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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Recuperar el Aramburazo, repensar la violencia popular

 Hay muchas formas de matar.

Se puede clavar al otro un cuchillo en el vientre, quitarle el pan, no curarlo de una enfermedad,

confinarlo en una casa inhabitable, masacrarlo de trabajo, empujarlo al suicidio, obligarle a ir a la guerra, etc.

Sólo pocas de estas formas de matar están prohibidas en nuestro Estado.

Bertolt Brecht

El 29 de mayo se cumplen 50 años del fusilamiento de Pedro Eugenio Aramburu uno de los dirigentes del golpe contrarrevolucionario y antipopular que derrocó a Juan Domingo Perón en 1955; el régimen dictatorial  impuesto por la Revolución Fusiladora instituyó un periodo de terror, represión, proscripción de los sectores  populares; intervención de los sindicatos,  penetración del imperialismo yanqui y el ataque a las conquistas de la clase trabajadora. Aramburu  fue el ejecutor de una política de clase cuyo fundamento es de por sí antihumano y cuyos episodios de crueldad devinieron  en fundamento que  iluminaron  los ideales y los actos de Montoneros.

El “Aramburazo”, fue el lanzamiento público de la organización Montoneros, como parte de un proceso histórico de lucha y radicalización del pueblo, iniciado con la Resistencia, una formación que se convirtió en ejemplo y bandera del pueblo peronista y una expresión de la lucha de los sectores populares contra el imperialismo y sus aliados las clases poderosas de la Argentina. Observamos que los medios hegemónicos,  como así también los autodenominados progresistas  que junto a sus  intelectuales, aprovechan la ocasión para condenar la insurgencia popular de la década de los setenta, demonizar a Montoneros y a la lucha armada, en un intento de condenar la rebelión  de toda una generación de militantes obreros y populares que dieron su vida, con el objetivo de luchar contra la burguesía y el imperialismo; un intento de habilitar como excluyente   el uso la violencia de los de arriba y de sancionar el derecho de los de abajo a rebelarse y a usar  la violencia.

En las distintas narrativas de revisión del pasado reciente, la relación entre violencia y política en los años 60/70 resulta uno de las temáticas particularmente abordadas. En ese sentido, los sucesos en torno al Aramburazo, devinieron paradigmáticos;  distintas producciones discursivas los han abordado, desde diferentes perspectivas. Tanto desde reflexiones acerca de la excepcionalidad que simboliza, en tanto acontecimiento que instaurará una nueva forma de relaciones políticas, con la irrupción de un novedoso  actor como Montoneros,  hasta la puesta en cuestión de un orden jurídico imperante, con el uso de la violencia en tanto “instauradora de derecho”; considerándola solamente como histórica, en el sentido que ha cumplido un ciclo y ha desaparecido, de un tiempo que no es el actual.  En estos momentos es necesario preguntarse, a qué ideario responde, a qué concepción de historia, de política, de violencia alude estos relatos, qué imaginario refuerza y constituye.

Es interesante observar las distintas formas de nombrar el acontecimiento y las diversas maneras como nos presentan el fusilamiento del dictador, denota como se ubican  con respecto a la violencia; un posicionamiento eminentemente político en la disputa de y por la palabra, de y por los símbolos. Los términos como toda palabra son políticos, actúan políticamente, encarnan posiciones ideológicas y políticas.  Los sectores populares lo nombraron Aramburazo, los Montoneros  también ajusticiamiento, expresando una particular forma de  actuar políticamente, de posicionarse, anidando  una cosmovisión. Decir que fue un ajusticiamiento tanto como que fue un asesinato es no solo explicitar un posicionamiento contrapuesto, es contraponer distintitas visiones sobre el uso de la violencia, como solo un derecho del Estado o como un legítimo método del accionar de organizaciones nacidas de las entrañas del pueblo.

