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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

El verdadero carácter del régimen de Estados Unidos

Durante el debate del 7 de octubre entre Kamala Harris y Mike Pence, los candidatos demócratas y republicanos a la vicepresidencia, el senador republicano Mike Lee del estado de Utah estuvo tuiteando en vivo y escribió: “No somos una democracia”. Se oponía a las repetidas menciones de Harris sobre “nuestra democracia”, es decir, los Estados Unidos. Varias horas más tarde, Lee redobló la apuesta con una explicación adicional. “La democracia no es el objetivo; la libertad, la paz y la prosperidad [sic] lo son”, escribió. “Queremos que la condición humana florezca. La democracia de base puede frustrar eso”.

Los progresistas en Twitter respondieron rápidamente. “El Partido Republicano –no solo Trump– está diciendo lo que no se debe decir”, tuiteó Sunrise Movement, una organización juvenil contra el cambio climático. “Se han definido por la manipulación antidemocrática [del padrón electoral] y la supresión de votantes durante décadas. Ahora, se preparan para rechazar la democracia por completo, porque temen que no [sic] los resultados”.

Brad Lander, un demócrata de Brooklyn que es parte del Consejo de la Ciudad de Nueva York, tuiteó, “[El sistema de] una persona, un voto” no eligió a un presidente republicano en 32 años, así que no es sorprendente que un senador republicano esté dispuesto a apoyar públicamente la autocracia. Pero todos los que aman la democracia deben tener claro a qué nos enfrentamos”.

Los analistas también se sumaron con extensos artículos sobre la posición de Lee en The New Yorker, The Atlantic, New York Magazine y otros medios. Otros medios de la derecha tomaron el argumento de Lee, repitiendo el argumento de la revista Slate, la “frase gastada ’somos una república, no una democracia’, una vez confinada a los debates políticos universitarios y los rincones más politiqueros de internet” pero que ahora “se abre camino en el mainstream político”.

Sin embargo, esta es la cuestión. Lee, y esa “frase gastada”, están en lo correcto. Estados Unidos no solo no es una democracia, sino que nunca tuvo la intención de serlo. Entender el marco que le dieron a la Constitución de Estados Unidos los Padres Fundadores (de aquí en adelante los “fundadores”) y el régimen que nace de ella es clave para entender el sistema racista, de privación de derechos e inherentemente antidemocrático que gobierna Estados Unidos hoy en día.

Se funda una República

En 1788, para promover la ratificación de la Constitución de Estados Unidos, Alexander Hamilton, James Madison y John Jay –tres de los más notables entre los fundadores– publicaron una colección de 85 artículos y ensayos bajo el seudónimo colectivo de Publius. Esta colección, conocida como The Federalist Papers [Los documentos federalistas] explica el diseño del sistema político de este país como una república, una forma de gobierno que ha llegado a definirse como aquella en la que el país es propiedad y preocupación exclusiva no de sus gobernantes sino del público.

Una república no es, por definición, una democracia, aunque la democracia puede ser la forma que el gobierno adopte. La mayoría de las repúblicas de la historia moderna han mezclado la democracia y la oligarquía –en la que el poder reside en un pequeño número de personas, típicamente las más ricas– pero sin embargo se refieren a sí mismas como “democracias”.

En Federalist N.º 10, Madison distingue claramente entre una república y una democracia:

Los dos grandes puntos de diferencia entre una democracia y una república son: primero, la delegación del gobierno, en esta segunda, a un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto; en segundo lugar, el mayor número de ciudadanos y la mayor esfera del país, sobre los cuales este último extenderse.

Madison explicaba que Estados Unidos pondría el poder y los resortes del gobierno en manos de un pequeño número de ciudadanos –rechazando así, desde el principio, la definición más amplia de democracia–. El señalamiento de Madison sobre permitir que esto se “amplíe” es especialmente importante; esencialmente significa que Estados Unidos (es decir, la nación) podría ampliarse sin tener que introducir nuevas formas democráticas para dar cuenta de un mayor número de ciudadanos. Aquí el contexto lo es todo: este fue un período en el que los fundadores representaron intereses con grandes planes de expandir enormemente el territorio del país en el continente norteamericano.

En Federalist N.º 51, Madison expuso aún más claramente el objetivo de los fundadores de establecer y diseñar un gobierno:

Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no serían necesarios controles externos ni internos sobre el gobierno. Al enmarcar un gobierno que debe ser administrado por hombres sobre hombres, la gran dificultad radica en esto: primero debe permitir que el gobierno controle a los gobernados; y en el siguiente lugar lo obligan a controlarse.

Nótese que el primer principio de Madison es permitir al gobierno controlar a los gobernados.

El federalismo es decisivo

El federalismo es central en la construcción del gobierno de EE. UU., encarnado en el título de los escritos de Publius. El federalismo es un modo de gobierno que combina la autoridad central de gobierno para algunas cosas y la autoridad de gobierno distribuida para otras. En Estados Unidos, el federalismo está codificado en la Constitución; hay que tener en cuenta que en el momento de la fundación de Estados Unidos, todos los estados individuales habían sido entidades políticas en gran medida autónomas, primero como colonias y luego como algo provisional, ya que siguieron funcionando entre el final de la Guerra de la Independencia y la ratificación de la constitución para la nación recién fundada.

