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Japón: un viaje por la robótica, la sexualidad y la virtualidad

Durmió 35 días en hotel cápsula para escribir un libro de crónicas que aborda la distopía tecnofeudal japonesa. Un hotel atendido por robots, teen idols como diosas shinto y el mercado de bombachas sucias.

 

Durmió 35 días en hotel cápsula para escribir un libro de crónicas que aborda la distopía tecnofeudal japonesa. Un hotel atendido por robots, teen idols como diosas shinto y el mercado de bombachas sucias.El cronista y comunicólogo Julián Varsavsky viajó dos veces a Japón en un lapso de cinco años, entre los cuales estudió su cultura pop, la soledad moderna y conceptos antropológicos que subyacen a esa sociedad, para escribir el reciente libro Japón desde una cápsula (Adriana Hidalgo Editora). Su primera conclusión fue que Japón no es tan moderno como parece. Y lo fundamenta con un ejemplo. El hotel cápsula con sus habitaciones como nicho de cementerio es quizá la invención más japonesa imaginable: “De no inventarlo ellos, dudo que hubiesen surgido en otro lugar”. El autor plantea que desde la mirada etnocéntrica occidental, parece una locura no tener en la habitación una ventana, una mesa de luz, un mínimo espacio para caminar. Pero en el inconsciente colectivo milenario japonés, esto viene siendo normal desde hace siglos. En la casa tradicional se ha dormido siempre en una habitación donde reinaba un vacío ascético zen con paredes de papel: eran ambientes desnudos de decoración o muebles, salvo un tatami imperceptible en el suelo. Fue un mero espacio para dormir. Y el hotel cápsula es esa habitación a la que le han recortado el alrededor del tatami.

–La invención del hotel cápsula habla de una pragmática capacidad de adaptación.

-Esto se da en el contexto de un pensamiento oriental que, según Byung Chul Han, carece del concepto occidental aristotélico de la esencia invariable de ciertas cosas con estructuras fijas y categorías estancas. En el Lejano Oriente –entendido como Este de Asia– existiría un pensamiento con raíces en el confucianismo, el tao y el budismo, donde la existencia del ser y el devenir de todo es fluido, mutante y laxo. Nada existe en estado puro ni en absoluta quietud, sino en permanente transformación: por eso no conciben una idea de la esencia fundamental de algo. La relación entre los opuestos es porosa: blanco y negro –o adentro y afuera– no forman contradicción sino complemento, como el símbolo del Yin y el Yang cuyas mitades entran una en la otra. Estas formas de pensamiento dotarían al sujeto oriental de una mayor adaptabilidad al cambio. Por eso su relación con lo nuevo y las tecnologías es más natural y conviven con robots sin problema. Japón tiene muy alta densidad de población. Hay cementerios verticales donde uno presiona un botón y llega la urnita con el ser querido; hay estacionamientos verticales con jaulas robotizadas: uno deja el auto y lo ve irse al sexto piso. En un país donde la miniaturización de objetos es un arte e incluso una ciencia, el hotel cápsula es la pragmática solución hotelera al déficit espacial: es una adaptación a la circunstancia, un cuarto tradicional achicado y hecho con materiales plásticos flexibles. Esto no es para nada insólito en su contexto.

–¿Esa naturalidad hacia lo tecnológico y la robótica tiene otras implicancias antropológicas?