Habría sido un ajusticiamiento en tanto se pretendió mediante ese acto violento hacer justicia. Una justicia claro distinta de la hegemónica, de la dominante,  ese acto instó a fundar, al menos evidenciar, otro modo de pensar, otra cosmovisión, y otra justicia,  una anclada en otro modo de entender y hacer la historia, no “la de arriba”, sino “la de abajo”, oriunda de  la “tradición de los oprimidos”. Como contrapartida, pero sin desligarse de su raigambre política, decir que fue un asesinato, se contrapone con lo anterior, desestimando el carácter perfomativo de tal hecho, condenando a quienes lo cometieron, a someterse a la justicia y las instituciones del poder. En este caso la hegemónica, la dominante, la propia de este sistema socioinstitucional. La que castiga para conservar su hegemonía todo acto que cuestione la propiedad inalienable de la fuerza, en manos del Estado.

Decir que fue una muerte es  un gesto aséptico, esterilizador, intentar borrar la marca del conflicto antagónico de la política,  un modo despolitizante de entender la política, con determinadas implicancias políticosociales. Decir que fue una muerte es igualar esa muerte a cualquier otra muerte, que en ese cuerpo fusilado no había más que un cuerpo muerto, separado de su politicidad, de su historia, decir que la de Aramburu fue una muerte,  está en íntima relación con decir que los conflictos latentes en esa acción han cumplido, no existen en el presente. Asimismo decir que fue un asesinato, y también un hecho irracional como postulan algunas interpretaciones que se  admiten como progresistas es concebir que el uso de la violencia es solo patrimonio del poder.

El progresismo considera que la violencia como articulador de lo político,  es un  gesto irracional, no un acto fundante de un nuevo orden, un  actuar excepcional y equivoco que creó  las posibilidades de una reacción represiva; postulan que  ha cumplido un ciclo esta  forma equivoca  de entender la política como lucha, negando el conflicto  como entidad fundamental, contrapuesto a su ideario del consenso  y de la armonía. Las  implicancias políticas,  que tiene esta concepción que desestima a la violencia popular como legitima y como herramienta de transformación; es legitimar, y naturalizar que la única violencia posible es la que ejerce el Estado,  considerando que otro tipo de ejercicio de la violencia  se encuentra en  una zona de inaceptabilidad. Son los que defendían un estilo armónico del accionar de la política, una armonía basada en una violencia hegemónica  vuelta norma, a diferencia de las organizaciones revolucionarias que creían en el conflicto como herramienta de cambio y justicia. Una justicia revolucionaria, del pueblo por fuera de la hegemónica.  

La común narrativa de esta concepción de estos supuestos portadores  del  supuesto saber consiente, racional y progresivo es;   “No saben lo que hacen”,  son irracionales,  le hacen el juego a la reacción, estaban dominados por la pasión, no poseían ni la sensatez ni el conocimiento suficiente para accionar en política y disputar el poder. Su verdadera concepción postula que la política y también la violencia, es solo patrimonio de especialistas ligados al poder hegemónico o del Estado como entidad neutral y no una herramienta de transformación de los sectores populares y sus organizaciones. Desplazan la acción de Montoneros al plano de las personas singulares, no solo desestimando el carácter fundacional del derecho de ejercer la violencia y la justicia,  la envían  al plano de lo anti-jurídico, también  los presentan desarticulados  y escindidos de una trama mayor, el pueblo. Esta  lógica de la descontextualización histórica, será uno de los insumos principales para el intento de estos sectores de  despolitizar, como renuncia a la disputa por el poder, el accionar popular y negar la violencia y la política como conflictos de clase. También esta lógica entiende la acción de los montoneros como puro impulso, pura apasionada venganza, sin evidenciar  que la rabia por las injusticias  sigue siendo el insumo fundamental para cualquier  política emancipadora, una pasión que no era exclusividad de Montoneros sino de todas las organizaciones populares de la época.

