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Estudiar y cursar en tiempos de pandemia. Coronavirus y debates urgentes para la Universidad Pública

“… lo más importante, es hacerles sentir que estamos disponibles para ellos, para intercambiar contenidos pero también para escuchar sobre sus miedos y preguntarles cómo podemos ayudarlos” Carina Kaplan

El aislamiento social, preventivo y obligatorio en Argentina forzó al sistema educativo a tomar medidas de urgencia, a un ritmo vertiginoso. Las escuelas, terciarios, bachilleratos populares, programas socioeducativos y universidades del país, constituyen un entramado complejo que buscó acomodarse rápidamente al contexto para poder dar respuesta a las problemáticas educativas, pero también sociales, culturales y económicas que trajo consigo el avance del COVID-19.  No es la idea de este análisis ahondar sobre el amplio abanico de problemáticas y desigualdades que la pandemia ha dejado a la luz. Puntualizaré sobre la apresurada decisión de avanzar con clases virtuales particularmente en el ámbito universitario, y lo que esta crisis pone de relieve en relación a la dimensión pedagógica de la Universidad, con la seguridad de que vale la pena preguntarnos si no es momento también de repensar, entre otras cosas, el modelo pedagógico bancario que en las universidades argentinas parece incuestionable, pese a los enormes aportes que se vienen cocinando desde las Pedagogías Críticas, la Educación Popular, la militancia sindical y estudiantil en las últimas décadas.

Problemas y complejidades del chasis universitario


Desde las pedagogías críticas, el modelo pedagógico bancario (docente deposita saber en alumne) viene cuestionándose fuertemente desde hace décadas, pero definitivamente la educación superior universitaria parece inmune a estas perspectivas críticas. Cabe esbozar, para empezar, un rápido panorama de aquellos elementos estructurantes del sistema universitario argentino que explican esta coraza de inmunidad.

En principio, trataré de poner a la luz algo que no es novedad: la profunda sobrevaloración de la “experticia” como basamento legitimador del propio trabajo docente, que convive con una endeble –y en casos nula- formación pedagógica y didáctica, siempre con matices y sin minimizar las ejemplares excepciones.

Los criterios en los concursos docentes enfatizan la trayectoria en la disciplina misma (investigación, publicaciones, experiencia en el área, etc) y rara vez, o en menor medida, la propuesta pedagógica. Como si la didáctica específica de cada campo del conocimiento fuera el producto lineal, irreflexivo, de esa “experticia”.  

Este problema de raíz, convive con otros, que hacen que las universidades sigan reproduciendo mecanismos de exclusión al interior de las aulas. Pese a la gratuidad y las grandes conquistas del movimiento estudiantil, como los ingresos irrestrictos y las políticas de permanencia, muchas de las prácticas de enseñanza de las aulas universitarias funcionan como filtros en sí y seguimos son cuestionarlas. Quien no se “adapta” a leer fotocopias por kilo, quien no puede desvelarse noches enteras preparando una entrega, quien no se halla enfrentándose a un Examen Final oral, quien no soporta las hostilidades y arbitrariedades, deja silenciosamente los estudios sin que nadie clave el grito en el cielo. Esta advertencia no es un señalamiento al desempeño docente, sino a un problema estructural del sistema universitario y a varios de los pilares sobre los que se sostiene tan complejo sistema: formación, concursos docentes, reglamentaciones de evaluación y promoción, entre otros.

Que “la facu es así y hay que fumársela”, podría resumir la caracterización extendida sobre la universidad, tanto entre quienes transitan sus aulas como entre quienes no. La etapa como estudiante de grado es merecedora de la Épica. La carrera es, de hecho, una carrera en la que lograr la titulación se convierte en la meta y la motivación central de la trayectoria académica. Y afrontar esa carrera implica esquivar una sucesión de obstáculos, atravesada por la necesidad irrefrenable de meter materias, “una más, una menos” en la carrera universitaria. Y todo esto, entre corridas, migrañas y cegueras periódicas por leer PDF’s, bondis perdidos y en medio de un mar de preocupaciones y deseos postergados, incluso los deseos intelectuales. No hay lugar para la tristeza y ningún espacio institucional vela por achicar esa escisión entre pensamiento y vida contra la que luchaba el histórico reformista del ’18, Saúl Taborda. Ya quizás, en algunas facultades, pasaron los tiempos de “ser un número para les docentes” y esa despersonalización profunda que se exorciza socarronamente mediante chistes, pero eso no se traduce en absoluto en que hoy pensemos las aulas en comunidad.  

