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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Emma Goldman y el feminismo anarquista

Cuando Emma Goldman (Kaunas, 27 de junio de 1869 – Toronto, 14 de mayo de 1940), que había sido llamada por la prensa norteamericana “la mujer más peligrosa del mundo”, murió oscuramente en Canadá, un periodista llamado William Marion Reedy escribió que aquella pequeña pero formidable judía había estado “ocho mil años adelantada a su época”.

En su largo y complejo periplo, Emma causó por igual adhesiones que rechazos. Fue como se dice por aquí un “culo de mal asiento”. Tropezó con los liberales y los marxistas; se peleó con las sufragistas; apoyó huelgas y movimientos pero nunca tuvo el carné de ninguno de ellos; en Rusia acabó denunciando a los bolcheviques en el poder; se discutió con todas las izquierdas en el exilio, apoyó la revolución española pero tomó su distancia con la dirección de la CNT; colaboró en la solidaridad con la República aislada pero desde un anarquismo para el que ya había pasado su momento “clásico”. Pero quizás fue esta radical autonomía lo que acabó haciendo de ella un mito de primer orden para la izquierda insumisa norteamericana, para personajes tan emblemáticos como Howard Zinn, que le dedicó una obra de teatro –que ha sido paseada por Euskadi–, para quien Emma “nos ayudó a entender la historia, nos ayudó a entender el presente (…) Su gran pelea fue recordarle a la gente que se implicara políticamente, saliera a la calle y le hiciera saber a los políticos su opinión sobre su labor. En un país atemorizado por la palabra socialismo (…) un sistema económico que no produce cosas solo porque así gana dinero una empresa, sino porque la gente necesita ciertas cosas. La gente no debería alejarse de la palabra socialismo porque hay que ir más allá del capitalismo”. Esta fascinación se ha mostrado también desde la ópera, la literatura y el cine, en particular desde el género documental.

Desde estas evocaciones, Emma es reconocida como una de las cabezas más visibles del radicalismo norteamericano de unos tiempos en los que una parte significativa del arte y de la literatura se confundió con un movimiento obrero combativo. Un tiempo que se fue con la entrada de los USA, que asumía el liderazgo imperial durante la Gran Guerra como alternativa y superación del británico, ya en abierta decadencia. Con la Gran Guerra, ningún otro gobierno permitiría los márgenes de libertad que Emma había conocido en la preguerra; el mundo había cambiado de base y el liberalismo de la época del capitalismo “clásico” entró en el Museo de la Historia.

Aunque quizás en menor medida, Emma también resulta una presencia viva entre nosotros. Es editada, evocada como “la anarquista de ambos mundos”, como la llamó José Peirats en una obra que supuso un hito en la historia cultural del anarquismo español.

Aunque nunca fue –ni lo pretendió– lo que se dice una pensadora, sus ideas conformaron una peculiar síntesis de diversas escuelas, una suerte de anarquismo sin adjetivos, que diría el catalán Tárrida de Mármol. En sus pronunciamientos, Emma trata de dar respuestas radicales pero no trata de penetrar en los vericuetos de las contradicciones económicas y sociales. Sin embargo, sí fue una activista en el sentido más pleno de la palabra y en sus escritos se hizo eco de algunas de las concepciones más osadas y avanzadas de su época y les dio una proyección militante. A pesar de su individualismo tuvo la capacidad de identificarse con todas las causas –incluso las que causaban pavor entre sus compañeros–, y no tuvo miedo en nadar contra la corriente, por lo que resultó un personaje perturbador hasta que Hoover decidió deportarla. Solo que las olas que encontró desde que salió de Norteamérica eran más altas y más complejas que las que había combatido hasta entonces.

En sus memorias, Emma recuerda que su rebeldía se gestó originalmente en la Rusia zarista en el seno de una familia judía. A su padre, un trabajador que vivía en el ghetto judío, lo describe como “la pesadilla de mi infancia”. Su madre, continuamente brutalizada por su marido –lo que era perfectamente legal en la legislación zarista–, tenía totalmente asumido el papel de mujer sumisa y atada a las tradiciones y costumbres, como lo demuestra el hecho de que cuando Emma empezó a menstruar a los once años, le dio una sonora bofetada y un rudo consejo: “Es lo que necesita una joven cuando se convierte en mujer, como protección contra la desgracia”.

El padre se quejaba constantemente de que Emma no hubiera sido el niño que él esperaba y preparaba para ella un destino idéntico al que conocía su madre. No tenía por qué saber nada: “Las jóvenes no tienen por qué saber demasiado”, le gritó en una ocasión, “solo deben saber preparar un buen plato de pescado, cortar bien los tallarines, y dar al hombre muchos hijos”…

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Por su lado, Emma era una niña muy imaginativa. Desde muy temprana edad se planteó dedicarse a la medicina, pero no tardó en comprobar que siendo pobre y mujer, esto era prácticamente imposible.