Estados Unidos no es el único país con un sistema federalista –la lista incluye a Alemania, la Argentina, Brasil, la India y México, entre otros– pero en comparación con ellos, el federalismo de Estados Unidos es considerablemente más pronunciado. La Constitución lo define como una relación de paridad entre el gobierno federal y los gobiernos estatales, lo que significa que se consideran, al menos en el papel, de igual condición. El gobierno central es responsable de cuestiones como la defensa nacional, mientras que los estados son responsables de, por ejemplo, la educación de sus ciudadanos. Los gobiernos estatales extienden su propia forma de federalismo, manteniendo centralizados ciertos derechos y responsabilidades y delegando en los gobiernos locales algunos otros –que van desde la recaudación de impuestos y la financiación de las escuelas hasta cuestiones más mundanas como la posibilidad de utilizar los ruidosos sopladores de hojas en ciertos días de la semana–.

El federalismo explica por qué un estado puede exigir una licencia de pesca y otro no, pero también explica diferencias mucho más insidiosas, como los enormes obstáculos para que los ciudadanos negros voten bajo el disfraz de las leyes locales. Explica por qué una mujer de Massachusetts tiene un acceso relativamente fácil a un aborto que es casi imposible de obtener en Kentucky, Mississippi, Missouri, Dakota del Norte y Virginia Occidental, seis estados con una sola instalación dedicada a salud reproductiva. Es por eso que un estado puede optar por no expandir el Medicaid [cobertura de salud, N. del T.]. Ayuda a bloquear las reformas progresistas y crea divisiones entre quienes luchan por nuevos derechos: pueden ganar en un estado pero se les dificulta el desarrollo de una lucha unificada a nivel nacional.

Los parámetros del federalismo consagrados en la Constitución no están grabados en piedra, aunque los llamados “originalistas” judiciales argumentan lo contrario cuando sirve a sus intereses políticos. Ha evolucionado con el tiempo, especialmente después de la guerra civil, cuando el gobierno federal creció exponencialmente y arrebató de los estados muchos más elementos de la administración de la vida cotidiana de los ciudadanos, así como en las reglamentaciones comerciales e industriales entre estados. Parte de esa evolución incluye la reivindicación, particularmente en el Sur, de los “derechos de los estados” que el federalismo implica. Esto se usó para justificar las llamadas leyes de Jim Crow y para luchar contra los esfuerzos federales para desegregar las escuelas públicas. Gran parte de la reivindicación de los derechos de los estados se basa en la Décima Enmienda: “Los poderes no delegados a Estados Unidos por la Constitución, ni prohibidos por ella a los estados, se reservan a los estados respectivamente, o al pueblo”. Reafirma algo que Madison escribió en el Federalist N.° 39 abogando por una constitución que “no es, en rigor, ni una Constitución nacional ni una federal; sino una combinación de ambas”. En su fundamento, es federal, no nacional; en las fuentes de las que se extraen los poderes ordinarios del Gobierno, es en parte federal y en parte nacional”. En otras palabras, a los estados se les otorga soberanía sobre todo aquello que no ceden al Gobierno nacional por su propio consentimiento. Es fácil ver cómo esta cuestión podría provocar una guerra civil por la institución de la esclavitud.

La pseudo-democracia de los Estados Unidos

En El Estado y la revolución, Lenin describió la democracia capitalista como “siempre comprimid[a] dentro de los estrechos marcos de la explotación capitalista y es siempre, en esencia, por esta razón, un democratismo para la minoría, solo para las clases poseedoras, solo para los ricos”. Explicó algunos de los detalles de esta democracia burguesa, especialmente sus restricciones:

Si nos fijamos más de cerca en el mecanismo de la democracia capitalista, veremos siempre y en todas partes, hasta en los “pequeños”, en los aparentemente pequeños, detalles del derecho de sufragio (requisito de residencia, exclusión de la mujer, etc.), en la técnica de las instituciones representativas, en los obstáculos reales que se oponen al derecho de reunión (¡los edificios públicos no son para los “de abajo”!), en la organización puramente capitalista de la prensa diaria, etc., etc., en todas partes veremos restricción tras restricción puesta al democratismo. Estas restricciones, excepciones, exclusiones y trabas para los pobres parecen insignificantes sobre todo para el que jamás ha sufrido la penuria ni se ha puesto en contacto con las clases oprimidas en su vida de masas (que es lo que les ocurre a las nueve décimas partes, si no al noventa y nueve por ciento de los publicistas y políticos burgueses), pero en conjunto estas restricciones excluyen, eliminan a los pobres de la política, de su participación activa en la democracia.

Lenin añadió que Marx había captado “espléndidamente” esta “esencia de la democracia capitalista”, señalando “que a los oprimidos se les autoriza para decidir una vez cada varios años ¡qué miembros de la clase opresora han de representarlos y aplastarlos en el parlamento!”. Esa descripción encaja perfectamente con Estados Unidos.

