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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Trotsky en su laberinto

Prólogo a Contra Lenin o “Nuestras tareas políticas”

A continuación reproducimos el prólogo de Horacio Tarcus al libro Contra Lenin (Nuestras tareas políticas).

El lector de habla española tiene, finalmente, en sus manos una edición accesible de Nuestras tareas políticas, el primer libro de León Trotsky. Publicado por única vez en ruso en la ciudad de Ginebra en agosto de 1904[1] como la crítica más sistemática y mordaz a la teoría leninista del partido de vanguardia, fue relegado al olvido por su propio autor desde que los acontecimientos revolucionarios que tuvieron lugar en 1917 acortaron las diferencias históricas entre el “leninismo” y el “trotskismo” desplegadas a lo largo de los 14 años previos.

Su reedición más de un siglo después no responde a un afán erudito sino que quiere contribuir a una mejor comprensión histórica de un acontecimiento que marcó a fuego la historia del siglo XX: el acta de nacimiento del bolchevismo, esto es, del comunismo ruso. Nuestras tareas políticas era hasta hoy la pieza faltante en el dossier del histórico del debate que dividió en dos fracciones irreconciliables a la socialdemocracia rusa. Y años después, a la socialdemocracia internacional. Después del triunfo de los bolcheviques en la Revolución de Octubre, las obras clásicas de Lenin que formaron parte de este debate —¿Qué hacer? (1902) y Un paso adelante, dos atrás (1904)— conocieron tirajes colosales en más de setenta lenguas. La voz disidente de los mencheviques, los socialistas revolucionarios, los consejistas y los anarquistas sólo pudo ser oída gracias a la silenciosa labor de pequeñas editoriales que se atrevían a desafiar a aquel aparato estatal con ramificaciones en todo el globo. Nuestras tareas políticas corrió la misma suerte de esta literatura subterránea.

No es casual que esta obra donde Trotsky advertía sobre los riesgos de los aparatos centralizados que querían tutelar la acción política autónoma del proletariado conociera sus primeras traducciones en la Francia que venía de la insurgencia de Mayo de 1968.[2] Sobre la base de esa traducción francesa, una casa editora mexicana, Juan Pablos, llevó a cabo en 1975 la única edición castellana existente, mientras que en 1979 se publicó en Londres la única edición inglesa.[3] Esas contadas ediciones se encuentran agotadas hace casi medio siglo, de modo que hoy ofrecemos a los lectores de habla española una nueva y cuidada versión, que repara algunas omisiones de las ediciones previas y propone a guisa de prólogo un breve cuadro histórico de su contexto de producción.

Rusia: del populismo a la socialdemocracia

La naturaleza despótica del régimen zarista[4] imprimió a las izquierdas rusas caracteres muy peculiares. A pesar de los estrechos lazos que mantenían con las izquierdas europeas, sus formas de militancia y organización contrastaban con ellas en varios sentidos. Fue en la década de 1860 que surgió en el corazón mismo del Imperio zarista el movimiento naródnik (populista), una suerte de socialismo agrario inspirado en las ideas de Alexander Herzen y otros rusos exiliados en Europa occidental y liderado por estudiantes de extracción urbana cuyo nombre derivaba de su consigna central: Khozhdeniye v narod (“Ir al pueblo”).

Las organizaciones populistas como Zemlyá i Volya (Tierra y Libertad), creada en 1861, adoptaban el carácter de sociedades secretas cuyo objetivo era el alzamiento de una revolución campesina de carácter socialista capaz de frenar el proceso de mercantilización que llevaría a la ruina a las comunas rurales, cuyas tierras se poseían y labraban en común. En 1879 Tierra y Libertad se escindió en Chorny Peredel (Reparto Negro) y Naródnaya Volia (La Voluntad del Pueblo), una organización armada cuyo acción más célebre fue el asesinato del zar Alejandro II. Alekándr Uliánov, el hermano mayor de Lenin, fue ejecutado en 1887 cuando una célula de Naródnaya Volia fracasó en su intento de asesinar a Alejandro III.[5]

Los partidos de la izquierda rusa surgidos a comienzos del siglo XX (socialdemócrata, socialista revolucionario, laborista) fueron fundados por hombres y mujeres que se habían formado en el universo de la cultura populista y que heredaron sus formas de organización secreta y conspirativa (formas que en Europa occidental aparecían entonces como parte de un pasado remoto, propias de las fraternidades de los maçons franceses o de los carbonari italianos).

El Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) fue fundado en 1898 a partir de la articulación de una serie de “uniones de lucha” que tenían como referencia al marxismo y a los partidos socialistas de la Segunda Internacional. A las uniones que fueron surgiendo espontáneamente en la última década del siglo XIX en centros urbanos como San Petersburgo, Moscú, Kiev y Yekaterinoslav, vino a sumarse el Bund, nombre abreviado con que se conocía popularmente a la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia. Pero las severas condiciones de clandestinidad hicieron que a ese congreso fundacional reunido en la ciudad de Minsk apenas pudiesen asistir nueve delegados. Si bien se alcanzó a aprobar un programa común, el nuevo Partido tenía una existencia más bien virtual puesto que cada organización local seguía llevando adelante su propia orientación.

En diciembre de 1900 un grupo de marxistas rusos exiliados en Londres —Lenin, Plejanov, Axelrod, Sazúlich, Mártov y Potrésov— lanzaron el periódico Iskra (La chispa). La publicación, que ingresaba clandestinamente a los principales centros urbanos del Imperio ruso, intentaba proveer a todas esas organizaciones una estrategia común y proyectar una orientación política socialista allí donde dominaba una mera acción sindical. Si bien aparecía como el órgano central del POSDR, Iskra funcionó como una suerte de dirección política y teórica de un partido que aún no se había constituido como tal.

Al IIº Congreso del POSDR, reunido en Bruselas en julio de 1903, asistieron 43 delegados en nombre de 26 asociaciones de diversas regiones del Imperio ruso y del exilio. El objetivo del congreso era fundacional: unificar a esas asociaciones en una sola organización partidaria, con un programa común, una línea táctica y una estrategia congruentes. En principio, parecía que los obstáculos a vencer eran relativamente menores: por una parte, las resistencia de la tendencia “economista” —que ponía el acento en la acción sindical antes que en la política—; y, por otra, la postura autonomista del Bund, que propugnaba una organización federalista donde su organización fuera aceptada como la representante del proletariado judío. Sin embargo, para sorpresa de los mismos delegados, cuando el congreso reanudó en agosto sus sesiones en Londres, las divergencias insalvables estallaron dentro del propio grupo iskrista, y lo hicieron a partir de un tema aparentemente menor, como los estatutos del nuevo partido.

La teoría del partido como punto de ruptura

La febril discusión en torno al primer párrafo de los estatutos, aquel que definía a quiénes debía considerarse miembros, encerraba al menos dos modos antagónicos de pensar la institucionalidad del partido a crear y, sobre todo, el tipo de vínculo que debía establecer con la vanguardia obrera, con la clase proletaria y más en general con los sectores populares.