Su paso por la escuela primaria resultó brillante por su inteligencia natural, pero fue también tan conflictiva que vio denegado su permiso para acceder a la enseñanza secundaria. Tenía trece años cuando su familia se trasladó a San Petersburgo, que era entonces el centro industrial e intelectual de todas las Rusias. Inmediatamente comenzó a ganarse la vida trabajando como obrera y al poco tiempo tuvo relaciones con miembros del movimiento nihilista, que conocía por aquella época su apogeo, destacando en su interior una impresionante hornada de mujeres antizaristas como Vera Figner, Vera Zasúlich, Praskovia Ivanóvskaya, Olga Liubatóvicht y Elizabeth Noválskaya.

Aunque dada su extrema juventud su intervención en el movimiento oposicionista fue ínfimo, captó claramente que en Rusia existían mujeres que vivían para ellas mismas y para la revolución, no para los hombres. Mujeres que sin dejar de ser feministas, fueron populistas y luego terroristas. Emma convirtió a estas rusas en su modelo.

Fue entonces cuando se decidió su vocación de rebelde integral en línea con el modelo aprendido. En 1884, su padre arregló a muy “buen precio” su boda y creyó con ello poder domesticar al fin a su indómita hija, pero no fue así, Emma no consintió y amenazó con tirarse al Volga si la obligaban y en un momento determinado se puso de pie en el borde de uno de sus puentes. Su padre tuvo entonces que ceder, pero las tensiones con él fueron agravándose hasta que un año después Emma pudo huir a América, la “Tierra Prometida” para tantos rusos. Se estableció en Rochester junto con su hermana mayor, que se vio abocada a vivir en unas condiciones terribles y durante un tiempo Emma se vio sola y derrotada. Encontró trabajo en una fábrica y poco tiempo después cometió la flaqueza de casarse con Jacob Kershner, un compañero suyo de trabajo, amable y cariñoso, pero a la postre un marido convencional que acabó haciéndosele insoportable. Por la misma época tuvo lugar el ahorcamiento de los Mártires de Chicago, “chivos expiatorios” del motín de Haymarket que se produjo para exigir mejoras salariales.

Había seguido el proceso en todos sus detalles, hizo campaña a favor de los inculpados y leyó todo lo que sobre la anarquía le cayó en las manos. Cuando los acusados fueron condenados a muerte, Emma se sintió como si naciera de nuevo: había que cambiarlo todo. Se juramentó dedicarse desde aquel momento a la actividad revolucionaria y lo primero que hizo fue divorciarse de su joven marido para trasladarse a Nueva York.

Allí, su condición de mujer, emigrante, joven, de origen ruso, judía, divorciada y recién llegada supuso el padecimiento de nuevas discriminaciones, lo que no le impidió, antes al contrario, comenzar a frecuentar indistintamente los medios radicales en los que conoció a Johann Most, un ex-marxista alemán (publicó una vulgata de El Capital en Alemania) que en los EEUU se había convertido en el anarquista más afín a la teoría de la “propaganda por el hecho”, o sea, la acción terrorista contra la injusticia y el Estado opresor, llegando a escribir un tratado sobre diversas maneras de ejercer dicha acción.

La personalidad y la actitud decidida de este atrajeron fuertemente a Emma durante cierto tiempo y pasó de ser su discípula a ser su amante. Esta relación no duró mucho y Emma empezó a cuestionar ambos roles. Los métodos dominantes de Johann la rebelaron y su actuación le pareció sectaria, ya que se restringía a los medios germanos y carecía de perspectiva de futuro pues no iban en función de las exigencias de las luchas de masas. Emma no estaba persuadida de la bondad de un movimiento organizado (aunque cooperó con entusiasmo al lado de los sindicalistas revolucionarios), pues pensaba que la violencia podía parecer gratuita y no como una acción justiciera clara, al servicio de los trabajadores. La ruptura entre Johann y Emma coincidió con una crisis de un sector importante del anarquismo norteamericano, y la parte que siguió el ejemplo de ella se abrió al movimiento real y rehuyó el ghetto de los diversos sectores de inmigrantes. El lugar que había dejado vacío Johann no tardó en ser ocupado y esta vez por dos hombres a la vez. Uno era Alexander Berkman, que desde entonces pasó a ser su compañero casi inseparable; el otro un pintor también de origen ruso como Berkman.

