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Otra parte de la euforia: psicofármacos en la juventud argentina

Datos, testimonios y narrativas del uso de pastillas y el culto a la alegría permanente. En los consultorios y la TV, para la joda y en época de crisis: las pastillas abundan. Y también sus promesas.

(Imagen: Juan Pablo Cambariere)

Hace unos meses, HBO estrenó otra de sus exitosas series: Euphoria, o la versión sin edulcorante de Sex Education , esa otra gran galería sobre adolescencia y sexualidad, en este caso de Netflix. La del canal premium está escrita por Sam Levinson y protagonizada por la mega estrella pop Zendaya , ex chica Disney devenida en figura problemática y emblemática de excesos e influencia vía redes sociales. Su personaje Rue es una adolescente que padece ansiedad, inseguridades sexoafectivas, problemas vinculares con su madre y sus pares, entre otros ítems bastante comunes a los periplos de la juventud. Y los sazona con una fortísima adicción al consumo de sustancias: especialmente esos psicofármacos que afectan al sistema nervioso central para proveer algo de calma ante la angustia, la ansiedad, el insomnio o el dolor muscular.

Este consumo atraviesa los ocho capítulos de la primera temporada –ya hay una segunda en marcha– y expresa un modo de surfear lo que superficialmente podría atribuirse a una búsqueda de liviandad y relajación, pero que rascando un poco acaba siendo una necesidad imperiosa por salirse de eje. Por romper las ataduras concientes y los estímulos cotidianos que le dan, en este caso a Rue, una noción de sinsentido: la adolescencia como paso previo a una adultez cargada de presiones y obligaciones, pero con un mundo que no brinda muchas opciones amables.

De hecho es una ficción que se inserta en el mundo actual, un universo de sinsentido existencial: trabajo precario, desempleo, guerras, pobreza diseminada, democracias en riesgo, libertades cuestionadas, vínculos fragmentados por la virtualidad y las redes sociales, deslealtades y largo etcétera. Los consumos están atravesados por toda una gama de experiencias angustiantes en relación al amor, el mercado, la productividad de los cuerpos y el modo en que somos o no útiles y exitosos para el mundo capitalista de hoy. Con la obligación de ser felices como una técnica de dominación, como bien analiza la teórica británica Sara Ahmed en su libro La promesa de la felicidad, publicado en español por Caja Negra .

La promesa de las benzodiacepinas

 

Una de las claves de Euphoria es que muestra que el consumo de psicofármacos es una práctica instalada en la juventud como elemento de joda o reviente –abundan las sobredosis en la serie– pero también como forma de tapar y sublimar angustias existenciales y materiales. A nivel global, los informes de los últimos años de la Organización Mundial de la Salud y de la UNDOC advierten sobre el abuso en la prescripción de tranquilizantes, así como en el consumo sin necesidad ni indicación médica. El informe mundial de drogas de 2019 ratificó que las benzodiacepinas son el tranquilizante de mayor consumo global. Clonazepam, diazepam, aprazolam, lorazepam (que son los más conocidos) y un largo etcétera suelen ser utilizados como ansiolíticos, para la relajación muscular y para combatir el insomnio.

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En Argentina, por ejemplo, el 15,3% de las personas consumió psicofármacos alguna vez. Son casi 3 millones de personas. La edad de arranque mayoritaria es entre los 18 y los 24 años, y más de la mitad (el 53%) lo hace sin indicación médica. El 30% del total de hombres los usa sin prescripción, mientras que solo el 13% de las mujeres se automedica. La directora del Observatorio Argentino de Drogas, María Verónica Brasesco, explica que con los años “y el aumento de las presiones sociales”, el consumo aumenta muchísimo más en las mujeres: una de cada tres (35%) de entre 50 y 65 años consume psicofármacos. Son los últimos datos recabados en 2017 por el Observatorio , que está dentro de la Sedronar.

La OMS advierte aumentos muy alarmantes en el consumo, y en sus últimos documentos UNDOC señala que hay mucho consumo combinado de sustancias que suele provocar sobredosis. En general se mezcla con opioides como el fentanilo, que consume Rue en Euphoria, pero no solamente. En Argentina, explica Brasesco, los jóvenes comienzan tempranamente el consumo en el plano del ocio, con la jarra loca, en combinación con alcohol. El jefe de Toxicología del Hospital Fernández y director de FundarTox, Carlos Damín, señala que han percibido un aumento notorio en los casos de jóvenes intoxicados y hasta en coma por mezclar ansiolíticos con alcohol.

Para él no hay término medio. “Se debe prohibir toda publicidad de medicamentos. Un medicamento se necesita o no se necesita, no debe crearse esa necesidad. La publicidad es innecesaria y excesiva siempre”, asegura. Y aunque no se define como “un cruzado anti medicamentos, porque sirven para mejorar la calidad y expectativa de vida”, insta a que se consuman únicamente bajo prescripción médica y en el contexto de “campañas de promoción de hábitos saludables y prevención de consumo de medicamentos”.

Desde la SEDRONAR se realizan, en conjunto con las provincias y los municipios que aceptan la propuesta, campañas de prevención en escuelas y entregas de manuales sobre estos ejes, además de campañas de concientización con organizadores de eventos públicos en el plano del ocio nocturno.

