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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

La vida en el centro, la vida en juego. Crisis, pandemia y la urgencia del cambio social

Especial para ContrahegemoniaWeb

La crisis civilizatoria del capitalismo avanza a pasos acelerados. Sus expresiones económicas, políticas, sociales, ecológicas, sanitarias, son cada vez más intensas y abarcan todos los rincones del mundo, todas las geografías, todas las escalas, a ritmos dispares, pero en cualquier caso sin pausa. Está en juego el futuro de la vida en el planeta, mucho más que el futuro de la humanidad. América Latina, Nuestramérica, no está exenta de estos movimientos cataclísmicos.

Frente a la crisis abierta, el año 2020 pone sobre la mesa nuevamente la discusión en torno a las opciones disponibles, las salidas a construir. La pandemia del Coronavirus y sus efectos expansivos hace tanto más urgente obtener conclusiones políticas de la realidad que vivimos. La barbarie capitalista se presente con claridad supina en estos tiempos violentos. No tenemos tiempo que perder. Estamos ante un nuevo tiempo histórico.

Una crisis en tiempos revueltos

En nuestra región, los años recientes han sido convulsionados. Agotado el ciclo hegemonizado por gobiernos progresistas, neodesarrollistas, el giro neofacista del continente es claro.

La crisis de los desarrollismos estuvieron ligadas a sus límites materiales pero sobre todo políticos. Los programas de gobierno con redistribución marginal de ingresos, financiarización extendida de la vida, profundización del saqueo y consolidada dependencia estructural, encontraron sus límites en poco más de una década. La crisis global de 2008, la muerte de Hugo Chávez, la transición hegemónica global hacia el Este y nuestra nueva dependencia en relación con China, marcaron el fin de esa primera etapa.

Esos gobiernos -autodenominados progresistas- no supieron, no quisieron, desarmar las barreras que impiden a nuestros Pueblos proyectar una vida digna de ser vivida. Construyeron una infraestructura de políticas sociales que son insuficientes para sacar a las familias de la pobreza y – a la vez- multiplican la financiarización de nuestras vidas; atan el acceso a los productos y servicios básicos de manera creciente a formas mercantilizadas y privatizadas, mientras amplían las formas del trabajo precario. El progresismo en el gobierno multiplicó el extractivismo y el saqueo de nuestros bienes comunes para proveer al mercado mundial capitalista y hacer frente a un nuevo ciclo de endeudamiento externo. En paralelo, esos gobiernos alimentaron nuevas modalidades de dependencia global: el giro global hacia el Este se reprodujo en nuestra región bajo la forma de una creciente articulación desigual y dependiente con el capitalismo chino y su área de influencia.

Las resistencias populares se multiplicaron pero también se acrecentó la respuesta conservadora de los sectores dominantes. En la medida en que la crisis capitalista extiende sus efectos sobre nuestros territorios, los Pueblos hemos demostrado nuestra capacidad de impugnar -aunque no siempre detener- los intentos de transformar el clima de crisis en una oportunidad para el ajuste capitalista. Las fracciones dominantes han sabido aprovechar el tiempo y enfrentan la resistencia social con violencia: multiplican el asesinato de militantes populares en Colombia, apuntalan golpes de Estado -como en Bolivia-, un régimen siniestro en Chile reprime la movilización popular y en Brasil avanza una fórmula militar-teocrática.

En el marco de la pandemia, las débiles democracias latinoamericanas son puestas aún más en suspenso: la participación política no institucional es sumergida bajo las botas de las fuerzas de seguridad, mientras el Estado (más burocrático y autoritario que nunca) hace uso del saber-poder técnico-médico-científico para justificar cualquier medida, evitando la participación popular tanto en la toma de decisiones como en su gestión (por ejemplo, el ejército pretende reemplazar a las organizaciones comunitarias en los barrios).

De los fundamentos de la crisis a las salidas populares

La aceleración de la crisis a partir de la pandemia, abre infinidad de preguntas para las organizaciones populares. ¿Cuál es el camino a seguir? ¿Qué proyecto estamos construyendo para enfrentar y superar la barbarie capitalista?

