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1968: La ruptura en los bordes

Recuperamos para el dossier del 68 un excelente artículo de Adolfo Gilly que fuera publicado por primera vez en Cuadernos del Sur en 1994. Muchas de sus reflexiones conservan plena vigencia

   

En recuerdo de Raniero Panzieri

 

1. Entre 1968 y 1969 parece haber llegado a maduración un largo ciclo de rebelión contra el orden mundial del capital, ciclo gestado en el seno de onda larga de expansión económica abierta en el curso de Segunda Guerra mundial.

Parece haber habido un momento cercano a una ruptura: una ruptura que no fue. En cambio sucedió, primero con diversas concesiones al estado rebelde de las sociedades y las naciones, después con la reestructuración global del capitalismo y del mercado mundial a partir de 1975, un restablecimiento del orden, según el feliz título del libro de Milan Simecka sobre el 68 en Praga.

Si esto es así, el 68 no fue un inicio, como queríamos creer —ce n’ est qu’ un début—, sino una culminación. Fue entonces, tal vez, el inicio de otra cosa: de un reordenamiento de las relaciones sociales en Occidente y de las relaciones políticas entre Occidente y el resto del mundo, que preludiaba la reestructuración del capital entre 1975 y 1989 y la nueva fase de la economía mundial del capital abierta a partir de 1990.

Si se quiere, podemos llamar a aquel ciclo una modernización de larga duración, aun a riesgo de que el término se diluya en la vastedad de la acepción que queremos darle, un ciclo en el cual las rebeliones —sociales, coloniales, democráticas, raciales, culturales, juveniles— forzaron cambios al orden establecido que sólo podían hacerse contra éste, en procesos de ruptura. Pero esos mismos cambios, una vez mitigadas las rupturas, se habrían revelado indispensables para disolver o abolir trabas arcaicas a una nueva fase de expansión del capital ya madurada en los conocimientos y en las tecnologías pero entonces no todavía en las relaciones de las sociedades. 

Para poder ser ese heraldo, el 68 habría sido también un punto de llegada, la culminación de un ciclo largo de cuestionamiento de las relaciones de dominación/subordinación en países clave de Occidente y entre estos países y el vasto segmento de humanidad que se dio en llamar Tercer Mundo.

Como culminación, como amenaza al orden establecido, como promesa de relaciones sociales impregnadas de nuevos valores humanos, así fue vivido el 68 por quienes lo hicieron y así quedó en la memoria histórica. Por eso prefiero llamarlo la ruptura en los bordes —la que no pudo ser— mientras el núcleo duro del orden resistió. Pero no intacto, ni tampoco incambiado.

En esta esquina peligrosa, una de aquellas donde la historia pudo haber dado un viraje diferente (si J. B. Priestley tenía razón en sus conjeturas teatrales sobre el tiempo), se combinaron, en el marco de una movilización de los estudiantes y los jóvenes que recorrió países y continentes: a) un asalto del trabajo al capital al menos en Francia, en Italia y en Argentina; b) una revolución por la independencia al menos en Vietnam y en Checoslovaquia; c) una movilización juvenil y social por la democracia al menos en México, en Checoslovaquia y en Polonia; d) una movilización contra la guerra y el racismo en Estados Unidos, y e) una eclosión de los cambios madurados en los años sesenta en las costumbres, las relaciones interpersonales y las culturas Juveniles en las ciudades del mundo, desde Berkeley, Nueva York, Berlín, Praga, Amsterdam, México, Madrid y ese país de ciudades que es Italia, hasta alcanzar en la ciudad universal, París, el nivel alto de los símbolos de época.

Los que salían a cuestionar el orden de ese mundo eran los hijos de la gran expansión económica de posguerra y, no hay que olvidarlo, cuando se lanzaban a intentar cambiar la vida una situación social de casi pleno empleo cuidaba sus espaldas, parecía protegerles su futuro y les daba libertad y energía de movimientos.

Lo que 1968 cambió nunca volvió a ser lo mismo. Los años 50, la verdadera década de plomo de un mundo agotado por la guerra, habían quedado atrás, junto con sus contrasimbólicas figuras: Joseph McCarthy, Stalin, Pío XII.