Por un lado, Lenin defendió las tesis que ya había anticipado en Iskra y sobre todo en su libro ¿Qué hacer? (1902), cuyo título era un expreso homenaje a la novela homónima de Nikolái Chernichevsky, publicada exactamente 40 años antes y, sobre todo a uno de los personajes, Rajmétov, el revolucionario profesional.[6]

La argumentación de Lenin era prístina. La premisa es que la clase obrera, librada a su propia dinámica (reclamos salariales, organización gremial, paros, huelgas, etc.) sólo puede llegar a alcanzar una conciencia sindical (“tradeunionista” era la expresión en uso entonces, derivada de los sindicatos británicos, las trade unions). Pero esta conciencia sindical es todavía burguesa, se corresponde con reclamos y mejoras de la condición obrera inscriptas dentro del orden burgués. La conciencia política —conciencia de la lucha de clases como totalidad— es un resultado exterior, producido por la “intelectualidad burguesa” e introducido “desde afuera” de las filas de la clase por el partido de vanguardia. Como escribe Lenin expresamente:

Hemos dicho que los obreros no podían tener conciencia socialdemócrata. Esta sólo podía ser traída desde fuera. La historia de todos los países demuestra que la clase obrera está en condiciones de elaborar exclusivamente con sus propias fuerzas sólo una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar al gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por intelectuales, por hombres instruidos de las clases poseedoras. Por su posición social, los propios fundadores del socialismo científico moderno, Marx y Engels, pertenecían la intelectualidad burguesa. De igual modo, la doctrina teórica de la socialdemocracia ha surgido en Rusia independiente por completo del crecimiento espontáneo del movimiento obrero, ha surgido como resultado natural e ineludible del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas.[7] 

De esta premisa, en cuyo apoyo recurre a la autoridad de Kautsky[8] —el teórico austro-alemán que oficiaba entonces como el “centro” marxista dentro de la socialdemocracia internacional—, Lenin extrae las conclusiones necesarias: el partido no puede estar abierto a todos los miembros de la clase trabajadora como pretenderían los “economistas”, ni siquiera a los miembros más activos de esa clase, tal como defenderán los mencheviques en el IIº congreso. Para Lenin, el partido socialdemócrata es una organización de vanguardia que debía estar integrado por “revolucionarios profesionales” que ejerciten sobre el proletariado una constante acción de educación, guía y politización. Los controles democráticos del proletariado sobre el partido y de los organismos de base del partido sobre la dirección deberán ser, pues, “muy relativos” y ajustados a una estricta división profesional del trabajo, pues esa función de dirección, para ejercerse eficazmente, debía estar fundada sobre la autoridad de “diez cabezas fuertes”.[9]

Por otro lado, en oposición a las tesis leninistas sobre el partido se expresaron Martov, Axelrod, Sazúlich y todos los que a partir de esta escisión conformarían la fracción menchevique. Sin alcanzar la coherencia del planteo leninista, los mencheviques defendieron entonces un modelo de partido obrero y socialista más amplio, un partido “de” la clase trabajadora rusa, inspirado en los partidos de la socialdemocracia europea aunque adaptado a las condiciones de clandestinidad que imperaban en Rusia. Uno de los apoyos más vehementes que cosechó la fracción menchevique provino del delegado de la Unión Siberana, un joven periodista judío de apenas 23 años que se había destacado en la prensa revolucionaria rusa con artículos que comenzaba a firmar con el seudónimo de Trotsky.

Finalizando el congreso, se configuraron pues dos fracciones: gracias a que previamente a esta discusión se habían retirado los tres delegados “economistas” y los dos bundistas, la fracción leninista pudo obtener una leve mayoría que Lenin hábilmente sancionó como mayoritaria (bol’shevikov en ruso, de donde se transliteró “bolchevique”), mientras que la que lideró Martov quedó instituida como minoritaria (men’shevikov, traducida como “menchevique”).

La perspectiva crítica de Rosa Luxemburg

En agosto del año siguiente, Lenin propuso en un nuevo libro, Un paso adelante, dos pasos atrás, un minucioso análisis del catastrófico congreso en el que reafirmaba, si se quiere aún con más énfasis, las tesis allí defendidas.[10] La principal respuesta de la socialdemocracia provino de la pluma de la marxista polaca Rosa Luxemburg, apareció en Die Neue Zeit, el órgano teórico que dirigía Kautsky, y fue reprocida en Iskra, el periódico que después del congreso había quedado en manos de los mencheviques.[11]

Como dirigente del Partido Socialdemócrata de Polonia y Lituania (PSDPyL), Luxemburg seguía de cerca los avatares de la socialdemocracia rusa. Incluso dos delegados del PSDPyL habían participado en las primeras sesiones del Congreso con el mandato de afiliar a los polacos y a los lituanos al POSDR (recordemos que las naciones de Lituania y Polonia habían sino anexadas al Imperio Ruso). El artículo en cuestión era una crítica incisiva a las tesis leninistas. Rosa tomaba como centro de su crítica la concepción jacobina de la política esgrimida por Lenin. Para la revolucionaria polaca, la originalidad de las organizaciones de la moderna socialdemocracia respecto de las formas políticas del pasado consistía en la relación dialéctica entre un proletariado que iba formándose una conciencia política en su propia dinámica de acción y de lucha, y un partido que acompañaba, fortalecía, orientaba ese proceso en cierta dirección. “El blanquismo, escribía Luxemburg, no se planteaba el problema de la acción directa de la clase obrera y por ello podía dejar de lado la organización de las masas. Al contrario, ya que las masas populares no debían entrar en escena sino en el momento de la revolución, mientras que la obra de preparación correspondía solamente al pequeño grupo armado para el golpe de fuerza, el éxito mismo del complot exigía que los iniciados se mantuvieran a distancia de la masa popular”.[12] Para la revolucionaria polaca era inadmisible “que se levante un muro hermético entre el núcleo consciente del proletariado que ya está en el partido y su entorno popular, los sectores sin partido del proletariado”. La socialdemocracia no es exterior al proletariado y luego debe unirse a él: “la socialdemocracia es el movimiento mismo de la clase obrera”.

Rosa no sólo rechaza la tesis leninista de un proletariado sin cabeza, sino que cuestiona asimismo su antípoda: el partido como una cabeza sin cuerpo. Lenin sostenía que la verticalidad y el centralismo que quería imponer desde la dirección partidaria no serían rechazados por la vanguardia de un proletariado ya educado en la disciplina de la fábrica y del cuartel. “La autodisciplina de la socialdemocracia, replica Rosa, no es el simple reemplazo de la autoridad de la burguesía dominante por la autoridad de un Comité Central socialista”. Por el contrario, la “autodisciplina libre de la socialdemocracia” se forjará “extirpando hasta su última raíz estos hábitos de obediencia y servidumbre”.[13]

Rosa viene a recordarle a Lenin que la huelga de San Petersburgo de 1896, las manifestaciones petersburguesas de 1901 o la huelga general de Rostov de 1903 fueron acontecimientos espontáneos que, sin la mediación de partido alguno —la socialdemocracia desempeñó en ellos “un papel insignificante”—, y sin embargo dieron lugar acciones políticas “que el revolucionario más optimista no hubiera soñado unos años antes”. El hecho no era privativo de la atrasada Rusia, sino incluso de la avanzada Alemania, donde la lucha de masas también excede a los organismos centrales del partido. Rosa saca aquí a la luz el punto ciego de la teoría de Lenin: “La función de los órganos directivos del partido socialista tiene en gran medida un carácter conservador: tal como nos lo enseña la experiencia, cada vez que el movimiento obrero conquista un terreno nuevo, esos organismos lo cultivan hasta sus límites extremos, pero al mismo tiempo lo transforman en un bastión contra procesos ulteriores de mayor amplitud”.[14] Rosa, en suma, advierte a Lenin acerca de la opacidad de la política, de la inercia y el conservatismo de las estructuras partidarias que intervienen “desde afuera” en la dinámica del movimiento de masas.

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El propio Lenin lo comprendería apenas unos meses después, cuando en enero de 1905 estalle la primera Revolución Rusa, tomando por sorpresa a una socialdemocracia sumida en sus querellas internas. Líder pragmático a fin de cuentas, Lenin hibernó por varios años las tesis del ¿Qué hacer?, reconociendo que los soviets habían sido creaciones espontáneas del proletariado ruso, cuya dinámica excedía con creces al “tradeunionismo”. “No nos aislamos del pueblo revolucionario —escribe Lenin en noviembre de 1905—, sino que sometemos a su veredicto cada uno de nuestros pasos, cada una de nuestras decisiones; nos apoyamos por entero y exclusivamente en la libre iniciativa que emana de las propias masas trabajadoras”.[15]

Sin embargo, su respuesta de 1904 a las críticas de Rosa Luxemburg había sido “ como nunca, embarazada y perpleja”[16], reduciendo el debate a reyertas intestinas y cuestiones estatutarias.[17] Lo significativo es que el proceso revolucionario que estalló en enero ha “luxemburguizado” al líder bolchevique, que escribía todavía en 1906: “No fue ninguna teoría, tampoco ningún llamamiento —viniere de quien viniere—, ni la táctica que alguien pudiera haber inventado ni la doctrina de un partido, sino la fuerza de la realidad misma lo que condujo a esos órganos sin partido, de masas, a la necesidad de desencadenar la insurrección y los convirtió en órganos de ella”.[18]