La pandemia acelera la crisis económica tal cual se venía desarrollando: como desaceleración general de la actividad económica y el comercio a escala global. La crisis de 2008 no fue superada en sus fundamentos pues las políticas económicas de auxilio sólo desplazaron su desarrollo. La veloz caída en las tasas de interés globales sólo aceleraron la financiarización global del capital, ampliando los desequilibrios existentes. El endeudamiento masivo de los Estados nacionales, las empresas y las personas solo permitió desplazar en el tiempo y espacio la creciente dificultad de valorizar el capital global.

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Las cadenas globales de valor nacidas de la era de la transnacionalización del capital (años noventas y dosmil) ya no encuentran cómo multiplicar el valor. Las formas de explotación basadas en la expansión de las tecnologías de las información y la comunicación en esa etapa inicial, ya no alcanzan para multiplicar la riqueza en su forma capitalista. La fragmentación productiva que permitió la expansión de formas de industrialización periférica y dependiente (en territorios que van desde Argentina y México a Tailandia y Sri Lanka), encuentra límites asociados a la resistencia obrera y popular. Se agotó la posibilidad de seguir desplazando espacialmente porciones claves de la manufactura a nuevos espacios nacionales, en la medida en que esa carrera hacia abajo en las condiciones de vida y trabajo tiene el límite de la organización popular en cada vez más eslabones. Paralelamente, la enorme transformación impuesta por la irrupción de China como demandante global de insumos primarios encontró en aquel agotamiento su propia limitación. El extractivismo globalizado, que busca destruir los bienes comunes a los fines de conseguir los medios materiales esenciales para la valorización capitalista, enfrenta simultáneamente la resistencia de los pueblos y la explosión de la burbuja especulativa.

La aceleración de la crisis por la expansión de la pandemia del Coronavirus y la dispar respuesta de los Estados en todo el mundo, abre una proceso de destrucción violenta de capitales y -es de esperar- la renovada concentración y centralización de los mismos. El valor bursátil de las principales empresas globales ha caído en una magnitud sólo comparable con la caída en el valor de las monedas periféricas y los precios de las commodities.

En el camino, los Pueblos del mundo enfrentamos un nuevo intento de reestructuración de la organización del trabajo y la vida. La crisis y la cuarentena sobre ella, han permitido a los gobiernos y el capital intentar avanzar sobre las condiciones de trabajo y de vida, ampliando el teletrabajo sin derechos, amenazando con despidos (y despidiendo) a la vez que reducen salarios, exponiendo a miles de trabajadorxs a la pandemia mientras los ricos se protegen en (y disfrutan de) sus mansiones. La crisis pone en el centro una nueva batalla por el control de la reproducción de la vida.

Una crisis de la reproducción social

Que la crisis actual esté mediada por una pandemia es sintomático de lo que está en juego. Es la vida misma la que se encuentra en el centro. La destrucción de los comunes ambientales está en el fundamento de estas epidemias globales que se tornan cada vez más comunes (SARS-1/2002, MERS/2012, SARS-2/COVID-19). La construcción del ambiente a imagen y semejanza del capital, es decir bajo la forma de trabajo muerto, pone a la humanidad -cada vez más- frente al espejo de su posible extinción. El chivo expiatorio es siempre algún animal (mono, camello, murciélago, o pangolín) cuando deberíamos mirar a las causas más profundas: la desarticulación planificada (e irresponsable) del metabolismo del planeta.

La reproducción de la vida ha sido puesta en el centro por las luchas populares con la resistencia organizada a los tarifazos, a los ajustes del FMI, a nuevas “reformas” previsionales, a nuevas formas de organizar el trabajo (tercerización, robotización, trabajo a distancia), por las luchas feministas y ecoterritoriales. En América Latina, la consigna de lucha en Chile “No son 30 pesos, son 30 años”, sintetiza el hartazgo con un patrón de organización social que nos obliga a trabajar cada vez más y cada vez peor; que nos fuerza a correr una carrera que nunca habremos de ganar, o en la que ni siquiera podremos alcanzar la meta (y menos aún, decidir sobre ella).

