(Especial para CH) Por su temprana muerte en 1844 no participó de la Comuna de 1871. Sin embargo, Flora Tristán, quien vivió en París y se involucró activamente en la vida política e intelectual de su época, es una precursora de las ideas unionistas y feministas que surcaron la Comuna. En esta nota, la autora reconstruye los puentes de Tristán con Marx y Engels, pero también con Blanqui y Fourier.
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1. La Comuna y las memorias del porvenir
“La proclamación de la Comuna fue espléndida; no era la fiesta del poder, sino la pompa del sacrificio: se adivinaba a los elegidos dispuestos para la muerte.”
Louise Michel, Mis recuerdos de la Comuna
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La Comuna de París fue breve, su huella persistente. Un siglo después, un historiador -Adolfo Gilly- escribe sobre la revolución mexicana y al capítulo dedicado a la experiencia zapatista lo llama “La comuna de Morelos”. En el siglo siguiente, una ensayista argentina, María Moreno, compila un libro de entrevistas sobre la rebelión del 2001 bajo el título de La comuna de Buenos Aires. Comuna: experiencias de poder plebeyo, diseminado, reorganizado.
Kristine Ross piensa la Comuna a partir de los hilos que recoge y los que deja para las luchas populares. En El lujo comunal, la experiencia de poder popular en París conjuga feminismos y ecologismos, prácticas artísticas y discusiones sobre el consumo. Es la Comuna de Kropotkin, William Morris, Louise Michel, Elisabeth Dmitrieff. Elisabeth era una militante rusa que intenta enlazar a Marx con Chernishevski, el intelectual que sería fundamental para el populismo. Antes de llegar a París, cuenta Ross, Dmitrieff pasa tres meses conversando en Londres con Marx acerca de las singularidades de Rusia y de su tradición comunal. No se podría comprender la respuesta conocida a Vera Zasúlich sin esa conversación. En París, funda la Unión de Mujeres para la Defensa de París y los Auxilios de los heridos. Tenía 20 años y había sido conmovida por el libro de Chernishevski, ¿Qué hacer?, cuyo título iba a ser resignificado por otro escritor. Pero evitemos el camino deslumbrante que nos lleva a Rusia.
Estamos en París, en esos 72 días. En el París de las petroleuses y aquel en el que Louise Michel -integrante de la Unión de Mujeres- partió su banda roja de comunera para darle la mitad a unas jóvenes prostitutas que querían enrolarse como enfermeras en las filas de la Comuna y habían sido rechazadas. Michel convence a sus compañeros (ironiza, cuando lo cuenta: seguramente “querían manos puras para vendar sus heridas”) y ellas morirán en los combates. También es la París en la que lxs proletarixs toman todo a su cargo e imaginan su propia educación.
En 1871, cuando arreciaba la represión, Gustavo Pottiers escribió La internacional. En 1888 Pierre de Geyter le pondría música. Pottiers era trabajador y poeta y se preocupó especialmente por la educación integral. Como otros, había cultivado la lectura y los entusiasmos por Joseph Jacotot -a quien muchos conocimos a partir de la preciosa recuperación de Jacques Ranciere en El Maestro ignorante. Pottiers cuenta haber enseñado a leer y escribir a partir del método de Jacotot de la enseñanza universal: “‘Todo está en todo` se convirtió en mi lema. Fue la primera verdad por la que rompí lanzas”.
Todo está en todo: si sabemos algo, podemos tirar de ese hilo para comprender todo lo demás. Nadie es solo ignorante y nadie deja de serlo. Pero antes que someter esas diferencias a la idea de una desigualdad estructural, se trata de partir de la hipótesis de la igualdad de las inteligencias, para sostener sobre ella una educación emancipadora, que no ponga a las personas bajo tutorías, sino que incite el camino de su propio conocer. Jacotot había enseñado en una lengua que desconocía, el flamenco, y era un pedagogo revolucionario. De aquellos que piensan en y desde la revolución. Ross dice que Pottiers, que tenía 55 años al momento de la Comuna, venía de esa tradición quizás luego perdida, de lecturas de La educación integral. Jacotot había escrito, allí, que la enseñanza universal partía de un principio: “creo que Dios ha creado el alma humana capaz de instruirse sola y sin maestro. Hace falta aprender algo y relacionar todo el resto con eso, según este principio: Todos los hombres tienen una inteligencia igual. Aquel que no se cree capaz de enseñar lo que no sabe a su hijo aún no me ha comprendido.”
