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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Samurai sabe

Un relato breve completamente cierto –salvo los nombres– de un encuentro por el sur urbano de la desigual Buenos Aires, que habla sobre las potencias y los límites de la escuela. Un viaje que oscila entre la oscura tristeza y la esperanza que quiere titilar en un rincón del marco.

Es noche entera y el barrio duerme. Subo al 47 que transporta una sombra de laburantes trasnochados. Entre la tiniebla de lomos torcidos y bolsos inmanejables siento una mirada felina que me clava sostenidamente su brillo. Incomoda y le escabullo la vista, pero los puñales de vidrio siguen fijos, apuntándome. De pronto se abre en su oscuridad una media sonrisa salpicada de pasto que dice:

—¿Qué hacé', profe?

Miro mejor y veo al Samu, un querido egresado de la Escuela 15. Hace rato que no lo veía. Observo entristecido cómo un tiempo de tigre, que lo asola cruel, lo tajea con su estigma de barrio y margen. Se calzó el traje que le asignaron en la farsa, vestido hasta los huesos de pibe chorro, de malevo compadrón.

Tiene dos dedos de la mano derecha vendados. 

—¿Qué te pasó ahí, Samu?

—Naaah… Me cortaron los tendones con una faca. Porque me quisieron robá'… Pero para qué te voy a mentir, profe: yo también estaba en la misma. El guacho se quiso hacer el piola y me clavó. Astilla. Pero él quedó peor. Ése ya no existe más. Ahora no sé si tengo los dedos quebrados; creo, así me dijeron en la salita. Tengo que ir a revisarlos.

—Uy, che, qué feo… –intento cambiar el tema– ¿Y el laburo cómo va? ¿Seguís en la verdulería?

—Sí, tre' día' voy a la mañana. No me pagan bien. Pero ¿viste? yo también me las rebusco a la tarde. Tengo otros “ingresos” –y figura un gesto de picardía que coquetea con la malicia–. Igual, tranqui, eso lo voy a hacer hasta el año que viene nomá'.

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—Ah ¿y por qué hasta el año que viene y no hasta éste? –pregunto interesado por sus plazos de moralidad.

—Porque el año que viene cumplo 18 –y con eso me despeja cualquier duda sobre sus oficios vespertinos.

—Entiendo. ¿Tenés miedo de quedarte adentro?

—No, miedo no –esa palabra, ahora veo, está prohibida en su lenguaje–. Lo que pasa es que ya caí dos semanas. Y no la pasé bien. Encima salí porque pusieron plata. Si no, tenía que quedarme más.

—¿Tu familia tuvo que ponerse?

—Naaah… ¿qué mi familia? Fueron los pibes. Mis amigos. Ellos juntaron la guita. Si mi vieja ni se enteró… Estuve dos semanas sin aparecer y ni preguntó dónde estaba. Cuando volví le dije que me había ido de vacaciones y no me dijo nada.

—Bien por tus amigos.

—Son los pibes de la Perito. ¿Conocés la villa? Ellos a mí me tienen desde guacho. El otro día me dieron para vender “Blancanieves”. ¿Sabés qué es, profe?

—Hmmm… Supongo.

—Sí, merca. Vendí una banda. Y también me la tomé, una banda, no te voy a mentir. La otra vuelta me mostraron un fierro y me preguntaron “¿sabés manejar un arma, causa?”. Ahí nomás se los agarré, cargué, apunté y les dije: “Yo no soy ningún causa. Y mirá si lo sé manejar. ¿Dónde querés el tiro? ¿En la cabeza, en la panza o en las piernas?”

—¡Epa!

—Sí ¿viste? Tengo los huevos bien grandes.

 

En el antebrazo se le asoma una inscripción de tinta. En el tatuaje leo: “Jimena”.

—¿Quién está ahí, Samu? ¿Tu vieja?

—Sí –responde resignadamente y su gesto explica cabal que esa es la única manera de tenerla.

Hago otro intento por cambiar el tema. Quiero encontrarme con su Samurai niño, con el que se deslumbraba en la escuela cuando conocía algo nuevo, con el que se fascinaba sabiéndose conocedor.

