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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Pré-história, pós-pandemia y lo que vendrá

Cuando el mundo gira bajo su eje y vemos tinieblas aterradoras imponerse sobre las idílicas visiones de futuro proyectadas por la euforia ultraliberal, salen de sus escondrijos los alarmistas y los optimistas. Ambos son muy peligrosos en tiempos difíciles porque nos impiden ver con más precisión los caminos y descansos de un devenir nublado por la incertidumbre.

La oscilación abrupta hace que aquellos que afirmaban que todo iba bien – ya sea en el paraíso democrático popular de la conciliación de clases, ya sea en la barbarie post-golpe – ahora se sumergan por los bordes del mundo a denunciar teorías de la conspiración. No hablo de delirios “fakenewsrobotizados” que imaginan que un cierto complot comunista, posiblemente iniciado en China, habría provocado la cancelación de las finales de la Champion’s League, los shows de Broadway, la NBL, las Olimpiadas, el cierre de varios países, una caída de los Estados Unidos y la muerte de miles de personas sólo para obstaculizar el excelente gobierno Bolsonaro. No, no es así.

Se trata de dos bloques alineados de acuerdo con esperanzas distintas. Por un lado, están los que esperan todo un mundo nuevo, lleno de posibilidades e ideas increíbles sobre nuestra vida y nuestro planeta: de cómo saldremos más conscientes de los límites del capitalismo salvaje y de la sociedad de consumo sin frenos, críticos de un individualismo exacerbado y defensores de lazos más humanos y de un capitalismo light. De otro, un escenario catastrófico, un estado total controlando a los individuos en sus casas como las sombrías predicciones articuladas en la literatura de George Orwell, derrumbes y saqueos, ciudades en llamas, personas disputando el último paquete de fideos, semizombis vagando por calles desiertas al son de Tina Turner calentada en las hogueras inflamadas por un tipo con maquillaje blanco, pelo verde y traje morado.

Optimistas y catastrofistas se unen para decir que el mundo no será el mismo. Bueno, para empezar, el mundo nunca es el mismo. Como el viejo río de Heráclito, el mundo fluye en su devenir sin pedir permiso a las pequeñas ilusiones humanas. Las ilusiones de un mundo mejor y el miedo a la catástrofe son medios de racionalización que ocupan el lugar del entendimiento. Es conocido el hecho registrado por historiadores que el final del feudalismo fue un momento de creencias en el fin del mundo y predicciones catastróficas, así como mitos salvadores y desenlaces redentores. Plagas, guerras y crisis acompañan el recorrido de la humanidad y le recuerdan que las épocas históricas acaban en trágicas rupturas a través de las cuales el viejo mundo roe dando lugar a las nuevas formas – ni mejores ni peores en sí mismas, sino distintas de aquellas dentro de las cuales la humanidad se había acostumbrado a vivir hasta entonces.

Los astrofísicos saben que este pequeño planeta puede terminar en unos pocos billones de años cuando nuestro sol se consume cediendo a su propia gravedad, cuando deja de fundir átomos de hidrógeno y comienza a fundir helio, transformándose en una gigante masa roja (sin ninguna connotación ideológica). O, aún, en cualquier momento si un cuerpo celeste cruza nuestro camino y choca con las previsiones de recuperación del PIB.

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Excluidas estas alternativas, ya sea por la dimensión del tiempo o por la imprevisibilidad aleatoria, quedamos nosotros mismos y la dinámica de la historia humana. Una forma social sobrevive mientras las relaciones sociales que la constituyen no se antagonizan con la producción y la reproducción de la vida, como en el argumento central de Marx en 1859 en su famoso prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, en el momento en que las relaciones sociales de producción, dentro de las cuales la humanidad se ha desarrollado hasta entonces, se convierten en obstáculos al desarrollo de las fuerzas productivas.

Tal afirmación, aparentemente en un grado muy elevado de abstracción, se presenta didácticamente en nuestros días. Una sociedad existe, ahora, hasta que termina. Las fuerzas productivas, es decir, los factores que una vez combinados hacen posible la vida – la naturaleza, los seres humanos y lo que ellos aprendieron y saben hacer – encuentran formas a través de las cuales operan, formas sociales, económicas, culturales, políticas y otras que constituyen una determinada sociedad, en nuestros términos, un modo de producción.