La concepción de la política del joven Trotsky

El joven Trotsky ensayó su propio balance del IIº Congreso en dos oportunidades. En primer lugar, en septiembre de 1903 redactó el Informe de la delegación siberiana —así llamado porque había participado del evento como delegado de la Unión Siberiana—, que apareció como folleto en Ginebra ese mismo año.[19] Allí mostraba de qué modo la voluntad política de crear un partido socialdemócrata unificado se estrellaba frente a la persistencia de una necesidad histórica que condenaba a los revolucionarios rusos a permanecer en agrupaciones separadas. En la prosa de Trotsky, el pasado todavía se sobreponía al presente, y los muertos dictaban su voluntad a los vivos. Sin embargo, si a alguien le cabía una responsabilidad personal en este drama histórico, era justamente “al camarada Lenin”, cuyo “ultracentralismo” había terminado por jugar un rol “desorganizador”. Lo que Lenin denominaba “centralismo democrático” era en verdad un “centralismo burocrático”, donde una dirección unida y rígida como un puño —Trotsky recuerda la imagen de Lenin en el congreso con el puño en alto queriendo simbolizar la unidad férrea— ejercía una suerte de dictadura sobre un partido regido por un “estado de sitio” permanente. Lenin, atrapado en la visión de su jacobinismo imaginario, se concibe a sí mismo representando el papel de Robespierre al frente del Comité de Salvación Pública, sin advertir —concluye Trotsky— que no es más que la “farsa vulgar” que sigue a la “tragedia histórica”.[20]

Un segundo balance más reflexivo del Congreso fue madurado un año después de los acontecimientos, ahora bajo la forma de un pequeño libro que llamó Nuestras tareas políticas. Trotsky, que todavía formaba parte de la fracción menchevique, dedicó el libro a su “querido maestro, Pavel Borisovich Axelrod”, el decano de los socialdemócratas rusos. El blanco de su crítica volvió a ser Lenin, a quien Trotsky convierte en el principal responsable de la fractura del partido, en un profesional de la revolución que se regocija “en mezquindades organizativas cuando en el horizonte grandes nubarrones anuncian una tempestad histórica inminente”.

Pero si bien el joven Trotsky sigue descargando munición gruesa sobre las posturas político-organizativas del líder bolchevique —le atribuye una concepción “fantástica”, se burla de su “indigencia de pensamiento”, le atribuye “prejuicios organizativos burocráticos y jacobinos” que terminaron por promover en el Congreso “debates escolásticos”, etc., etc.—, ofrece en el presente libro un mayor desarrollo de su concepción política. La construcción del partido no aparece en esta obra como el punto de partida de la acción de los revolucionarios sino como un momento subordinado dentro de un proceso mayor, el “proceso de autodeterminación política del proletariado”. Los socialdemócratas debían poner “en primer plano a los trabajadores como fuerza revolucionaria principal” y “hacer de la revolución”, de sus luchas de clase, de sus enfrentamientos con el régimen zarista, “su escuela política”.[21]

Este proceso fue concebido por los revolucionarios rusos en distintas etapas y de modos muy diversos, lo que venía generando desde hacía muchos años una aguda lucha de tendencias entre las agrupaciones socialdemócratas. Estas tendencias —sostiene Trotsky— debían ser comprendidas “con criterio histórico”, como expresiones de momentos sucesivos (a veces superpuestos) en la construcción del movimiento revolucionario ruso. Los bolcheviques, en cambio, las consideraban de modo “metafísico”, tratando de afirmarse “sobre el cadáver de sus predecesores”.

Por primitivos que hayan sido los métodos de los “economistas”, Trotsky reconocía que habían sido capaces de promover la acción autónoma del proletariado a través de una experiencia de luchas de fábrica, reclamos, paros y huelgas. En contrapartida, los bolcheviques levantaban contra ellos un “marxismo” que aparecía como un saber exterior y absoluto —“Y Dios dijo: ‘Hágase la luz’ y la luz se hizo”, ironiza Trotsky—, un método de construcción del partido capaz de formar “propagandistas” antes que “dirigentes políticos para un movimiento de masas ya existente”. Esta resistencia extrema contra el sindicalismo de los “economistas” había llevado al partido a olvidar “totalmente lo aprendido sobre el arte de dirigir huelgas” e incluso a desconfiar de toda lucha por demandas gremiales.

La pregunta “¿qué hacer?” debía ser planteada y resuelta desde una perspectiva histórica, no desde “la razón absoluta”. Para el joven Trotsky, cada momento de la lucha de clases exige sus tácticas, sus métodos, sus formas de organización. El comienzo de un nuevo ciclo torna obsoletas las formas anteriores y una crisis no es otra cosa que las viejas formas estallando ante a la emergencia de procesos novedosos e imprevistos. No hay, pues, un modelo universal ni ahistórico de organización, el partido es una forma histórica más, profundamente mutable en el espacio y en el tiempo. Por fuera de este pensamiento histórico-dialéctico, no impera otra cosa que el “fetichismo organizativo”.

Para la concepción leninista, concebida desde una posición de saber previo y exterior a la experiencia de la clase proletaria, el Comité Central “extrae lógicamente a partir de premisas conocidas nuevas deducciones en materia de táctica y organización. Esta concepción puramente racionalista engendra un rigorismo que se santifica a sí mismo, y según el cual toda intromisión de elementos que piensen de forma ‘diferente’ es un fenómeno patológico, una especie de absceso de la organización que exige la intervención de un cirujano cualificado y el empleo del bisturí”.[22]

Lenin impugna los “métodos artesanales” que imperaban en la socialdemocracia rusa postulando un partido clandestino de revolucionarios profesionales que funcione como una maquinaria aceitada. A la eficacia del aparato policial zarista de espionaje, control y represión, sólo podría oponerse una maquinaria que fuera capaz de garantizar una eficacia revolucionaria equivalente, e incluso mayor. En su construcción especular del contrapoder, Lenin postula un partido de profesionales de la revolución, apoyado en la clase trabajadora pero distinto de ella, educado en la máxima disciplina y adiestrado en la mayor división del trabajo posible. Trotsky, en sintonía con los señalamientos de Rosa Luxemburg, advierte las consecuencias inevitables de semejante construcción de subjetividad política: la reproducción de la escisión entre “la actividad consciente” y “la actividad ejecutiva”. “La ‘organización de revolucionarios profesionales’, más exactamente su cúpula, aparece así como el centro de la conciencia socialdemócrata y, por debajo, no queda otra cosa más que ejecutantes disciplinados de las funciones técnicas”.[23]

Contra esta verdadera fábrica de militantes —Trotsky satiriza la concepción de Lenin llamándola “manufactura socialdemócrata”—, el autor de Nuestras tareas políticas defiende aquí una concepción del militante integral. Sin negar la necesidad de adoptar cierto grado de división del trabajo al interior de la organización, propone una serie de contrapesos para que el militante no sea el engranaje que sabe mover mover “la mano o el pie” con rapidez y obediencia de acuerdo con lo que la dirección pensó previamente, “sino la personalidad política global”, que reacciona activamente ante todas las cuestiones de la vida del Partido”.