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La noción de violencia suele ir asociada a la idea de una agresión que provoca un daño, individual o colectivo; asociado a esto, la no violencia, se enarbola como un principio ético y moral que debe regir la vida en sociedad. Por otro lado la violencia pensada en relación a lo social es una fuerza motriz de cambios radicales en la estructura social, la “partera de la historia”, como diría Marx;  también, la violencia puede ser comprendida como precursora de cuestionamientos a las formaciones sociales existentes. Es definida también como condición inexorable de la vida en sociedad, una ontología de lo social,  como característica fundamental de la condición humana previa al surgimiento de un ordenamiento social y jurídico; como capacidad para destruir lo existente y, al mismo tiempo, crear algo nuevo. Aquí aparece un dilema, en la que se condensan los valores fundamentales de una sociedad que cristalizan dicotomías insalvables de la condición humana: qué es legítimo y qué no, qué es justo y qué injusto, qué lo bueno y qué lo malo, y en donde la violencia se asocia a todo aquello que contraríe los valores socialmente establecidos.

Analizar  la violencia en los años  setenta supone considerarla, como parte de un análisis de lo social y como un medio para su transformación;  no sólo fue un idea  para caracterizar situaciones de desigualdad social, la violencia es tanto parte fundamental para  la caracterización del capitalismo como también el medio para hacer la revolución que transforme a los individuos y sus relaciones recíprocas. También, fue una dinámica social puesta en acto por una parte  de las organizaciones contrahegemónicas; la realidad política y social fue caracterizada como violenta y la disposición de ofrecer la vida  para la revolución se volvió, en la concepción política de las organizaciones armadas, el medio para acabar con la opresión y el camino para el advenimiento de una sociedad sin clases. Estas organizaciones caracterizaban que América Latina se encontraba, en una situación de injusticia, de violencia institucionalizada, consecuencia de las estructuras económicas y sociales, de la vida cultural y la situación política e institucional, siendo imperante el uso de la violencia para su transformación.

El conjunto de las fuerzas sociales y políticas populares, desde fines de los años sesenta produjeron diversas acciones de  protesta social y de agitación política por el cual la sociedad argentina pareció entrar en un proceso de rebeldía generalizada, que se manifestó en los estallidos espontáneos, en la revuelta cultural, en la militancia política, y en el accionar guerrillero. Su unidad residía en un lenguaje compartido y un común estilo político, por su inscripción en el peronismo, la izquierda, el nacionalismo popular y en la teología de la liberación; pero sobre todo como integrantes del campo popular y la revolución. La diversidad de tradiciones, acciones y discursos convergían en oponerse al régimen y de critica radical al sistema.  La cuestión de la lucha armada atravesó al conjunto de las organizaciones, si bien muchas apoyaban las acciones  armadas, otras no avalaban el uso de la violencia como método de lucha.

La violencia es cotidiana, propia del sistema,  es el hambre, la pobreza, el analfabetismo, la mortalidad infantil, la explotación, la represión, es cerrar todas las vías pacíficas de cambio,  es el fraude, los golpes palaciegos, la proscripción. Montoneros abrevó en la concepción de la violencia revolucionaria como medio para la transformación social, que se desprende del imaginario tercermundista, logrando una asociación  entre Perón, peronismo y luchas por la liberación de los pueblos. La violencia popular  tuvo un lugar fundamental en la caracterización montonera de la sociedad, apareciendo como contradicción principal y como categoría ordenadora del mundo. Hay violencia en el sometimiento de los hombres, la deshumanización, el embrutecimiento, el miedo, la desnutrición, la enfermedad, la pobreza; es interiorizada por los oprimidos del sistema capitalista. La ira, la rebelión, es el último reducto del pueblo.

La situación de dependencia económica y política, el desequilibrio entre los países pobres y los países ricos, situación de  pobreza  estructural en la que se encontraba Latinoamerica,  con condiciones inhumanas que era necesario revertir, proporcionaron  percepciones, conceptualizaciones y posicionamientos políticos de dura crítica al capitalismo y a sus estructuras sociales injustas. Un diagnóstico compartido por una vasta porción de la izquierda y las organizaciones populares de Argentina y de la región en general, se convirtieron en la fundamentación de la lucha revolucionaria que puso en un lugar central a la violencia, no solo como caracterización de lo social, sino como instrumento para acabar con la opresión capitalista.