La pseudo-democracia estadounidense ni siquiera alcanza el nivel de muchas otras democracias capitalistas cuando se trata de derechos. Notablemente, la Constitución no hace mención de una gran cantidad de cosas que están consagradas como derechos en muchos (si no la mayoría) de esos otros países, incluyendo el derecho al voto, a la atención médica, a un trabajo, a unirse a un sindicato, y así sucesivamente. Los derechos que si existen en Estados Unidos se ganaron en gran medida mediante la lucha, ya que la burguesía los “concedió” por considerar que no valía la pena permitir que un desafío a su régimen fuera más lejos. Pero también nos los pueden quitar, al menos legalmente, en cualquier momento, si la burguesía está dispuesta a pagar el costo político que ello pueda tener. El hecho de que los estados individuales puedan hacer esto disminuye el poder de la clase obrera para responder de manera unificada.

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Más allá de los derechos per se, también hay leyes. Es ilustrativo entender cómo la maquinaria de la pseudo-democracia estadounidense trabaja cada día para mantener el dominio capitalista. Esta maquinaria tiene muchos elementos. Está el componente representativo (legislaturas y elecciones), que se construye para crear la ilusión de que la ciudadanía toma decisiones a través de los que elige, mientras que asegura que los capitalistas en última instancia tienen el control –precisamente como Marx y Lenin describieron–. El componente administrativo, que controla una gran parte de los asuntos que conciernen a casi todos los aspectos de la vida cotidiana, está casi completamente fuera de cualquier control popular. Incluye los departamentos y agencias a nivel del gabinete presidencial (Estado, Tesoro, Defensa, etc.) y un sinnúmero de agencias administrativas, civiles y regulatorias cuyas decisiones tienen un enorme impacto en todo el país. Luego está el brazo represivo del Estado –”la aplicación de la ley”, que es inseparable del componente judicial, este último basado en varios ideales teóricos a los que se puede apelar en principio para enmascarar, o al menos intentar enmascarar, cómo funciona para reforzar el dominio capitalista–.

La máquina a nivel federal está organizada en tres ramas, todas ellas al servicio de los intereses del capital y destinadas a reforzar el dominio burgués.

La separación de poderes

Se supone que el sistema de tres poderes de Estados Unidos, una adaptación del antiguo modelo griego de “régimen mixto”, asegura justamente una “separación de poderes” que se somete además al sistema de “checks and balances” [sistema de contrapeso entre los poderes, N. del T.] destinado a prevenir el “despotismo” –según filósofo de la Ilustración Montesquieu que, en El espíritu de las leyes, definió los poderes legislativo, ejecutivo y judicial que componen el gobierno federal de Estados Unidos y el de los estados–.

Cada poder debe representar al pueblo, pero obtiene ese “poder del pueblo” de diferentes maneras. En el ejecutivo, solo el presidente y el vicepresidente se someten al voto popular, pero ese voto ni siquiera determina el ganador (se discutirá el Colegio Electoral más adelante). El resto del ejecutivo está compuesto por “funcionarios políticos” en los distintos departamentos y agencias que van y vienen con cada nueva administración presidencial, así como por “profesionales de carrera” cuya permanencia no está vinculada a un cambio de administración.

El poder legislativo federal, el Congreso, consta de dos partes: el Senado y la Cámara de Representantes [Diputados, N. del T.]. Cada estado, independientemente de su población, tiene dos miembros en el Senado. Antes de que se ratificara la 17.ª Enmienda de la Constitución en 1913, las legislaturas estatales elegían a los senadores; ahora están sujetos al voto popular directo. La Cámara Baja, elegida por votación popular desde 1789, se suele denominar Cámara del Pueblo. Los fundadores la diseñaron para que fuera sensible a la opinión del electorado propietario de la época, con períodos cortos de dos años y sin vacantes que se cubrieran por nombramiento (como se hace con los senadores). Tiene 435 miembros, número fijado por la Permanent Apportionment Act de 1929 [Ley de Reparto Permanente, N. del T.].

Por último, está el poder judicial. Todos los jueces de los tribunales federales son nombrados por el presidente y confirmados por el Senado. Solo a nivel estatal, de condado y municipal se eligen los jueces, y no es coherente en todo Estados Unidos.

“Checks and balances”

Los fundadores crearon el sistema de “checks and balances” específicamente para evitar que un solo poder, en particular el ejecutivo, se hiciera incontrolable. Cada uno tiene un papel específico que desempeñar en el sistema. Por ejemplo, el presidente encabeza el poder ejecutivo y actúa como comandante en jefe de las fuerzas armadas, pero los fondos militares son asignados por el poder legislativo, que también es responsable de declarar la guerra. Se supone que el Senado debe ratificar los tratados de paz. El Senado desempeña una función de “asesoramiento y consentimiento” y confirma o rechaza los nombramientos presidenciales de “designados políticos” para el poder ejecutivo. El Congreso tiene el “power of the purse” (el único poder federal para asignar fondos) y se supone que controla todos los fondos utilizados para cualquier acción ejecutiva. El poder ejecutivo, por supuesto, rutinariamente busca formas de evitar esos controles, suscitando a veces investigaciones y demandas en los tribunales.

El Senado y la Cámara de Representantes incluso tienen “checks and balances” entre ellos –la obligación de tener que aprobar proyectos de ley en la misma forma antes de que puedan ser enviados al ejecutivo, donde el presidente puede firmarlos o vetarlos– con el veto sujeto a ser anulado por voto de dos tercios de ambas cámaras del Congreso.

El poder judicial revisa las leyes y las acciones presidenciales en busca de “constitucionalidad”, y este es el papel que desempeña en el sistema de “checks and balances”. Por último, el Congreso tiene el poder de impugnar a los miembros de los poderes ejecutivo y judicial.