Pero Trotsky advierte un riesgo aún más grave: esta escisión al interior del partido entre una dirección pensante y una masa ejecutante se fundaba en una escisión mayor: la que postulaba Lenin entre el partido y la clase trabajadora. Si el Partido era el elemento activo de la historia y la clase obrera no era otra cosa que el “apoyo” objetivo de la acción consciente de dicho sujeto, la teoría marxiana de la lucha de clases se había dislocado. Frente a esta concepción en la que el Partido “piensa por el proletariado” y “lo sustituye políticamente”, el joven Trotsky postula en cambio “un partido que lo educa políticamente y lo moviliza, para que ejerza una presión racional sobre la voluntad de todos los grupos y partidos políticos”. Y concluye: “Estos dos sistemas dan resultados políticos objetivamente muy diferentes”.[24]

Para fijar la conceptualización de esta concepción que lleva a la sustitución de los sujetos por los aparatos, Trotsky acuñó entonces un neologismo: zamestitel’stva, que habitualmente se ha traducido al francés como sustituïsme, al inglés como substitucionism y al castellano como sustituismo. Para “los intrépidos representantes del sustituismo político, escribe el revolucionario ruso, la enorme tarea social y política, que es la preparación de una clase para asumir el poder del Estado, queda reemplazada por una tarea organizativa-táctica: la fabricación de una aparato de poder”.[25]

El fetichismo organizativo no sólo implicaba que “las tareas de técnica organizativa sustituyan a las tareas de la política proletaria, que los problemas de la lucha clandestina con la policía política sustituyan al problema de la lucha contra la autocracia”,[26] sino también que “la sustitución subrepticia de la voluntad política organizada de los elementos conscientes del proletariado por la voluntad ‘revolucionaria profesional’ de un comité”.[27] Llevando la lógica sustituista de Lenin al paroxismo, el Profeta armado ofrecía a sus 23 años la primera de sus notables anticipaciones políticas:

En la política interna del Partido estos métodos llevan, […] a la organización del partido a sustituir al partido, al comité central a sustituir a la organización del partido y, finalmente, a un dictador a sustituir al comité central.[28]

Los realineamientos del año 1917

A pesar de que el joven Trotsky sólo se mantuvo integrado a los mencheviques apenas unos meses más de publicado este primer libro, comenzaba aquí un distanciamiento político con Lenin que iba a durar 13 años. Su insistencia en que las diferencias políticas entre bolcheviques y mencheviques debían ser resueltas en un partido socialdemócrata unificado lo alejaron de ambas fracciones, que ya funcionaban, de hecho, como partidos autónomos. Además, las tesis que Trotsky comenzó a elaborar en 1905 acerca del “carácter permanente de la revolución rusa” —proceso por el cual el proletariado, como sujeto de la revolución democrática antizarista, no se detendría en el umbral la democracia burguesa sino que impulsaría de modo ininterrumpido las tareas de la revolución socialista— vino a añadir diferencias de carácter estratégico con el programa bolchevique, que distinguía a la “revolución democrático-burguesa” de la “revolución socialista” como dos momentos separados.[29] Sólo los acontecimientos de 1917 acercaron a Trotsky con Lenin, pero también a Lenin con Trotsky.

En abril de dicho año, Vladimir Lenin volvía a Petersburgo desde su exilio en Suiza y a contrapelo de la estrategia etapista sostenida hasta entonces por el Partido Bolchevique, pronunciaba un histórico discurso en el Palacio de Taúride en el que proclamaba ya no la revolución democrática sino la revolución socialista basada en el poder de los soviets. Para la vieja guardia bolchevique, educada en el programa leninista de una “dictadura democrática de obreros y campesinos” que debía realizar las tareas de la revolución agraria y democrática, Lenin había adoptado súbitamente en abril las tesis de la “revolución permanente” preconizadas por Trotsky. Por su parte, éste y los miembros de su Organización Interdistrital se incorporaban al Partido Bolchevique en su VI Congreso de julio-agosto de 1917.

En medio de la crisis revolucionaria de 1917, el presidente del Soviet de Petrogrado advierte que si bien “los soviets son los órganos que preparan a las masas para la insurrección, los órganos de la insurrección y, después de la victoria, los órganos del poder”, son en sí mismo incapaces de resolver por sí solos la cuestión de la insurrección. “El problema de la conquista del poder —concluye Trotsky— sólo puede ser resuelto por la combinación del partido con los soviets”.[30] En el seno de las soviets están en juego diversas posturas políticas, y los bolcheviques, desde que Lenin ha regresado del exilio y emprendió un trabajo de reorientación estratégica del partido, sostienen una revolución socialista basada en el poder de los soviets, vienen conquistando posiciones hegemónicas.

En las vísperas de la toma del poder, Trotsky renuncia finalmente a sus ilusiones de un acuerdo entre las antiguas fracciones de la socialdemocracia rusa, reconociendo la necesidad de un partido revolucionario de vanguardia para que la crisis revolucionaria pudiera resolverse efectivamente en una insurrección victoriosa. En un discurso del 1º (14) de noviembre, Lenin subraya que desde que ha comprendido que la unidad con los mencheviques era imposible, “no ha habido mejor bolchevique que Trotsky”.[31]

Razones de un olvido

Por la alquimia del proceso revolucionario, Lenin se había hecho “trotskista” al mismo tiempo que Trotsky había devenido “leninista”. Tan lejano —e inoportuno— parecía en los años inmediatamente posteriores a la Revolución de Octubre el folleto anti-leninista de 1904 que cuando el Estado soviético planificó la edición de las Obras de Trotsky, omitió la edición del primer volumen que debía incluir Nuestras tareas políticas.[32]

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En 1929 el propio Trotsky excluye cualquier referencia a su primer libro en su propia autobiografía y diluye sus diferencias políticas con Lenin presentándolas como como “‘morales’ y hasta personales”.[33] Cuando algunos de sus seguidores o sus compañeros de lucha antistalinista exhumaron Nuestras tareas políticas en la década de 1930, los desautorizó en muy pocas líneas: “toda mi experiencia ulterior — sentenció en 1939— me ha probado que, en esta cuestión, Lenin tenía razón contra Rosa Luxemburg así como contra mí”.[34]

Sin embargo, hay diversas razones para reconsiderar este juicio lapidario. Ciertamente, Trotsky reconoció de hecho, al menos desde julio-agosto de 1917, la necesidad del Partido de Lenin para resolver la cuestión de la toma del poder en la vieja Rusia. Pero esta necesidad instrumental no necesariamente lo ha llevado a olvidar todas sus advertencias frente al carácter opaco, conservador e inercial de los aparatos políticos, y muchos menos, a descuidar las tendencias sustituistas que hacen aparecer a los aparatos como fetiches autonomizados del control de los propios sujetos que los han forjado. Sobre todo, después de la dinámica que conoció el aparato partidario comunista en los años siguientes a la toma del poder, dinámica que va a arrasar primero con cualquier autonomía de los soviets, de los sindicatos y de los partidos de la oposición, y luego con toda oposición al interior del partido, incluyendo la Oposición de Izquierda que encabezó el propio Trotsky.[35]

Este carácter conservador e inercial del aparato apareció en primer lugar durante el proceso mismo de la revolución, a lo largo del año crucial de 1917. El propio Trotsky reconoce en Mi vida que, apenas regresó del exilio, Lenin debió “apelar a las masas contra sus lamentables conductores”, aquellos “viejos bolcheviques” que repetían “fórmulas aprendidas de memoria”. [36] Durante buena parte del año 1917, el Partido Bolchevique estaba a la derecha de las masas, y la dirección a la derecha del partido.[37] Trotsky pone estas expresiones en boca de Lenin, pero semejante conclusión está justamente en las antípodas de la teoría leninista del partido, de la política y del poder. Quien en verdad habla por Lenin, quien representa la historia de la revolución rusa como la historia de un aparato concebido para la toma del poder y que sin embargo se torna incapaz de comprender la aspiración insurreccional de las masas proletarias, es en definitiva el autor de Nuestras tareas políticas.

Ante las acusaciones de Stalin de menoscabar el rol de los bolcheviques en la revolución, Trotsky entona en su Historia de la Revolución Rusa un elogio a la necesidad histórica del partido. Sin embargo, su relato se muestra cargado de tensiones. El partido, y sobre todo su dirección, aparece calificado reiteradamente como “vacilante”, “indeciso”, “falto de resolución”, sumido en la “inercia”… En la narrativa de Trotsky, es la persona de Lenin la que emerge como el elemento consciente, activo y resolutivo que tuerce el rumbo inercial del partido y lo lleva a la insurrección, con tal exaltación del rol del individuo en la historia que el propio Isaac Deutscher le reprocha a Trotsky haber excedido los parámetros del materialismo histórico.[38]

El sujeto de la insurrección

Si Trotsky necesitó de Lenin y de su partido, también Lenin había necesitado de la legitimidad del Presidente del Soviet de Petrogrado para la toma del poder, un extrapartidario que sostenía posiciones más próximas a su estrategia revolucionaria que las “diez cabezas fuertes” de la dirección bolchevique, aquellas que hasta abril defendían las posturas moderadas y vacilantes. Incluso más allá de abril: baste recordar que dos de esas “diez cabezas”, Zinoviev y Kamenev, se opusieron a la toma del poder en la histórica sesión del Comité Central del 23 de octubre de 1917, en las mismas vísperas de la insurrección.