En 1961 apareció el texto  “Los condenados de la tierra” de Franz Fanon paradigmática  obra de las luchas anticoloniales  y del  entramado conceptual revolucionaria; la victoria armada en Cuba, las guerras anticoloniales, la guerra de Vietnam, junto con otras luchas armadas e insurrecciones, marcaban el fin de una época  que se extendía por Asia, África y América Latina; estas experiencias fueron de suma importancia para las posiciones antiimperialistas en Montoneros.  La dominación imperialista seguía presente  a través de las élites, que ejercían a nivel local la dominación imperialista. La lucha latinoamericana y las experiencias de descolonización, se asociaban de  forma tal que en la práctica mostraron la fuerza pedagógica y liberadora de la violencia, una de las principales herencias, un insumo insoslayable de  la reivindicación de la lucha armada como medio para la transformación de las estructuras sociales injustas. Asimismo, la lucha por la liberación nacional quedó fuertemente ligada a la reivindicación de los sectores populares como actores fundamentales de la lucha política, la violencia fue entendida en el doble registro de diagnóstico y herramienta de liberación.

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El 29 de mayo de 1970, a un año del  Cordobazo, uno de los líderes militares de la autodenominada Revolución Libertadora que en 1955 había derrocado a Perón y lo había confinado a la proscripción, Pedro Eugenio Aramburu, fue secuestrado en su casa por, miembros fundadores de la organización guerrillera peronista Montoneros. Con el “Operativo Pindapoy”, como lo denominó la organización, y el secuestro llevado adelante por el “Comando Juan José Valle” la organización Montoneros se daba a conocer con una espectacular aparición pública: tres días después Aramburu sería fusilado en nombre de la justicia popular. Aramburu era  el responsable del secuestro y la desaparición en 1955 del cadáver de Evita; una serie de medidas destinadas a “desperonizar” al país y un paquete de leyes antiperonistas, políticas antiobreras, la intervención de la CGT, la disolución de la Fundación Eva Perón y la declaración de ilegalidad del partido peronista. El 9 de junio de 1956 tendrían lugar una serie de fusilamientos ilegales ante un intento de levantamiento, liderado por Juan José Valle, contra el régimen militar.

Montoneros logró articular la proscripción del peronismo, la imposibilidad de que el líder en el exilio retornara al país  con la necesidad de lanzarse a las armas. Perón y peronismo son, según Montoneros, equiparables a las luchas por la liberación y las concepciones sobre la violencia que signaron la época.   Aquí, aparece la violencia, no sólo como diagnóstico, sino que como medio para la transformación de la situación política, económica y social como así también reparación histórica de la lucha de los oprimidos, y también como discurso social que le da sentido , que la engendra como comportamiento arraigado en el orden simbólico y como productora del imaginario social. El Aramburazo fue el  nacimiento y la cristalización de la identidad de Montoneros que emergió, de una síntesis de las luchas peronistas, de la Resistencia, de Uturuncos y todas las expresiones combativas.

Tras casi una década de ejercer la presidencia, Juan Domingo Perón fue derrocado el 16 de septiembre de 1955 por un grupo de militares que instaló una dictadura autodenominada Revolución Libertadora. Meses antes, el 16 de junio, se había frustrado un intento de golpe, cuando aviones sublevados del Ejército bombardearon durante varias horas la Plaza de Mayo, dejando un saldo de cientos de muertos y heridos. Esos episodios sembraron un clima de terror y conformaron un hito en la  memoria militante de la posterior de la  Resistencia. Como uno de sus rasgos característicos, durante los años que duró, la Revolución Libertadora intentó eliminar de la vida política del pueblo argentino a Perón y su identidad peronista. Esto se cristalizó en masivas detenciones, en la disolución del Partido Peronista, en la intervención de la Confederación General del Trabajo (CGT) y de los sindicatos, y en borrar los símbolos y emblemas  peronistas y que ahora pasaban a estar prohibidos; el esfuerzo del régimen  por controlar las imágenes de aquel pasado reciente no logró impedir el proceso de transmisión generacional, lo cual estimuló una verdadera batalla cultural por la memoria.