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—¿Y de los pibes del grado te ves con alguno?

—Sí, con Mateo, mi primo. No sabés… La otra noche nos la dimo' en la peeeera. Meta nevado y pastilla, nos la re dimo' en la peeeera. No sé ni cómo llegué a mi casa.

No puedo ni quiero festejarle sus hazañas, pero lo escucho atento. Eso ya es más de lo que tiene a diario. Mientras, veo que carga una bolsa de plástico a punto de romperse.

—¿Qué tenés ahí, Samu?

—Es comida. Se la llevo a mis hermanos. Ahora cuando llego les cocino y después salgo. Hoy seguro va a haber terrible fiesta.

Ese Samurai guerrero, ese que pisa el acelerador hasta el subsuelo para estallarse las neuronas, ese que no tiene ni madre que lo busque, ese mismo es el que compra los fideos para cocinarle a sus hermanos a la una de la madrugada. Ese mismo hombre deja por un instante el tono agudo de la voz, la mirada torva, los dientes aferrados y con dulzura me dice:

—¿Sabés, profe? Qué bueno que te encuentro. Porque hace rato que estoy buscando algo y no lo puedo encontrar…

—¿Qué estás buscando, Samu?

—La foto de cuando fui abanderado en séptimo. No la puedo encontrar por ningún lado.

—¿Y para qué la querés?

—Para ponerla en un cuadro, profe.

 

Ese Samu, sí, ese mismo que alardea de historias que, ciertas o no, espantan como rumbo de vida, ese mismo pibe “astilla”, que casi nada tiene, que casi nadie espera, ese Samurai tiene todavía la escuela. Tiene el recuerdo de cuando fue alguien, no para aquella gilada que tacha éxitos y fracasos livianamente: fue alguien para sí mismo. En la escuela no era un causa ni se la daba en la pera. Era el que estudiaba: el que podía, porque sabía. Y portando la Bandera, como huella indeleble, lo demostraba.

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Pero hay huellas que son pisadas por otras huellas. Por eso cuando estamos por despedirnos, caminando en el paredón roto y sombrío del ferrocarril, me dice:

—Profe, decí la verdad: todos sabemos que lo de la Bandera fue un regalo. Fue rechamuyo…

—¿Qué decís, che? ¿Qué regalo? ¡¿Qué chamuyo?! Ser abanderado te lo ganaste vos, con tu trabajo. No fue ningún regalo.

—¡Andá! Si yo ya sé que fue un regalo. Justo además faltaban dos días para mi cumpleaños.

—Ah, mirá. Eso fue de casualidad. Pero ningún regalo.

Y para darle un aire de solemnidad a unas palabras que nunca fueron más ciertas, lo agarré del hombro, lo miré a los ojos y le dije:

—Samurai querido, escuchá: te juro por mi familia que esa Bandera no fue un regalo. Te la ganaste vos.

Y ahí nomás se despidió rápidamente, con la cabeza gacha y la chuequera ágil, tratando de ocultar lo que vi con claridad bajo esa luna del límite: los ojos se le astillaron más, no del humo ahora, sino de la emoción de saberse de nuevo el que sabe, el que puede volver a serlo.

 

Por supuesto que a los pocos días le llevé la foto enmarcada a su trabajo. Antes de saludarme, antes incluso de recibirla y admirarse, salió corriendo a contarle a la patrona:

—¡Mirá! ¡Mirá lo que me trajeron! A que no sabés quién fue abanderado en la escuela.

No estoy seguro, pero me pareció como si la barba se le escondiera, la ronquera del faso se fuera en ese grito alegre y las heridas del puño se desvanecieran tras su refugiada y ahora flamante piel de niño. De pronto tenía una mochila: los hombros llenos de orgullo.

Para despejar la niebla de la vida, la escuela.

Los destinos nunca estuvieron escritos. Las aulas sientan precedentes: rastros inoxidables, marcas que afirman. Samurai lo sabe.

 

*cardenashoracio@yahoo.com.ar

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