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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

¿El malestar en la contracultura americana? Entre George Floyd y Billie Eilish

Cada momento histórico de crisis y malestar en Norteamérica tuvo a través de distintas formas culturales: cine, literatura y artes plásticas el espacio para cuestionar, elaborar y reflexionar sobre los problemas de su sociedad, sus valores y antagonismos.

En el año 1980 un grupo de rock de California, gritaba en una de sus canciones “van a matar a los pobres esta noche.” El grupo se llamaba: Dead Kennedys (Kennedys Muertos) la canción “Kill the Poor” (Mata al Pobre). Hoy -40 años después- en  Estados Unidos la imagen de George Floyd suplicando con gritos desesperados “no puedo respirar” recorrió las pantallas en todo el mundo. Ese aullido no se ha cerrado y la canción de los Dead Kennedys parece cumplir su sentido profético. Cada momento histórico de crisis y malestar en Norteamérica tuvo a través de distintas formas culturales: cine, literatura y artes plásticas el espacio para cuestionar, elaborar y reflexionar sobre los problemas de su sociedad, sus valores y antagonismos. La música y en particular los diversos estilos que se pueden englobar como populares tienen un peso fundamental para observar las contradicciones y conflictos de la principal potencia del mundo. Además su música es una influencia global como pocas veces se visto en la historia de la cultura de la humanidad. En estos tiempos duros, es posible preguntarse cómo se manifiesta hoy en la contracultura –en su vertiente musical- estas contradicciones. Antes que nada entiendo por contracultura un movimiento social y cultural que de alguna forma se opone y cuestiona los valores ideológicos y culturales dominantes. La relación entre la contracultura y la música atraviesa gran parte de la historia de Estados Unidos de las últimas seis décadas.

La guerra de Vietnam durante los años sesenta tuvo su propia banda de sonido al compas de los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos, el lector seguramente puede recordar temas contra la guerra que van desde las canciones de protesta de Bob Dylan de estilo folk (Soplando en el Viento) pasando por el rock más rápido y de letras directas del grupo Creedence contra el reclutamiento de pobres para morir en una guerra sin sentido (Fortunate Son) hasta llegar a la apoteosis psicodélica donde un artista afroamericano Jimmy Hendrix, decide hacer su propia versión del himno nacional -ante medio millón de personas en Woodstock- emulando con su guitarra distorsionada y llena de blues, el sonido de los bombardeos sobre Vietnam. Quizás el final del sueño americano pueda vislumbrase en el tono sombrío y apocalíptico de los versos de Jim Morrison. La guerra, el movimiento anti-bélico, y los disturbios raciales tras la muerte de Martin Luther King en 1968 tuvieron su música. Sería un error pensar a la totalidad del rock como un movimiento contestatario o crítico del sistema. Ya en 1970 el principal ícono (blanco) del rock and roll -Elvis Presley- había tenido un encuentro personal con el presidente Richard Nixon que era, en esa época, el principal objeto de odio de la contracultura juvenil. El rey del rock le obsequió una Colt 45 y el presidente le dio una insignia de la división antinarcóticos a cambio. El encuentro esta inmortalizado en una fotografía tomada en la Casa Blanca donde la amplia sonrisa de Nixon, parece opacar el brillo del amplio cinturón del rey del rock and roll. Así, una parte del rock sellaba una extraña tregua: por un lado el puritanismo adusto del presidente Nixon extendía su mano al otrora icono sexual ya domesticado, pero no tan alejado de sus problemas con los narcóticos que lo llevarían a la muerte pocos años después.

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Al avanzar la nueva década emergió un estilo –propio del mundo establecido- que la contracultura musical rechazó: la música disco. El nuevo estilo mostraba ese escape conformista a través del baile en discotecas y las drogas duras que quizás permitiría dejar atrás los duros años de Vietnam, el hundimiento moral después del escándalo de Watergate y la polarización extrema de la sociedad. El hipismo y las canciones de protesta de los sesenta parecían agotarse a mediados de la década subsiguiente. Sin embargo, este no era el fin de la contracultura sino su transformación estética durante los años setenta y ochenta cuando un sonido mucho más crudo y sombrío se apoderó de los recitales, donde lejos de la tranquilidad de Woodstock, los jóvenes chocaban sus cuerpos y se lanzaban desde los escenarios mostrando la furia y el descontento. El país no solo había perdido la guerra sino que su economía  ensanchaba la brecha entre pobres y ricos. Los afroamericanos a fines de esa década hacían confluir, danza, poesía y ritmo con una nueva forma contestataria: el hip-hop. Pobreza, racismo, violencia policial se mezclaban en las rimas rápidas e improvisadas dentro y fuera de los edificios del Bronx.