Es significativo que Lenin y Trotsky todavía discreparon en octubre de 1917 respecto del momento de la insurrección armada. Trotsky acordaba “con Lenin en cuanto a las posibilidades y la urgencia de la insurrección, pero difería de él en cuanto al método, especialmente en lo referente a la idea de que el Partido llevara a cabo la insurrección en su propio nombre y bajo su propia responsabilidad”. Entendía que si los bolcheviques habían levantado la consigna de “Todo el poder a los soviets”, “debían llevar a cabo el levantamiento de forma que todos lo vieran como la conclusión directa de esa agitación”. Postulaba, por lo tanto, que la insurrección coincidiera con el inicio del IIº Congreso Panruso de los Soviets que debía reunirse el 25 de octubre, de modo que se hiciera en su nombre y a través de su aparato, el Comité Militar Revolucionario.[39] Para el autor de Nuestras tareas políticas la cuestión de los plazos y los métodos la insurrección no era un mero problema práctico, producto de una suerte de “técnica del golpe de Estado” como la llamó Curzio Malaparte, sino que involucraba una cuestión política fundamental: la del sujeto de la insurrección. ¿Qué sujeto llevaría a cabo la insurrección y detentaría por lo tanto el poder soberano del nuevo Estado? ¿El Soviet o el Partido? ¿Podía el Partido sustituir a los soviets en la toma de una decisión y de una acción que correspondía a su soberanía? ¿Por qué el Partido cedería efectivamente el poder al día siguiente de haberlo conquistado?

Lenin, por el contrario, alertaba sobre los riesgos de una contrarrevolución inmediata y acicateaba al partido para que lanzara cuanto antes la insurrección, absolutamente despreocupado de esos “juegos constitucionales”. A principios de octubre, y pasando por encima del Comité Central, le escribía a los comités de Petrogrado y Moscú: “Los bolcheviques no tienen derecho a esperar el Congreso de los soviets, deben tomar el poder ya mismo… La tardanza es un crimen. Aguardar el Congreso de los soviets, irse en trámites pueriles, es formalismo infame, es traicionar la revolución”.[40] Finalmente, logró imponer en el partido el criterio de anticipar la insurrección a la noche previa a la reunión del Congreso Panruso, amenazando incluso con su renuncia si esta se la aplazaba un día más.

Como es sabido, el asalto al Palacio de Invierno donde funcionaba el Gobierno Provisional fue resuelto en la sesión del 20 de octubre del Comité Central del Partido y llevado a cabo el 24 de octubre por el Comité Militar Revolucionario de San Petersburgo, que contaba con mayoría bolchevique. El 25, cuando comenzó a sesionar el Congreso Panruso y todavía se oía en la sala del Instituto Smolny el ruido de los últimos disparos, la insurrección les fue presentada a los delegados como un hecho consumado. La disolución del Gobierno provisional y la proclamación del nuevo poder soviético se sancionó en una asamblea dominada por los bolcheviques, en la que los mencheviques y la mayoría de los socialistas revolucionarios se habían retirado. La ambivalencia entre el poder de los consejos de obreros, soldados y campesinos y el poder partidario asumido en su nombre quedaba inscripta en el acta de fundación del nuevo Estado soviético.

Los dilemas de la oposición

En los años inmediatamente posteriores, la dinámica sustituista prevista por Trotsky siguió su propio curso. La persecución a las otras fuerzas políticas y su definitiva proscripción vaciaron definitivamente la vida activa de los soviets, cuyo pluralismo político —tal como lo había advertido Rosa Luxemburg ya en 1918— era parte de su misma naturaleza.[41] Los consejos obreros, los sindicatos, los comités de fábrica y todas las formas de organización colectiva que habían forjado los trabajadores y los campesinos rusos eran espacios de disputa hegemónica entre corrientes muy diversas. Al perseguir y liquidar desde el aparato represivo del Estado a las corrientes rivales, la hegemonía bolchevique se transformaba en simple dominación. Y el bolchevismo devenía irremisiblemente Partido de Estado. Sin que estuviera previsto en ninguna vertiente de la teoría marxista, comunismo devino, desde entonces, en epónimo de régimen político unipartidista.

Trotsky sobreactuó durante esos primeros años del gobierno soviético una suerte de ultracentralismo más leninista que Lenin[42], cuyos puntos descollantes fueron su propuesta de estatización de los sindicatos y militarización del trabajo, su defensa del terror rojo (véase su Terrorismo y comunismo del año 1920) y el ultimátum al alzamiento de los marinos de la fortaleza de Kronstadt.[43] Fue durante el período 1918-1921 la pluma y la espada del sustituismo sobre el que tan lúcidamente había advertido en su juventud, hasta que entendió que había quedado apresado en una trampa política, sobre todo después de la muerte de Lenin. Este, previendo la inminencia de lo peor[44], dejó indicado en su “Testamento” que el Partido Bolchevique no debía “imputarle” a Trotsky sus años de “no bolchevismo” como “un delito personal”,[45] pero la lucha de fracciones ya desatada en 1923, con Lenin inválido, adoptó la forma de un debate público sobre la legitimidad de los herederos del legado político leninista. No es casual que, ese marco, la fracción stalinista sacara a relucir todos los documentos de las diferencias entre Lenin y Trotsky durante el período 1903-1917, incluyendo sus vacilaciones “sovietistas” y sus reticencias sobre el rol del partido. Trotsky sabía mejor que nadie que el Partido que detenta de antemano la Verdad, iba a tender a actuar — si las condiciones se lo permitían— como la forma suprema de poder. Si el Partido es la creación más auténtica de la clase, si se piensa que el Partido debe ir a la cabeza del proletariado antes, durante y después de la revolución, sólo tolerará otras formas de organización por pura táctica. “El Partido considerará por ejemplo a los soviets como formas auxiliares –-escribía Lefort en Socialisme ou Barbarie—, pero formas forzosamente menos auténticas que el partido en su expresión de clase, puesto que son el marco en el que actúan todas las tendencias del movimiento obrero”.[46] Está inscrito en la propia estructura, en la historia, en la lógica misma del Partido leninista la tendencia a imponer en los soviets su dirección única, lo que significaba, en definitiva, eliminarlos. Sin embargo, en el “gran debate” de la década de 1920 Trotsky estaba inhabilitado para cuestionar la prepotencia del partido exhumando las tesis de Nuestras tareas políticas, pues aquel libro juvenil constituía la prueba flagrante de su “anti-leninismo”.

Si bien había ocupado un lugar descollante durante la Revolución y en los primeros años de edificación del socialismo, Trotsky va quedando crecientemente atrapado dentro de la estructura de un “partido leninista” que —con su propio concurso— venía renunciado uno a uno a los escasos mecanismos que garantizaban una mínima discusión democrática. El X Congreso del Partido Comunista Ruso de marzo de 1921 había disuelto sin mayores debates a la Oposición Obrera que lideraban Shliápnikov y Kollontay, suprimiendo incluso el derecho de fracción con el voto del propio Trotsky.[47] En 1923 Trotsky publica en el diario Pravda (La Verdad) una serie de artículos en los que proponía un “nuevo curso” en la vida partidaria promoviendo el espíritu crítico, la independencia de carácter, el sentido de la responsabilidad… Pero no puede avanzar más allá de esta crítica general sin ser acusado, como enseguida hará Stalin en las páginas del mismo diario, de poner el peligro la unidad leninista del partido. Tan difícil es la posición disidente de Trotsky que todavía en 1924, en ocasión del XIII Congreso del Partido Comunista ruso, declara: “Sé que nadie puede tener razón contra el Partido. Sólo es posible tener razón con el Partido y a través del Partido, ya que la historia no ha previsto otros caminos para la realización de lo que es justo”.[48]

Como señaló agudamente Lefort: “Trotsky no puede reprochar a Stalin su política antidemocrática porque ha inaugurado él mismo esa política. No puede criticar la represión que se ejerce contra la Oposición de izquierda puesto que ha participado él mismo en la represión contra el Grupo Obrero y el grupo Verdad Obrera. No es ya posible apoyarse en la vanguardia de las fábricas porque se ha separado de ella. No tiene una plataforma de conjunto contra Stalin porque se ha encerrado él mismo en la contradicción que consiste en dirigir al proletariado en función de sus intereses supremos, pero en contra de sus intereses inmediatos”.[49] Sólo dos años después, cuando logra articularse una “oposición unida” junto a Zinoviev y Kamenev, se denuncia al interior del Partido una “dictadura del aparato”, pero Stalin sigue concentrando el poder del Partido-Estado mientras la oposición se somete todavía a una serie de retractaciones públicas para expresar “nuestra voluntad de continuar dentro del Partido y seguir sirviéndole”.[50]

Como el personaje de una tragedia griega, Trotsky queda apresado en los engranajes de un aparato cuyas raíces más profundas conoce mejor que nadie pero no puede denunciar, y cuya dinámica él mismo contribuyó a fortalecer en su ciclo ultracentralista inmediatamente posterior a la Revolución.

