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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

El “huracán” en Brasil

El triunfo de Jair Bolsonaro en primera vuelta con más del 46% de los votos es un mazazo que remite al voto masivo a un candidato de extrema derecha, que hizo campaña con manifestaciones hasta ahora consideradas inconfesables, mostrándose “auténtico” al decir lo que otros piensan pero callan. Ya se ha hablado mucho sobre xenofobia, racismo, misoginia, homofobia, reivindicación de la dictadura militar, de la tortura y el asesinato de opositores. Se destaca menos otro rasgo de su candidatura, cual es la asociación creciente con lo más rancio del gran capital, a través del nombramiento de un futuro ministro de Economía, Paulo Guedes, que quiere profundizar al máximo las reformas neoliberales emprendidas ya en épocas del PT y continuadas con entusiasmo por el ilegítimo gobierno de Michel Temer. La Bolsa de Sao Paulo festejó con una fuerte alza el triunfo de quien no era su candidato al comienzo de este proceso electoral, pero llegó a serlo al captar el grueso de los votos de la derecha y constituirse en la única opción capacitada para derrotar a la candidatura del PT.

A la hora de explicarse los por qué de ese triunfo hay que fijar la vista en cómo llega Brasil a esas elecciones. Atraviesa una crisis económica con profunda recesión y desempleo creciente, el conjunto de la dirigencia política se halla desprestigiada por la corrupción profunda de sucesivos gobiernos, con los del PT en un lugar destacado, y el deterioro de todo el sistema de partidos, al que muchos brasileños desean barrer de una vez y para siempre. “Mensalao”, “Lava Jato” y demás causas penales convertidas en espectáculo han llegado a convertirse en sinónimo de “la política”, toda ella venal y detestable. Son numerosos los que echan las principales culpas en el PT, que gobernó más de una década hasta 2016, y al que ven como factor desencadenante de un “caos” en el que se debate toda la sociedad brasileña. Al cuadro de la crisis se une el crecimiento de la violencia callejera y las diversas manifestaciones de criminalidad, con una consiguiente demanda de “seguridad” que ve a ciertos derechos y garantías como un obstáculo a remover.

En lo institucional, las elecciones presidenciales son el punto de llegada de un conjunto de mayúsculas irregularidades, sobre el fondo de un golpe de estado no tradicional y la posterior exclusión del candidato más popular, que siempre lideró con amplitud las encuestas. Esa proscripción se completó con la negación de la palabra pública para Lula, que no pudo dirigirse por los medios a la sociedad brasileña. El que la primacía electoral haya podido pasar del ex presidente al líder reaccionario, habla de la labilidad de la construcción política del PT, que entendió su labor hacia las clases subalternas como distribución de recursos y no como transformación de relaciones sociales.

Bolsonaro ha logrado presentarse como la alternativa ordenadora frente al desquicio petista; no más irrupciones plebeyas, no más espíritu levantisco de movimientos sociales y minorías. Censura, disciplina, y toda la represión que sea necesaria, son parte de las vías para retornar a una sociedad gobernable y respetuosa de las jerarquías. Con esas propuestas se han alineado los intereses ligados al agronegocio; a la violencia radical contra la inseguridad (bala), y a las iglesias evangélicas (biblia) es una conjunción que le ha facilitado imponerse y podría convertirlos en componentes fundamentales de una futura coalición de gobierno y de su sustento parlamentario.

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El capitán retirado se ha presentado con bastante éxito como alguien nuevo, munido de una supuesta honestidad, un nacionalismo bastante vacío de contenido pero convocante (el verde amarelo de la bandera frente al rojo del PT) y sobre todo, como portador de la posibilidad de un orden eficaz, que termine con la corrupción, la violencia y el “desmadre” de pobres y delincuentes. Instituciones y principios pierden importancia, lo que debe primar es la firme voluntad de un líder que llega para poner fin a los más variados abusos y demasías.
También Bolsonaro apostó con fuerza y con éxito a interpelar a los variados sectores que ven en riesgo el lugar que ocupan en la sociedad. Apela al individualismo, la defensa de lo propio hasta el límite de la violencia, el rechazo del distinto en términos de raza o comportamiento, el retorno de los valores tradicionales en la familia y en la vida cotidiana, el hartazgo frente a todas las dirigencias, salvo la militar y la policial, portadoras de la violencia protectora del orden y la propiedad.

