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Deodoro Roca, a 100 años de la Reforma inconclusa

A 117 km de la ciudad de Córdoba, luego de un camino sinuoso, el Valle de Ongamira irrumpe como una postal panorámica de paredones, aleros y cuevas rojizas que se destiñen con los oscuros que sombrean sus árboles. Inmerso en este valle fértil, que respira la cultura comechingona, Deodoro Roca escribía, hace 100 años, el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria. 

Después de preguntar a algunas pobladoras que habitan este valle, fuimos haciendo el camino que nos llevaba a la casa del nieto de Deodoro, Gustavo. La referencia: pasar una tranquera blanca y no olvidar cerrarla. La subida se hizo lenta, mientras el sol destellaba su despedida. La llegada a la casa nos sorprendió con el mítico Cerro Colchiqui que ya dejaba ver sus contrastes. La incertidumbre duró poco. La casa, una de esas típicas casonas de campo, con habitaciones amplias y galerías de jardín, estaba abierta, enteramente abierta. Ventanas y puertas, que por unos instantes parecían sólo ser habitadas por los gatos. Más abajo, una camioneta se estacionaba cerca de un galpón. Nos acercamos. -Estamos buscando al nieto de Deodoro Roca, dijimos. Un ademán de afirmación bastó para  que se presentaran al instante, Gustavo y también uno de sus hermanos, Manuel.

Regresamos a la galería y al tiempo de calentar la pava, nos pusimos a conversar. Gustavo vive en la casona de Ongamira que construyó su padre sobre el terreno que tenía Deodoro, sólo con árboles frutales, una pileta, que ya no existe, y una carpa itinerante que solía armar para sus nietos, nietas y amigos.

“Deodoro nace el 2 de julio de 1890 en Córdoba capital, en la casa de la calle Rivera Indarte. Como todo cordobés o era beato o era abogado”, comienza Gustavo dando cuenta de la pertenencia a una de las familias más tradicionales de la ciudad cordobesa y del país.

El 7 de junio de 1942, con casi  52 años, Deodoro muere en su casa de Córdoba. Ninguno de sus nietos llegó a conocerlo. “Mi padre tenía sólo 16 años-, dice Gustavo- muere de un cáncer. Era un gran fumador”. Pero, sus nietos lo fueron conociendo a lo largo del tiempo. Anécdotas y relatos de amigos y su familia hicieron el  puente para encontrarlo.  

Cuando pensamos en el siglo transcurrido la frase que lo define todo es: “Una reforma inconclusa”, coinciden los hermanos. El 21 de junio de 1918, Deodoro Roca publica el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria que sería fuente de inspiración para los movimientos estudiantiles de toda América Latina: “Córdoba se redime. Desde hoy contamos con una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que nos faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”, pronostica el comienzo del Manifiesto.

Huelgas, reforma y el lugar invisible de la mujer

Las manifestaciones universitarias comenzaron a visibilizar el descontento estudiantil desde marzo de 1918, siendo uno de los epicentros más importantes la huelga del 15 de junio. La necesidad de cambios profundos en la Universidad, también se enmarcaba en el modelo de país que se discutía entre los y las jóvenes. La reforma cuestionaba, entre otras cosas, el sistema de privilegios por el que se regía la Universidad, las elites que accedían a estudiar eran directamente homologables a las elites que gobernaban el país. Por eso, Deodoro reforzaba esta idea vertebral de su pensamiento: “no hay reforma universitaria sin reforma social”.

En su evidente restricción de clase, la Universidad no estaba ajena a la reproducción del orden patriarcal en la plena garantía del acceso de las mujeres a la formación universitaria. Los antecedentes nos llevan a un principio de siglo agitado. Desde 1910, las mujeres se convocaron en el Primer Congreso Feminista Internacional, organizado en conjunto con la Asociación de Mujeres Universitarias. La lucha por los derechos políticos de las mujeres comenzaba a hermanarlas con todas las luchas del mundo.

Así, no es casual que el Movimiento de las Sufragistas, surgido en Inglaterra, pero prontamente propagado por muchos países, cumpla, al igual que la Reforma, 100 años. Las ideas plasmadas en aquella Reforma venían de una oleada importante de cambios, pero que aún ubicaba a los varones como sus principales referentes.

