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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Vindicación de Antonio Gramsci

A propósito este 22 de enero de 2020 de la conmemoración de los 129 años del natalicio del teórico y político italiano, comprometido con las transformaciones sociales de su época, cuyo legado intelectual es imprescindible para la causa emancipatoria de los pueblos.

Antonio Gramsci es uno de los intelectuales y militantes marxistas más importantes del siglo XX. Nacido y criado en la enorme isla de Cerdeña, ubicada en el sur campesino de Italia, luego de terminar con dificultades e interrupciones el secundario -y gracias a una beca para estudiantes pobres- se traslada a la industrializada Turín, donde al poco tiempo se suma a las filas del Partido Socialista y a colaborar con diversos periódicos de izquierda, por lo que jamás llega a concluir su carrera universitaria. Tras participar del bienio rojo (1919-1920), un proceso de toma de fábricas y autogestión obrera desplegado en la región del Piamonte, contribuye a fundar en 1921 el Partido Comunista y es enviado a Rusia como delegado de la III Internacional. En esta inmensa escuela a cielo abierto vive casi dos años, conoce a los principales referentes del bolchevismo y también a quien será su compañera, Julia Schucht (con la que tendrá dos hijos). Al ser electo diputado en 1924 y conseguir inmunidad parlamentaria, retorna a Italia y asume la secretaría general del Partido, en un contexto cada vez más represivo y de criminalización de las fuerzas opositoras al fascismo. El tener fueros no impidió que, a finales de 1926, sea detenido por el régimen junto a otros dirigentes comunistas. El fiscal que contribuye a su condena alega que se debe “impedir que este cerebro piense por lo menos por 20 años”. Tras una década de encierro, a lo largo de la cual redacta y pule gran cantidad de apuntes, fallece en un casi total aislamiento político y afectivo en una clínica en Roma.

A pesar de no haber escrito libro alguno, nos ha dejado una infinidad de notas periodísticas, escritos políticos, textos inconclusos, epístolas y cuadernos redactados tanto durante su etapa juvenil como en sus años de cárcel, que en conjunto y al decir de José Aricó -uno de sus traductores más sugerentes- constituyen un “cortaziano modelo para armar”. Tal vez eso permita explicar no sólo los diferentes “usos” que se han hecho de sus categorías e ideas, sino también ciertos abusos y lecturas antojadizas. Pero más allá de la polémica abierta acerca de las posibles interpretaciones a que ha dado lugar su provisoria y fragmentaria obra, hoy muchos de sus conceptos son parte del acervo de analistas políticos y periodistas, como de activistas de partidos de izquierda, sindicatos de base, colectivos y movimientos populares no sólo de América Latina, sino incluso de gran parte del mundo. Filosofía de la praxis, Hegemonía, bloque histórico, intelectuales orgánicos, sociedad civil, sentido común y Estado ampliado, resultan categorías de uso corriente en las Ciencias Sociales y también en ámbitos educativos y culturales.

 

Gramsci toma distancia de las visiones que definen a la cultura y lo político como meros reflejos de la infraestructura o “base material” de una sociedad, o aspectos secundarios en el estudio y la transformación de la realidad. A contrapelo de estas lecturas deterministas, postula que el hacer y el pensar, la materia y las ideas, lo objetivo y lo subjetivo, son momentos de una totalidad en movimiento, que sólo pueden separarse en términos analíticos, ya que configuran un abigarrado bloque histórico en el que se articulan y condicionan de manera dialéctica, complejo proceso éste que no puede explicarse únicamente desde la esfera económica (a la que, por cierto, no desestima).

Tampoco concibe al poder como mera fuerza física ni pura represión. Si bien esta arista oficia de límite último y garante del orden, considera que es fundamental ampliar la mirada y entender al Estado de forma integral, es decir, como una combinación de violencia y consenso, o en sus propias palabras “hegemonía acorazada de coerción”, que involucra “el conjunto de actividades prácticas y teóricas con las que la clase dirigente justifica y perpetúa su dominación y además logra obtener el consenso activo de los gobernados”. El poder deja de ser una “cosa” que se toma y manipula, para caracterizarse como una relación de fuerzas entre clases y grupos antagónicos, en un plano macro-social y también a nivel molecular, lo que permite hacer visible el carácter político de aquellos vínculos, lenguajes y prácticas que se presumen neutrales o exentas de conflictividad.