Los diversos poderes a menudo desafían este sistema. Un área contenciosa es la amplia discreción otorgada a los presidentes para declarar el estado de emergencia. Otra se refiere al uso de los militares. Por ejemplo, el Congreso aprobó en 1973 la War Powers Act [Ley de poderes de guerra, N. del T.], en gran parte en respuesta a la sucesiva expansión de la guerra de Vietnam – que nunca fue declarada oficialmente –por los presidentes Kennedy, Johnson y Nixon–. La Ley establece que el presidente debe consultar al Congreso cada vez que se desplieguen tropas estadounidenses, y que éstas deben ser retiradas en un plazo determinado si el Congreso no autoriza ese uso de la fuerza o declara la guerra. Nixon vetó el proyecto de ley por considerarlo un control “inconstitucional y peligroso” de los deberes presidenciales, pero el Congreso anuló el veto. Los presidentes desde entonces han ignorado en gran medida la Ley: Reagan envió tropas a El Salvador en 1981; Clinton bombardeó Kosovo en 1999; y en 2011 Obama comenzó operaciones militares en Libia, todas sin autorización.

También está el papel de supervisión del Congreso, que se podría decir es el corazón del sistema de “checks and balances”. El Congreso no se limita a convocar a sus miembros de pleno derecho para tratar todo lo que hace el poder ejecutivo; más bien investiga y realiza audiencias, citando a los miembros del poder ejecutivo para que expliquen sus acciones, y a partir de ese proceso toma sus propias medidas: asignar fondos, establecer nuevas leyes o normas, y así sucesivamente. Esto solo funciona si el poder ejecutivo coopera, algo que la administración de Trump se ha negado casi universalmente a hacer. Las formas en que lo puede hacer van desde impedir que los funcionarios testifiquen ante los comités del Congreso, hasta nombrar jefes interinos de departamentos y agencias y, por lo tanto, pasar por alto el papel de asesoramiento y consentimiento del Senado, pasando por utilizar las órdenes ejecutivas para asignar fondos en contra de las decisiones de la Cámara Baja, desafiando al Congreso a impugnar estas decisiones en los tribunales.

La palanca principal de la pseudo-democracia: elecciones y votación

Lo primero que hay que entender sobre las elecciones y la votación en la pseudo-democracia de Estados Unidos es que el derecho de voto no está consagrado en la Constitución, sino que las enmiendas acabaron por prohibir la privación de un derecho no concedido explícitamente. La segunda es que la Constitución otorga a los estados la facultad de organizar elecciones como deseen (sujetas, por supuesto, a impugnaciones judiciales, lo que explica el carácter sumamente dispar de las normas y leyes electorales de un estado a otro). En tercer lugar, los “derechos de voto” que existen no derivan directamente de la igualdad de todos expresada en la Declaración de Independencia. La elegibilidad para votar, en manos de los estados, se concedió en su mayoría solo a los hombres blancos adultos propietarios de bienes. En esencia, el derecho al voto era más una idea que una realidad, excepto para los hombres blancos propietarios.

En el período posterior a la Guerra Civil conocido como la Era de la Reconstrucción, la 15ª Enmienda dio a los hombres afroamericanos de la antigua Confederación el derecho al voto. Esto permitió que se eligieran afroamericanos para la Cámara de Representantes e incluso dos senadores (aunque no simultáneamente) del estado sureño de Mississippi. Las mujeres ganaron el derecho al voto en 1920 a través de la 19.ª Enmienda.

Al terminar la Reconstrucción, las llamadas leyes Jim Crow en el Sur, habilitadas por el federalismo, se convirtieron en una herramienta para evitar que la comunidad negra vote. Se establecieron pruebas de alfabetización, impuestos electorales y otras barreras. Con el tiempo, la discriminación en el voto –y una revuelta masiva como parte del movimiento de Derechos Civiles– llevó al gobierno federal a intervenir, y se promulgó la Voting Rights Act [Ley de Derechos de Voto, N. del T.] en 1965. Desde entonces ha sido objeto de ataques en los tribunales, y sus elementos más progresivos –la revisión directa, condado por condado, de las normas de votación en los estados más discriminatorios– han sido en gran medida destruidos por la Corte Suprema, una casta de 9 personas, con cargo vitalicio, que no están sujetos al voto popular.

Mientras tanto, el federalismo mantiene un sistema intrínsecamente antidemocrático dejando casi todos los aspectos de las elecciones en manos de los estados y ciudades. El acceso a los centros de votación no es uniforme, ni siquiera dentro de una misma ciudad, tampoco los requisitos para ser candidato, entre otras. Las elecciones en Estados Unidos son fundamentalmente injustas, y los que están en el poder pueden manipularlas fácilmente para perpetuar su dominio. Los límites de los distritos de los que son elegidos los representantes son fácilmente manipulados para asegurar que un partido se mantenga en el poder. Por ejemplo, muchos estados tienen en su mayoría miembros republicanos en el Congreso, aunque el voto popular agregado en todo el estado para los miembros de la Cámara de Representantes siempre favorece en los candidatos demócratas, a menudo por amplios márgenes. Y sin ninguna representación proporcional, los escaños en el Congreso siempre van al ganador del voto popular de uno de los dos partidos de la clase dirigente, incluso cuando ninguno de los dos ha obtenido una mayoría real debido a la presencia de candidatos de terceros partidos. El Colegio Electoral lleva esta perversión de la regla de la mayoría a un extremo.