El relato histórico continúa privilegiando una de las pocas fotos de la revuelta: un grupo de jóvenes estudiantes posando en el techo de la Universidad. Las mujeres no existen en la imagen. La postal que coloreaba las utopías de estos jóvenes estuvo enteramente tiznada por su mundo masculinizado.  

Sin embargo, a pesar del acceso restrictivo como mandato social de las mujeres en la formación profesional, los estatutos de la Universidad no las excluían explícitamente y estuvieron desde el principio. Vale recordar que entre aquellos discursos que las consideraban incapaces e inferiores, se encuentra el Código Civil, redactado por el cordobés Vélez Sársfield, como el rector del orden social que obligaba a las mujeres a depender, luego de su padre, de sus maridos para celebrar contratos con terceros, lo cual ponía trabas para ejercer su profesión. Tomando esta premisa, las mujeres reunidas en el Congreso de 1910, acordaron manifestar, entre otras cosas, que: “Ninguna condición psíquica ni social hacen inepta a la mujer, para entregarse a las investigaciones científicas como lo demuestran ejemplos cada vez más numerosos”.

Tal como explica Jaquelina Vasallo, las mujeres se vincularon principalmente con la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) desde su fundación en 1877, lugar donde se discutían y se tomaban decisiones en torno a la salud reproductiva, la planificación familiar, el aborto terapéutico, etc. La Escuela de Parteras funcionaba allí y las mujeres tenían un lugar de reconocimiento, pero con el tiempo la medicina positivista y la corporación médica avanzó con la finalidad de erradicar los saberes que ancestralmente manejaron las mujeres, condenando, por ejemplo, a las prácticas de las curanderas y comadronas.

Para 1918 habían egresado de la Universidad Nacional de Córdoba 75 parteras, 5 farmacéuticas y 2 doctoras en Medicina, como la rusa Margarita Zatskin, que en 1905 con 22 años de edad se graduó de farmacéutica, y a los 26 fue Doctora en Medicina y Cirugía. En 1917 hubo tres estudiantes mujeres en odontología, una de ellas fue Prosperina  Paraván, quien tuvo un rol activo en las revueltas reformistas, pero no tan recordada por la historia que hegemonizó el relato.

Hoy nos queda como uno de los pilares fundamentales de la Reforma Universitaria la democratización de las universidades a partir del cogobierno de las mismas con la participación plena de estudiantes. Entre sus principales objetivos,  la formación y la producción del conocimiento científico articulando la docencia con la investigación, es otra de sus victorias. Pero, lo que engloba aún el principal sentido socio político de la Universidad es la vinculación directa con el pueblo.

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El postulado “Unidad de los Estudiantes y Trabajadores” cumple su centenario. A lo largo del siglo, esta premisa ha sido levantada como una bandera de lucha en diferentes momentos claves de la historia, aún vigente como una meta inconclusa. 

“La Reforma que nunca terminó de ser”, -explican Gustavo y Manuel- en la que estuvieron en desacuerdo hasta los radicales progresistas de Yrigoyen, y que con el Golpe de Estado de 1930, al mando del General Félix Uriburu, definitivamente dejó de ser. “Vino la contra reforma. Si hubiera concluido en total la Reforma Universitaria, estaríamos en un mundo mejor. No solo desde el punto de vista estudiantil”, afirma Gustavo. El espíritu libertario perdió uno de los puntos estructurales, el principio de igualdad para todxs en la educación pública y continuó siendo un acceso hegemonizado por hombres de familias de clase alta.

“Siempre han querido limitar la Reforma al tema estudiantil -interviene Manuel- y la Reforma es más profunda. Cuando Deodoro escribe estamos pisando una hora americana, no se refería solamente al tema universitario. Pasa que después el movimiento reformista intentó -de alguna manera- limitarla únicamente al tema universitario”.

El ciclo doctrinario del imperialismo

En noviembre de 1915 Deodoro Roca presentaba su tesis doctoral referida a las doctrinas jurídicas de Monroe (Estados Unidos) y Drago (Argentina), sobre los intervencionismos europeos en los países americanos. En un ensayo donde reflexiona críticamente sobre el devenir de la política en el continente, Deodoro lo hace desde un enfoque anticolonialista y antiimperialista. “Todo momento social es flor de un proceso histórico que lentamente se corrobora, se vivifica o se transforma”, escribe en la introducción, siempre cerca de embellecer, incluso en un texto que no puede eludir los tecnicismos. El abogado concluye que “Drago quiso latinizar el monroísmo, quitándole la mancha del exclusivismo norteamericano, en su caracterización antipática de doctrina protectora”. A lo largo de las páginas Deodoro nos lleva por un cabal análisis de la política internacional, dejando en claro aquella resignificación de la Doctrina Monroe en un “América para los norteamericanos”, tan vigente como la Reforma Universitaria.