Flora Tristán había nacido en 1803 y murió en 1844. En dos de sus libros, La Unión obrera y Paseos en Londres, cita a Jacotot, como autor de un radical método educativo que enseña que “todo está en todo”. Eslabones de una historia popular, donde se leen las invenciones y las resonancias de unas obras y trayectorias sobre otras. Si la Comuna fue esplendor y sacrificio, gran laboratorio de una sociedad porvenir y apuesta de las izquierdas internacionalistas, también fue un recoger y actualizar las memorias de lxs vencidxs, las historias proletarias, las furias feministas. Marx llegó a vivir los días de la Comuna, Flora Tristán no, pero la intuimos parte de sus filas.
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2. Marx y Bolívar
“Había escrito en 1829 a mi familia del Perú con el deseo, formulado a medias, de refugiarme cerca de ella, y la respuesta que recibí me habría animado a realizar de inmediato ese proyecto si no me hubiese detenido la reflexión desesperante de que también ellos iban a rechazar a una esclava fugitiva, porque, por despreciable que fuese el ser de quien sufría el yugo, su deber era morir en el tormento antes que quebrantar los grilletes remachados por la ley.”
Flora Tristán, Peregrinaciones de una paria.
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Flora Tristán fue hija de un militar peruano, de cuño oligárquico y estadía en Francia, que muere cuando ella es pequeña. Por la casa paterna pasaron Simón Bolívar y el otro Simón, el pedagogo, a conversar algunas tardes. ¿Habrán jugado con esa niña que adulta conocería a Karl Marx? Flora, eslabón perdido, o esquina del encuentro ensoñado entre la teoría de la revolución y la emancipación latinoamericana. Más bien, desencuentro, como es notorio en la versión que Marx da de Bolívar, y que solo sería corregido por los esfuerzos de un Mariátegui o de un Aricó. Pancho Aricó encontraría en las discusiones sobre el populismo, la posibilidad de una torcedura para el eurocentrismo marxista. Allí, donde se esforzó Elisabeth Dmitrieff en procurar diálogos posibles.
Flora sale de su hogar hacia un matrimonio desdichado, con quien era su patrón. Más tarde fuga del hastío de esa vida de esposa y madre con la separación y un viaje a América, a demandar la herencia familiar. Va a Arequipa, hacia los Tristán, que la reciben con honores pero mínima renta. Conoce la vida conventual de sus primas, la opresión de la mujer, la persistencia de la esclavitud. Visita una hacienda azucarera y encuentra esclavas castigadas. Retorna a Europa como feminista convencida y escribe Peregrinaciones de una paria.
Corría 1838 y Sarmiento todavía no había escrito en francés que las ideas no se matan, sobre una piedra fronteriza. Unos años después el libro de Flora llega a Perú. En la plaza pública de Arequipa queman un ejemplar y su retrato. Rito inquisitorial con cuerpo ausente. Bolívar sí había escrito desde Jamaica su profundo lamento: en América la empresa de la libertad es tan inútil como arar en el mar. Lo mismo podría pensar Tristán después del destino combustible de sus palabras. Quería encender el fuego de la rebelión, no pasar por la hoguera de la purificación.
Los años siguientes están atravesados por la persecución de su ex marido, por la agitación política y por la escritura cada vez más propia y airada. En 1840 publica Paseos en Londres y en 1843, La Unión obrera. Bien distintos estos libros, comparten la vocación denuncialista y el esfuerzo redentor. Escritos de una socialista que inscribe en el telar de las injusticias la opresión de las mujeres. Hecho fundamental, que sería olvidado o postergado, en nombre de otras desigualdades.