El desenlace del conflicto es bien conocido: en septiembre de 1927 Trotsky es excluido del Comité Ejecutivo “por haber faltado a la disciplina”. En octubre es expulsado del Partido y la Oposición es disuelta. En enero de 1928 Trotsky es confinado en Alma-Ata, en el Turquestán Soviético. En 1929 es expulsado a la remota isla de Prinkipo, en Turquía. En 1933 se instala provisoriamente en Barbizon, un pueblo del norte de Francia y en 1935 en Noruega, hasta que el Presidente Lázaro Cárdenas le ofrece asilo en México. En la localidad de Coyoacán fue asesinado por un agente de Stalin un 21 de agosto de 1940. La profecía de 1904 se había cumplido cabalmente: el Partido había sustituido a la clase y el aparato al Partido. El dictador no sólo había sustituido al Comité Central, sino que había liquidado físicamente a toda la vieja guarda bolchevique, incluido el “advenedizo” Trotsky.

Entre la crítica de los aparatos y el fetichismo organizativo

Sin embargo, mucho antes de que se cumpliera trágicamente este muerte anunciada, Trotsky pudo elaborar una explicación sistemática de este fenómeno que aparecía ante los ojos del mundo como una novedad histórica absoluta, incluso como una anomalía dentro del proceso revolucionario: la expropiación del poder soviético recién conquistado por los obreros y los campesinos por parte de una oscura camarilla de un partido-estado que se volvía contra los principales actores de la revolución.

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Nutriéndose del agudo texto del oposicionista búlgaro Christian Rakovsky, “Los peligros profesionales del poder” (1928), Trotsky publica en 1936 una de sus obras más notables, habitualmente traducida como La Revolución traicionada. Si bien había atisbos en ese sentido en el legado de los socialistas del siglo XIX y comienzos del siglo XX[51], fue mérito de Trotsky elaborar una primera teoría marxista de la burocracia. Aunque hubiera abjurado de Nuestras tareas políticas, era uno de los marxistas mejor preparados teóricamente para pensar un proceso de relativa “autonomía de lo político” frente al marxismo ramplón que reducía todo fenómeno político a una determinación económica de clase. Trotsky no renunciaba, ni mucho menos, a una explicación materialista y clasista del fenómeno burocrático, sino que enriquecía el materialismo histórico con una teorización sutil que permitía explicar cómo, en determinadas condiciones históricas, un aparato político podía llegar a autonomizarse e incluso dominar (de modo “parasitario”) a la clase sobre la cual se había encaramado y en cuyo nombre detentar el poder.

Trotsky tiende a idealizar ahora el “centralismo democrático” bolchevique, aunque su propia formulación (“Lenin y sus colaboradores tuvieron invariablemente como primer cuidado el de preservar a las filas del partido bolchevique de las taras del poder”) da la pauta de que la democracia interna no está inscripta en la propia institucionalidad partidaria, sino que está supeditada a las buenas intenciones de los dirigentes, y sobre todo de Lenin. ¿Pero qué pasa entonces cuando los dirigentes consideran inoportunas las disidencias, como ocurrió con Lenin y sus colabores (Trotsky incluido) ante la formación de la Oposición Obrera (1919-1921)? Trotsky tiende a justificar las prohibiciones y las persecuciones a esta y otras oposiciones como medidas “transitorias” dictadas por “necesidades episódicas de la defensa y no decisiones de principio”. Sin embargo, no ignora que la excepción corre el riesgo de transformarse enseguida en norma. En su explicación histórica del “termidor soviético”, el punto de partida es justamente la burocracia de partido. “La degeneración del partido —escribe en La revolución traicionada—  fue la causa y la consecuencia de la burocratización del Estado”.[52]

Trotsky pone el mayor peso explicativo del proceso de génesis de la burocracia en las que denomina las condiciones “objetivas” de la transición al socialismo: el atraso de una economía agraria con escaso desarrollo industrial, la consiguiente debilidad demográfica de la clase trabajadora en relación al campesinado, la muerte de los representantes más notables de la clase obrera en la guerra civil, el cerco imperialista que hostigaba al naciente Estado ruso, el aislamiento de la experiencia soviética una vez fracasada la revolución de posguerra en una Europa occidental donde el capitalismo tendía a la estabilización. Estas condiciones de atraso, aislamiento y reflujo revolucionario entrañaban consecuencias “subjetivas” en una vanguardia partidaria que en los primeros años de la década de 1920 tiende a diferenciarse y a autonomizarse de la masa proletaria:

Los representantes más notables de la clase obrera —escribe Trotsky— habían perecido en la guerra civil o, al elevarse unos grados, se habían separado de las masas. Así sobrevino, después de una tensión prodigiosa de las fuerzas, de las esperanzas, de las ilusiones, un largo periodo de fatiga, de depresión y de desilusión. El reflujo del “orgullo plebeyo” tuvo por consecuencia un aflujo de arribismo y de pusilanimidad. Estas mareas llevaron al poder a una nueva capa de dirigentes.[53]

La autonomización de esta capa crece en proporción directa al reflujo y la desmoralización proletaria:

Es una verdad absolutamente innegable y de gran importancia que la burocracia soviética se fortaleció a medida que la clase obrera sufría golpe tras golpe. Las derrotas de los movimientos revolucionarios euro­peos y asiáticos socavaron gradualmente la confianza de los obreros soviéticos en sus aliados internacionales. Dentro del país seguía reinando una gran miseria. Los representantes más audaces y abnegados de la clase obrera habían muerto en la guerra civil, o, perdido su espíritu revolucionario, se habían elevado y asi­milado a las filas de la burocracia. Agotada por los te­rribles esfuerzos de los años de revolución, carente de perspectivas, amargada por las desilusiones, la gran masa cayó en la pasividad. Esta clase de reacción so­breviene, como hemos dicho, después de todas las re­voluciones.[54] 

En la década de 1930, algunas corrientes europeas antistalinistas buscaron complementar el análisis de Trotsky sobre la burocracia señalando que el modelo leninista de partido, con su división del trabajo, su centralización, su jerarquización y su despersonalización, facilitó aún más el proceso por el cual esos oscuros detentadores del aparato terminaron por apropiarse del partido, y en definitiva, del Estado. Un disidente del comunismo francés, Boris Souvarine, escribió en 1935 una biografía de Stalin donde exhumaba, en defensa de esta tesis, el texto juvenil de Trotsky. Souvarine sostenía en su Stalin que aquella controversia de 1903-1904 “no había perdido nada de su actualidad” pues “los mismos argumentos han sido intercambiados y desarrollados” durante un cuarto de siglo en torno de la fuerza y la debilidad del partido de Lenin: la capacidad para ejecutar colectivamente una consigna como un “ejército disciplinado”, pero “siempre a merced de un error del jefe o al riesgo de una pasividad intelectual contraria a su misión teórica de vanguardia”.[55]