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Los llamados candidatos menores o de terceros partidos tienen tremendos obstáculos para poder presentarse a las elecciones en la pseudo-democracia de Estados Unidos. Es diferente en prácticamente todos los estados, e incluso a nivel local dentro de cada estado, pero generalmente los candidatos de los partidos principales tienen acceso permanente a presentarse, mientras que otros deben reunir las firmas de los votantes que están de acuerdo simplemente con su derecho a ser candidatos. Las fórmulas de esta “petición” son diferentes de un lugar a otro, pero incluyen todo tipo de barreras que hacen casi imposible y financieramente inviable presentar candidatos.

Supresión de los votantes – El hijo malvado del federalismo

A todo esto hay que añadir la supresión de votantes –una cuestión que muchos parecieran tomar casi como su trabajo–. Hay esfuerzos legales, ilegales y extralegales en todo el país para evitar que se vote. Las medidas extralegales incluyen el tipo de intimidación que Trump ha usado: un “ejército” de “observadores electorales” que se presentan en los centros de votación para amenazar a los votantes. Quizá sean hombres blancos armados en un barrio negro. Cabe destacar que al Comité Nacional Republicano solo se le permite participar como observadores porque los tribunales federales levantaron en 2018 un decreto de consentimiento después de que se descubrió que el partido había estado realizando una operación a gran escala en Nueva Jersey para intimidar a los votantes en 1981. Las medidas extralegales también incluyen la distribución de información incorrecta sobre cuándo o dónde votar, o simplemente tratar de disminuir la confianza en la seguridad del sistema electoral.

Las medidas legales son amplias. Una es la práctica conocida como “gerrymandering”, que consiste en trazar los distritos electorales (que es potestad de los estados) de manera deliberada para asegurar que los candidatos de un determinado partido sean elegidos. Estas medidas también incluyen todo tipo de otras maniobras que el sistema federalista permite porque los estados y las localidades tienen pleno poder sobre la forma en que se organizan las elecciones. La única forma de anular estos esfuerzos de supresión de votantes, además de una revuelta de masas, es confiar en los tribunales que sirven a la clase dirigente para que dictaminen en su contra. Las medidas más comunes son las onerosas leyes de identificación de los votantes; éstas funcionan porque el país no tiene un documento obligatorio y universal como existe en otros países. Además ciertas franjas de la población –especialmente de bajos ingresos y minorías étnicas– pueden tener dificultades para acceder a identificaciones, ya sea porque la ley exige una documentación subyacente que es difícil de obtener, o porque obtenerla puede ser prohibitivamente costosa. Más de 21 millones de ciudadanos estadounidenses carecen de documentos de identidad con fotografía emitidos por el gobierno, y para algunos de ellos viajar para obtenerlos antes de votar añade una carga adicional.

Existen restricciones de registro que limitan el momento en que los votantes pueden inscribirse, e incluso el hecho de estar registrado puede no garantizar el derecho al voto. Muchos estados depuran los registros de inscripción de votantes, aparentemente para dar cuenta de los votantes que se han mudado o han fallecido, pero en realidad para suprimir grupos de votantes. Las jurisdicciones con un historial de discriminación racial en particular tratan de purgar los votantes negros sin motivo alguno. Vinculadas a esto están las restricciones de condenas por delitos graves en todos los estados excepto dos, que prohíben a las personas encarceladas votar. Muchos estados han ido más allá y prohíben a los delincuentes condenados votar de por vida, incluso después de su liberación de la prisión. La naturaleza racista del sistema judicial hace que estas restricciones pesen mucho más sobre la comunidad afrodescendiente que sobre otras poblaciones.

Por último, hay una supresión sistemática de votantes a través del acceso restringido a los centros de votación. Los barrios de mayoría negra o latina suelen tener menos centros de votación y trabajadores electorales por votante que en cualquier otro lugar. Los estados con grandes poblaciones de estudiantes universitarios de fuera del estado impiden que estos estudiantes voten, aunque vivan en los estados la mayor parte del año. El propio día de la elección es una poderosa herramienta de supresión de votantes. A diferencia de la mayoría del mundo occidental, en EE. UU. se vota un martes, que para la mayoría de las personas es un día laboral, por lo que a menudo deben perder el pago de ese día o ir a los centros de votación durante las horas en que no están trabajando.

La supresión del voto funciona. En el estado sureño de Georgia, el 70 por ciento de los votantes depurados en el período previo a las elecciones para gobernador de 2018 eran afroamericanos. El candidato demócrata a gobernador, un afroamericano, fue derrotado por poco; la mayoría de los analistas lo atribuyen a la purga –que fue realizada por su oponente republicano–. Él era entonces secretario de Estado y, por lo tanto, responsable de las elecciones de Georgia, y se negó a recusarse a sí mismo de cualquier implicación en la forma en que se llevarían a cabo las elecciones.

Más allá de todos estos ejemplos, está la supresión de facto de la mayoría de los votantes, incorporada en la propia Constitución de los Estados Unidos, en forma de uno de los componentes más antidemocráticos de cualquier democracia burguesa del mundo, el Colegio Electoral.