El período abierto con el derrocamiento de Perón fue el momento de inicio de una etapa de profundas transformaciones dentro del movimiento peronista. Desde el comienzo del  exilio, el líder recurrió a una variedad de estrategias para hacer llegar su palabra a Argentina, y logró mantener una importante influencia, ejerció a la distancia la “conducción estratégica” del peronismo, mientras que a nivel local desarrollaron la “conducción táctica”, que en los primeros años  se convocaba a la resistencia individual y a la resistencia organizada, y se llamaba a una práctica violenta e insurreccional en contra de sus enemigos. La Resistencia involucró un conjunto heterogéneo de prácticas de oposición a la dictadura y a la proscripción, provenientes de las bases peronistas, cuyo denominador común fue el de ser espontáneas, instintivas y desorganizadas. Incluyó sabotajes en fábricas, colocación de bombas caseras, acciones de propaganda, tomas de fábricas, sublevaciones e incluso la instalación de un foco guerrillero rural. Las primeras experiencias de la Resistencia en contra de la dictadura fueron sintetizadas en memorias de lucha,  fueron evocados de manera persistente por las generaciones siguientes, especialmente por aquellas organizaciones ubicadas dentro del campo ideológico de la izquierda peronista. La Resistencia Peronista, podemos entenderla como una forma de violencia “de  abajo” en respuesta a la violencia “de arriba”.

Durante aquellos años se sucedieron varios hechos fundantes de la memoria de la izquierda peronista, lo ocurrido  el 9 de junio de 1956, cuando tuvo lugar un intento de sublevación por parte de un grupo de oficiales, liderado por Juan José Valle; que  fracasó y concluyó con el fusilamiento  de más de una veintena de personas, ocupó un lugar central entre las tradiciones de la Resistencia y Valle fue reivindicado como mártir. Otro fue la toma del Frigorífico “Lisandro de la Torre” en la localidad de Mataderos el 14 de enero de 1958 por parte de sus trabajadores, quienes se oponían a su privatización. La huelga, el paro por tiempo indeterminado y la severa represión pasaron a la memoria como emblema de la intransigencia de clase  de la Resistencia. Finalmente, en 1959, por influencia del pensamiento de John William Cooke se creó el Movimiento Peronista de Liberación-Ejército de Liberación Nacional, también llamado “Uturuncos”, que instaló un foco guerrillero en la provincia de Tucumán, en el norte de Argentina. La experiencia fracasó y sus participantes fueron detenidos, pero a través de relatos orales se transmitieron memorias sobre esos acontecimientos, que fueron recuperados como el primer antecedente de una formación guerrillera peronista.

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Desde mediados de la década del sesenta, Perón difundió nuevas posiciones doctrinales coincidentes con el  clima de época signado por los movimientos de liberación nacional y  la Revolución cubana, lo cual contribuyó a la reunión del  movimiento peronista con la aspiración a una revolución social y la liberación nacional. En esa etapa, se difundió un conjunto de expresiones novedosas que luego serán insistentemente evocadas por Montoneros para afirmar que el líder tenía por objetivo la instalación del socialismo;  el trasvasamiento generacional, la guerra integral y el socialismo nacional. Esas ideas fueron expresadas por Perón en forma vaga y ambigua, junto con otras que, en cambio, reafirmaban los elementos tradicionales de la doctrina peronista y su ubicación ideológica, como la de la tercera posición, distante tanto del capitalismo liberal como del comunismo dogmático. Paralelamente se produjo, la agudización del autoritarismo del régimen a partir del golpe de Estado de 1966 y, el ascenso de  un conglomerado de fuerzas sociales y políticas que impulsó un proceso de radicalización, protesta social y agitación política que incluyó una variedad de prácticas, desde el estallido espontáneo y la revuelta cultural, hasta la militancia política y el accionar guerrillero.