Paseos en Londres es crónica de viajes que nada tiene de la amabilidad del turista o el goce del dandy. Es una narración dolida, decidida desde un lugar sin pretensiones (bosquejo, dirá, o impresiones), que no esquiva la crítica. La nación entera es acusada de “servil observancia de la moda”, acumulación de prejuicios, cultivo de reglas pueriles, mediocres y capaces de odio y persecución a quienes sobresalen. Frederich Engels vive en Londres y Manchester en la década de 1840. En 1845 publica La situación de la clase trabajadora en Inglaterra. Estuardo Nuñez dice que “este libro supera en su rigor crítico informativo y estadístico al de Flora Tristán, aunque pudo estar estimulado por el precedente.” Lo dice en el prólogo al libro de Flora. Le baja el precio. La convierte en precursora. La que advierte que hay un tema importante pero no termina de saber cómo desplegarlo. Libros diferentes, pero la diferencia no se ajusta a la valorización que hace el peruano. Engels, como luego hará Marx en El capital, trabaja a partir de los informes de los inspectores de fábrica. Toma de allí la crónica de las desdichas obreras, el trabajo infantil, los accidentes, la insalubridad y las infinitas jornadas de explotación. Cuando Marx prologa su mayor obra, le dice a los alemanes que no se regodeen en la miseria inglesa, que el libro habla también de Alemania -¡de te fabula narratur!-, solo que en la cuna del capitalismo hay comisiones de investigación de las condiciones de trabajo, que permiten analizar y considerar lo que en otros países transcurre en catacumbas. El cuerpo de inspectores de fábrica había sido creado en Inglaterra en 1833, después del debate por la jornada máxima de trabajo. Se discutía limitar a diez horas el trabajo infantil.
La cronista camina. Va a barrios peligrosos. Como las mujeres no pueden asistir a sesiones parlamentarias, se enmascara como joven turco. Muchos advierten la impostura y se arman corrillos. Ella confía en la caballerosidad que impide que la expulsen pero debe aguantar las miradas airadas y los chistes. Narrar es parte de la aventura vital y del testimonio político. Importa el movimiento del testigo, el poder decir: vi con mis propios ojos, tomé distintos riesgos, fui a lugares que nadie se atrevería, llegué a los confines. Ese movimiento es central en todos sus libros, que implican desplazamientos y travesías. Cruzar el océano hacia Perú, cabalgar en América Latina, recorrer los barrios bajos, las cárceles y las fábricas de Londres, visitar pueblos y ciudades para hacer que la Unión obrera pase del papel a la realidad, del texto a la organización. Lo suyo no son las estadísticas sino las impresiones y el decir a viva voz. “En Londres se respira la tristeza”, anota. Como el gran cronista argentino pone en boca de un personaje de novela, Erdosain, la idea de que flota sobre Buenos Aires una nube de angustia. Los cronistas son sensibles a los climas y hacedores de climas. Por eso, no es cuestión de rigor informativo, sino de interpelación sensible. Tristán comparte la indignación, el dolor, la conmoción que la atraviesa.
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3. La esclavitud
“El conquistador destruido por el fierro y el fuego, usa el derecho de la guerra: el conquistador se presenta abiertamente al enemigo, no ha dicho hipócritamente que venía a proteger al pueblo, mientras que lo reducía a la esclavitud. ¡Pero destruir todo un pueblo por la miseria y por el hambre, imponerle el yugo más pesado que jamás población de esclavos haya soportado, obligarlo a contentarse con harapos por vestidos, de algunas raíces por alimento, de agua por bebida, y trabajar todo el tiempo que tiene los ojos abiertos, bajo pena de morir de hambre! ¡Oh! Lores de Inglaterra, este sistema es el más bárbaro, la más atroz de las tiranías. Dios no permitirá su duración”.
Flora Tristán, Paseos en Londres
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El capital nació chorreando sangre y lodo, escribió su mayor crítico, en 1867. Nació, decía, con el trabajador libre. Libre jurídicamente y libre en tanto desposeído, carente de medios de producción. Tristán y Engels no pueden dejar de pensarlo con relación a la esclavitud. Las condiciones en las que los trabajadores viven hacen ver el discurso antiesclavista como falso humanismo. Tristán escribe: “La esclavitud no es a mis ojos el más grande de los infortunios humanos desde que conozco al proletariado inglés. El esclavo está seguro de su pan para toda su vida y de cuidados, cuando cae enfermo; mientras que no existe ningún vínculo entre el obrero y el amo inglés. Si no tienen obra por entregar, el obrero muere de hambre…”. Engels agrega que “al esclavo le está asegurada la existencia, por el interés particular de su patrón; el siervo tiene todavía un pedazo de tierra, del que vive; ellos tienen al menos una garantía para la simple vida, pero el proletario solamente puede contar consigo mismo y, al propio tiempo, no encuentra el modo de emplear sus fuerzas de manera de poder hacer algún cálculo sobre ellas.”