Sucede que un modo de producción al desarrollarse alcanza tal punto en que comienza a destruir fuerzas productivas con el fin de mantenerse. Veamos el caso de esta deplorable forma de vida llamada capitalismo en su mayor grado de desarrollo. ¿Cómo están los recursos naturales? ¿Cómo está la mano de obra en particular y la población en general? ¿Encontrando la manera de seguir desarrollándose bajo las condiciones dadas de las relaciones sociales de producción capitalistas, o siendo destruidas y saqueadas cada día al borde de la catástrofe?

Incluso la llamada tecnología – que no es más que el conjunto de los saberes, prácticas, técnicas, herramientas, instrumentos y todo aquello que se utiliza para producir la vida en la forma actual de sociedad en que nos encontramos -, termina tomando la forma de una antitecnología una vez que se pone al servicio de la tautología de la valoración del valor y no de la satisfacción de necesidades básicas, lo que Mészáros llamó una tasa decreciente del valor de uso. Un coche tiene que durar menos, un celular y su batería tienen una vida útil pensada para realizar los ciclos de producción y consumo de las empresas, los alimentos no alimentan, los remedios causan enfermedades y la ciencia bendice la barbarie mientras siga siendo financiada por los monopolios.

La base material de la crisis se expresa en los ciclos de crecimiento y recesión, y éstos en períodos cada vez mayores de destrucción que acaban por alcanzar todo el edificio social y sus formas políticas, jurídicas y las formas de conciencia social en cada época. Todo lo sólido se desvanece en el aire.

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Vaya, vaya, ahí viene el tipo con su “discurso marxista”. Estamos hablando de un virus… una cosa que es una célula nanomilimétrica, incluso sin organelos o ribosomas como célula, ¡mucho menos conocimiento de economía política! Sí, es verdad, un virus puede causar una pandemia, pero no destruir una sociedad que no estuviera ya lista para eso. Guardadas las debidas proporciones, el virus se incluye entre los asteroides que pueden destruir la tierra, es decir, se sitúan en el campo de la naturaleza y no de la historia. Sin embargo, como los virus necesitan hospederos, terminan manifestándose en las condiciones sociales de sus portadores.

Un virus no pregunta quién está en el gobierno, si hay o no un sistema público de salud eficiente, condiciones de higiene o abismos sociales, si el mundo está unificado por el mercado mundial o apartado en aldeas. Quien produce esas condiciones en las que el virus se manifestará es el ser social. El virus se manifestó en el capitalismo altamente desarrollado, donde reina la mercancía y el capital, en una sociedad de clases en la prehistoria de la humanidad.

Los seres humanos discutían si era necesario un sistema de salud público, universal y gratuito, o si podíamos desguazar tal atención y dar una tarjeta de plástico y un boleto para pagar en el banco que generaba la sensación de estar cubierto por un servicio de salud privado que se encargaría de todo, menos de la enfermedad que tienes en ese momento. Aquí viene el virus en su objetividad natural y dice: voy a contaminar multitudes en una dimensión que no dará ganancias a las empresas de salud y aquellos que desarrollen cuadros graves requerirán cuidados médicos sin los cuales morirán.

Al virus no le importa, pero tales condiciones para el tratamiento implican equipos, investigaciones, pruebas, reactivos, por no hablar del lento proceso de desarrollo de vacunas. Los sucesivos gobiernos (Collor, Itamar, FHC, Lula, Dilma, el vampiro lazarento de Temer y el descalificado de Voldemort) invirtieron entre 0,23 y 0,24% del PIB en ciencia y tecnología – para no hablar del vaciamiento de las universidades y la salud en general. En 2014, representantes de la ciencia en Brasil afirmaban que para mantenernos en las condiciones científicas y tecnológicas de nuestro tiempo sería necesaria una inversión del 2% del PIB por 20 años. Hagan las cuentas, muchachos.