En 1918, luego de la Reforma, entre las paradojas de la historia, Deodoro se casa con María Deheza, la hija de Julio Deheza, el destituido rector de la UNC por la Reforma. En ese mismo año quedaría a cargo de la cátedra de Filosofía del Derecho, en la que duró poco, según reconocen sus nietos: “se peleó y se fue”, se ríen; y  Manuel recuerda un pasaje del Manifiesto y lo trae a la mesa: “La rebeldía estalla ahora en Córdoba y es violenta porque ahí los tiranos se habían ensoberbecidos y era necesario borrar para siempre el recuerdo de los contrarrevolucionarios de Mayo”. Aquellas palabras  verbalizadas en una cadencia suave, zigzagueaban tal presagio desde los labios de Manuel y nos llevaba a un pasado más reciente, quizás ese más popular que se inscribe en el imaginario colectivo de algunos sectores de la sociedad. Era imposible no dejarse trasladar al Cordobazo, pero no, Deodoro nos hablaba de los traidores de la Revolución de Mayo, devenidos en ese entonces en las Universidades convertidas en el lugar donde, “todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara”. 

Sus nietos no lo encasillan. Ni socialista, ni marxista, ni comunista. “Ya era un desclasado en aquella época. Odiado y admirado”. Amigo de paisanos e intelectuales, sensibilizado por la naturaleza en su comprensión de respeto y no de dominio, Deodoro llega a Ongamira desde muy joven, en una salida a caballo que emprende junto a un hermano desde Mitre, Villa Totoral, allá bien al norte cordobés.

Ongamira y Deodoro

A ocho kilómetros al norte de Capilla del Monte, por la Ruta Nacional 38, se indica con un pequeño cartel hacia la derecha el camino a Ongamira, departamento de Ischilín. Este valle formado por grandes rocas sedimentarias hace aproximadamente 130 millones de años, está rodeado por un bosque serrano y pastizales sobre las cimas de sus cerros. Supo estar bajo el Océano Pacífico, hasta que se formó la Cordillera de los Andes. Hoy, todavía se encuentran caracoles de mar entre las capas de su tierra.

“Energía de todo lo creado”, el significado del lugar en lengua nativa. Pero, el nombre que recibe este valle carga los tiempos de la invasión española. La comunidad comechingona que allí habitaba se resguardaba en sus cuevas y vivían envueltos de la naturaleza con la que acobija el lugar. Los relatos orales sobre lo que sucedió, nos trasladan a una lucha larga y penosa con el español, que no se la vio tan fácil, y subestimó a sus pobladores y a las formas del ambiente natural que tanto conocían como comunidad. El cerro Colchiqui, se dice, fue el último lugar de la resistencia indígena, en 1574. Escapando de la esclavitud que los ojos del español auguraban, emprendieron otro viaje, y desde lo alto de este cerro se lanzaron mujeres, niñxs y hombres, en una despedida trágica de este mundo.  Colchiqui, ese nombre, vino después. El cerro, con sus 1.575 metros sobre el nivel del mar, se llamaba Charalqueta, por ser un homenaje al dios de la alegría, lugar donde se reunían la comunidad para adorar a la luna y al sol. Transformado por el impulso del conquistador, pasó a llamarse Colchiqui, en alusión al dios de la fatalidad y la tristeza.

Luego de andar diecisiete kilómetros de ripio al este por la Ruta Provincial 17, pasando por algunos parajes, desde las lomadas el valle ya se deja ver entre sus paredones rojizos. Al descender, aparecen unas pocas casas aisladas y entre ellas, la de la familia Supaga, amigos de Deodoro desde sus primeras visitas por Ongamira. Un carrito del Museo de Antropología de la Universidad de Córdoba, nos vuelve a conectar con aquel pasado. “La Universidad nos pidió permiso para escavar”; nos cuenta Mónica, la dueña del lugar. Desde el 2010, se están iniciando excavaciones en el llamado “Alero Deodoro Roca”, este proyecto continúa con las investigaciones iniciadas allí por Aníbal Montes, Alberto Rex González y Osvaldo Menghin en las décadas del ‘40 y ‘50.