2. El 68 fue precedido y preparado por el derrumbe del antiguo orden colonial, particularmente en el continente africano. Si la independencia de la India (1948) y la victoria de la revolución china (1949) cierran los reajustes posteriores a la Segunda Guerra mundial, Argelia inicia en 1954 la larga marcha de la liberación de los países africanos y árabes, sin contar entonces con otro apoyo externo que el de los argelinos residentes en Francia. En ese mismo año, Dien Bien Phu marca la humillante derrota de uno de los mayores ejércitos coloniales de la época a manos de soldados y jefes militares vietnamitas. Nadie puede olvidar la fuerza del impacto combinado de estos acontecimientos en Francia y en Europa.

En 1956 la expropiación del Canal de Suez es otro de los hitos de la revolución colonial africana. En 1962, cuando Francia firma los acuerdos de Evian y reconoce la independencia argelina, la descolonización del continente, retrasada todavía en las colonias portuguesas y en el sur de Africa, en lo esencial se había cumplido.

Franz Fanon, en Les damnés de la terre, publicó en 1961 el manifiesto político-literario de esta liberación. El prólogo de Jean-Paul Sartre era una prenda de la alianza con lo que luego sería la nueva izquierda metropolitana. Es preciso, por eso, no olvidar que el retiro de las potencias coloniales tuvo lugar como resultado de una convergencia entre la revolución en las colonias, bajo direcciones con diferentes grados de radicalidad, y la resistencia de la juventud en las metrópolis a ser carne de cañón en las guerras coloniales. Esta combinación, muy clara en el caso argelino, se repitió años después, al fin del ciclo, con la revolución de los claveles en Portugal en 1974, así como se había presentado en Estados Unidos a partir de la intensificación de la intervención militar en Vietnam desde 1964.

3. Entre esos mismos años, la confrontación bélica entre Estados Unidos y la Unión Soviética tocó su punto culminante en la crisis de los cohetes. Fue precedida por la confrontación entre la Unión Soviética y las dos grandes potencias europeas, Gran Bretaña y Francia, en torno a la nacionalización del Canal de Suez. En ambos casos, ante los países de Occidente y los países del Tercer Mundo se presentaba una convergencia entre revoluciones nacionales —Egipto en un caso, Cuba en el otro— y el apoyo militar-nuclear de la Unión Soviética.

La crisis de los cohetes en octubre de 1962 fue, tal vez, el momento en que esa confrontación llegó a un punto intolerable. Entonces sospechamos, ahora sabemos por la conferencia de enero de 1992 en La Habana y otros testimonios y documentos, que en efecto fue sólo por azar, y no por ninguna otra razón, que la guerra nuclear no estalló en esos días. Si las tropas de Estados Unidos hubieran desembarcado en la isla -decisión que se discutió en Washington en la presunción errónea de que la orden de respuesta dependía de Moscú y no de La Habana-, desde Cuba habrían partido los cohetes nucleares hacia territorio de Estados Unidos y lo irreversible e irremediable habría sucedido.

Este instante intolerable de confrontación nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética todavía no ha sido explorado en toda su significación.

Pese a la diferencia entre la virtualidad de este conflicto no ocurrido y la materialidad de los conflictos bélicos en las fronteras -Vietnam, por ejemplo-, es posible afirmar que en la conciencia de las naciones y de sus sociedades aquella confrontación del fin del mundo -al borde literal del Armagedon- marcó más que ninguna otra el clima de la época. En ese clima maduró el 68.

Hubo en esa confrontación además un elemento imborrable: era la primera vez que ocurría en los bordes de la “fortaleza americana” y era también la primera vez que un pequeño país, una casi excolonia de Estados Unidos, se atrevía a alzar la mano armada con cohetes nucleares contra el territorio de la metrópoli imperial. Es el desafío que no le ha sido perdonado a Cuba y a su régimen. Cualquiera otra cosa ocurra o haga Cuba, las que recuerdan y piden venganza, como en el caso de Vietnam, son las visceras mismas del imperio, allí donde se aloja su memoria

