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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

La violencia silenciada

Quizás, la principal victoria del proyecto genocida que sufrió la Argentina durante la década del setenta sea esa: el camuflaje simbólico de una violencia que consiguió que los discursos estructurantes del sentido común dejaran de llamarla violencia.

La escena se repite. En cualquier esquina de cualquier barrio. Adentro de un tacho de basura o alrededor de las bolsas que acumulan los desechos de quienes todavía saben qué significa la saciedad, alguien revisa y escarba para intentar escaparle al hambre. O sea, a no ser. O sea, a la muerte. El periodista Héctor Corti lo sintetizó en una nota titulada El Pulga: “Historia que no incluye cuatro comidas al día, una pelota en forma de regalo, jugar bajo el sol de una plaza, un árbol de Navidad, poner los zapatos para Reyes, una fiesta de cumpleaños, el guardapolvo blanco del primer día de clase, las caricias de los abuelos o un beso mamá de buenas noches”.

Karl Marx explicó qué define a la ideología en una época y en un lugar determinado: el proceso por el cual los intereses de las clases dominantes pasan a ser percibidos por el resto de la sociedad como los intereses de todes. ¿Será por eso que los colchones arrumbados con gente tiritando de frío se volvieron parte del paisaje sin que las tripas de quienes caminan a toda marcha terminen de arder? Eso es violencia. Silenciada violencia, disfrazada violencia, cínica violencia. A secas: violencia.

Jorgelina Ruiz Díaz y María Cristina Aguilar, dos docentes chubutenses, fallecieron esta semana en un accidente de tránsito cuando regresaban de protestar por los salarios adeudados y diluidos a causa de una inflación que sigue resultado una herramienta eficaz para acentuar la distribución regresiva del ingreso. Habían sido reprimidas. Habían sido ninguneadas. Habían sido estigmatizadas. Dicho de otro modo: habían padecido lo que vienen padeciendo les trabajadores que no se resignan a ser testigos de los coletazos finales de un renovado experimento neoliberal en vías de extinción. En un texto publicado en Revista Anfibia, Manuel Becerra, también docente, puso sobre la mesa un interrogante que adquiere potencia a medida que las injusticias se multiplican: “Es que, de nuevo, ¿cómo responder ante la muerte? ¿Cómo encontrar moderación, reflexión y sensatez con los cuerpos atravesados de dolor y bronca? Sólo quienes no conocen la cotidianeidad de las aulas (o ni siquiera: quienes no conocen la cotidianeidad de ser un laburante) pueden pretender paz social luego de meses de hambre, violencia y muerte de dos docentes”. Si no fuera contra la lógica que justifica su existencia, en una de esas sería el momento de pedirle moderación, reflexión y sensatez a la insaciable explotación del ser humano por el ser humano.

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No de casualidad las disputas por las interpretaciones de lo que ya sucedió se juegan en tiempo presente. Hay demasiado de lo que ocurrió que continúa ocurriendo -aunque desde ciertas usinas de poder se intente convencer acerca de la inutilidad de mirar hacia atrás-. Si así no fuera, ¿por qué habría violencias que gozan del privilegio de no ser nombradas como violencias? El sociólogo Daniel Feierstein elaboró una respuesta para desnudar dónde se ubica el límite conceptual que tanto cuesta quebrar en estos días: “Lo que buscan estas reinterpretaciones del pasado es cancelar los consensos post-dictatoriales, para permitir una relegitimación del accionar represivo sistemático y letal, del uso de las Fuerzas Armadas en el conflicto interno y de la anulación violenta de todo atisbo de reacción política que busque poner en cuestión la violencia estructural”.

La violencia estructural, esa que se manifiesta en la tasa de desempleo, en el porcentaje de gente bajo la línea de la pobreza, en la proliferación de asentamientos sin cloacas y en las escuelas que pierden maestras y maestros, suele ser presentada como un axioma desasociado de la violencia. Aseguran que siempre hubo, que siempre hay y que siempre habrá. No sería violencia entonces: sería una condición invencible y dada en todas las sociedades. Palabra exclusivamente reservada para el entramado vinculado a lo que con frecuencia se denomina delincuencia y para lo que muchos presuntos analistas calificados entienden como brotes surgidos de la actividad política, la acción de revolver tachos de basura para encontrar comida no sería consecuencia de proyectos políticos, económicos y sociales intrínsecamente violentos sino una circunstancia “lamentable” que se resolvería soñando con una Argentina unida que quisiera vivir mejor.

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Quizás, por la memoria de Jorgelina y de María Cristina y por la dignidad que le cabe al Pulga, sea bueno citar a Roberto Jorge Santoro, militante y poeta, poeta y militante, desaparecido desde el 1 de junio de 1977: “Uno más uno humanidad”. Quizás, por quienes recién nacieron y por quienes vendrán a poblar este mundo, valga la pena empezar a llamar otra vez a las cosas por su nombre.

 

Fuente: https://elfurgon.com.ar/2019/09/25/la-violencia-silenciada/

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