Durante el año 1969 tuvieron lugar una serie de discusiones en el seno de la izquierda peronista, la que había continuado un proceso de evolución y crecimiento a pesar del declive de  las experiencias de la Resistencia. A principios del año se realizó el segundo Congreso del Peronismo Revolucionario en la provincia de Córdoba, algunos sectores respaldaron la necesidad de que una minoría armada produjera acontecimientos político-militares que hicieran reaccionar a las grandes masas. En el curso de ese año se dieron masivas protestas en las ciudades más industrializadas de Argentina, que se habían iniciado en mayo con el emblemático Cordobazo, que se volvió una figura emblemática funcionando como un estímulo a la acción política y que alimentó la convicción de algunos sectores sobre la necesidad de lanzar la lucha armada. El primer aniversario del “Cordobazo” fue la fecha elegida por Montoneros para darse a conocer públicamente, cuando el comando “Juan José Valle” ejerció la  “justicia del pueblo”. Poco después, y tras haberse constituido en sus representantes legítimos desde su origen, la organización afirmó una identificación con la Resistencia. La fórmula política de la Resistencia se mostró como un elemento retórico persistente, un nudo histórico de referencia, una fuente de legitimación de las luchas y un modelo de acción contrahegemónica y clandestina en los orígenes de la organización Montoneros, fue un símbolo de identidad pero también una estrategia de lucha derivada de una lectura de las circunstancias políticas, de las fuerzas propias y de los objetivos.

En su comunicado Nº 1, la organización convocó “a llevar adelante una resistencia armada contra el gobierno gorila y oligarca, siguiendo el ejemplo heroico del general Valle y todos aquellos que brindaron generosamente su vida por una Patria Libre, Justa y Soberana”. En el N° 3, hizo saber que Aramburu se había reconocido responsable de la legalización de “la matanza de veintisiete argentinos sin juicio previo y causa justificada”, “de haber encabezado la represión del movimiento político mayoritario representativo del pueblo argentino” y de haber difamado el nombre de dirigentes populares, “especialmente de nuestro líder Juan Perón y de nuestros compañeros Eva Perón y Juan José Valle”. En el comunicado N° 4, sostuvieron que el pueblo debía unirse “sin partidismos sectarios, en torno a las banderas intransigentes de la Resistencia buscando prepararse, organizarse, armarse” y llamaron “a la resistencia armada”. En el N° 5, insistieron en esas ideas y exhortaron al pueblo argentino a “unirse a la resistencia armada contra el régimen”.  Montoneros convocó a llevar adelante una estrategia de resistencia armada contra la dictadura al mando de Juan Carlos Onganía. El  Aramburazo se trató de una acción  fundada en la reivindicación de Eva, los mártires del peronismo y los caídos de la Resistencia, debilitó a la dictadura, cuyo poder se deterioraba desde las puebladas de un año antes. En marzo de 1971, Onganía fue destituido y reemplazado por el general Alejandro Lanusse, quien en julio lanzó el Gran Acuerdo Nacional (GAN), una convocatoria a las distintas fuerzas políticas para iniciar un proceso de transición democrática. Sin embargo la mención a los elementos doctrinales centrales del peronismo clásico, justicia social, independencia económica y soberanía política;  indicaba   la dependencia de Montoneros respecto del peronismo en sus pretensiones de representatividad popular;  contradicción ideológica insalvable entre su proyecto y la visión social de Perón; por lo que los llevo a desafiar la autoridad del líder; se alejaron del movimiento declarando su agotamiento; y luego volvieron para autopostularse como su superación histórica por medio del montonerismo.