Pasado ese instante al borde del fin del mundo, es posible discernir en los dos poderes mundiales de entonces un movimiento de repliegue mutuo tácita o explícitamente concertado, una especie de segundo Yalta innominado. Para 1964 los dos grandes protagonistas, junto con Fidel Castro, de la crisis de octubre, Kennedy y Jruschov, han sido separados del mando, uno asesinado, el otro destituido. Cada superpotencia parece dejar manos libres a la otra para poner orden en su propio campo. La Unión Soviética se adentra en su larga disputa con China, restablece el orden en Praga y Varsovia en 1968 y aumenta sus presiones para alinear a Cuba a su política. Estados Unidos no es ajeno a la devastadora contrarrevolución en Indonesia en 1965, ve con beneplácito la caída de Ben Bella en Argelia en junio de 1965, realiza una intervención militar directa en Santo Domingo ese mismo año, apoya a Israel en la guerra de los seis días en 1967, aumenta su escalada militar contra Vietnam y sostiene o promueve todas las operaciones de restablecimiento del orden en América Latina, desde Brasil en 1964 hasta Chile en 1973, sin relajar en momento alguno la presión sobre Cuba.

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Pero es significativo señalar que no sólo las guerrillas africanas y latinoamericanas por un lado, y Vietnam por el otro, intentaron sin lograrlo zafarse de ese esquema bipolar de poderes. Cuba y Argelia, entre 1963 y 1965, acentuaron un acercamiento, en un intento de establecer una especie de minieje revolucionario que les permitiera por un lado escapar al segundo Yalta y por el otro evitar tomar partido y verse atrapados en la disputa chino-soviética. La visita de Ben Bella a La Habana en 1963 y el viaje del Che Guevara a Argelia en 1965 son las puntas visibles de este intento audaz y algo utópico, cerrado con la caída de Ben Bella en junio de ese año.

4. Entre 1956 en Suez y 1962 en Cuba estuvieron por romperse la paz de Yalta y el orden mundial sobre ella establecido. Entre esos años se ubicaron también, y no por acaso, los dos devastadores informes de Jruschov sobre Stalin y el stalinismo (XX y XXII Congresos del PCUS).

Pero entre esos años uno de los dos grandes guardianes de ese orden, la Unión Soviética, tuvo que enfrentar también un abierto desafío dentro de su sistema: Polonia, y sobre todo Hungría, en 1956. Particularmente en Hungría, una revolución nacional se articuló sobre los consejos de fábricas, la movilización de la juventud y de la sociedad entera y la rebeldía del gobierno (Imre Nagy) y de su ejército (Pal Maleter) contra la tutela soviética. Democracia política e independencia nacional eran los objetivos. Los tanques soviéticos restablecieron el antiguo orden.

Muchos años, es cierto, separan a 1968 de la revolución húngara. Pero no tantos como para no considerarla un antecedente, si se constata su continuidad con la primavera de Praga, donde la misma combinación apareció: un gobierno comunista democratizador rebelde, una rebelión de la juventud y de la nación y la aparición generalizada de consejos de fábrica.

Como en Hungría, como en Polonia, las fábricas fueron sujeto característico de la primavera de Praga, como lo fueron en el mayo francés, en el maggio rampante italiano y en la violenta marea de ocupaciones de fábrica en Argentina entre 1969 y 1970. Era un aire de época. Si el mundo ha cambiado, no por ello tienen que cambiar la memoria del cronista o la del historiador.

Checoslovaquia, el país más avanzado industrialmente de la Europa dominada por la Unión Soviética, buscaba, junto con la independencia y la democracia, la modernización y la ruptura con el clima de asfixia intelectual y tecnológica propio de la dominación burocrática. Cine y literatura habían sido, en los años 60, heraldos de esa primavera

Prevalecieron las razones de Estado, las razones de bloque (la doctrina brezneviana de la “soberanía limitada”) y las razones de Yalta Los tanques cerraron lo que habría podido ser la última tentativa para iniciar o desatar en lo que era el bloque soviético un cambio hacia la democracia, una modernización que no fuera al mismo tiempo un ingreso al capitalismo.

En Praga fue ahogada la ruptura en el Este, que ya estaba volviendo a tener ecos en Varsovia y en Budapest.

5. El mayo francés fue precedido, como bien se sabe, por diversos movimientos entre los trabajadores franceses. Ninguno de ellos permitía presagiar lo que mayo sería. Otro antecedente inmediato, esta vez internacional, preparó ese mayo: fue la ofensiva del Tet en Vietnam y la larga ocupación de la embajada de Estados Unidos en Saigón por los guerrilleros vietnamitas.