“Desde aquí pueden seguir un sendero y encontrar los alerones con las indicaciones arqueológicas y también subir al Colchiquí”, nos invita. Mónica vive con su esposo, entre Ongamira y Capilla del Monte, una ciudad pequeña ésta última, a unos 25 kilómetros del valle. Su esposo, el nieto de Felipe Supaga que llegó a estas tierras a finales del siglo XIX, mantiene aún esta casa que tiene un antiguo bar donde Deodoro se reunía con sus amigos y colegas de la Universidad; donde se inspiraron en la escritura del Manifiesto reformista.

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La casa blanca, de techos bajos y chapa, se extiende a lo ancho con algunas habitaciones. “Esto funcionaba como un hotel, Deodoro acá tenía su habitación”; nos cuenta Mónica, y  señala la última de las ventanas, un poco añejas, pero que aún conservan ese estilo rural que trasmite todo el lugar.

El silencio casi sepulcral nos rodea como un pasaje hacia el encuentro con caballos atados al palenque, a los pasos lentos de sus habitantes recorriendo los caminos. “En 1910 conoce Ongamira con su hermano. Tenía 14 años. Viene varias veces más y conoce a estos paisanos Supaga, donde termina alojándose”, cuenta Gustavo y nos aclara que luego compra el pedacito de campo que no tiene título, “y mientras vivamos no lo va a tener”.

Entre sus cabalgatas se va enamorando del lugar. Hoy sus nietos le han donado a Humberto Feliciano Supaga algunas pertenencias de Deodoro como la cama, la máquina de escribir “Continental” y algunos fallos judiciales, para el Museo Deodoro Roca que se encuentra en lo que fue una antigua pulpería de Ongamira en el año 1880. Feliciano es el bisnieto de Felipe Supaga, quien supo ser uno de los grandes amigos de Deodoro.

Uno de los fallos que se exhibe en el museo relata una de las tantas anécdotas. “El juicio del toro contra el turista kodak”. Allá por los años ’30 dos personas iban por uno de los caminos del valle y se encontraron con una vaca lechera y un toro que los atacó. Los turistas iniciaron una demanda judicial contra la familia Supaga, dueños del toro. En aquel alegato Deodoro no defendió ni a los dueños del animal, ni a los turistas, sino al paisaje y al toro. Es un fallo que se basa en el derecho ambiental, algo bastante inusual para la época. Así es como “defendió el paisaje de Ongamira, en nombre del toro, contra la cámara kodak. Y ganó el juicio”, concluyen sus nietos.

Por la misma época, también recuerdan aquella anécdota cuando Deodoro junto con un vecino se lamentaban por el loteo masivos de tierras y el peligro de que el valle comience a modificar su paisaje. Entonces se les ocurrió poner un cartel que decía: “Próximamente Lazareto Leprosario Doctor Finocchietto”.

“Eran famosos los juicios donde iba Deodoro. Siempre llevaba un criollo en el bolsillo y comía pan en los juicios. Absolutamente informal. Ideológicamente muy formado”, dice Gustavo e insiste en conseguir sus escritos en el contexto de la Década Infame.

 Deodoro no salió más que dos veces del país, “muy cordobés, amaba su tierra”. Tenía una correspondencia asidua con pensadores de diversos países y visitantes como Mario Bravo, Alberti, Atahualpa, entre otros. “El lugar más triste del mundo”, dijo Pablo Neruda cuando lo visitó en Ongamira, y quedó perplejo entre la historia y el entorno. En los intercambios de ideas, Deodoro fundó el periódico “Flecha” y la revista “La Comuna”, atravesada por el contexto social y citadino.

En las galerías del antiguo salón de los Supaga se discutió la Reforma y se escribió el Manifiesto Liminar. “No se puede tomar la Universidad como un claustro”, decía Deodoro. “Tanto la Revolución Mexicana (1910), como la Revolución Rusa (1917), tuvieron mucha influencia”, explica Manuel. “El tema es que luego quedó como un movimiento estrictamente universitario, aséptico, alejado de la realidad social y política. Si vemos el Cordobazo tiene mucho origen en la Reforma, unión de obreros y universitarios, el gremialismo  y el movimiento universitario y sobre todo su sentido libertario y revolucionario”.  