La ofensiva de la reacción a escala trasnacional

El fenómeno brasileño hay que ubicarlo en el contexto de crecimiento de corrientes de extrema derecha en diversos lugares del mundo. La riqueza cada vez más concentrada, las relaciones laborales de inestabilidad creciente y una dirigencia política cada vez más ligada al gran capital y menos a sus supuestos “representados”, generan un amplio descontento, que tiende a creer que la dirigencia política existente es la culpable de todo, con una visión desideologizada que no toma en cuenta la base social de los partidos ni su orientación ideológica, política de alianzas o postulados programáticos. Aplica por el contrario el prisma de expertos vs. ignorantes, eficientes vs. ineficientes y, sobre todo, honestos vs. corruptos. Esto da crédito a quienes se presentan como ajenos a la dirigencia política, más aún, por fuera de la política en su totalidad, gestores “honestos” y patriotas, dispuestos a aplicar soluciones drásticas, con la cobertura genérica de un nacionalismo exacerbado en la mayoría de los casos.

En la cúspide del poder mundial la entronización de Donald Trump en la presidencia de la principal potencia implica el retorno a una política imperialista pura y dura, sin concesiones liberales ni en política interior ni externa, propensa a la intervención militar y dispuesto a obviar pactos y negociaciones siempre que se pueda imponer el “América primero.” La caída de formas tradicionales de producción, sobre todo en la industria, han jugado un rol, acompañado por el sentimiento generalizado de que EE.UU ve deteriorado y amenazado su lugar de primera potencia mundial, sobre todo en el plano económico. La promesa ilusoria es el retorno de un capitalismo del tipo de la segunda revolución industrial, en el que las fábricas retornen a las fronteras norteamericanas, con trabajo y buenos salarios para los millones de trabajadores manuales blancos que votaron a Trump. Otra promesa, de alcance más general, es el volver a hacer grande a América, a recolocar a la potencia del Norte en el lugar preeminente a escala global.

Gran Bretaña cuando el Brexit, la algo insólita alianza italiana entre la Liga y el Movimiento 5 estrellas, hasta el importante porcentaje logrado por un partido de tendencias xenófobas y antiinmigrantes en Suecia, son, entre otras, expresiones de una oleada reaccionaria, que contradice la idea de democracias representativas con firme arraigo, en la que partidos y electores convergen hacia el centro, desechando las propuestas extremas. En Francia un fenómeno temprano como el Frente Nacional sigue en vigencia, con esperanzas incluso de imponerse en primera vuelta.

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En muchas partes de Europa juega un rol la pérdida de autonomía de los estados nacionales, frente a las burocracias de la Unión Europea, que teóricamente buscan conciliar los intereses del gran capital de los distintos países, sin más control que un parlamento europeo de funciones limitadas. Los tecnócratas con ropa de lujo y cuentas bancarias de millones de euros son percibidos con justicia como ajenos a cualquier interés popular, y no votados por nadie.

Juegan también factores internos en cada país, como el progresivo desmantelamiento de las políticas de bienestar, el desempleo creciente, sobre todo en sectores juveniles y en coincidencia con el incremento del flujo inmigratorio. El conjunto suele ir acompañado por el hartazgo con unas dirigencias políticas a las que se percibe lejanas, atadas a las grandes corporaciones y a poderes externos, cada vez más indistinguibles en sus propuestas programáticas, y más todavía en sus acciones concretas.

Las nuevas tendencias capitalizan el descontento radical y les dan un sesgo antipolítico y también antielite, que, lo sean o no, los presenta como outsiders, ajenos a la política tradicional. Operan con nuevos modos del proselitismo político, con las redes sociales a la cabeza. Los medios tradicionales pierden centralidad, los mensajes se vuelven anónimos o casi, las afirmaciones que allí se formulan son poco susceptibles de ser comprobadas. Las ultraderechas han demostrado ser audaces y persistentes en el uso de estos nuevos instrumentos, transgrediendo con fuerza el lenguaje de la corrección política y de la “sensatez” formateada al gusto de los sectores dirigentes tradicionales.

Es un discurso y una acción teñida de odio hacia enemigos a menudo escogidos entre las bestias negras del pensamiento conservador y reaccionario. Eso ha hecho Donald Trump, algo parecido pergeñó Bolsonaro para llegar a donde está. Buscan terminar con los tabúes de sesgo progresista e incluso liberal, con el rechazo activo de los cambios de las últimas décadas en la vida cotidiana y en la organización familiar, y la repulsa de las corrientes inmigratorias como factor de inestabilidad e inseguridad. Se presentan como restauradores de los valores auténticos de la nación, desgastados y hasta negados por las ideas y los sectores sociales a los que repudian.