Nada me toca agregar aquí sobre lo que tanto se ha dicho y escrito, en particular en cuanto a la absoluta originalidad y creatividad del movimiento estudiantil y juvenil francés. Quiero sin embargo recordar, en el marco de esta visión de una ruptura que no llegó a ser, que la ocupación de las fábricas por diez millones de trabajadores con la bandera roja como emblema fue un acontecimiento sin precedentes en la historia francesa. Ambos movimientos plantearon en los hechos, sin poder ir más lejos, la visión de un mundo diferente no concebido como una utopía sino como una realidad alcanzable, al margen de los aparatos políticos y sindicales realmente existentes que en el 68, en todas partes, tuvieron que reacomodarse con retardo al ritmo de los acontecimientos, después de haber intentado resistirlos de frente, como fue el caso del Partido Comunista Francés.

Huelga general, fábricas ocupadas, banderas rojas en sus torres y barricadas estudiantiles en las calles eran un desafío en los límites. Es fácil constatar hoy que era inevitable el reflujo de la marea y el retorno de la normalidad. No era tan predecible ni visible cuando los hechos ocurrían y marcaban, de cualquier modo, un parteaguas político y cultural en el siglo.

6. Tal vez fue en Italia donde el movimiento hacia la ruptura en esos años caló más profundo en las estructuras sociales. Si es preciso buscar sus antecedentes, hay que remontarse a la huelga de los cien mil obreros de la Fiat en Turín a principios de 1962 y los combates callejeros de Piazza Statuto. El 68-69 italiano fue madurando en los conflictos de fábrica y en la elaboración teórica de algunas corrientes de la izquierda socialista, una de cuyas figuras precursoras fue en esos años Raniero Panzieri.

El proceso, ya influido fuertemente por el mayo francés, se generalizó y culminó en las movilizaciones estudiantiles de 1968 y, más todavía, en los movimientos de los trabajadores italianos, desde la Pirelli durante 1968 hasta las luchas internas en la Fiat desde fines de 1968 hasta mediados de 1969. En esas movilizaciones que recorren las fábricas y las ciudades italianas se disputa el control de los procesos productivos, se eligen delegados de departamento y comisiones de fábrica, se pone en cuestión el control sobre las empresas y la organización capitalista del trabajo y se transforman las estructuras sindicales tradicionales, en un principio reacias al movimiento y desbordadas por éste.

El movimiento culminó en el “otoño caliente” de 1969, verdadero asalto al comando del capital en los lugares de producción, del cual surgieron cambios duraderos en la relación entre capital y trabajo al nivel de la producción, de las leyes y de la cultura social. Así como el maggio rampante italiano fue largo y difuso, también lo fue el restablecimiento del orden que cubrió en Italia la década de los setentas -con sus múltiples turbulencias, entre ellas la marea alta del feminismo italiano- hasta la derrota de la Fiat en 1980.

El “otoño caliente” había llevado el desafío del trabajo al capital hasta los bordes de una ruptura. Dejó secuelas imborrables. Pero no fue más allá, porque en sus protagonistas sociales, lo mismo que en Francia, no había una idea clara -¿podía haberla?- de qué había, si es que algo había, más allá de esos bordes.

7. Creció en esos años en Estados Unidos el movimiento contra la guerra de Vietnam y el movimiento negro de liberación con sus diversas y a veces hasta opuestas figuras dirigentes y programas. Como en Francia, en Italia, en Alemania y en México, las universidades se movilizaron, hicieron huelgas, mítines, fiestas, se desbordaron sobre las ciudades, desafiaron las costumbres y la moral establecidas. Menos radical en sus contenidos de clase, el movimiento estadunidense lo era sin embargo en grado extremo en cuanto se negaba a apoyar y a participar en la guerra colonial contra Vietnam, saboteaba al ejército nacional y desafiaba en público sus órdenes de reclutamiento. Era un enorme movimiento anticolonial en la metrópoli, cuyos participantes, a diferencia de los franceses y los italianos, no cuestionaban el orden político-social establecido pero se alzaban en los hechos y en la acción contra uno de sus pilares: la guerra externa.