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Universidad, coviv y confusión

Las universidades nacionales frente a la pandemia
En este contexto, de pandemia y de crisis global, las universidades nacionales han cumplido un papel importante en disponer de todo el conocimiento científico y de una enorme estructura material para enfrentar el avance de la pandemia.

También algunas universidades han hecho un aporte interesante desde las áreas de Extensión e Investigación en articulación con las organizaciones sociales, para relevar las condiciones y necesidades de la población ante la pandemia. Pero en cuanto a la dimensión pedagógica y la decisión de continuar las clases en modalidad virtual, sin siquiera un parate mínimo para reflexionar, docentes y estudiantes inmediatamente fuimos testigos de cómo se iban exponiendo distintas problemáticas a la par que se buscaban las estrategias para garantizar la vigencia de los calendarios académicos (1). Lo cierto es que pese a la autonomía y los distintos espacios de co-gobierno, que podrían haber permitido “parar la pelota” para pensar de qué manera continuar los calendarios, las autoridades universitarias, articuladas mediante el CiN (Consejo Interuniversitario Nacional),  avanzaron de manera precipitada con la modalidad virtual  sin tomar dimensión real de las consecuencias que podrían traer esta decisión, incluso en el corto plazo, en la permanencia de miles de estudiantes, así como en la sobre-explotación de docentes y trabajadores de las  áreas de programación informática.

Tres integrantes de “la RUEDA” (Red Universitaria de Educación a Distancia de Argentina) dicen en una reflexión para la página del CiN: “Estaremos esperando a todos los  estudiantes que no puedan o no quieran participar de la modalidad en el otro cuatrimestre” (2), minimizando el hecho de que las dinámicas universitarias -aun en condiciones de “normalidad”- muchas veces excluyen estudiantes en cuestión de semanas; no de una, dos o tres materias, sino de la carrera misma. O que en ocasiones la vuelta a los estudios tiene pausas de años, interrumpidas por razones laborales y familiares. La realidad de les estudiantes no es “dejar de estudiar un cuatrimestre para seguir el que viene”, porque nunca es así, y menos en este contexto. Como dice el Profesor de la UNQ Guillermo Mastrini: “no es cuestión de reemplazar presencial por virtual, ni siquiera virtual por virtual. Esto es virtual con pandemia.” Por lo cual, el Plan de Continuidad Pedagógica no sólo tiene que garantizar la modalidad virtual, sino una modalidad virtual para un contexto de pandemia.

A esto se le suma, una realidad que no podemos dejar pasar, que es que las políticas sociales para contener a les estudiantes fueron tardías, desprolijas e indudablemente insuficientes. Nada nuevo: les estudiantes que hacen malabares para estudiar y recibirse serán les primeres afectades. Ya lo son. Pero esas dificultades no se acaban si tenemos los derechos de acceso a la educación medianamente garantizados, sino que gran parte de la permanencia se juega en las aulas (virtuales, hoy).

La realidad pedagógica de hoy, espejo de ayer
Los problemas del chasis universitario que fueron descriptos al comienzo hoy se agudizan. Se agudizan las desigualdades, también. Se agudiza el tedio y el no terminar de entender qué estamos haciendo, para qué. Se agudiza esa distancia entre estudiantes y docentes, entre contenidos y lo que nos pasa con esos contenidos.

Hace unos días, a poco de comenzadas las clases virtuales, una estudiante de la UNLP preguntaba a través de una encuesta de Instagram cómo nos estábamos llevando con la virtualidad. Entre las respuestas, casi todas pesimistas, hubo una que me pareció clarificadora: “Me entristece”. A veces lo simple resume situaciones enormemente complejas.