Los años ochenta marcan un nuevo período para Estados Unidos. Uno de los ejes era desmantelar el viejo estado de bienestar, ya que según el nuevo presidente “El estado no es la solución sino el problema.”A la era de Ronald Reagan (1981-1989) la contracultura le brindó nuevos estilos que habían nacido también a fines de los setenta: el Punk, la New Wave,  y el Hardcore.  Como parte de ese último estilo los Dead Kennedys mostraban el espíritu de una época donde el cinismo llamaba a “matar al pobre con una bomba neutrónica” o pasar las “vacaciones” en el reciente estado genocida de Camboya. Una vez más, no todo el rock fue contestatario. Durante los años ochenta un grupo como los Beach Boys, que en 1971 cantaba una canción titulada “tiempos de manifestación juvenil” –claramente a favor de las protestas en las universidades- ahora apoyaba al presidente republicano Ronald Reagan. Ese partido seguiría en el poder con George Bush (1989-1993). En el año 1991 ese presidente tuvo la grata sorpresa de presenciar el derrumbe de su adversario de la guerra fría. Los valores de libre empresa y también la cultura americana en toda su extensión habían triunfado. Así, lejos de un final al mejor estilo Hollywood con la “Cortina de Hierro” derrumbada por los ejércitos norteamericanos, la Unión Soviética terminó en realidad con la imagen algo menos dramática de la bandera roja arriada por última vez en diciembre de 1991. Sin embargo, unos meses antes, el profundo momento del cambio de época y el espíritu de los tiempos lo marcó el concierto en Moscú del grupo norteamericano Metallica ante medio millón de fanáticos, incluidos jóvenes con sus uniformes del ejército rojo. Antes que la muerte corporal llegó otra muerte extraña, la comunión a la cultura del adversario, antes condenada y aborrecida como decadente y que era ahora abrazada en masa por los nietos de la revolución de Octubre.

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Sin embargo, el fin de la guerra fría no acalló el descontento de la contracultura hacia una sociedad donde el racismo, el suicidio y el asesinato de compañeros de escuela, de universidad y de trabajo salpicaban cotidianamente a miles de jóvenes. Los noventas tuvieron su primera guerra del golfo, sus disturbios raciales ante la agresión policial contra Rodney King en 1991 y el fantasma de un país más desigual y violento. Ahora la contracultura juvenil se expresaba en el denominado movimiento Grunge, con grupos como Pearl Jam y Nirvana. El grito de las canciones en los años noventa mostraba letras obscuras y el sonido desesperado que concluyó con la propia muerte del ícono rebelde del fin del siglo en 1994: Kurt Cobain. En ese momento la Casa Blanca estaba en manos de los demócratas bajo Bill Clinton (1993-2001). Un presidente que había dejado atrás hacia mucho tiempo el espíritu de los sesenta y ahora comandaba la única superpotencia en el planeta. Era un nuevo mundo donde se proclamaba “el fin de la historia” y donde el juego de los simulacros de la postmodernidad llevaba sus apariencias al punto que al propio Clinton se lo denomina como Rock&Roll President. Sin embargo, durante “los felices noventa” las desigualdades estaban presentes en la primera economía mundial y en esos años la contracultura lo mostró en las letras del grupo Rage Against The Machine. Un grupo cuyo álbum de 1996 llamado “Evil Empire” (Imperio Malvado) parecía mostrar parte de lo que podría pasar en el próximo siglo.