Como es bien sabido, esta disgregación del frente interno, sobre todo en la juventud, fue factor determinante en la derrota de Estados Unidos en Vietnam. Esa experiencia, dígase lo que se quiera, nunca ha sido borrada de la conciencia de esa nación. Fue parte de la gran crisis de Occidente en esos años finales de la década de los 60.

8. En este clima, inolvidable para quien lo vivió y, como siempre, difícilmente registrable en la letra impresa, se preparó la rebelión estudiantil y popular mexicana de 1968. Digo inolvidable porque la memoria registra lo que tal vez las crónicas no precisan: la enorme influencia que tuvieron los acontecimientos del mayo francés en la imaginación de los estudiantes mexicanos.

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Las noticias y las imágenes de París parecían decir que todo era posible y que los estudiantes -ese sector tan móvil, impredecible e importante en las aún no bien consolidadas estructuras de clase de muchos países latinoamericanos- podían atreverse a cambiar el mundo. Esas imágenes se combinaban con el impacto duradero de la revolución cubana, encabezada en 1959 por una dirección que, engendrada en la Universidad de La Habana, había llegado al poder armas en mano y seguía resistiendo a la bête noire tradicional del nacionalismo mexicano: Estados Unidos.

El 68 mexicano comenzó, precisamente, cuando una manifestación juvenil para celebrar el aniversario del 26 de julio intentó entrar al Zócalo, la Plaza Mayor de la Ciudad de México, frente al Palacio Nacional y a la Catedral. Ese recinto estaba vedado a las manifestaciones. Querer invadirlo era un desafío. Los manifestantes pedían, además, derechos democráticos y libertad para los presos políticos, algunos encarcelados desde 1959 -nueve años- por haber encabezado una huelga ferroviaria, otros pertenecientes a diversas agrupaciones de izquierda apresados desde 1966 en adelante. La manifestación fue reprimida por el cuerpo de granaderos, armados de garrotes y protegidos bajo sus cascos y tras sus escudos. Tres días antes el mismo cuerpo había invadido los locales de una escuela vocacional y golpeado a los estudiantes. El gobierno declaraba que era preciso asegurar la “paz pública” en vísperas de la XIX Olimpiada que se iniciaría en México en octubre. Lo que hacía era preparar una gran matanza.

Los jóvenes manifestantes del 26 de julio, lejos de dispersarse, respondieron a la agresión. A partir de allí, recuerda hoy Carlos Monsiváis,

Es vertiginoso lo que ocurre en una sola noche: camiones quemados, corretizas, enfrentamientos mínimos y barricadas en el antiguo barrio universitario, cerco granaderil a la Preparatoria de San Ildefonso, allanamiento de los talleres en donde se imprimía el periódico del Partido Comunista Mexicano, en suma, las acciones incalificables del terrorismo de Estado. Al día siguiente, el jefe de policía Luis Cueto da nombres de algunos de los 76 detenidos y es vehemente. Lo sucedido corresponde a “un movimiento subversivo… que tiende a crear un ambiente de hostilidad para nuestro gobierno y nuestro país en vísperas de los Juegos de la XIX Olimpiada”. En la madrugada del 30 de julio, dos secciones de paracaidistas y un batallón de infantería, con tanques ligeros, jeeps con cañones de 101 milímetros y bazucas toman dos escuelas preparatorias y la Escuela Vocacional 5, no sin destruir a bazucazos una puerta de la Preparatoria de San Ildefonso.

Durante los meses de agosto y septiembre, el movimiento estudiantil por la libertad de los antiguos y los nuevos presos políticos se extiende y se intensifica. Los estudiantes de la Universidad Nacional y del Instituto Politécnico Nacional forman un Consejo Nacional de Huelga que asume la dirección del movimiento y se constituye por delegados, por escuelas y facultades elegidos en asambleas y responsables ante ellas. Los activistas estudiantiles recorren la ciudad, distribuyen volantes, realizan mítines relámpago y actos en los autobuses de pasajeros, se enfrentan con la policía simultáneamente en diversos puntos de la ciudad. Hay heridos y muertos, no se sabe cuántos porque la prensa totalmente controlada por el gobierno no informa y sólo los volantes y los rumores esparcen las noticias.

El rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, apoya públicamente al movimiento, encabeza una de las manifestaciones y lo cubre con la autoridad de su cargo. La Universidad como cuerpo se opone a la represión. Los estudiantes ocupan el Zócalo en una enorme manifestación el 27 de agosto, en medio del apoyo de la población de la ciudad, y luego se dirigen a la cárcel de Lecumberri a demandar a gritos la libertad de los presos. El 13 de septiembre otra gran manifestación recorre el centro de la ciudad. El gobierno responde enviando al ejército a ocupar el campus universitario. Las manifestaciones se suceden, apoyadas por la población. El número de presos políticos aumenta, a medida que ha ido creciendo el movimiento estudiantil cuyas principales demandas eran la libertad de los presos políticos, la destitución de los jefes policiacos responsables, la disolución del cuerpo de granaderos, la derogación de la legislación represiva y la indemnización a los familiares de los muertos y heridos en el movimiento.

Lo que se ha sintetizado hasta aquí no pasa de ser una movilización por derechos civiles y democráticos contra un gobierno autoritario y represivo y contra un partido de Estado que detenta el poder al menos desde 1929, cuarenta años antes. La respuesta final de ese poder respondió a sus visiones y obsesiones, propia de regímenes de partido único que se confunden a sí mismos con la nación y con el Estado, antes que a las amenazas o las intenciones del movimiento. Como haría el régimen chino veintiún años después en Tiananmen, el régimen mexicano cortó el movimiento estudiantil por la democracia con la masacre del 2 de octubre de 1968: entre 300 y 400 muertos, según las estimaciones atendibles, fue el resultado del ataque del ejército contra una manifestación de estudiantes reunida en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. La orden fue dada por el presidente Gustavo Díaz Ordaz.

La crueldad perversa de la decisión resulta más evidente si se recuerda que para entonces el movimiento estudiantil ya estaba en repliegue y que una negociación con algunas concesiones, que los estudiantes esperaban, habría concluido el movimiento y ahorrado la matanza. El régimen, sin embargo, no podía perdonar el desafío y quería hacer un escarmiento. Lo pagó muy caro.

El movimiento había durado 68 días y terminó dejando, además de los muertos, muchos cientos de presos políticos que empezarían a ser puestos en libertad apenas en el curso de 1971. El 7 de octubre se inauguraron los Juegos Olímpicos, bajo la orwelliana consigna oficial: “Todo es posible en la paz”. Quienes desde nuestras celdas en la cárcel de Lecumberri los pudimos seguir por televisión, vimos cómo dos atletas negros de Estados Unidos, al subir al podio después de alcanzar el primero y segundo lugar en una de las pruebas, saludaron al himno de su país alzando el puño con un guante negro, símbolo del Poder Negro de esos días; y cómo una gimnasta checoslovaca, al escuchar desde el mismo podio el himno soviético, bajó la cabeza y cruzó su pecho con el brazo en señal de duelo por la ocupación de su país.

La sociedad mexicana ha cambiado desde 1968 y, en diferentes niveles, normas democráticas y costumbres civiles se han extendido. Sin embargo, el mismo partido ha seguido sin interrupción gobernando al país y no es todavía el momento, veinticinco años después, en que acepte el principio de alternancia en el gobierno, es decir, en que el régimen político mexicano deje de identificar partido con gobierno, gobierno con Estado y Estado con nación. La democracia en México, por la cual se movilizaron y fueron reprimidos los estudiantes y los mexicanos de 1968, sigue siendo una aspiración pendiente.

9. ¿Hubo en 1968 y en sus prolegómenos aquí resumidos un peligro o una amenaza de ruptura del orden global existente? Vistas las cosas a un cuarto de siglo de distancia, la respuesta parecería ser negativa. Vividas en aquellos años por sus protagonistas, ciertamente estaban convencidos de lo contrario. Pero sin esa creencia ni el 68 habría llegado a ser lo que en realidad fue, ni tampoco ningún otro momento parecido de la historia.

¿Hubo en cambio lo que llamo una ruptura en los bordes, es decir, un desafío generalizado al orden mundial existente, el establecido después de Yalta, un desafío no deseado por ninguno de los signatarios de ese orden y promovido o protagonizado por quienes de ese orden y sus derivados estaban excluidos? Diría que sí y que cada 68 nacional, lo imaginaran o no sus protagonistas, era una síntesis específica, según las circunstancias y la politicidad propia del país dado, de ese desafío: desde el asalto obrero contra el capital y la rebelión colonial contra los imperios hasta las luchas por la democracia, contra la guerra, por nuevas sensibilidades, culturas y libertades, por la irrupción de la juventud y de las mujeres en espacios políticos y sociales controlados hasta entonces casi en exclusiva por los machos adultos.