Miles de estudiantes se enfrentan hoy a diversas situaciones: desde cuestiones de accesibilidad como problemas de inscripción en las aulas virtuales o plataformas educativas que explotan, hasta cuestiones pedagógicas como docentes que multiplican exigencias porque asumen que “hay más tiempo”, cátedras que se esfuerzan por dar el programa completo, propuestas bancarias en las que les estudiantes se tienen que tomar una semana para leer y hacer un trabajo que luego será corregido sin intercambio alguno, inexistencia de espacios de intercambio entre estudiantes, entre decenas de situaciones más que se multiplican exponencialmente en la experiencia pedagógica y vital de cada estudiante. Hoy, tener que restringir la totalidad de las horas de estudio al ámbito de nuestras casas funciona como un limitante de la atención, en tiempos donde la atención es una mercancía a ser capturada vía plataformas y redes sociales, como bien desarrolló recientemente Inés Dussel en “La clase en pantuflas” (3)

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La ausencia del aula hoy agudiza aquello que mencionaba Freire acerca de las “extensas bibliografías que eran mucho más para ser ‘devoradas’ que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas ‘lecciones de lectura’ en el sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura” (4). En definitiva, las clases virtuales, planteadas como están, fortalecen las asimetrías entre docentes y estudiantes, empujándoles a resolver las preguntas en soledad o a suspender hasta nuevo aviso posibles aportes e intercambios. Cuando decía que las universidades tienen la responsabilidad de pensar una “modalidad virtual con pandemia”, está claro que dichas modalidades necesariamente implican la empatía y la consideración de las diversas situaciones que enfrentan les estudiantes y docentes en estos días, así como reglamentaciones criteriosas que no dejen “a su suerte” a nadie y que eviten el colapso de les estudiantes, siendo flexibles en las propuestas pedagógicas y en los mecanismos de evaluación y promoción.

Respecto a los mecanismos de evaluación y promoción, sería prudente aclarar que en este contexto y en el caso de la educación superior tanto universitaria como terciaria (5), la posibilidad de acreditación es también una demanda, un derecho y una reivindicación de les estudiantes, en la medida en que permite acercarse más al título, tener porcentaje para poder acceder a determinados trabajos, no retrasarse más años en la carrera, aliviar a las familias que “bancan” los estudios de sus hijes, etc.  Por lo cual, es evidente que habrá una tensión entre exigencias de evaluación y necesidad de acreditación. Pero como decía antes, es fundamental tener una política unificada y clara de reglamentación que permita garantizar tanto derechos de acreditación como derechos de permanencia.

Está claro que no vamos modificar la realidad pedagógica universitaria del día a la mañana, mucho menos en este momento. Pero quizás sea un buen momento para hacer carne verdaderamente aquel relato de la solidaridad y “de paso”, que la situación nos permita tender puentes para repensar los cimientos de estas problemáticas, como pensar seriamente qué es lo que habilita no sólo un modelo pedagógico bancario, sino peor aún la hostilidad y la violencia en las aulas universitarias.  ¿Por dónde atacar el problema, por dónde empezar a transformar? Las situaciones que hoy en día exponen las clases virtuales nos plantean algunas pistas.