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Con ellos estableció un menage a trois que transcurrió sin incidentes internos dignos de mención, pero que a los puritanos les pareció el colmo de la perversidad. Todo terminó sin embargo cuando el primero, profundamente indignado por la masacre que la patronal había ocasionado entre los obreros con motivo de la huelga de Hamestead Steel, decidió ejecutar por su propia cuenta a Henry Clay Frick, un “tiburón de la industria” y responsable de la actuación de los pistoleros de la Pinkerton que habían disparado. El asunto no era fácil, con muchas dificultades consiguieron dinero para viajar a Pennsylvania, el lugar de los hechos, pero carecían de armas. Siempre al lado de Alexander, Emma llegó hasta el punto de intentar (sin éxito) ejercer la prostitución para conseguir dinero para comprarlas. Cuando lo obtuvieron, el 12 de julio de 1892, Alexander se trasladó a Pittsburg y cumplió parcialmente su propósito, ya que el gran magnate solo resultó herido y no tardó en recuperarse. La naturaleza de clase de la justicia norteamericana se puso de manifiesto cuando Berkman, cuyo atentado no daba judicialmente para más de siete años por “homicidio frustrado”, es condenado a veintidós años de cárcel, mientras que Henry Clay Frick, responsable del asesinato de diez obreros, no tuvo ni que pasar por comisaría.

Después de este acontecimiento Emma consiguió la celebridad como incendiaria y roja. Protagonista de una gran campaña en defensa de su compañero y amante, demostró ser una soberbia oradora con una gran fuerza y convicción, aunque no pudo evitar la suerte de Berkman, que descendió literalmente a los infiernos del sistema penitenciario yanqui. Del “caso Berkman” Emma pasó a defender otras causas de la libertad y del movimiento obrero, ocasionando cada vez mayor escándalo y miedo entre los bien pensantes. El colmo de su actuación, que asombró a propios y extraños, tuvo lugar cuando asumió la defensa de León Czolgosz, un obrero de origen polaco que había causado la muerte del presidente McKinley en un atentado con una bomba. La prensa desarrollará entonces una gran campaña presentándola como la instigadora del crimen, aunque en realidad no había tenido nada que ver con éste.

Ciertamente, Emma estaba muy lejos de aprobar la actuación de Czolgosz, pero estaba convencida de que éste había actuado por indignación justiciera. Según parece, Czolgosz se había acercado a Emma en una ocasión, pero sus amigos sospecharon de él. También se especula que realizó el atentado para hacerse valer en el medio anarquista. Emma reconoció que se vio con él una sola vez, y al ser arrestada dijo: ¿Tengo yo la culpa de que un loco haga una mala interpretación de mis palabras?

Por otro lado, ¿qué era un atentado individual? Poco, si se le comparaba con la represión y la muerte de decenas de sindicalistas y trabajadores. Así, si Czolgosz era culpable, ¿qué no sería el primer representante de la patronal? En otra ocasión, cuando en plena guerra mundial un policía le habló de un atentado terrorista, le respondió que en comparación con el terrorismo que se estaba desarrollando en Europa, aquel atentado “era pura bagatela”. Con actuaciones como ésta, Emma no tardó en hacerse sumamente impopular para los poderes públicos. La policía la vigilaba constantemente, obstaculizaba siempre que podía sus actividades. Fue detenida en tantísimas ocasiones que siempre llevaba consigo un libro para no perder demasiado el tiempo en prisión. Nietzsche, Whitman, Thoreau, teórico de la desobediencia civil, y Emerson se convirtieron en parte de su lectura diaria. La prensa sensacionalista la atacó continuamente. Se la culpó de ser la instigadora de numerosas luchas obreras promovidas, a veces espontáneamente y, a veces, por los “Wobblies” (militantes del IWW); de conspirar para derrocar el gobierno constitucional; de revelar información sobre el control de la natalidad… también la tildaron de antipatriota y, por supuesto, de prostituta.

Al margen de diversas detenciones menores, purgó durante dos años en una prisión federal, donde en poco tiempo se situó a la cabeza de la lucha por la dignidad humana. Por ello desafió duramente a celadoras, policías, autoridades y tenebrosas celdas de castigo.

Su actuación se dejó sentir y logró modificar bastantes cosas, y sobre todo ganó para esta causa a otra reclusa llamada Kate O’Hara, que con el tiempo se haría famosa cuando tras salir en libertad se trasladó a California e inició desde allí una campaña de protesta contra los métodos carcelarios imperantes y con el tiempo llegó a ser directora de penales, llevando a cabo notables reformas en el sistema.