Pseudo-democracia sui generis: el (racista) Colegio Electoral

Cuando se estaba redactando la Constitución, ningún país del mundo elegía directamente a su ejecutivo. Habiendo derrocado a un rey, los fundadores se resistían a dar ese poder al Congreso, pero no tenían intención de dejarlo en manos del voto popular. Así que idearon un sistema de intermediarios –electores “independientes”– a los que los estados asignarían la elección de un presidente como parte de un Colegio Electoral.

Pero más que eso, el Colegio Electoral es el descendiente directo de la esclavitud y la intención de los fundadores de convencer a los esclavistas para que se adhieran al nuevo país.

La fórmula del Colegio Electoral debía basarse en la población, lo que planteó la cuestión de cuántos electores se asignaría a cada estado. Al igual que con la distribución de los escaños de la Cámara de Representantes, esto significaba lidiar con la forma de contar la población esclava. En 1787, el 40 por ciento de las personas que vivían en los estados del Sur eran esclavos negros, y Madison en particular –era de Virginia, que era 60 por ciento negra– sabía que los propietarios de plantaciones y agricultores blancos que representaba no aceptarían que se contara la población blanca solamente, lo que disminuiría su participación en el gobierno federal.

Llegaron a un compromiso para asegurar que los estados del Sur ratificaran la Constitución: contarían a los esclavos negros como tres quintos de persona con el fin de asignar representantes y electores. Con 200.000 esclavos, Virginia terminó con más de una cuarta parte del total de votos electorales que se requerían entonces para ganar la presidencia. Hoy en día, el número de electores –538– es igual al tamaño de la delegación al congreso de cada estado, al menos tres, más tres electores adicionales para el Distrito de Columbia.

La Constitución no dice nada sobre cómo los estados deben asignar sus votos electorales, y los fundadores no previeron el desarrollo de los partidos políticos. Finalmente, todos los estados, salvo dos, promulgaron leyes que otorgan todos sus votos electorales a quien gane el voto popular en el estado, lo que ayuda a desviar el poder en las elecciones presidenciales a una minoría de votantes.

Como se demostró en las elecciones de 2000 y 2016, el Colegio Electoral permite que un candidato gane la Casa Blanca aunque su oponente reciba más votos. Esto se debe a que los votos del Colegio Electoral se otorgan en su totalidad al ganador del voto popular del estado en 48 estados. En 2012, Barack Obama ganó en Florida por menos del 1 por ciento de los votos; aún así obtuvo los 29 electores. Perdió Carolina del Norte por solo el 2 por ciento, pero Mitt Romney obtuvo los 15 votos electorales. En 2016, Hillary Clinton ganó una mayoría significativa de los 139 millones de votos populares, pero perdió el conteo del Colegio Electoral con Trump; los análisis sugieren que un cambio de 79.646 votos en tres estados –Michigan, Pennsylvania y Wisconsin– habría inclinado la balanza del Colegio Electoral. En cambio, el 0,06 por ciento del total de los votos nacionales decidió la elección.

El cuadro pintado por las elecciones pseudo-democráticas de EE. UU. es solo una parte del lienzo de cómo la burguesía mantiene su dominio y oprime a la gran mayoría de la gente. También está el sistema legal, sus tribunales siempre interviniendo en cierta medida en cada ciclo electoral, pero principalmente haciendo su trabajo a través de las leyes, normas, reglamentos y prácticas que controlan la clase obrera.

El poder judicial federal como árbitro del gobierno burgués

La función principal de la justicia federal es resolver los asuntos de derecho constitucional y administrativo. La mayoría de las causas penales, pero no todas, se cursan en los tribunales estatales, de condado y locales. Las dos funciones principales de los jueces federales son determinar si las leyes promulgadas son “constitucionales”, es decir, si entran en el ámbito de la interpretación que esos jueces hacen de la intención de los fundadores y del texto del documento, y juzgar si las acciones del gobierno son permisibles dentro del marco constitucional. Esto último normalmente implica dictaminar si se ha perjudicado a grupos o individuos o si se han visto afectados sus derechos. Por ejemplo, se puede presentar una demanda ante un tribunal federal para anular una legislación; del mismo modo, una persona que haya sido detenida por error puede presentar una demanda para que el tribunal dictamine que se han violado sus derechos constitucionales. Si bien los tribunales pueden fallar “contra” el gobierno, siempre se aseguran de no disminuir el control burgués.

Cuando se derogan leyes, los legisladores suelen buscar formas de promulgar nuevas leyes que sirvan al mismo propósito y que pasen el “constitutional muster” [filtro de constitucionalidad] de los tribunales, proceso que se ve facilitado por el hecho de que los tribunales federales emiten amplias justificaciones de sus decisiones que apuntan a formas de remediar las situaciones, y no solo simples votos a favor o en contra. El federalismo promueve este “juego”, que permite lo que parecen ser esfuerzos interminables de tal o cual sector por librar una batalla para anular los derechos ganados –como en el caso del aborto– o impedir que se concedan derechos.