Antes de cerrar vale realizar dos aclaraciones. No quiero dejar de destacar y de resaltar, la voluntariosa y desgastadora tarea que realizan cientos de docentes que hoy están sobreexplotades, y con enorme compromiso asumen este momento histórico; así como quienes dedican las horas que no tienen a pensar múltiples estrategias para no caer en esa bancariedad que estamos cuestionando. Incluso tampoco vale en este momento incurrir en señalamientos a aquelles docentes que sí replican estas lógicas bancarias, cuando casi ningune de elles tuvo la formación pedagógica y crítica necesaria para transformar esas prácticas. Como mencioné al comienzo, estamos hablando de problemas estructurales del sistema universitario, que conviven con  una deformada mirada sobre la libertad de cátedra, que se ha convertido más bien en liberalidad de cátedra. Una facultad no puede ser una coordinadora de cátedras. Como segunda aclaración, resaltar la importancia de las tecnologías, como herramienta democratizadora de la educación. No es esto, una cruzada contra la virtualidad, al contrario. Pero enseñar con tecnologías sólo será democratizador en tanto se piense, justamente, democráticamente con la voz de toda la comunidad educativa. No suponer ni hablar por les estudiantes ni por les docentes. Estamos, de hecho, en un momento de disputa por ese sentido tecnológico para la educación. El relato “modernizador” es punta de lanza del neoliberalismo y excusa para cuestionar el trabajo docente y la propia existencia de la escuela pública, para avanzar en paralelo con la explotación de la juventud. Desde ya, la crisis económica y sanitaria mundial que expuso la pandemia del COVID-19 ha puesto sobre las cuerdas al propio neoliberalismo, pero sabemos que dará batalla y se buscará reinventar. Nosotres tendremos que hacer lo propio, reinventarnos.

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Inventamos o erramos

Quizás en la Universidad no haya tanto lugar para el debate que se viene dando entre quienes quieren avanzar intensamente en contenidos en plena pandemia y quienes promueven que esta sea simplemente una experiencia para aprender sobre el mundo.

De alguna manera, el hecho de que cohabite la demanda por el derecho a la acreditación junto a una dinámica extenuante que exige imposibles, requiere de medidas específicas que “ordenen” y garanticen el derecho a estudiar pero sobre rieles de entendimiento mutuo, que requieren flexibilidad en las propuestas para garantizar la permanencia.

Nuestros esfuerzos, en lo inmediato, deben guiarse hacia la conquista de estas reglamentaciones que eviten el desgranamiento masivo de estudiantes y a la revalorización de los ámbitos de co-gobierno. La autonomía, la democracia universitaria conquistada hace más de 100 años –y por la seguimos luchando-, no pueden ser secuestradas por lógicas liberales que devienen en consecuencias severas para la permanencia de les estudiantes y para el derecho de estudiar una carrera universitaria. Estas lógicas son algo así como los patovicas del modelo pedagógico tradicional, que genera exclusión desde las aulas. En este sentido, retomo uno de los interrogantes propuestos por la educadora popular Ornella Moretto en un artículo imprescindible (6) para pensar la educación en estos tiempos: “¿Se zanjan estas cuestiones sólo con la presencialidad en las aulas de un sistema educativo tradicional o es tiempo de transformar la educación?”. Como decíamos, es tiempo de reinventarnos, por lo cual “cuando pase todo esto” nos enfrentamos a la ardua tarea de transformar también la educación universitaria.

Para quienes luchamos por una Universidad al servicio del pueblo, para quienes luchamos por un sistema científico que dispute nuestra soberanía regional, es imprescindible tensar los sentidos educativos que habitan las universidades. Flaco favor le hacemos al liberalismo enquistado en las oficinas rectorales, y al relato meritocrático que sólo genera exclusión, si miramos desde un balcón cómo miles de estudiantes abandonan cada semana los estudios –con o sin pandemia-. En la pelea por el modelo pedagógico se juega gran parte de la perspectiva de universidad que disputamos.

Agustín Castro. Militante estudiantil y educador popular de Siembra.

Referencias:
(1) En las antípodas de este camino se encontró la decisión de la UBA, que se despachó con un anuncio repudiable en el que anticipaba el corrimiento de todo el calendario para el período junio-marzo.
(2) Disponible en: https://www.cin.edu.ar/las-universidades-y-el-compromiso-de-seguir-ensenando/
(3) Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=6xKvCtBC3Vs
(4) Freire, Paulo “La importancia del acto de leer” Congreso Brasileño de Lectura, Sao Paulo, noviembre de 1981.
(5) La situación es completamente distinta en el nivel primario y medio, donde las exigencias de evaluación y calificación numérica puede ser un factor de exclusión.
(6) Disponible en: https://www.facebook.com/notes/movimiento-6-mil/educarnos-en-tiempos-de-cuarentena-una-mirada-desde-la-educaci%C3%B3n-popular/3504471016236809/

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