Para Manuel y Gustavo, Ongamira también es la historia íntima de sus padres. Su madre Elisabeth Feigin y su padre, Gustavo Roca, se conocieron por primera vez en este valle con sólo cinco años de edad. Aún estaba la pileta vieja, donde según el relato de sus padres, entre sus costumbres naturistas,  Deodoro disfrutaba de la desnudez: se ponía una corbata, una flor en la cabeza y caminaba desnudo,  “no quedaba nadie”.

Cuando se aburría de los que venían a visitarlo se iba a pintar o salía a visitar a alguno de los viejos que vivían adentrados en los cerros, como Don Samuel Córdoba. Llegaba con una botella de vino para comer algún puchero. “Don Samuel le decía, -Doctor en mi casa hay de todo, y lo que falta, falta-, y solo tenía colgado algo de carne de oveja o vaca, ginebra y yerba. Don Samuel vivía a campo, dormía con los perros como el viejo vizcacha”.

El atardecer ya le da el paso definitivo a la noche. Apenas reconocemos el brillo de la pava enchapada para seguir mateando. La galería nos encierra en una penumbra que hace inevitable prender la luz. Cuando pensamos en aquellas décadas de anarquismo y movimiento obrero, Manuel nos comparte de nuevo en la mesa algunas palabras de Deodoro, cuando fusilaron a los trabajadores Sacco y Vanzzeti en Estados Unidos. El 29 de agosto de 1927 se hizo un acto en Córdoba en repudio a la ejecución de los obreros. Deodoro se expresó frente al público, y una vez más, denunció la corporación de la justicia, hecha a medida de los poderosos: “Los jueces de Boston, como los jueces de Jerusalén y los jueces de todos los tiempos y de todas las partes han pronunciado el veredicto infamante y para convencer al mundo de que su Justicia es infalible, han matado a dos inocentes, haciendo de su inflexibilidad la garantía suprema de su infalibilidad. Sólo así podía el mundo adquirir un elevado concepto de su rectitud”.

Ante un lúcido entendimiento sobre la balanza desequilibrada de la justicia en el mundo, Deodoro terminaba su oratoria convocando a los “Trabajadores manuales e intelectuales del mundo: Uníos para defender a la otra justicia”.

Muchos de sus escritos fueron compilados en una reciente colección de cuatro tomos que editó la Universidad Nacional de Córdoba. La primera vez, 70 años después de su muerte, que aparece su pensamiento reunido en cuatro libros.

En una noche del invierno de 1942, moría Deodoro en su casa de Córdoba. Se iba para el sector aristócrata y clerical de aquella sociedad, “un traidor a su cuna”.  Entre tantas palabras, el poeta y amigo González Tuñón lo despedía: “Deodoro, querido camarada, inolvidable amigo, yo sé en qué Ongamira celeste vagará tu alma.  Morir será un pretexto para verte. Sé que nos encontraremos detrás del horizonte, donde se alcanza la acabada y perfecta desnudez del alma…”.

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Entre Córdoba y Ongamira

El antiguo solar de 36 habitaciones ubicado en la calle Rivera Indarte al 544 de la ciudad capital cordobesa, donde nació y murió Deodoro, también fue un lugar central para el encuentro y el debate político. A través de los relatos de su padre, los nietos de Deodoro vivencian aquellos veranos de futbol y juego en las calles del barrio. “Era un barrio humilde, pero con residencias grandes. Mi viejo contaba que en el verano venía el heladero y mi abuelo le pagaba por un mes todos los helados para los chicos del barrio. Le decía vos dale los helados que quieran. Y a lo mejor nunca se lo pagaba”.