Trotsky, constreñido a defender como un todo la tradición leninista, desautorizó esta exhumación de su texto de 1904. En sus polémicas de 1939 con Souvarine y con otras figuras de la izquierda antistalinista de esos años, como Marceau Pivert, el líder de la Gauche révolutionnaire francesa, escribe:

En 1904 yo había escrito un folleto, Nuestros tareas políticas, que en el terreno de la organización desarrollaba puntos de vista muy próximos a los Rosa Luxemburg (Souvarine cita complacientemente este folleto en su biografía de Stalin). Sin embargo, toda mi experiencia ulterior me ha probado que, en esta cuestión, Lenin tenía razón contra Rosa Luxemburg así como contra mí. Marceau Pivert opone el ‘trotskismo’ de 1939 al trotskismo de 1904. Pero desde esa época han acontecido, solamente en Rusia, tres revoluciones. ¿Puede ser que en el curso de estos treinta y cinco años no hayamos aprendido nada?.[56]

En el manuscrito de su biografía póstuma de Stalin empieza por despejar cualquier tesis que concluya con que “el futuro stalinismo estaba ya arraigado en el centralismo bolchevique”. Admite los “peligros” latentes a los que podría conducir, pero hace recaer su efectividad en “condiciones históricas concretas”.[57] Líneas más abajo, cuando se ve en la necesidad de explicar el rol histórico que van a terminar de adquirir los hombres de aparato, Trotsky ofrece un balance significativamente más matizado de su libro juvenil:

En el folleto Nuestros tareas políticas, escrito por mí en 1904 y que contiene no poco de prematuro y erróneo en mi crítica de Lenin, hay, no obstante, páginas que ofrecen una caracterización bastante justa del modo de pensar de los ‘hombres de Comité’ de aquellos días, que ‘se habían adelantado a la necesidad de contar con los trabajadores después de haber encontrado éstos apoyo en los ‘principios del centralismo’. La pugna que Lenin se vio obligado a sostener el año siguiente en el Congreso contra los altos y poderosos ‘hombres de Comité’, confirmó cumplidamente la justeza de mi crítica.[58]

Se trata, sin duda, de un intento de volver contra Stalin y los “hombres de comité” una crítica que Trotsky había dirigido oportunamente contra Lenin, el mentor de este tipo de organización. En su lucha por presentar al stalinismo como una degeneración burocrática del leninismo, Trotsky debía cerrar filas con este último y asumir la defensa de un modelo de partido que había combatido por sus tendencias sustituistas. Terminó por asumir in toto, aunque no sin tensiones, una concepción de partido que hasta 1917 le había sido ajena y que en la década de 1920 lo tuvo atrapado como un rehén.

Trotsky asumía la herencia de los primeros cuatro congresos de la Internacional Comunista, que había llevado al paroxismo lo que ya quedaba instituido como “la teoría leninista del partido”. Según las “21 condiciones” sancionadas en su Segundo Congreso de julio de 1920:

Los partidos pertenecientes a la Internacional Comunista deben ser organizados sobre el principio del centralismo democrático. En una época como la actual, de guerra civil encarnizada, el Partido comunista sólo podrá desempeñar su papel si está organizado del modo más centralizado posible, si es mantenida una disciplina de hierro cuasi militar y si su organismo central está munido de amplios poderes, ejerce una autoridad incuestionable y cuenta con la confianza unánime de sus militantes.[59]

La prensa y todas las publicaciones de los nuevos partidos debían “estar completamente sometidos al Comité Central” (condición 1), los parlamentarios debían subordinar “toda su actividad a los intereses de una propaganda y una agitación auténticamente revolucionarias” (condición 11), los sospechosos de reformismo o de “centrismo” no sólo debían ser expulsados de sus filas y denunciados sino que los partidos, “de vez en cuando” debían “emprender un trabajo de depuración” entre sus miembros “para desembarazarse de todos los elementos pequeñoburgueses que se hayan infiltrado”.[60] No sólo los partidos comunistas que nacieron al calor de la Revolución de Octubre fueron creados en este clima de sujeción, control y purga permanente, sino también los partidos trotskistas nacidos enseguida después, a partir de la década de 1930.

Desde entonces quedaba sancionando que en la institucionalidad de los partidos socialdemócratas, con su estructura territorial, su amplia democracia interna, su libertad de tendencias y su prensa plural estaba inscripta la estrategia del reformismo, mientras que la férrea organización leninista de tipo celular era la única apta para dirigir al proletariado hacia la insurrección. El Partido bolchevique, que había surgido y se había desarrollado en las circunstancias históricas excepcionales del despotismo ruso, se convertía en modelo universal y ahistórico.

Al asumir acríticamente esta tradición, Trotsky dejaba un legado sumamente oneroso al movimiento trotskista contemporáneo, que después de su muerte intentó en vano, durante ocho décadas, erigir partidos “bolcheviques” con alguna capacidad hegemónica sobre el proletariado. Con la excepción de brevísimas coyunturas, el movimiento obrero de la segunda mitad del siglo XX no reconoció como suyas las diversas ofertas de partidos revolucionarios del proletariado que los herederos de Trotsky se empeñaron en ofrecerle. El divorcio entre el proletariado realmente existente y las innumerables organizaciones de vanguardia que se disputaban su nombre se convirtió en la marca distintiva de este movimiento. El trotskismo había nacido con el sustituismo inscripto en la frente. La gran paradoja histórica es que si hay algo que hizo mundialmente célebre al trotskismo fue justamente un culto del fetichismo organizativo frente al cual el joven Trotsky había librado una de sus más lúcidas batallas políticas.

Libro Contra Lenin (León Trotsky)


[1] N. Trotsky, Nashi politicheskiye zadachi (Takticheskie i organizatsionnyye voprosy) [Nuestras tareas políticas (Cuestiones tácticas y organizativas)], Ginebra, Casa editora de Iskra, 1904, 107 pp.

[2] Nos tâches politiques, París, Pierre Belfond, 1970, 256 pp.; y Nos tâches politiques. Organiser un parti révolutionaire clandestin, París, Denoël / Gonthier, 1970, 218 pp. En ambos casos el prólogo es de Marguerite Bonnet y la traducción anónima del ruso está revisada por Boris Fraenkel.

[3] León Trotsky, Nuestras tareas políticas, México, Juan Pablos Editor, 1975, trad. de César Prado, Obras de León Trotsky, tomo 23, 173 pp.; Leon Trotsky, Our political tasks, Londres, New Park Publications, [c. 1979], 128 pp.

[4] Claudio S. Ingerflom, El zar soy yo. La impostura permanente desde Iván El Terrible hasta Vladímir Putin, Madrid, Guillermo Escolar, 2018.

[5] Para una visión de conjunto de este extraordinario movimiento sigue siendo de lectura imprescindible el clásico de Franco Venturi, El populismo ruso, Madrid, Revista de Occidente, 1975, 2 vols.

[6] Nikolái Chernichevsky, ¿Qué hacer?, Moscú, Ediciones en lenguas extranjeras, 1950. Claudio S. Ingerflom ofrece en El revolucionario profesional (Rosario, Prohistoria, 2018) un excelente estudio de historia conceptual sobre el proceso que va de un ¿Qué hacer? a otro.

[7] V.I. Lenin, N. Lenin, Chto délat’? Nabolevshiye voprosy nashego dvizheniya [¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento], Stuttgart, Verlag J. H. W. Dietz, 1902. Citamos de la edición castellana de sus obras: ¿Qué hacer?, en Obras Completas, Buenos Aires, Cartago, 1959, tomo 5, pp. 382-383.

[8] Karl Kautsky, “La inteligencia y la socialdemocracia” [1894-95], publicado como apéndice a la obra de Max Adler, Elsocialismo y los intelectuales, México, Siglo XXI, 1980, pp. 255-281.

[9] V. I. Lenin, ¿Qué hacer?, op. cit., tomo 5, p. 457 y ss.

[10] [N. Lenin], Shag vpered, dva shaga nazad. Krizis v nashey partii [Un paso adelante, dos pasos atrás. La crisis en nuestro partido], Ginebra, Tip. Partii, 1904. Trad. castellana: V. I. Lenin, “Un paso adelante, dos pasos atrás”, en: Obras Completas, Buenos Aires, Cartago, 1960, tomo 7.