Pero, viable o no, la amenaza de ruptura determinó cambios en el orden establecido, cambios que después se llamaron modernización o reestructuración. Sin la disputa del comando del capital en los lugares de producción, no se habría apresurado la introducción de las tecnologías microelectrónicas ni la reorganización de la producción ni los rápidos cambios en la empresa, el trabajo, el uso de la información -en una palabra, en toda la relación de capital. No fue la competencia entre capitales, como una visión de las apariencias podría indicar, sino la disputa límite entre trabajo y capital la que impulsó al inicio a éste a su radical y global reestructuración. Sobre ésta, la competencia por supuesto hizo su obra, y a fondo.

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Del mismo modo, la confrontación militar contribuyó a acelerar la innovación tecnológica y la transformación del capital. Otro factor concomitante fue la crisis y la conclusión de la dominación colonial clásica junto con la emergencia de nuevas capas dirigentes en esos países, que redefinieron a través de las guerras de liberación la relación entre las naciones y la relación del capital de las metrópolis con los nuevos Estados nacionales.

Las movilizaciones por los derechos civiles y contra la discriminación racial en Estados Unidos crearon a su vez las condiciones para profundizar las relaciones capitalistas en el paraíso de esas relaciones, del mismo modo como la liberación de las costumbres amplió el reino de los intercambios de todo tipo en que el capital acelera sus latidos cuando otra forma de organización social no lo amenaza. Y por su parte las guerrillas de América Latina, hijas de la revolución cubana y también del 68, al final resultaron precursoras o promotoras, a un costado de lo que sus protagonistas querían, de la modernización de sociedades agrarias y de la democratización de Estados oligárquico-dictatoriales.

Si esto es así, la generación rebelde de 1968, como muchos sospechan, abrió las puertas para un mundo nuevo, pero no el que ella había soñado. No importa especular, creo, sobre el destino de aquella generación. De lo que se trata es de cómo su irrupción cambió a Occidente y de cómo los espacios que inauguró, pese a todo, no han vuelto a cerrarse para las nuevas generaciones, pese a los desafíos frustrados y los sueños no cumplidos. Si la realidad no se amplió demasiado, si fue aquélla la ruptura que allanó el camino para un nuevo orden opuesto al que soñaban, lo cierto es que el orden anterior no regresó y cambiaron los modos de imaginar y de proyectar el porvenir.

10. Alguien que joven ya no era, Ernesto Che Guevara -tocaba los 40 años de su edad-, se convirtió para la juventud estudiantil en emblema universal del sentimiento y de la ética de sus propios movimientos. En su alejamiento de Cuba y del poder para empezar otra vez a combatir desde la nada, en su no pertenencia a ningún país sino a todos, en sus gestos, en su vida y en su muerte, el Che Guevara parecía simbolizar el destino realizado de esos jóvenes que no querían sustituir a los poderes existentes, sino negarlos. Muerto en Bolivia el año anterior, su imagen apareció en todas las movilizaciones de 1968 casi como un programa de vida.

Para esa imaginación, el Che Guevara resultaba la encarnación del mito revolucionario tal como lo habían concebido Georges Sorel y José Carlos Mariátegui, a cuyas influencias Guevara mismo no era extraño. No importa aquí dilucidar si esa imagen correspondía a la realidad de sus ideas. Importa registrar que la simultaneidad de la figura del Che dando la vuelta al mundo resumía el espíritu del 68: veían en él la oposición al poder antes que la lucha por el poder. Si esto es defecto o virtud, o las dos cosas, no es cuestión para ser tratada en este escrito. Por otra parte, el Che no era anarquista, sino un hombre que renunciaba a un poder para él ya perdido en Cuba para intentar la conquista de otro todavía por ganar en Sudamérica. No lo logró.