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Los jueces federales no son elegidos por el voto son nombrados de forma vitalicia. Así pues, un presidente y un Senado afín pueden “llenar” los tribunales con jueces jóvenes de una determinada tendencia ideológica e influir en las decisiones durante decenios –incluso mucho después de que el presidente y esos senadores se hayan ido, y mucho después de que hayan cambiado los puntos de vista prevalecientes en la sociedad (el matrimonio entre personas del mismo sexo es un ejemplo excelente)– como forma de alcanzar objetivos políticos que no pueden lograr mediante el proceso político. Los republicanos han hecho de esto casi un arte. El diario New York Times, la voz semioficial de un ala de la clase dirigente de los EE. UU., llama a este esfuerzo un “cortafuegos contra el gobierno de la mayoría”. Los tribunales federales son una herramienta de la agenda capitalista. De vez en cuando emiten fallos históricos sobre los derechos de la mayoría, pero mucho más frecuentemente fallan a favor de las grandes corporaciones e intereses especiales. Un ejemplo de ello es el caso de Citizens United, en el que la Corte Suprema concedió a las corporaciones exactamente los mismos derechos a la libre expresión que se establecen en la Primera Enmienda de la Constitución.

Los jueces federales están más dispuestos que nunca a apoyar la más engañosa de las demandas legales –la forma en que la ley está siendo usada para atacar la Affordable Care Act [una ley que amplía el seguro público de salud, conocida también como Obamacare, N. del T.] es una buena ilustración– para inclinar el sistema hacia la derecha. Esto no es una aberración; funciona precisamente de acuerdo al plan, y revela el fundamento mismo de un sistema que no protege los derechos. La decisión de la Corte Suprema de 1973 en el caso Roe contra Wade, que se caracteriza por garantizar el derecho al aborto, revela cómo funciona.

La Corte Suprema dictaminó en el caso Roe que la Cláusula del Debido Proceso de la 14.ª Enmienda de la Constitución establece un “derecho a la privacidad” que protege el derecho de una mujer embarazada a elegir si quiere abortar, y caracterizó ese derecho a elegir como “fundamental”. Eso estableció el requisito de que todas las cortes federales evalúen las impugnaciones a las leyes de aborto bajo el estándar de “escrutinio estricto” –lo que significa que la ley debe ser necesaria para un “interés estatal apremiante” y está “estrechamente adaptada” para lograr ese propósito usando los “medios menos restrictivos”–. Al mismo tiempo, dictaminó que el derecho no es absoluto, sino que debe equilibrarse con los intereses del gobierno de proteger la salud de las mujeres y la vida prenatal.

Es fácil ver a dónde conduce esto sin una declaración explícita del derecho de la mujer al aborto en la Constitución. El federalismo permite a cualquier estado aprobar una ley restrictiva y ver si sobrevive a las impugnaciones en los tribunales federales. En el casi medio siglo transcurrido desde Roe, los estados de tendencia conservadora han tratado de restringir el derecho al aborto en la medida de lo posible, y luego prueban suerte en los tribunales, como parte de un esfuerzo concertado para encontrar el esquivo camino para anular el fallo Roe mientras esperan que cambie la composición del tribunal para que haya suficientes votos para revocarlo. Eso es lo que está sucediendo ahora mismo, la derecha antiabortista ve una oportunidad de eliminar el derecho al aborto con un nuevo voto de la fanática religiosa Amy Coney Barrett.

Así es el sistema judicial federal: los jueces de élite –no elegidos, no representativos de la mayoría, y en gran medida desconocedores de sus vidas– deciden cuestiones de vida o muerte. En el contexto del capitalismo, este sistema es una abominación.

Racismo y opresión impuestos a través del sistema jurídico penal

En su libro de 1884 El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Friedrich Engels trazó la evolución de lo que en Estados Unidos se constituye como las instituciones del sistema jurídico penal. Describiendo las características distintivas del “Estado”, escribió sobre “la institución de una fuerza pública” necesaria por la “división en clases” del pueblo.

Esta fuerza pública existe en todo Estado; y no está formada solo por hombres armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género […] [S]e fortalece a medida que los antagonismos de clase se exacerban dentro del Estado y a medida que se hacen más grandes y más poblados los Estados colindantes.

La descripción de Engels encaja con el sistema legal criminal de Estados Unidos de hoy, que está organizado principalmente a nivel estatal, de condado y municipal en todo el país. Los tribunales, las fiscalías y las agencias de policía forman parte de una compleja red dedicada principalmente a proteger la propiedad privada, criminalizar la pobreza y reprimir a toda la clase obrera –sobre todo a los negros y latinos– precisamente por los “antagonismos de clase” a los que Engels se refería.

Miremos primero a la policía, que junto con un “ejército permanente” es uno de los que Lenin llamó los dos “principales instrumentos del poder estatal”. Hay miles de agencias de policía a nivel federal, estatal, de condado y municipal. Estos departamentos son los descendientes directos de las patrullas organizadas cuyo trabajo era atrapar y devolver a los esclavos fugitivos. Existen precisamente porque existe la sociedad de clases.

Hoy en día, los 50 estados tienen sus propias fuerzas policiales estatales. Cada ciudad y casi cada pueblo de Estados Unidos tiene su propio departamento de policía: las grandes ciudades tienen miles de policías (el Departamento de Policía de Nueva York tiene 36.000 agentes y 19.000 empleados civiles) y algunas pequeñas aldeas tienen al menos uno o dos agentes a tiempo parcial. En muchos estados, particularmente en el Sur, Medio Oeste y Oeste, los condados tienen departamentos de sheriff responsables de amplias áreas geográficas. Además, los organismos gubernamentales, los sistemas de transporte público, los hospitales, las universidades, etc., suelen tener sus propios departamentos de policía, con oficiales armados. En Boston, por ejemplo, la gente es vigilada por casi 20 agencias.