Tal como afirma en varias de sus notas presidiarias (publicadas póstumamente bajo el nombre de Cuadernos de la Cárcel), el análisis de coyuntura jamás se reduce al mero “coyunturalismo”, sino que requiere incorporar una mirada histórica que articule pasado y presente, contemple los ciclos de acumulación capitalista y los vaivenes de la lucha de clases, tanto al nivel de la estructura (la matriz productiva, los vínculos y entramados socio-económicos, las relaciones de producción, etc., que pueden medirse en una clave científica y con mayor “objetividad”) como al de la superestructura (el Estado, las ideologías, el armazón jurídico-político, etc.), y combine una lectura diacrónica (procesual, de la sociedad en movimiento en su devenir) y a la vez sincrónica (de la simultaneidad de dimensiones que se condicionan e inter-determinan como partes constitutivas de la sociedad, en un momento histórico determinado).

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Desde Paulo Freire, Héctor Agosti y John William Cooke, pasando por Orlando Fals Borda, René Zavaleta, Julieta Kirkwood, Fernando Martínez Heredia, Edward Said, Gayatri Spivak, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, hasta Álvaro García Linera y Pablo Iglesias, de la teología de la liberación y las pedagogías críticas al movimiento zapatista en México, las y los sin tierra en Brasil, y la nueva izquierda pos 2001 en Argentina, así como corrientes del feminismo popular, el estudiantado combativo y las resistencias contra el despojo de los bienes comunes y el colonialismo interno, todas y todos han apelado -en mayor o menor medida, y más allá de sus matices o contrastes- a las sugerentes ideas y propuestas revolucionarias de este autodidacta sardo, para dotar de coherencia y potencialidad a sus proyectos y comprender de manera más certera la realidad, pero sobre todo en pos de intervenir en ella y transformarla de raíz. Al respecto, tal vez la categoría más difundida sea la de hegemonía. Si bien no es propiamente una creación suya (en la Rusia de principios del siglo XX ya se usaba, sobre todo como sinónimo de “dirección política”), lo cierto es que en los escritos de la cárcel supo otorgarle una connotación más compleja e integral, al contemplar también la dimensión subjetiva y de disputa cultural.

De acuerdo a Gramsci, la hegemonía, en tanto concepción del mundo arraigada en -y co-constitutiva de- la materialidad de la vida social, busca construir un consenso activo alrededor de los valores e intereses de las clases y grupos dominantes, que son internalizados como propios por el resto de la sociedad, deviniendo “sentido común” y principio articulatorio general. Muchas veces no somos nosotros y nosotras quienes hablamos y actuamos, sino la hegemonía la que habla, siente y actúa a través nuestro. Campo de lucha dinámico e inestable, lo hegemónico es habitado, confrontado y recreado a diario por quienes resisten a una condición subalterna. De ahí que destaque el rol que cumplen las instituciones de la sociedad civil (entre ellas los medios de comunicación y el sistema educativo) como “trincheras” donde se disputan sentidos, y a través de las que se difunden un conjunto de ideas, pautas de comportamiento y expectativas que contribuyen a sostener y apuntalar -o bien a erosionar e impugnar- un entramado de relaciones de dominación que, además de capitalistas, son patriarcales, racistas y adultocéntricas.