[11] Rosa Luxemburg, “Problemas de organización de la socialdemocracia rusa” [1904], en: Lenin, Rosa Luxemburg, Georg Lukács, Teoría marxista del partido político / 2 (Problemas de organización), Córdoba, Cuadernos de Pasado y Presente 12, 1969, pp. 41-63.

[12] Ibid., pp. 45-46.

[13] Ibid., p. 48-49.

[14] Ibid., p. 50-51.

[15] V.I. Lenin, “Nuestras tareas y el soviet de diputados obreros” [noviembre de 1905], en Obras Completas, Buenos Aires, Cartago, 1969, tomo 10, p. 20.

[16] Antonio Carlo, “La concepción del partido revolucionario en Lenin”, en Pasado y Presente nº 2/3, Buenos Aires, julio-diciembre de 1973, p. 327.

[17] V.I. Lenin, “Un paso adelante, dos pasos atrás. Respuesta de N. Lenin a Rosa Luxemburgo” [septiembre 1904], en Obras Completas, Buenos Aires, Cartago, 1959, tomo 7, pp. 479-90. Incluido en Lenin, Luxemburg, Lukács, Teoría marxista del partido político, op. cit., pp. 65-77. Lenin había enviado este artículo a Die Neue Zeit, donde había aparecido la crítica de Rosa Luxemburg, pero Kautsky no lo publicó. Se dio a conocer recién en culto deleseal estaba inscriptaoluci la dntralismo bolchevique”[1968], Madrid, Aero 1971.y se empeñaron en ofrecerle. Leninskiy sbornik, 1930, tomo XV.

[18] V.I. Lenin, “La disolución de la Duma y las tareas del proletariado” [julio 1906], en Obras Completas, Buenos Aires, Cartago, 1960, t. XI, p. 118-19.

[19] Trotskiy, Vtoroy s”yezd RSDRP. Otchet sibirskoy delegatsii [Segundo Congreso del Partido Obrero Social Demócrata Ruso. Informe de la Delegación Siberiana], Zheneva [Ginebra], Rossiyskaya sotsialdemokraticheskaya rabochey partiya [Partido Obrero Social Demócrata Ruso], 1903, 36 pág. En 1970 Denis Authier localizó un ejemplar de esta antigua edición en la Bibliothèque de Documentation Internationale Contemporaine (BDIC) y lo tradujo al francés para Cahiers Spartacus, la editorial de los luxemburguistas-consejistas, bajo el título de Rapport de la Délégation Sibèrienne. Trotsky contre Lenine, Paris, Spartacus, 1970, 95 pág.

[20] Léon Trotsky, Rapport de la Délégation Sibèrienne, op. cit., p. 47 y ss.

[21] León Trotsky, Nuestras tareas políticas, op. cit. Todas las frases entrecomilladas que se citan a continuación pertenecen a la presente edición.

[22] Ibid.

[23] Ibid.

[24] Ibid.

[25] Ibid.

[26] Ibid.

[27] Ibid.

[28] Ibid.

[29] León Trotsky, 1905. Resultados y perspectivas, Ligugé, Ruedo Ibérico, 1971, 2 vols.

[30] León Trotsky, Historia de la revolución rusa, Buenos Aires, Tilcara, 1963, vol. II: La Revolución de Octubre, cap. XX, pp. 572-73.

[31] León Trotsky, Mi vida. Ensayo autobiográfico, Buenos Aires, Ediciones del Siglo, 1972, p. 347.

[32] Lev Trotsky, Sochineniya, Moscú, Gosizdat, 1924-1927. Alcanzaron a publicarse los tomos 2-4, 6, 8, 9, 12, 13, 15, 17, 20, 21.

[33] León Trotsky, Mi Vida. Ensayo autobiográfico, Buenos Aires, Del Siglo, 1972, trad. del alemán por Fermín Soto, p. 172 y ss.

[34] Léon Trotsky, “Le ‘trotskysme’ et le Parti Socialiste Ouvrier et Paysan” (25 juillet 1939), en Œuvres, París, Publication de l’Institut Léon Trotsky, 1979, vol. 21 (abril-septiembre de 1939), pp. 267-291

[35] Maurice Brinton, Los bolcheviques y el control obrero. 1917-1921. El Estado y la contrarrevolución [1970], París, Ruedo Ibérico, 1972.

[36] León Trotsky, Mi Vida, op. cit, p. 345.

[37] “Más de una vez Lenin ha repetido que las masas estaban infinitamente más a la izquierda que el partido, y éste más a la izquierda que su Comité central”, León Trotsky, Historia de la revolución rusa, op. cit., cap. XXII, “La insurrección de Octubre”, p. 680.

[38] León Trotsky, Historia de la revolución rusa, op. cit., especialmente el cap. “El rearme del partido”, p. 360 y ss.

[39] Issac Deutscher, Trotsky. El profeta desterrrado [1963], México, Era, 1969, p. 226 y ss.

[40] León Trotsky, Historia de la revolución rusa, op. cit., cap. “Lenin llama a la insurrección”, p. 536.

[41] Rosa Luxemburg, Crítica de la Revolución rusa [1918], Buenos Aires, La rosa blindada, 1969, ed. de José Aricó.

[42] Michael Löwy, La teoría de la revolución en el joven Marx [1970], Buenos Aires, Siglo XXI, 1972, p. 292 y ss.

[43] Paul Avrich, Kronstadt 1921 [1970], Buenos Aires, Proyección, 1973; Dieter Kühn, Los límites de la oposición [1972], Caracas, Tiempo Nuevo, 1973.

[44] Moshé Lewin, El último combate de Lenin [1969], Barcelona, Lumen, 1970.

[45] V. I. Lenin, “Carta al Congreso” [24/12/1922], en Contra la burocracia. Diario de las secretarias de Lenin, Córdoba, Cuadernos de Pasado y Presente, 1971, p. 133.

[46] Claude Lefort,“Le prolétariat et le problème de la direction révolutionnaire”, en Socialisme ou Barbarie nº 10, París, julio-agosto 1952, incluido en ¿Qué es la burocracia? y otros ensayos, Vésoul, Ruedo Ibérico, 1970, p. 86.

[47] Frits Kool y Erwin Oberländer, Documentos de la revolución mundial. I. Democracia de trabajadores o dictadura de partido [1968], Madrid, Zero 1971.

[48] Heinz Abosch, Crónica de Trotsky. Datos sobre su vida y su obra, Barcelona, Anagrama, p. 82.

[49] Claude Lefort, “La contradiction de Trotsky et le problème rèvolutionnaire. Reflexions sur le Staline de Trotsky”, en Les Temps Modernes nº 39, París, dic. 1948-enero 1949, en ¿Qué es la burocracia?, op. cit., p. 41.

[50] León Trotsky, Mi vida, op. cit., p. 556.

[51] Issac Deutscher, Las raíces de la burocracia, Barcelona, Anagrama, 1970.

[52] León Trotsky, La revolución traicionada, Madrid, Fundación Federico Engels, 2001, pp. 81-82.

[53] Ibid., p. 78.

[54] León Trotsky, “¿Cómo venció Stalin a la Oposición?” [1935], en Escritos, Bogotá, Pluma, 1977, tomo VIII, vol. I.

[55] Boris Souvarine, Staline. Aperçu historique du bolchevisme [1935], París, Plon, 1940, nueva edición, pp. 66-67, trad. del francés de H.T.

[56] Léon Trotsky, “Le ‘trotskysme’ et le Parti Socialiste Ouvrier et Paysan” (25 juillet 1939), en Œuvres, París, Institut Léon Trotsky, 1979, vol. 21 (abril-septiembre de 1939), pp. 267-291.

[57] León Trotsky, Stalin, Barcelona, Los libros de nuestro tiempo, 1947, cap. III, “La primera revolución”, p. 66.

[58] Ibid.

[59] Punto 12 de las “Condiciones de admisión de los partidos en la Internacional Comunista”, en Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista, Buenos Aires, Pasado y Presente, 1973, vol. 1 (Primera parte), p. 113.

[60] “Condiciones de admisión de los partidos en la Internacional Comunista”, op. cit., pp. 109-114.

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