Los policías cooperan directamente con los tribunales y los fiscales del estado; estos últimos suelen llamarse fiscales de distrito, que dirigen a los abogados que llevan los casos a los tribunales. La mayoría de los fiscales son elegidos por voto. En las ciudades con grandes poblaciones de minorías oprimidas, los candidatos suelen presentarse con plataformas de “reforma de la justicia penal”, prometiendo eliminar algunos de los peores excesos del sistema de “justicia” inherentemente racista y antiobrero. Pero rara vez cumplen estas promesas porque la policía es muy poderosa (gracias en parte a sus falsos “sindicatos”). Y lo que es más importante, rara vez llevan todo el poder de las leyes existentes contra los policías responsables de los peores excesos, a saber, las brutales palizas y los asesinatos, especialmente de afroamericanos. Las oficinas de los fiscales de distrito dependen de estos mismos policías todos los días, y estudio tras estudio ha demostrado que los fiscales de distrito son reacios a procesar a personas que son esencialmente sus “compañeros de trabajo”.

Los fiscales procesan casos criminales ante jueces estatales, del condado y municipales que pueden ser elegidos o nombrados, dependiendo del estado. Como sea que lleguen a su puesto, estos jueces son el último eslabón de un sistema legal criminal estructurado sobre el racismo y la opresión. Supervisan los procesos posteriores al arresto y dictan las sentencias que ilustran el racismo estructural profundamente arraigado y otros prejuicios en un sistema que existe para vigilar los “antagonismos de clase” y que originalmente fue diseñado para encarcelar a los pobres, especialmente a las personas de color.

Es un sistema que funciona precisamente como se pretende. Estados Unidos tiene más de 800.000 personas negras en cárceles y prisiones. Los hombres negros tienen casi seis veces más probabilidades de ser encarcelados que los hombres blancos, y los hombres hispanos tienen 2.3 veces más probabilidades. El racismo inherente se manifiesta en todas las etapas del sistema, desde el arresto hasta el encarcelamiento y la posibilidad de salir de la cárcel, e incluso más allá del encarcelamiento, para aquellos que han cumplido su condena. Tener antecedentes penales impide conseguir un trabajo en general, pero para los afroamericanos es especialmente oneroso. Muchos estudios muestran que los hombres blancos con antecedentes penales tienen una oportunidad significativamente mejor de conseguir un trabajo que los negros. Además de esto, los antecedentes penales privan a la gente de sus derechos. Se estima que uno de cada 13 negros en Estados Unidos ha perdido el derecho al voto debido a una condena por un delito grave, a pesar de haber cumplido una sentencia y, por lo tanto, “pagado su deuda con la sociedad”, mientras que esto afecta solo a una de cada 56 personas no negras que, de otro modo, tendrían derecho a votar.

Así pues, el sistema jurídico penal cierra el círculo, sirviendo al objetivo original de la Constitución de impedir que los pobres y especialmente la comunidad negra participen incluso en la pseudo-democracia que es la república de Estados Unidos.

Algunas últimas palabras sobre el marco general de Estados Unidos

La democracia burguesa no es una democracia obrera. Los trabajadores en una democracia burguesa consiguen sus derechos solo en la medida en que luchan por ellos y luchan para protegerlos una vez que los conquistan. Una república federalista como Estados Unidos, disfrazada de democracia burguesa, tiene una capa adicional, diseñada para ser en gran medida impenetrable y tremendamente desorientadora, que sirve para solidificar la naturaleza verdaderamente antidemocrática del Estado burgués.

Gran parte de la discusión entre las diferentes alas de la burguesía con respecto a todo esto implica apelar a lo que los fundadores “pretendían”. Ese es un argumento de mierda. Si los fundadores pudieran ser llamados ante el Congreso para testificar sobre lo que piensan, la primera cosa que muchos dirían sería: “¿Qué carajo hacen esas mujeres y esclavos en ese comité?”.

Pero estas apelaciones tienen un propósito. Perpetúan el mito del excepcionalismo americano, de que el sistema de gobierno de EE. UU. es único y mejor que el de cualquier otra nación porque concede “derechos” y crea “oportunidades para todos”. Además, siempre dirige las discusiones hacia un marco que ha funcionado muy bien para la burguesía, excepto cuando provocó la Guerra Civil. Pero incluso eso funcionó bien para la clase dominante, porque aplastó un sistema feudal que frenaba el desarrollo del capitalismo.Este sistema divisorio es por diseño. Nuestra versión contemporánea de lo que Publius explicó en Los documentos federalistas es su conclusión lógica: una combinación de plutocracia y oligarquía envuelta en una democracia ilusoria dirigida a enmascarar sus peores excesos de una población que ha sido educada (también por diseño) para creer en una pseudo-democracia en la “tierra de los libres”.

Fuente: La Izquierda Diario
https://www.laizquierdadiario.com/El-verdadero-caracter-del-regimen-de-Estados-Unidos#notes

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