Las respuestas populares

Cabe la pregunta de cómo pensar y actuar desde perspectivas populares y de izquierda, frente a estos nuevos fenómenos políticos que parecieran hoy destinados a arrastrar todo a su paso. Se necesita abandonar cierta “comodidad” arraigada en la idea de que la derecha se había vuelto “moderna y democrática”, y se trataba entonces de darle la disputa en un marco institucional estable y “civilizado”

Cómo hacerlo en Argentina, donde no tenemos un gobierno de ultraderecha, pero sí uno que pretende un “cambio cultural” que termine para siempre con la capacidad de organización y lucha de las clases subalternas.

Hoy las democracias representativas viven sumergidas en sistemas de partidos que no atacan al capitalismo ni cuestionan ninguna forma de propiedad, salvo la estatal a la que a menudo proponen privatizar o suprimir. La derecha radical se fortalece también desde ese marasmo de carencia de propuestas de cambio.

Se sabe que hay gravísimos problemas que tienden a empeorar y frente a ellos la perspectiva anticapitalista no está en la agenda. Si no es el capitalismo el culpable ni lo son las clases explotadoras que perciben enormes beneficios, el enemigo puede construirse en gran medida en el interior de las clases populares: trabajadores que no cumplen requisitos de “productividad” y disciplina, pobres que viven de “subsidios” sin trabajar ni desear hacerlo, Inmigrantes que disputan el poco trabajo existente, mujeres demasiado independientes, minorías supuestamente inadaptadas o perezosas. A partir de allí las derechas plantean que se necesita terminar con largos períodos de decadencia; lograr que la nación vuelva a ser grande, potente, integrada “al mundo”, con capacidad de defensa militar.

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A propuestas radicales con asiento en las clases dominantes, hay que enfrentarlas con una apuesta de transformación radical, un proyecto de cambio social integral, más allá de que se la pueda poner al orden del día en el corto plazo. Las mareas sociales de largo alcance no se enfrentan con combinaciones electorales de ocasión, más o menos afortunadas, sino con una perspectiva de mediano plazo. Y requieren cuestionar no sólo la distribución de la riqueza, sino el modo de producción de la misma, la propiedad privada que le da sustento

En el mientras tanto el camino no puede ser otro que la promoción de una resistencia generalizada, con modalidades de desobediencia civil, en búsqueda de la articulación de todos los descontentos y con amplia política de alianzas…pero sin perder de vista el objetivo estratégico, definido como anticapitalista y socialista.

Una gran cuestión es cómo trabajar desde una perspectiva no vanguardista, que vea la conquista del poder como un proceso complejo, con pluralidad en las formas de organización y lucha, en las que pueden y deben converger diferentes tradiciones políticas y teóricas. Bolivia y Venezuela, con todas sus dificultades, nos señalan perspectivas interesantes en esa dirección. También Cuba, si bien allí el acceso al poder se dio en otra etapa histórica y con una estrategia guerrillera que hoy no aparece en la discusión, la construcción por seis décadas de una sociedad sin explotadores ni explotados es una referencia insoslayable.

Otra cuestión decisiva es la exploración de un internacionalismo renovado, que enfrente a los globalizadores desde la perspectiva de los globalizados. El gran capital tiene múltiples instancias internacionales, económicas y políticas; también las tienen las clases subalternas, pero sin la presencia y cohesión de otros tiempos.

Un tema global desde una perspectiva de izquierda internacionalista es el enfrentamiento con las grandes instancias del capital financiero internacional: El FMI, el BM, el G20. Las manifestaciones contra los foros más egregios de la gran empresa o de los estados nacionales más ricos que impulsan sus intereses, es una tradición reciente que hay que afianzar de modo progresivo. Una masiva manifestación anti G20-FMI en la reunión de noviembre debería ser un compromiso de honor para todas las fuerzas de izquierda, fortalecida con el repudio a la presencia de Trump en nuestro país. Y constituir un hito en la lucha aquí y ahora contra las políticas de la reacción, sin someterse al calendario electoral, ni subordinarse a las expresiones políticas del establishment, tomando como base la más amplia unidad de acción, sin la menor renuncia a nuestra independencia como opciones de los trabajadorxs y la izquierda.

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