La pandemia nos pone sobre alerta respecto de la fragilidad de nuestras vidas. Sin un sistema médico universal, quién nos cuidará. Con pensiones miserables, con familias empobrecidas y sin tiempo libre, quién acompañará a les ancianes, niñes, y otras personas con necesidades. ¿Cómo podremos sobrevivir en un ambiente irreparablemente dañado por el fracking, la megaminería, agronegocio y la irracional forma de vida urbana actual? Si cuando la economía crece el endeudamiento infinito de los hogares es lo único que los mantiene a flote, qué sucederá cuándo los medios de vida se alejan de nuestras cocinas y mesas (familiares, comunitarias) en el marco de las cuarentenas forzosas y crisis económicas recurrentes.

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¿Ahora somos todes keynesianes?

Parece que la magnitud de la crisis ha provocado un giro dit keynesiano en las formas de intervención estatal. De manera rimbombante se habla de keynesianismo de guerra. La tarea de enfrentar la pandemia es puesta en clave de militar, imagino que con tanques, metrallas y cuerpos combatientes. ¿Estos últimos seríamos nosotres, que sufrimos en carne viva la enfermedad y los intentos por derrotarla?

El detour keynesiano en la política económica no sorprende. Gobiernos de derechas y desarrollistas, todos, son asiduos usuarios de esa caja de herramientas, cuando ‘las papas queman’. Formas de liberalismo y ‘intervencionismo’ (keynesianismo) han sido hermanos gemelos, opuestos por el vértice, por más de 100 años ya. Siempre útiles para salvar al capitalismo cuando el status quo parece fracturarse por las resistencias populares y el agotamiento de los medios de control y explotación.

Nadie habla ya de austeridad. Lo que hace unos meses era imposible (expansión fiscal, más subsidios, más impuestos), hoy parece la receta obvia. Les desarrollistas festejan el triunfo teórico en medio de la disputa. Los liberales patalean, pero ya no discuten la necesidad de poner al Estado como dique de contención. La crisis es tan profunda que el propio capital registra su propia mortalidad.

Los paquetes de ‘auxilio’ se multiplican: diversas formas de regulación de precios, aumento en las transferencias incondicionales de ingresos, hasta estatizaciones o intervenciones cuasi-confiscatorias en ciertos casos. En varios lugares se discute establecer impuestos extraordinarios a las grandes fortunas. Nada es imposible, nada improbable en este momento. El Financial Times (diario conservador por excelencia) habla de la necesidad de reformas radicales, que incluyen el ingreso universal incondicional. Se pone en debate hasta el pago de la deuda pública. Hay conversaciones y campañas en favor de un jubileo universal de deudas. Hasta el Fondo Monetario lo pone en el tapete.

La pregunta de rigor en este punto sería: ¿alcanza con más gasto público si mundo capitalista colapsa sobre sí mismo? ¿Es suficiente con emitir si el sistema financiero privado -liderado por la rentabilidad- jamás prestará fondos a un mar de PYMEs al borde de la quiebra? ¿No será tiempo de orientar la inversión pública a apuntalar una transformación radical de los servicios públicos de cuidados, en lugar de seguir sosteniendo patrones de inversión liderados por las decisiones de los grandes capitales? ¿No será momento de invertir en el desarrollo de los hábitats populares (asentamientos, villas, favelas, etc.) a partir de la participación actividad de la población organizada en los territorios? ¿No será tiempo de tomar control popular del sistema bancario y financiero, en lugar de despotricar contra su esperable accionar ‘egoísta’? No será tiempo de ir más allá de la repetición del mítico pasado keynesiano/desarrollista.