En la cuestión del feminismo se puede decir, con palabras de su admirado Nietzsche, que Goldman fue una mujer contra su tiempo: el carácter vanguardista de sus concepciones llegaron a soliviantar al mismísimo Kropotkin, el “príncipe anarquista” que la consideró excesivamente avanzada. Fue llamada por la prensa sensacionalista la “reina de los anarquistas” y simbolizó durante su época las posiciones de autonomía femenina, de amor libre, de una total falta de prejuicios… Emma llegó hasta asumir la defensa de los homosexuales, algo que casi ningún revolucionario notorio de su tiempo se atrevió a hacer. En su formación revolucionaria, Emma fue antes feminista radical que anarquista. Como dice muy bien Alix Shulman, Emma “utilizó la doctrina anarquista para explicar la opresión que padecían las mujeres, pues sabía muy bien que la raíz de semejante opresión era más profunda que las instituciones. Cuando su anarquismo entraba en conflicto con su feminismo, reaccionaba siempre como feminista. A semejanza de muchas mujeres de la izquierda actual, se rebeló cuando los hombres radicales la menospreciaban por el hecho de ser mujer… El ideario personal de Emma era bastante distinto del de las corrientes feministas entonces predominantes, entre las cuales el anarquismo no se contaba. No podía estar de acuerdo de ninguna manera con las sufragistas, ni en los medios ni en los fines; Emma no consideraba el sufragio una conquista importante y menos para formar parte de una democracia burguesa. Estaba un poco más de acuerdo con las socialistas que ponían un notable énfasis en la emancipación económica de la mujer, pero consideraba los partidos como una cadena y desconfiaba de cualquier programa político. Para Emma era mucho más importante el factor ideológico y creía que el centro del problema radicaba en el machismo, en el hecho de que los hombres eran “tiranos inconscientes”. La sumisión femenina actuaba como un “tirano interno”.

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El anarquismo es la única filosofía que aporta al hombre la conciencia de sí mismo, que sostiene que Dios, el Estado y la sociedad son inexistentes, que sus promesas son nulas y sin valor, ya que solo pueden cumplirse a través de la subordinación del hombre. El cielo debe ser un lugar terriblemente aburrido si los pobres de espíritu viven allí. Si el significado de la anarquía ha sido interpretado como el estado de mayor desorden, es por que han enseñado a la gente que sus asuntos están regulados, que ellos son gobernados sabiamente, y que esa autoridad es una necesidad. La historia del progreso está escrita con la sangre de hombres y mujeres que se han atrevido a abrazar una causa impopular, como, por ejemplo, el hombre negro al derecho de su cuerpo, o el derecho de la mujer a su alma. Muchas veces pienso que nosotros, los revolucionarios, somos como el sistema capitalista. Sacamos de los hombres y mujeres lo mejor que poseen, y después nos quedamos tan tranquilos viendo cómo terminan sus días en el abandono y la soledad. Para que la mujer llegue a su verdadera emancipación debe dejar de lado las ridículas nociones de que ser amada, estar comprometida y ser madre, sinónimo de estar esclavizada o subordinada. Un cambio social real nunca ha sido llevado a cabo sin una revolución… Revolución no es sino el pensamiento llevado a la acción.”

La mujer estaba educada para ejercer como tal (“Casi desde la infancia”, escribió, “las jóvenes aprenden que el más alto objetivo en la vida es el matrimonio”), estaban incapacitadas para el goce sexual, por lo cual “la vida de estas muchachas se destruye por la frustración”. En el momento en que la mujer contempla la sexualidad de igual a igual que el hombre, sistemáticamente es tratada como alguien monstruoso o enfermizo. Hasta los hombres más avanzados se sienten incómodos ante mujeres así y actúan sin excepción en plan dominante. Por eso, Emma tiene claro que la emancipación de la mujer será obra de la mujer misma: “El desarrollo (de la mujer), su libertad, su independencia, deben surgir de ella misma, y es ella quien deberá llevarlos a cabo. Primero, afirmándose como personalidad y no como mercancía sexual. Segundo, rechazando el derecho de cualquiera que pretenda mandar sobre su cuerpo; negándose a engendrar hijos, a menos que sea ella quien los desee; negándose a ser la sierva de Dios, del Estado, de la sociedad, de la familia, etc., haciendo que su vida sea más simple, pero también más profunda y más rica. Es decir, tratando de aprender el sentido y la sustancia de la vida en todos sus complejos aspectos, liberándose del temor a la opinión y a la condena pública. Solo eso, y no el voto, hará a la mujer libre”.

Fuente: Primeras páginas del Capítulo 8 del libro de Pepe Gutiérrez-Álvarez. Revolucionarias. Mujeres entre el feminismo y el socialismo.

 

Fuente: Anred

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