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En el sótano Deodoro había dejado una voluptuosa biblioteca, donde uno de los asiduos lectores fue Ernesto Guevara, quien se había mudado de Alta Gracia a la ciudad capitalina para terminar el secundario. Luego de la muerte de Deodoro, su viuda María Deheza, y sus hijos Marcelo y Gustavo, se mudaron a otra casa en la zona de ‘Alta Córdoba’. Allí, se hicieron vecinos con la familia Guevara.  En sus asiduas visitas, Gustavo Roca padre inicia una amistad duradera con su vecino.  “Ernesto iba a la biblioteca de mi abuelo y desde allí la vinculación familiar con la familia Guevara, de alguna manera recibió sus primeras influencias en la lectura. La primera vez que Ernesto fue a una manifestación, fue con mi viejo que tenía cuatro años más que él”,  cuenta Manuel. El padre del Che, Don Ernesto, había sido amigo de Deodoro, se habían conocido solidarizados en la ayuda a los republicanos durante la Guerra Civil Española. Celia de la Serna, la mamá del Che, recordó alguna vez como “las chupinas al Colegio de Ernesto eran para perderse en la biblioteca del papá de Gustavo Roca”.

Gustavo, el hijo de Deodoro fue también abogado. Construyó la casa de Ongamira, y entre la ciudad y el campo, avanzaron siempre unidos por una misma convicción: lograr un cambio estructural del país. Defensor de presos políticos, fue el nexo indispensable para el recibimiento de los fugados de la cárcel de Trelew en 1972 hacia Chile, donde los esperaba el entonces presidente Salvador Allende, quien también dejó su paso por Ongamira.

“Mi padre no militaba en ningún partido. Muy vinculado con los movimientos de Latinoamérica, el Ejército Guerrillero del Pueblo, (EGP), por los años ’60; con los sindicalistas, Tosco, René Salamanca, Atilio López, algunos sectores del peronismo, Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde”, cuentan sus hijos. Ya para la década del ’70 apoyó a los movimientos de izquierda que surgían en un contexto de rebeliones. Así, Ongamira, también se transformó en el lugar de entrenamiento militar de Montoneros, ERP, MIR de Chile, Tupamaros de Uruguay. “Mi viejo no era de Montoneros, ni del ERP, era genérico”, agrega Manuel. “Los primeros tiros de los Montoneros en Córdoba se tiraron acá en la quinta de los Supaga. Hay un paredón lleno de agujeros. Yo fui el porta armas”, recuerda Gustavo.

Manuel tenía cuatro años cuando fue el estallido del Cordobazo. Aquel gran movimiento de obreros, obreras y estudiantes que inspiró al resto del país. En su memoria perduró una imagen que sintetizó aquella historia hasta el presente. “Estábamos en la casa del ‘cerro’ en Córdoba, que tenía una gran terraza. Y mi viejo andaba perdido, claro pleno quilombo. Vino un día y subimos a la terraza y se veía el humo de la ciudad, estaban quemando autos. -Qué es eso-, le digo: eso es la revolución hijo mío”. En aquellos tiempos, una parte de la ciudad estaba tomada por los militares y la policía, mientras que las barriadas populares estaban liberadas, eran lugares donde no entraban las fuerzas de seguridad y por alguna de esas casas andaban Gustavo Roca, padre, junto al Gringo Tosco y otros compañeros.

Entre tantos recuerdos y anécdotas, Gustavo y Manuel van reconstruyendo también sus biografías. De cuando Manuel confundió a su mamá con Norma Arrostito, la militante montonera que estaba siendo buscada y los medios de prensa repetían “se busca hábil maquilladora que usa peluca”.  Manuel, estaba convencido que su mamá era Arrostito por el uso cotidiano de una peluca, hasta que un día preocupado porque la iban a reconocer al no ponerse la peluca, se aclaró su confusión.

Gustavo no puede dejar de olvidar el día que inauguraron el dique La Quebrada en Río Ceballos, en el año 1974. Fue la tarde en que se enteraron que iban a atentar contra el gobernador Obregón Cano y el vice Atilio López, durante la inauguración. Salieron rápido con su madre para allá. “Mi mamá me dice,  -metete vos que te van a dejar pasar. Entonces, le miento al cana, -soy el sobrino del gobernador. Cuando llego hasta  Obregón Cano que estaba en el palco, me dice,  -Qué pasa Gustavito? -Nos van a matar a todos esta noche, y a usted lo van a matar ahora, le contesté. Venía un grupo de tareas. Y ahí nomás, se baja Atilio, viene a hablar con mi vieja y se terminó el acto. Salimos todos para distintos lados”.