–En su libro Robo Sapiens Japanicus, la antropóloga Jennifer Robertson plantea que hay una relación entre el shintoísmo milenario japonés y el hecho de que decenas de miles de ancianos japoneses convivan con una blanca foquita robot llamada Paro. Esta mascota con inteligencia artificial les da el cariño y la compañía que sus hijos entregados al trabajo casi ilimitado no les pueden ofrecer. Pero no se trata de un juguete sino de un ente animado, igual que el perrito Aibo de Sony. Cuando se les rompe la foquita, muchos la lloran como si hubiese muerto. Incluso les contratan funerales en un templo budista. Desde la mirada occidental, esto puede parecer extravagante. Pero el fenómeno cierra antropológicamente en sí mismo. En la cosmovisión shinto-sincretizada con el budismo y aun presente, el mundo que habitamos se rige por hilos subrepticios movidos desde lo invisible. Es muchas casas hay un santuario donde las personas se comunican con sus ancestros. En la espada de un samurái habita el espíritu de un antiguo guerrero y durante la Segunda Guerra Mundial, un kamikaze de linaje guerrero tradicional se llevaba esa reliquia familiar a su vuelo fatal. Un venerado árbol de cerezo o una montaña tutelar como el Monte Fuji contienen un espíritu: son los camis, invisibles pero omnipresentes. En ciertos templos se adoran muñecas que tienen alma. Japón está lleno de espíritus, algo entendible en el contexto de que durante milenios predominó una religión animista adoradora de la naturaleza, que es fuente de alimento pero también de tsunamis y terremotos. Dicho esto: si esas fuerzas tan benévolas y destructoras a la vez están presentes en el mundo japonés, ¿cómo no van a estar dotados de alma ciertos objetos como los humanoides o focas ya casi imposibles de diferenciar de un original? Y que además nos miran, nos hablan, nos tocan, nos escuchan y hasta obedecen. Un robot idéntico a nosotros –desde la mirada occidental– es algo cuasi siniestro. Es el efecto Frankestein o Terminator potenciado por Hollywood. En el animé japonés clásico, los robots son más bien superhéroes salvadores como Mazinger Z y Astro Boy. Además, a nosotros los robots “nos vienen a quitar el trabajo”. Pero en Japón hay tasa decreciente de natalidad y una política de baja inmigración: no hay quien cuide a tantos ancianos. Y existe una escasez de mano de obra que se prefiere suplir –desde políticas de Estado– con robótica antes que “mezclando" la raza.

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–En Japón durmió en el primer hotel de la historia atendido por robots.

–Hasta hace poco eso era solo un juego: los dos primeros hoteles surgieron junto a parques de diversiones. Pero ya hay doce en contextos urbanos comunes. Así que la cosa viene en serio. A menos que algo falle, uno pasa su estadía completa sin interactuar con empleado humano alguno. El que fui queda cerca de Nagasaki. Uno va hacia el deck en la recepción y no hay nadie. O sí: dos velocirraptores y una humanoide tan perfecta como una estatua de cera mecanizada. Fui hacia ella. Al verme, se inquietó un poco mirándome fijo a los ojos. En inglés me ordenó hacer el check-in en una tablet. Una máquina emitió una tarjeta y la recepcionista me dijo que la colocara en un carrito bell boy junto con mi valija: el vehículo arrancó y lo seguí caminando hasta mi habitación. Pensé en una propina pero ¿a quién? Me recosté en la cama y le hablé a Churi-Chan, una primita rechoncha de Hello Kitty ocupando el lugar del velador. Le dije en inglés que prendiese la luz del techo y lo hizo: no hay switch en la pared. Le pedí una canción de Queen y me cantó Love of my life con voz latosa. Miré por la ventana y había una fantasmal cortadora de césped haciendo su trabajo. Salí al pasillo y una aspiradora circular recorría el suelo alfombrado. Fui a cenar a un restaurante autoservicio con tres cocineros robot: uno hace tragos, otro panqueques y el tercero helados. Al volver a la habitación le pedí a Churi Chan que apagara la luz. Pero mi felina cibernética se retobó: no contestaba ni obedecía. Se lo pedí de todas las maneras posibles, incluso en japonés. No hubo caso: terminé durmiendo con la luz encendida. Pronto las sensuales y poco costosas recepcionistas humanoides van a empezar a reemplazar a los recepcionistas de los hoteles cápsula, que si los observás trabajar, verás que lo hacen con la mecánica repetitiva de un robot. A los autómatas les falta mucho en movilidad, inteligencia y calidez, ese concepto local de perfección en el servicio al cliente llamado omotenashi. Ese desplazamiento no se dará de un día para el otro.

–¿Vamos hacia el fin del trabajo?