 

Al igual que para José Carlos Mariátegui, más que un itinerario inevitable, el marxismo es concebido por él como una filosofía de la praxis que amalgama reflexión y acción, y cual potente brújula permite orientar el análisis y la transformación de la sociedad, siempre desde una óptica propia y original, haciendo posible la traducción y actualización de aquellos conceptos e ideas que contribuyen a la construcción de una estrategia revolucionaria acorde a los desafíos que depara el presente. No se trata de “aplicar” esquemas o categorías prefabricadas, ni de considerar a la obra de Marx como un sistema acabado o un conjunto de verdades irrefutables (ya que, como dirá irónicamente, “no es pastor con báculo”), sino de recrear sus presupuestos y fundamentos, a partir de su confrontación con la cada vez más compleja realidad que habitamos. Al fin y al cabo, como afirma en sus notas de encierro, “la realidad está llena de las más extrañas combinaciones y es el teórico quien debe hallar en esta rareza la confirmación de su teoría, ‘traducir’ en lenguaje teórico los elementos de la vida histórica, y no, a la inversa, presentarse la realidad según esquema abstracto”, ya que “toda verdad, incluso si es universal, debe su eficacia al ser expresada en los lenguajes de las situaciones concretas particulares: si no es expresable en lenguas particulares, es una abstracción bizantina y escolástica, buena para el pasatiempo de los rumiadores de frases”.

Por lo tanto, las posibilidades de una revolución victoriosa no se emparentan en nada a un “cálculo matemático”, en la medida en que Gramsci siempre supo defender una lectura del devenir histórico contraria a la inevitabilidad y al evolucionismo lineal. No hay garantía alguna de triunfo, ni “leyes naturales” que lleven al sistema a su colapso o derrumbe, sino a lo sumo una apuesta colectiva, militante y consciente, por trascenderlo de manera integral. Producto de la complejización del capitalismo y de la ampliación del Estado más allá de su faceta meramente represiva, en sus Cuadernos de la Cárcel afirma que es preciso construir una nueva estrategia revolucionaria, que deje atrás las lógicas vanguardistas de minorías iluminadas que asaltan de manera abrupta el poder.

Si por lo general para el marxismo clásico la revolución remite ante todo a un momento de destrucción del orden dominante, signado por la negatividad, la violencia y la impugnación, para él ésta es una dimensión clave, pero no la única que caracteriza al proceso emancipatorio. Aun cuando no desmerece esta faceta, la resitúa en un plano mayor donde debe contemplarse la construcción y auto-afirmación, en tiempo presente, del proyecto liberador de las clases subalternas, como columna vertebral que dote de sentido a la lucha popular. Por ello, si algo tiene de original su propuesta revolucionaria, es que, sin dejar de luchar en contra de los valores, instituciones y relaciones sociales hegemónicas, postula al mismo tiempo ensayar aquí y ahora -o prefigurar- nuevos vínculos, dinámicas organizativas y formas de concebir la realidad. Porque como sugiere Gramsci, “no puede haber destrucción, negación, sin una implícita construcción, afirmación, y no en sentido ‘metafísico’, sino prácticamente, o sea políticamente”. Este carácter dual o bifacético de la revolución, es sintetizado en los siguientes términos en otra de sus notas carcelarias: “No es verdad que ‘destruya’ todo el que quiere destruir. Destruir es muy difícil, exactamente tan difícil como crear. Puesto que no se trata de destruir cosas materiales, se trata de destruir ‘relaciones’ invisibles, impalpables, aunque se oculten en las cosas materiales. Es destructor-creador quien destruye lo viejo para sacar a la luz, para hacer aflorar lo nuevo que se ha hecho ‘necesario’ y urge implacablemente para el devenir de la historia. Por eso puede decirse que se destruye en cuanto se crea”.

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La revolución, como proyecto de destrucción-reconstrucción, implica entonces para Gramsci erosionar y desmembrar los antiguos valores, normas, prácticas y relaciones que estructuran y sostienen el orden socio-político capitalista en todas sus dimensiones, a la vez que gestar alternativas que resulten -al decir de Paulo Freire- “inéditas y viables”, y sirvan de base para la prefiguración del horizonte socialista por el que se lucha. Esta batalla, que es al mismo tiempo ideológico-política, cultural y económico-productiva -ya que según Gramsci “el socialismo es una visión integral de la vida”- requiere conjugar el sentir con el pensar-hacer a nivel personal y colectivo, y antecede al momento más estrictamente de desarticulación de ciertas estructuras institucionales donde se materializa y concentra el poder.

“Toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos”, asevera Gramsci en uno de sus primeros artículos periodísticos. Por ello para él la clase trabajadora, además de no poder darse el lujo de ser ignorante (privilegio exclusivo de la burguesía), debe ser dirigente antes de lograr ser dominante. Esta capacidad de dirección no remite a una función tradicional de mando-obediencia como podría pensarse, sino a la conformación y convite de un proyecto civilizatorio de nuevo tipo, que se nutra de -y arraigue en- la cotidianeidad de los grupos y sectores oprimidos, brinde una orientación general a sus prácticas concretas, y pueda irradiarse en tanto “reforma intelectual y moral” hacia el conjunto de la sociedad, como concepción del mundo y modo de vida con potencialidad anti-sistémica, de combate frontal contra el capitalismo, el patriarcado y la colonialidad.

La experiencia de los consejos barriales y de fábrica en Turín durante el bienio rojo (1919-1920), pero también otros procesos de auto-organización popular equivalentes en el resto de Europa, resultaron ser para Gramsci una demostración palpable -así como una enseñanza- de la necesidad de que esta apuesta prefigurativa involucre la creación de instituciones novedosas respecto de las formas tradicionales de organización sindical y política, que debían ser gestadas desde abajo por las y los sujetos en lucha, como órganos unitarios que reconstruyen lo que el capital escinde y atomiza. Esta constitución y ejercicio de un poder popular de carácter democrático y antagónico a toda forma de explotación y opresión, requiere no encapsularse en territorios o identidades exclusivas, ni desestimar una vocación estratégica tendiente a crear una nueva cultura. “Se debe hablar de lucha por una nueva cultura, o sea por una nueva vida moral, que no puede dejar de estar íntimamente ligada a una nueva concepción de la vida, hasta que ésta se vuelva un nuevo modo de sentir y de intuir la realidad”, sugiere Gramsci en otro de sus apuntes. La transformación revolucionaria deja de ser, por lo tanto, un lejano horizonte futuro, para arraigar en espacios, vínculos, valores, proyectos productivos y entramados de organización popular actuales, basados en un nuevo universo de significación y en prácticas materiales antagónicas al capitalismo como sistema de dominación múltiple, que en conjunto anticipan el nuevo orden venidero.

 

Es indudable que esta propuesta gramsciana tiene notables puntos de contacto con Rosa Luxemburgo, para quien la combinación entre reforma y revolución implica articular la satisfacción de aquellas necesidades urgentes del presente, con el horizonte estratégico de ruptura del orden capitalista, así como amalgamar fines y medios a través de la creación de embriones del porvenir en nuestra realidad cotidiana, evitando tanto el vicio del pragmatismo como el sectarismo. Consciente de la pertinencia de esta dialéctica entre demandas inmediatas y horizonte final, Gramsci postula que “hay que conciliar las exigencias del momento actual con las exigencias del futuro, el problema del ‘pan y la manteca’ con el problema de la revolución, convencidos de que en el uno está el otro”. En función de la complejidad de esta apuesta militante, también se mofa de quienes conciben de manera simplona la edificación de la nueva sociedad y advierte acerca de la importancia de que se complemente la paciencia con la pasión, a la par que se aúnan temporalidades y luchas que se nos presentan como discordantes, sin descuidar aquella materialidad que resulta ser el piso sobre el que pararnos para consolidar una alternativa de vida digna.

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Gramsci postula que el dotar de cohesión a escala nacional a las clases y grupos subalternas constituye una tarea fundamental. Sin embargo, esta labor ya no puede realizarla una persona o individuo (tal como propuso Maquiavelo en El Príncipe), sino que debe ser encarada por una organización colectiva. En el contexto italiano que condiciona la escritura gramsciana, los dos sujetos de mayor relevancia que debían articularse -a partir de un proyecto hegemónico en común- eran la clase obrera del norte y el campesinado del sur. Romper el aislamiento en el que se encontraban sumidos estos sectores populares y dejar atrás los mutuos prejuicios que generaron su desencuentro histórico, dotándolos de cohesión y fortaleza ideológica y política, requería según él de la formación de una intelectualidad orgánica, llamada a cumplir una función importantísima, al combinar sus conocimientos teóricos (en tanto especialistas) con su capacidad organizativa (de contribución a una dirección política y cultural). Esta intelectualidad, sólo puede ser orgánica en la medida en que quienes la compongan no resulten agentes extraños que comunican su “teoría” a las masas desde un afuera frío y remoto, sino en tanto emerjan como un grupo o proyecto colectivo dinámico, que surge de las entrañas de los propios territorios y movimientos populares, manteniendo un vínculo inmanente y constante con la cultura y las actividades concretas de las y los oprimidos, y fundiéndose dialécticamente con ellos/as en pos de un proyecto hegemónico alternativo.