Así era la vida de siete familias de larga tradición en Córdoba. Estaban todas comunicadas. Esas relaciones familiares fueron históricas, muchas derivadas de los tiempos de la Reforma Universitaria, “el nexo entre la reforma y lo revolucionario”, asume Gustavo.

Como en un movimiento cíclico de siglos, el Valle de Ongamira vivenció una vez más la persecución. Cuatro veces llegaron los militares, según recuerda Gustavo, tierra adentro cordobesa con los aviones de la Armada. 1972, 1975, 1976, 1977.  “Con Lanusse en el ’72, la habían saqueado, después de lo de Trelew. Por ahí están los tiros. Con Miguel Supaga nos enfrentamos en la época de la Triple A, no quedó nada. Las otras veces ya no estábamos”. El llamado “Navarrazo” en Córdoba del año 1974, fue el comienzo de la dictadura en esta provincia, cuando un golpe de estado policial derrocó al gobernador Obregón Cano, al mando del Jefe de la Policía provincial, Antonio Navarro y comenzó una sistemática persecución política.

En 1976 comienza el exilio. “De los cincos hermanos, los más chicos nos fuimos el 25 de marzo de 1976 y Gustavo, con 18 años salió desde Ongamira en mayo”, cuenta Manuel que tenía 12 por aquel entonces. El mismo 24 de marzo, el estudio jurídico de Gustavo Roca fue allanado por el Ejército y luego incendiado por orden del General Luciano Benjamín Menéndez, Jefe del III Cuerpo del Ejército. La familia entera fue nombrada en las listas de los represores.

El exilio y el regreso

“Cómo describir lo que es indescriptible. El exilio y todo lo que pasó. Mi padre estaba siendo perseguido desde la época de Onganía. Nosotros nos salvamos de casualidad. No nos buscaban donde nos debían buscar. Éramos muchas familias y nos rotábamos por las casas”, explica Gustavo.

El exilio los lleva a Cuba y luego a Madrid. Y fue en La Habana donde Mario Benedetti le preguntó a Gustavo por su abuelo. “En ese tiempo sabía poco de mi abuelo y Mario sabía un montón de la Reforma Universitaria”. En el hotel “La Habana Libre”, Gustavo leyó por primera vez el Manifiesto Liminar completo.  

La Casa de las Américas había hecho una publicación en el año 1977 y fue la edición que le pasó Mario Benedetti. La Universidad de La Habana fue la primera en reconocer la obra de Deodoro Roca, y en homenaje el aula magna lleva su nombre. Fue el cubano Julio Antonio Mella, el principal dirigente de la Reforma en Cuba, quien diría en plena década del ’20, “Luchamos por una universidad más vinculada con la necesidad de los oprimidos, (…) más útil a la ciencia y no a las castas plutocráticas…”.

Para los nietos de Deodoro, el principal homenaje fue el sentido que se le ha dado a la formación universitaria en Cuba, acercando aquel gran inspirador deseo de cambio del siglo pasado, a la realidad.  “La Universidad al servicio del pueblo”, concluye Manuel.

El exilio y todas sus formas, es personal y es colectivo. Gustavo fue el primero en regresar a la Argentina, “yo estaba desesperado por venirme no pude vivir en el exilio”.  El 7 de noviembre de 1982 Gustavo volvió con su documento de refugiado de la Naciones Unidas. Luego de estar retenido diez horas en una sala de Ezeiza, lo dejaron salir. “Tenía el número de Dante Dadone, que era el socio de Alfonsín en su estudio jurídico, como ya sabían que ganaba Alfonsín me dejaron ir y me vine directamente para Ongamira”.

Sus nietos, en estos 100 años están convencidos de que la Reforma no llegó hacer absolutamente popular, porque “la troncaron”, la acotaron a lo institucional. “Mi abuelo fue un gran incomodador y lo sigue siendo”, se ríe Manuel ya sobre final de esta extensa charla que nos devuelve a Ongamira distinta. “Nosotros hemos cosechado un profundo amor por Ongamira, por él y por mi padre, por lo que este lugar significa en el contexto de América Latina también. Pensar que en un lugarcito de la sierras de Córdoba se pudo hacer un quilombazo a nivel internacional, es porque francamente hacía falta. Y Deodoro sabía que la Reforma había quedado inconclusa”.

 *María Eugenia Marengo

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