–No se sabe. Históricamente el avance tecnológico ha generado una destrucción creativa. Se ha venido desplazando oficios que rápidamente eran suplantados por otros nuevos. En su libro El auge de los robots, el periodista Martin Ford hace una comparación. Google generó ganancias por 1400 millones de dólares en 2012 con 38.000 empleados. Mientras que en 1979, General Motor produjo similares dividendos que Google, pero con 840.000 obreros. Es decir que los empleos nuevos se dan en empresas de tecnología digital e Inteligencia Artificial. Pero estas tienen un nivel de productividad y automatización inéditos: necesitan menos empleados. Por eso hay indicios de que esta vez podría ser distinto, generándose una lumpenización masiva de seres humanos con el agravante de que estas tecnologías han propiciado una acumulación de la riqueza nunca vista. Martin Ford recrea en su libro un diálogo no comprobado pero verosímil: Henry Ford II y Walter Reuther –un legendario líder sindical– recorren una fábrica recién automatizada. El CEO lo provoca diciendo:

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–¿Cómo harás para que todos estos robots te paguen la cuota sindical?

El otro le responde:

–Henry, ¿cómo vas a hacer para que compren tus autos?

Yo creo que conviene ir pensando desde ahora qué vamos a hacer en el hipotético caso de que el 20% de la población mundial se quede sin trabajo.

–Asistió a dos mundiales de fútbol de robots donde se plantean –como la computadora Deep Blue que derrotó a Kasparov– ganarle al equipo campeón mundial de fútbol humano en 2050. ¿Los ve cerca de esa meta?

–Allí entrevisté a programadores chilenos, alemanes, mexicanos, chinos e iraníes. Son optimistas. No lo confiesan pero saben que el 2050 está cerca con la meta aún lejos. Viendo el estado actual y los pingües avances robóticos entre los mundiales de los últimos diez años, no creo que alcancen su objetivo antes del año 2100. Y quizá falte mucho más. Pero en algún momento sucederá. Cuando un robot tenga la capacidad física y la inteligencia como para reemplazar al último crack humano del Barcelona F.C, ese día no solo habrá desaparecido la profesión de futbolista sino también casi todas aquellas que haya ejercido el hombre en su historia.

–Por ahora podemos respirar tranquilos

–Según se lo mire. Falta muchísimo para un Messi robot: ni él ni sus hijos lo verán. Pero para suplantarnos en la industria y en el sector servicios no hace falta una máquina muy ágil ni un cerebro digital tan potente como el nuestro: alcanza con brazos mecánicos muy precisos, fuertes y rápidos –ya existen– que obedezcan siempre, trabajen 24 horas y no cobren salario. La verdadera amenaza –dice Martin Ford– viene por el lado de brazos mecánicos de alta precisión, autos sin chofer, software de inteligencia artificial e impresoras 3D. Y sabemos que el avance tecnológico no se puede detener. Más bien habría que pensar en regular, tanto a las corporaciones como al uso general que se le pueda dar a las tecnologías. Y también habrá que autoregularse contra cierto carácter adictivo que poseen algunas.

–Publicó un libro de crónicas coreanas combinando filosofía y análisis geopolítico; ahora uno sobre Japón y está trabajando en otro sobre China que profundiza en la influencia de las tecnologías en la sociedad, la sexualidad y el trabajo. Pareciera que viaja para asomarse al futuro. ¿Qué observó en Japón sobre la sexualidad?