El imperio americano parecía ser la promesa del nuevo milenio. Esa promesa se estrellaría contra una nueva guerra del golfo donde ahora George W. Bush (2001-2009)  tomaba el legado de su padre en la presidencia y la primera guerra del golfo (1990-1991) continuaba ahora en la segunda (2003-2011). El año 2001 había comenzado con el mandato de Bush (hijo), los atentados del 11 de septiembre y la declaración de Guerra  contra Afganistán. El presidente lanzaba su cruzada contra el “eje del mal” y una nueva invasión en Oriente Medio, en medio de un clima de malestar y protestas donde la contracultura del nuevo milenio tomaba algunos ritmos y rimas del siglo pasado para rechazar una vez más la guerra. Parecía el ultimo suspiro de la estética contracultural del siglo XX, un efecto residual que iba desde el punk que se reciclaba a través del grupo Green Day y su disco “American Idiot” (2004) hasta el grito del nuevo metal pesado del grupo californiano System of a Down, preguntando ante la segunda guerra de Irak en su canción B.Y.O.B (2005): “¿Porqué los presidentes no pelean las guerras? ¿Por qué siempre enviamos a los pobres?” 

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Durante el interludio del primer mandatario afro-descendiente Barack Obama (2009-2017), la contracultura musical se tomo un breve respiro. Los viejos referentes ahora entraban en el canon oficial, el propio presidente les brindaba medallas y honores por su labor a favor de la libertad. Bob Dylan -también premio nobel- fue el caso más famoso al recibir su medalla del propio presidente en el año 2012. El fin de la era Obama marca el inicio del momento actual dominado por Donald Trump al ganar las elecciones de 2016. El país inició desde ese momento uno de sus períodos de mayor división. El mundo del arte también se vio atravesado por la nueva coyuntura, entre ellos el mundo del rock: desde bandas de rock evangélicas, que tienen alineamiento con el nuevo presidente, hasta antiguos rebeldes de los años setenta como el bajista del grupo Kiss, Gene Simmons, que mostró su apoyo al presidente. La paradoja final, quizás no sea en torno al cruce entre rock y evangelio o antiguos rebeldes que devienen en conservadores, sino en la extraña fragmentación de la contracultura actual. Puede ser fácil caer en explicaciones donde la nueva dinámica de las redes sociales y la tecnología, explican esa fragmentación y una menor presencia de una contracultura más visible. Sin embargo, las redes sociales muestran que artistas como el músico Childish Gambino y su video “This is America” (Esto es América) pueden cuestionar en estos tiempos los elementos de la cultura establecida americana, desde el racismo, la violencia cotidiana y la brutalidad policial. Sin embargo, este tipo de predica no parece ser la más numerosa en el universo musical. Si pasamos de Gambino a Billie Eilish, es posible encontrar parte de los signos del malestar en la cultura americana. Eilish ha estado en todos los medios en los últimos meses, arrasó con su joven edad con varios premios grammy. Sus canciones contienen letras que muestran tristeza, ansiedad y desesperación; algunos podrían afirmar que esto no es nuevo y hasta puede ser parte de un efecto residual de la letanía del fin de siglo americano. Sin embargo, hay algo diferente y quizás nuevo. En tiempos de una retórica intensa y dividida: tenemos un repliegue al propio cuerpo, el cuestionamiento al canon establecido sobre lo femenino y la posibilidad de recrear una cultura juvenil que parecía anestesiada en su creatividad, repitiendo y reciclando a hombres mayores jugando a Peter Pan en los escenarios. En una reciente entrevista la propia Eilish dijo: “No voy a envejecer nunca, seré joven para siempre.”

 Ante la muerte de George Floyd hemos observado cómo cientos de miles de jóvenes americanos se han manifestado. Quizás uno aun no puede asegurar si las rimas de Billie Eilish y su repliegue en cantarle a un cuerpo que se busca proteger de la doble opresión estética y de género, confluyan con las denuncias de Gambino ante el racismo para corporizarse finalmente en el pedido de auxilio del espectro de Floyd. De alguna manera, el objetivo no es descubrir cuál es el “himno” de la contracultura de estos tiempos, sin embargo su “aullido” -parafraseando al poeta beatnik y alma mater de la contracultura- Allen Ginsberg quizás esta aun por escucharse.

Sobre el autor

Juan Pablo Artinian es Ph.D en Historia, y docente en Universidad Torcuato Di Tella.

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