El cenit de su carrera fulgurante había quedado atrás, en la crisis de octubre de 1962. Tenía Guevara la edad del Dante cuando éste, nel mezzo del cammin di nostra vita, inició su viaje a los Infiernos. Aunque él no lo supiera —nadie conoce, sino tarde o nunca, el apogeo de la propia vida—, la intuición de aquel punto culminante aparece en su carta de despedida a Fidel Castro.

Un escritor húngaro y judío de 24 años, Miklós Harazsti, recuperó en una poesía de 1969 la mirada irónica y rebelde con que su generación había visto el desafío y la muerte del guerrillero y había inventado al Che como el Mito-Imagen de la ruptura de 1968. Se titulaba Los errores del Che:

1. Subjetivismo Como no conocía las leyes de la administración nunca pudo afirmar su popularidad sobre bases objetivas. Para acallar el rumor en los mítines informaba a las masas los secretos de los dirigentes 2. Complicidad Estaba muy de acuerdo con los norteamericanos se tienen indicios seguros de que mantenía una complicidad objetiva con ellos. Por ejemplo quería tantos Vietnams y ni uno menos como los norteamericanos. 3. Hipocresía Era un impostor ya que ni siquiera creía en la fuerza de sus propias ideas. Nunca cesaba de afirmar que no habrá y que no hay revolución si ninguno la hace. 4. Izquierdismo Predicaba una moral del trabajo por el trabajo pero a decir verdad negaba obstinadamente que el reconocimiento de todos cuyo símbolo es el dinero nos estimule para actos heroicos. 5. Aventurerismo Justo en la mitad de su carrera abandonó a su familia, una familia numerosa. Prefiriendo los gestos espectaculares a los honorables cargos de médico, banquero, ministro, al título venerable de ex combatiente. 6. Revisionismo Se decía marxista pero curiosamente ignoraba lo que el humanismo comprueba desde hace dos mil años. A saber, que quien por las armas combate, por las armas morirá.

11. Se dice a veces que la generación de 1968 llegó al poder y en él está instalada. Si esto es verdad para algunos individuos, no lo es para muchos otros y tampoco para la generación, si contamos como tal a los millones que bajo incontables formas se movieron para intentar cambiar la realidad. El destino de una generación no se mide por los que se instalan en las cúspides, sino por los que, sin llegar a otra cosa que a realizar su vida, vivieron su juventud en coherencia con sus ideas, cuando la vida aún no tenía para ellos la fuerza material para amarrar sus fuerzas ideales.

Prefiero ver de otro modo a las generaciones y a los cambios. Prefiero enlazar la cadena de entregas y rupturas juveniles, generación tras generación, que en muchos duran junto con sus ideas hasta las altas edades de sus vidas. Prefiero unir la sucesión de generaciones que va desde los populistas rusos de los años ochenta del otro siglo; a la que sigue de los anarquistas, los socialistas y los sindicalistas revolucionarios al virar el siglo y en sus dos primeras décadas; a la sucesiva de los bolcheviques, los comunista, los rebeldes coloniales y las Brigadas Internacionales cuya juventud ardió en los años de fuego entre los veinte y los cuarenta del siglo XX; a su heredera, la primera generación del final de la guerra, la liberación y la posguerra, la que como el Che Guevara rondaba los veinte años en el 48; hasta la que hace un cuarto de siglo, en 1968, se metió también, como las otras, a cambiar la vida y el mundo a los veinte años de su propia edad.

Si así las vemos, divisaremos tal vez los contornos de un ciclo de rebeldía que cada vez se repite y se renueva, una sucesión de aventuras vitales individuales y colectivas que, cualquiera sea el destino posterior de cada uno, marcan hasta el final a quienes cuando jóvenes en esos ciclos se embarcaron.

Cada una de ellas vivió, a su modo y en su tiempo, el Mito de la Lucha Final, esa “ilusión muy antigua y muy moderna”, esa “estrella de todos los renacimientos”, como llamaba el peruano José Carlos Mariátegui, a la mitad de los años veinte, al mito recurrente que describió en su ensayo llamado, precisamente, La lucha final:

El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de la creencia de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá, aunque en la entraña porte su germen (…).

El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigación filosófica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le sería dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el filósofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, actúa. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desvía de la duda estéril. No ambiciona más que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.

Y como de los hombres, así de las generaciones.

México, DF/París, agosto-septiembre 1993.

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