¿Por qué nos empastillamos?

Hay una explicación a estos consumos. “Tienen que ver con la medicalización de la vida cotidiana“, dice Brasesco. “Con soportar el estrés con apoyatura química. Es un tema de todo Occidente y es muy interesante cómo se modulan químicamente las emociones, y más en las mujeres. Si bien en las grandes ciudades es más homogéneo, aún la mujer está a cargo del hogar, la familia, diferentes trabajos y el estrés y exigencia de su vida es muy alto por esa multiplicidad de roles. Esos psicofármacos son moderadores de esa angustia y de la exigencia por un nivel alto de performance.“

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El uso de psicofármacos también tiene sus tendencias por edad y en función del modo en que se obtiene: con o sin receta. La medicalización de la niñez y la vejez son focos trabajados por organismos locales y globales, porque es cada vez más temprano el comienzo en receta de antidepresivos, por ejemplo. Y en cuanto al segundo punto, el informe del Observatorio es claro: la mayor parte de los adultos consume por prescripción, y en el 60% de los casos son pastillas recetadas no por psiquiatras o especialistas sino por médicos generalistas, de otras especialidades y hasta en guardias.

“Hay una banalización muy grave del tema de la medicación“, añade Damin. “La población, y los jóvenes en particular, están convencidos de que estos medicamentos no tienen efectos secundarios o adversos en el momento ni a largo plazo. Además, los psicofármacos están de moda porque alivian situaciones que poco tienen que ver con la medicina: la gente se saca la angustia con medicamentos, las contracturas o la tensión. Y los adultos jóvenes o adolescentes repiten estas costumbres de la sociedad.“

El tema de la banalización de la medicación es un eje espinoso que cruje entre jóvenes. Hace unas semanas, la psicoanalista Alexandra Kohan levantó polvareda en el ágora moderno que es Twitter cuando señaló: “Clona” “rivo” y otras formas de banalización del empastillamiento por no soportar ni un poco de angustia. Muchos usuarios respondieron que no se trataba de angustias leves sino de depresiones y otras situaciones con prescripción en las que se necesitaba el medicamento, pero Kohan ratificó que su postura hacía mención a ese alto porcentaje de usuarios que acude sin receta o bien con recetas que no justifican el abuso de sustancias. Damín es claro en eso: “El abuso puede provocar daños neurocognitivos, fallas de memoria y problemas de sueño, además de la dependencia”.

Los ciclos de la angustia y los períodos de crisis

A todo esto se suma la crisis socioeconómica: los datos muestran que el consumo es más del doble entre quienes están desocupados. “Cuando hay crisis aumenta el consumo, aparece el trastorno del sueño y la ansiedad”, señala Damín, especialista en Toxicología y Doctor en Medicina. Y Kohan advierte: “El eje principal de la lectura es que es resultado de un modelo productivo y una organización social de cuerpos y emociones en pos de la productividad y la utilidad. Hay una cantidad de narrativas sociales que se desprenden de ahí. Hay que ser productivos, no perder el tiempo, tener proyectos, saber exactamente hacia dónde se quiere ir, ir hacia ahí y, si en el camino hay obstáculos, son a cuenta del individuo“.

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¿Cómo se caracterizan esas narrativas?

–Son narrativas muy individualistas que nos pretenden aislados del conjunto de condicionamientos sociales, políticos e históricos, son narrativas que atentan contra los lazos comunitarios. Es un modelo que ensalza ese mantra de la autoayuda: “querer es poder”, es el modelo de la meritocracia. Un modelo que nos deja aún más alienados al individualismo, al punto en el que nos encierra y nos adormece, mientras nos hace los únicos responsables de nuestro malestar. Nos hace creer que el problema para lograr nuestros objetivos es la angustia, y entonces hay que sacarla del medio. Cuando en realidad es más bien al revés: la angustia es la cifra de la presencia del deseo.

Kohan sugiere no taponar la angustia con medicación, porque el malestar regresa. Pero aclara: “No hablo de soportar estados de depresión ni ataques de pánico. Hablo de un poco de angustia, de malestar, de esa sensación que hace que las cosas se vuelvan un poco extrañas, que nos hace extraños a nosotros mismos; estoy hablando de la mera existencia, de que en la relación con el mundo no hay armonía, hay algo que no anda, que no cuaja, que no es armónico”. En definitiva, propone “no patologizar la angustia” ni caer en “discursos higienistas que pretenden una especie de asepsia emocional y vivir rechazando la afectación”.

Hoy es común escuchar, ante alguna dificultad, que se recomienda un clona, un rivo o un cuartito. ”En esos nombres, en esos apodos, hay un gesto de banalización absoluta, una ilusoria domesticación de la medicación y, a la vez, de la angustia”, advierte Kohan. ”Finalmente, el consumo desmedido y sin supervisión médica, o como solución inmediata, no deja de ser una conducta supeditada al imperativo de la felicidad. Son consumos funcionales al mercado, a la llamada industria de la felicidad, al moralismo de la alegría. No hacerle lugar a la angustia y querer sofocarla como primera y única opción es pretender que la existencia sea armónica, que no duela; es estar un poco dormidos, anestesiados: muertos en vida.”

Fuente: Página12

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