En el centro, la vida. En el centro, la organización popular

Esta crisis es una crisis general de la reproducción social. El trabajo de cuidados se ubica en el centro. En esta crisis, el capitalismo-patriarcal-racista, el trabajo histórica y socialmente invisibilizado realizado por las mujeres, gana el centro de la escena política. Es más visible ya en los centros de salud, donde médicas, enfermeras, personal de limpieza y administrativo, mayormente femenino, atienden a los miles y miles de pacientes que llegan sin cesar. Están en la primera línea. También el de las compañeras en miles de hogares y cooperativas fabrican barbijos y camisolines para un sistema de salud desbordado y desfinanciado. Pero también en los comedores comunitarios y merendero, en los comedores escolares, en todos los barrios populares, donde las compañeras garantizan la reproducción de la vida. En un capitalismo sostenido en el trabajo migrante, las clases altas descubren la importancia del trabajo de millones de mujeres que abandonaron sus tierras de origen para trabajar en el cuidado de hogares que no son los suyos, y hacerlo en condiciones muy precarias.

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La crisis civilizatoria del capital pone al descubierto la insostenibilidad del sistema. De golpe queda en evidencia que la cuestión clave no es la sostenibilidad de la deuda, sino la sostenibilidad de la vida. Esto significa que:

(1) hay que frenar el ciclo de endeudamiento masivo de los Estados y las familias. Si el pago de las deudas ocupa el centro de la organización social, la reproducción de la vida entra en riesgo. La naturaleza rentista del capital financiero, carga a los hogares con una presión insostenible en relación al trabajo de cuidados y reproducción. Estas tareas son abandonadas, reducidas o realizadas de manera insuficiente, aun con el aumento en la explotación de quienes las realizan (mayormente las mujeres).

(2) es fundamental ampliar el enfrentamiento contra el extractivismo. El saqueo de los bienes comunes es la contracara de la presión rentista de la deuda. La sostenibilidad de la deuda supone aumentar la tasa de explotación de las riquezas naturales, que pueden producir las divisas necesarias para la reproducción ampliada del ciclo del capital financiero. Es decir, que la sostenibilidad de la deuda asume como un costo invisible la destrucción de los bienes comunes y de las comunidades, costos que incluyen también el deterioro de las condiciones de salud que luego saturan sistemas sanitarios que se encuentran desfinanciados por las políticas de austeridad.

(3) es necesario fortalecer la organización comunitaria y demandar políticas estatales a tal efecto. En toda la región el trabajo organizado en los territorios es la base concreta de la reproducción de la vida cotidiana. El capitalismo dependiente no se sostendría sin ese trabajo invisibilizado, precarizado y de alta intensidad que diariamente desarrollan miles, millones de compañerxs. Sin ese trabajo de reproducción y cuidados, no hay capitalismo posible. Mucho más importante: no hay salida popular posible si no surge desde la consolidación de formas de producción de la vida basadas en el trabajo comunitario. De ahí la centralidad de la demanda: sostener y multiplicar el trabajo en los territorios es la base de cualquier cambio radical en la organización social.

(4) es clave replantear la organización del trabajo ‘productivo’, fabril, en oficinas, construcción, etc. La paralización general de las actividad económica redujo violentamente las emisiones contaminantes, los accidentes de tránsito y otros costos ocultos (o más bien, invisibilizados) del capitalismo. Volver a la ‘normalidad’ no es una opción. Debemos ir a un régimen de jornadas laborales reducidas y menos días hábiles en la semana. Podemos ir a días de trabajo y estudio que inicien más tarde y terminen más temprano. De la misma manera, podemos encaminarnos a nuevas modalidades de transporte de pasajeros y cargas, otras formas de consumo, etc.

En definitiva, la crisis actual tendrá duros efectos sobre nuestras vidas cotidianas, en el presente y en el tiempo por venir. No serán (no son) tiempos fáciles pero pueden ser tiempos de siembra colectiva. Pueden ser tiempos de revalorización de lo público en lo estatal, de multiplicación de la solidaridad real en la práctica colectiva.

Por supuesto, nada garantiza que el final de la pandemia ser el triunfo de la razón popular. El capitalismo ha demostrado flexibilidad táctica y capacidad de adaptación, aunque en ese camino nos ha conducido al abismo de la imposibilidad de la vida. La praxis colectiva puede -debe- proponer un destino diferente, horizonte que está en nuestras manos construir.

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