubicar la figura del líder en el lado oscuro del conflicto social? ¿Cuáles serán los nuevos enemigos internos? Ni De La Rúa con el intento de Estado de Sitio, ni Duhalde, tras el asesinato de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, pudieron sostener la autoridad per se que sus cargos les conferían. Por un lado, algo se agotó en la relación representante/representado[4], por otro, la irrupción popular de la multitud de 2001 hizo retroceder parcialmente las prácticas represivas. Entonces, ¿cómo se sostendrá –si se sostiene– este nuevo intento de bajar la voz de orden desde un ministerio estatal? ¿Vivirá el protocolo del cansancio, desgaste o desprestigio de los movmientos sociales, o dependerá su continuidad y aplicación violenta de una subjetividad propietaria y punitiva que pulsa en parte de la sociedad orientándola, con la condescendencia y fogoneo de sus medios de comunicación preferidos, en esa dirección? La respuesta progresista fue pasajera e ineficaz, intentó explicar el delito por la pobreza y se olvidó de la adrenalina del consumo y la ambigüedad de la fiesta. La obsesión conservadora, como vimos, no tiene reparos a la hora de aniquilar –cuando no logra contener de otro modo– esos excedentes de vida.
El Pro vuelve a tocar una fibra sensible que conecta con su electorado como una suerte de “ejército de los tranquilos”, deseosos de normalización, aunque algo exagerados en sus pasiones cuando se les escapa el racismo, la humillación de clase o incluso un linchamiento en el trayecto de que va de la casa al trabajo o del trabajo a la casa. La calle aun murmura, responde solo parcialmente, ¿se prepara? El primer paro nacional durante este gobierno llegó pronto y revolvió las dudas, fue importante, pero ¿fue efectivo? ¿Lo fueron todas las nevcesarias manifestaciones posteriores? Más allá de las cuentas y conjeturas, más allá de las enormes diferencias históricas, se oyó, como ocurriera en las jornadas de diciembre de 2001 ante el decreto de Estado de Sitio, tal vez más por un nuevo instinto político que por obra de un legado histórico, “el Protocolo se lo meten en el culo”…
Abril de 2016
Posdata a diciembre de 2017
Tras la disposición legal bajo la forma de un Protocolo de Seguridad, el gobierno avanzó en el plano performativo, es decir, complementó de facto lo que había sido anunciado de derecho. Esta situación deja ver que el sobreestimado Estado de Derecho no se contrapone a la dimensión de un poder fáctico, por el contrario, asistimos a la perfecta complementariedad entre la promulgación de una ley y la actuación de hecho en términos de fuerza policial y militar. La desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado y el asesinato por la espalda a manos de la Prefectura de Rafael Nahuel recogen diversas genealogías y nos interpelan a futuro. A las genealogías referidas a la tradición represiva dictatorial, por un lado, y a los crímenes de Estado durante los últimos 34 años de democracia, por otro, habría que añadir los antecedentes de estos dos años de gobieno Pro, con abusos de todo tipo repartidos entre Gendarmería, Policía Federal, Prefectura y Policía de la Ciudad. Las muertes de Maldonado y Nahuel a manos del Estado se completaron con toda una gestualidad del “orden”a cargo de la ministra Bullrich, el presidente de la nación, los medios de comunicación cómplices y la cloaca virtual. Es decir, performatividad al palo. ¿Cómo nos interpela esta situación de cara a los años que vienen? Tenemos el desafío de volver a preguntarnos “¿qué hacer?” en condiciones casi opuestas a las que motivaron la interrogación leninista. Hoy la vanguardia es empresaria, las masas atomizadas se debaten en la dispersión –no son masas– y lo que el último proceso político tuvo de reparatorio se hunde en las arenas movedizas de una impugnación generalizada junto al desprestigio de no pocos dirigentes. Quisiéramos contar al menos con la imagen de un estallido venidero, pero hoy la crisis nos antecede y se entremezcla con nuestro sistema nervioso. La crisis somos nosotros. Necesitamos otras imágenes, una imaginación política para actuar en y desde la dispersión.
[1] Los nuevos paradigmas del Ministerio de Seguridad y el consenso federal, Ministerio de Seguridad de la Nación, 2011.
[2] Ariel Pennisi, “Un giro del 54%”, de próxima publicación en Revista Lugar Comum (Brasil).
[3] Durante 2014 organizamos un libro publicado en 2015. donde se releva y reflexiona la escalada de linchamientos y sus usos y abusos virtuales y mediáticos: Linchamientos. La policía que llevamos dentro (colectivo / Ariel Pennisi y Adrián Cangi ed.), Buenos Aires: ed. Quadrata – Pie de los Hechos, 2015.
[4] Recomendamos la lectura del libro de Pablo Hupert, El Estado posnacional. Más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo, Buenos Aires: ed- Quadrata – Pie de los Hechos, 201; y los trabajos de Ignacio Lewkowicz, fundamentales como cambio de paradigma historiográfico.