-Es algo exagerado decir que me asomo al futuro, pero sigo el juego: lo que se ve es un devenir tecnológico-social algo frío y deshumanizado, incluso descarnado. Pero mi objetivo es tratar de entender y no juzgar. La tasa decreciente de natalidad habla –en términos de Byung Chul Han– de la “agonía de Eros” en una “sociedad del cansancio” entregada a la maximización del rendimiento, sumida en pandemias de estrés y depresión con tasas estratosféricas de suicidio e incluso muerte por exceso de trabajo llamada karoshi. Sobran estadísticas que demuestran un descenso pronunciado de la libido, los matrimonios, los noviazgos y del sexo entendido como encuentro carnal. Pero lo reprimido siempre vuelve y esto ha dado lugar a una masiva industria del ocio para solitarios, un mercado de venta de afecto que está al margen de la prostitución (que la hay y mucha). En Japón existen miles de bares donde se ofrece algo de cariño verbal rentado y cronometrado. Miles de chicas estudiantes de colegio con su uniforme atienden cada tarde a oficinistas que llegan con el cerebro quemado; otras miles se visten de mucamita francesa y despliegan un ritual infantiloide mientras sirven helados con orejas de gato. Centenares de chicas reciben a señores o jóvenes solitarios, vestidas en pijama para jugar a las cartas o a la PlayStation. Miles, a lo largo de los últimos años, han vendido sus bombachas bien sucias a adultos misófilos a los que les alcanzaría con aspirar la fragancia de la juventud: y esas tiendas son legales. Cada vez resulta más difícil ir hacia el otro, y tanto la virtualidad como ese alquiler de compañía –hay quienes rentan actores que los visitan en casa para simular una familia– son intentos de subsanar esa soledad posmoderna. Y pensemos en el millón de hikikomoris, esos jóvenes solitarios que se encierran en su cuarto durante años, escapándole al bullying y la presión social de tipo confuciano por estudiar y producir. Detrás del deslumbramiento lógico que genera el Japón high-tech en el extranjero, hay un lado B algo sombrío en el que conviene poner la lupa.

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–En el libro, un entrevistado, el intelectual mexicano Mario Bogarín, conversa con usted sobre el documental Tokyo Idols y esas teens veladamente sexy que dan shows musicales para hombres, a las que se podría ver como niñas entronizadas en un sentido cuasi-sagrado: diosas shinto que son un ideal de pureza, la cual pierden con la mayoría de edad. Allí habría ciertos ecos de la geisha. Una vez más: Japón no es tan moderno como parece.

–Sin dudas en el tipo de relación hay elementos en común. Tienen algún cliente especial que consume muchísimo merchandising de la teen –recibe cartas manuscritas de ella con mensajes de amor pseudo-paternal– y él la ayuda en la producción de los recitales. Sobrevuela una relación de amae, un concepto antropológico japonés que es un amor de tipo filial y pedagógico, existente también entre un samurái y su aprendiz (a veces incluía relaciones sexuales consentidas entre esos guerreros). Aquel benefactor de la geisha era el danna, un cliente muy especial que podía recibir sexo a cambio. Hoy son figuras de otra época que aun “ayudan” a cubrir costos educativos (de la geisha y de la teen idol, aunque no tenga sexo con esta última). En esas teens del J-Pop, las cualidades musicales son secundarias: lo central es la veneración. Por eso viven como en una burbuja, inalcanzables, apartadas del mundo terrenal y no se les permite tener novio ni sexo: su contrato se los prohíbe y de ser descubiertas, su público se sentiría defraudado y las repudiaría. Hay que preservarlas en estado de pureza hasta que maduren y sean reemplazadas. Estos show tienen un trasfondo de ritual arcaico en un marco posmoderno –no exento de morbo– donde la magia la ponen los rayos laser. Si estudiás el fenómeno nepalí de las diosas vivientes Kumari, verás que es un proceso parecido en un contexto más medieval: niñas elegidas bajo un riguroso proceso de selección que son adoradas, viven encerradas en un palacio sin poder tocar el suelo ni a mortal alguno, hasta que menstrúan y desencarnan como diosas para volver a ser simples mortales. El mundo del shogunato ya no existe pero quedan sus ecos. El samurái pacificado es hoy un salary-man –un guerrero corporativo– que duerme en hotel cápsula, deprimido y cansado por jornadas laborales interminables: termina empuñando “la espada” contra sí mismo (la tasa de suicidio es de las más altas del mundo). En cambio el shogún devino en CEO tecnológico y se quedó con las pocas verdaderas geishas –no son las teens del J-pop–, un lujo solo para millonarios que las puedan mantener de por vida pagando su educación desde muy chicas.

 

 

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