El interés de mostrar a los militantes Montoneros sin la espesura intelectual y el rigor militante, son sintomáticamente vacías y banales,  cayendo en una estricta banalización de sus actos, de sus capacidades, sus entendimientos. Fue la violencia imperante, la del sistema, las que les dio razones. El momento fundacional de Montoneros estaba anclado en la  mentada sensibilidad de la época, en la Historia de nuestro pueblo, en sus narraciones, en su semántica, en sus luchas y sus intereses y anhelos de justicia. El ejercicio de la violencia  del Aramburazo, vendría a evidenciar un marco donde la supuesta excepción de  la violencia  ya era norma, la racionalidad del poder no imperaba. Es  necesario contextualizar el accionar de las organizaciones  armadas. No es lo que ocurre en la mayoría de las interpretaciones , en donde los hechos quedan arrojados a una conciencia ahistórica donde la violencia es escindida de la cotidianeidad, volviéndose hechos ininteligibles, lejanos, opacos, incluso, aberrantes, con poco para decirnos de nuestro presente.

Los hechos del  Aramburazo, pueden ser interpretados en el marco ideológico y subjetivo de una época que  estaba, como también lo está  todo periodo donde la excepción se  transfigurada como norma, es decir, donde hay  conflicto; la violencia no era ni es excepción, sino vínculo político esencial. Precisamente patentizar el contexto, inexistente en casi todas las interpretaciones, hubiera permitido evidenciar este estado de violencia  institucionalizada. Haberse decidido representar el “suceso Aramburu”  extirpando marcas de época y de  conflicto de clase, lo actualiza sin la posibilidad de construir la trama interpretativa necesaria, dejándolo disponible, para ser comprendido por una sensibilidad,  una concepción de la violencia despolitizada.

La historia la hacen los pueblos. Los intelectuales orgánicos del capital no entienden la Historia. Creen que la Historia es lo que sucede arriba. Las cosas se hacen desde abajo y  considerar que el ciclo se cumplió, tiene una acepción naturalista, que oculta el proceso de lucha por el cual una concepción de la historia, de la política se hegemoniza o es sometida por otra.  Considerar el proceso como “ciclo cumplido”, es  minimizar las consecuencias que la dictadura, y su sistematización genocida ha tenido en las subjetividades contemporáneas. Que la violencia popular, el sacrificio, sean hoy configuraciones extrañas, un impensable para la política, para el actuar político contemporáneo, no es un hecho natural, no es un progreso en nuestras relaciones sociales, sino que tiene que ver con una concepción que se impuso sobre otra, a sangre y fuego, a fuerza de una excepcionalidad genocida.

La  condición humana en la sociedad capitalista ha demostrado que el lazo social está constituido estructuralmente por violencia (desigualdad, marginalidad, pobreza, opresión, explotación) y lo estará en la medida en que la explotación del hombre por el hombre persista. La violencia popular, aquella capaz de construir comunidad, consenso, aparece en  momentos de crisis y cuestionamiento al orden establecido, se propaga, se potencia, se vuelve fundadora de lucha revolucionaria. En esos momentos de crisis, de cuestionamiento del orden social vigente  es a la vez el instrumento, el objeto y el sujeto universal de las aspiraciones populares.  En los años sesenta, situaciones sociales como la pobreza, la injusticia, la indigencia, fueron comprendidas como una violencia institucionalizada que ponía sobre el tapete la necesidad de transformaciones urgentes que acabaran radicalmente con la opresión y destruyeran las instituciones sociales vigentes; era un tema recurrente para pensar las formas de transformación del lazo social. Los años sesenta muestran con especial claridad que las ideas también tienen una eficacia causal, que la utopía de un mundo más justo y la convicción de que la violencia puede ser un medio para lograrlo signó la época. Las organizaciones armadas optaron, ética y políticamente, por la violencia revolucionaria. Y esa opción, su acción y sus resultados reclaman desde hace tiempo un juicio histórico que logre escapar tanto de la victimización, la heroización,  como la demonización.

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