El llamado saneamiento financiero, según ha denunciado desde hace mucho tiempo la Auditoría Ciudadana de la Deuda, consume algo alrededor del 48-50% del presupuesto de Brasil (en 2019 fueron 38,7% sólo con el pago de intereses y amortizaciones), mientras que el saneamiento básico quedó, en 2015, con el 0,01 % de estos recursos, la salud pública con el 9,2 % en 2019.

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La pandemia no puede crear una crisis, pero puede abrir las contradicciones existentes. Y eso es lo que está haciendo.

Para esta forma de sociedad el problema del virus no es de salud, sino económico. No es que personas (principalmente, pero no sólo) de edad, corran el riesgo de morir como si se estuvieran ahogando en la sequía, sino que si la gente se queda en casa, los capitalistas no tendrán como extraer su más valor explotando el trabajo ajeno. Nada más didáctico que observar los argumentos de seres deplorables como los “chupa sangre” conocidos como gente de nuestra mejor sociedad (Justus, Sr. Madero et caverna) sobre lo que sería aceptable algunos miles de muertes para que sus negocios no se detengan. Así como pastores exteriorizando, desde dentro la protección de sus mansiones asépticas, su preocupación por la recaudación de sus diezmos.

No, el mundo no será mejor si volvemos a la normalidad. Lo “normal” es el problema que sólo ha sido revelado en colores más nítidos por la calamidad de un virus.

Las formas políticas se degradan, derritiendo la gruesa capa de maquillaje ideológico que encubre sus facciones deformadas y podridas. El interés general es la voluntad de los capitalistas, la voluntad popular tiene que aprobar las reformas que les quitan derechos a los trabajadores y ahorran fortunas, los tres poderes conspiran y encubren sus acuerdos mientras las Fuerzas Armadas hacen lo que mejor saben hacer: tirar bajo la alfombra y esconder sus cadáveres, deshaciéndose responsable de la tragedia de gobierno que avalan y defienden.

La humanidad resiste en la solidaridad, en los profesionales de salud en la línea de frente, en los trabajadores de los servicios esenciales que siguen funcionando, en los poetas poetizando, en los músicos cantando, en los verdaderos religiosos trayendo consuelo, en los profesores y científicos, investigadores y barrenderos, amigos y familiares, pasteles de lluvia, amantes sin máscaras y amores descarados.

La pandemia pasará. El Brasil que emergerá de ella será un país capitalista en crisis con un orden burgués en conflicto interno y una nación fracturada. Una sociedad de clases en la que el 10% más rico posee más del 74,2% de la riqueza del país, con el SUS amenazado y las universidades desprestigiadas, en la cual los prejuicios, el irracionalismo y el oscurantismo fueron liberados, y donde el racismo, la homofobia, el machismo y la violencia colonialista mata diariamente, violenta la infancia y desprecia la vejez.

Con suerte, tendremos un país que ha resistido y cultivado en espera de la ira que puede salvarnos. Esperamos que un país que haya aprendido verdades simples: que la ciencia es importante y la educación esencial; que la salud no es mercancía y el Sistema Unico de Salud (SUS) debe ser respetado y fortalecido; que el único saneamiento que salva vidas es aquel que trae atención médica, agua limpia y tratamiento de aguas residuales y no el que produce superávits primarios; que es el trabajo que genera riqueza y que, sin trabajadores, los vampiros se secan al sol inclemente de la verdad de la producción del valor; que lo que es verdaderamente importante para la vida somos nosotros, nuestros amigos, camaradas y familiares, los que producen alimentos, poemas, música, películas y libros; y por último, que nosotros sobrevivimos en casa sin ellos, pero ellos no sobreviven sin nosotros.

Nuestro programa ha de ser como está descrito en el cartel italiano: trabajar menos, trabajar todos, producir sólo lo que es esencial y distribuir todo.

Brasil y el mundo que vendrán después de la pandemia son, por lo tanto, los mismos que dejamos atrás cuando todo esto comenzó: un país y un mundo que necesitan una revolución.

Traducción: Diego Ferrari
Publicado originalmente en: https://blogdaboitempo.com.br/category/colunas/mauro-iasi/

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