 

Por cierto, la posibilidad de generar y consolidar un núcleo activo de intelectuales orgánicos/as que dote de mayor encarnadura y coherencia a este tipo de procesos, no puede disociarse de una pregunta central que formula en sus Cuadernos de la Cárcel: ¿se quiere que existan siempre dirigentes y dirigidos/as? ¿O se quieren ir generando ya desde ahora las condiciones para superar esa separación, es decir, para plantear una confluencia en donde se diluya toda escisión entre gobernantes y gobernados/as? Es fundamental no omitir este desafío, porque de lo contrario se puede interpretar a Gramsci como alguien preocupado por construir una casta de intelectuales o educadores autosuficientes, que “guían” y esclarecen al pueblo-ignorante. Nada más alejado de la propuesta pregonada por él, ya que como se encarga de aclarar, ser un mero especialista “sabelotodo” no equivale a devenir en un/a intelectual orgánico/a. El o la intelectual, además, debe tener una profunda convicción política, así como una capacidad de reflexión (auto)crítica y una vocación organizativa, pero no en un plano individual sino propiamente colectivo, teniendo como puntapié la vida práctica de las y los de abajo, con el afán de recrear y/o fortalecer el entramado comunitario en el territorio que habita y edifica junto con quienes participan del proyecto emancipatorio en común. Y sin perder su intencionalidad catalizadora, Gramsci dirá que quienes cumplen esa tarea deben estar siempre abiertos a ser educados/as, es decir, a aprender y nutrirse del pensar-hacer y de los saberes plebeyos, de aquellos núcleos de “buen sentido” que laten o se actualizan en la experiencia contemporánea y en las tradiciones históricas de quienes integran estos entramados populares. De ahí que no resulte descabellado concebir a los propios movimientos sociales y organizaciones de base como verdaderos intelectuales colectivos que, en sus respectivos territorios, aportan a la creación de una nueva cultura, prácticas disruptivas y una concepción del mundo antagónica a la hegemónica.

 

Como advertencia frente a posiciones iluministas y distantes de las necesidades y anhelos del pueblo, Gramsci llegó a escribir en sus notas carcelarias que “los intelectuales creen que saben, pero comprenden muy poco y casi nunca sienten”. Precursor del diálogo de saberes y de la pedagogía de la escucha, se cuidó de no romantizar a las clases subalternas, pero tampoco desestimarlas como protagonistas ineludibles en la creación de esa nueva cultura liberadora, que involucra una profunda “reforma intelectual y moral” en y desde la subjetividad de las masas, y desecha a la revolución como un evento futuro y lejano, al reinventarla a partir de la praxis colectiva, multidimensional y de largo aliento, que tiene su germen aquí y ahora, en cada resquicio de la vida cotidiana donde se prefigura la sociedad del mañana.

Por eso necesitamos de Gramsci: para desnaturalizarlo todo y ensayar otros mundos en nuestro presente, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad siempre a cuestas, ya que a pesar del contexto adverso que asola a Nuestra América (o tal vez precisamente por eso), vale la pena recordar junto a este marxista italiano del sur global que “existen en la historia derrotas que más tarde aparecen como luminosas victorias, presuntos muertos que han hecho hablar de ellos ruidosamente, cadáveres de cuyas cenizas la vida ha resurgido más intensa y productora de valores”.

https://gramscilatinoamerica.wordpress.com/

Buenos Aires.

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