Flora grita: “¡Pero si es todavía peor que la trata de negros! ¡Por encima de esta enorme monstruosidad no veo sino antropofagia!” Karl explica: “la esclavitud disfrazada de los asalariados de Europa exigía, a modo de pedestal, la esclavitud san parase (desembozada) en el Nuevo Mundo.” Ser libre de morir de hambre o de ser explotado hasta el final. De eso se trata. Marx, una vez más, va hacia el problema de la apariencia y la verdad. La diferencia es, sin embargo, más profunda. La esclavitud solo podía ser abolida, la condición obrera pudo ser reformada. Si la crueldad de la explotación hace imperceptible la diferencia, ésta existe y por eso se puede discutir la jornada máxima de trabajo o las condiciones de las fábricas. En el fondo, Flora, Federico, Karl, creían más en la ruptura total que en las reformas posibles. Engels lo dirá explícitamente: la salida es la revolución. ¿Cómo no gritar así ante los niños de cinco o seis años trabajando hasta el agotamiento, ante las obreras hambrientas y despedidas cuando parían, ante los hombres exhaustos en jornadas de 16 horas y salarios míseros?
Antropofagia: acto humano de comer humanos. Si el hombre es el lobo del hombre, es también su carcelero y su devorador. Marx desplaza: no es un problema de personas, sino de relaciones sociales que se encarnan. No se trata de bondad o moral del capitalista o terrateniente sino de las lógicas mismas de la acumulación. La cronista no es imprecisa aunque esté indignada. Más bien despliega una trama en la que se conjugan las distintas opresiones y si moraliza cuando mira hacia los estamentos dominantes, no lo hace para juzgar a los oprimidos. Porque mientras Engels cae en el pantano del racismo culturalista a la hora de pensar a los migrantes irlandeses, Tristán señala que el barrio de Saint Gilles, el de los inmigrantes, es un hojaldre de miserias. Tanto que duda de seguir caminando, “cuando de pronto recordé que era en medio de seres humanos, y que en medio de mis hermanos me encontraba, de mis hermanos que sufren desde siglos, en silencio, la agonía que rendía a mi debilidad…”. Recuerda la tarea que cual misión se había propuesto, la de “examinar una a una todas las miserias” y en la exigencia sobre sí anticipa el estoicismo de Simone Weil.
Fábrica, barrios, cárceles y prostíbulos. La serie de espacios en las que se destruyen las vidas populares. Cuerpos que van de un espacio a otro. Tratados y explotados. Como esclavos, vuelve a decir. La trata de mujeres y niños para la “lujuria de los ricos, entran en el sistema de Malthus para la disminución de la población, y bajo este punto de vista el regente de la casa de perversión es un hombre de respetabilidad, un hombre útil al país”. Porque la población es supernumeraria, muchas vidas pueden ser desechadas, accidentadas en las máquinas, muertas en la prostitución, recluidas en las cárceles.
Marx narra la “génesis del capitalista industrial” como articulación entre distintos procesos: “el descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, escolarización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles negras caracterizan la era de producción capitalista”. Globalidad de la explotación, flujos de riquezas y cuerpos cuyas fuerzas se extraen hasta el final. Pero a la vez, las colonias no solo aportan los metales extraídos con el látigo y los barcos negreros, sino que funcionaron de laboratorio para la explotación del trabajo. Engels muestra que en las minas de carbón inglesas se trabaja igual que en las latinoamericanas y que “por tan horrendo trabajo de esclavos, se favorecen las enfermedades propias de los mineros.” Si más tarde el bienestar de las poblaciones europeas se garantizaría con el malestar de las colonias, en los inicios lo que se aprende en un territorio se exporta al otro. Y vale tanto como el oro.
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4. Miradas
“Mary Wollstonecraft publicaba en 1972 los mismos principios que Saint Simón ha difundido más tarde, y que se propagaron con tanta rapidez después de la revolución de 1830. Su crítica es admirable; ella hace resaltar en todas sus verdades que los males provienen de la organización actual de la familia; y la fuerza de su lógica deja a los contradictores sin réplica. Ella denuncia atrevidamente la cantidad de prejuicios de los que la gente está rodeada; quiere para los dos sexos, la igualdad de derechos civiles y políticos, su igual admisión en los empleos, la educación profesional para todos, y el divorcio a voluntad de las partes.”
Flora Tristán, Paseos en Londres
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Flora perseguida hasta el intento de asesinato por parte de su ex marido. Flora con sus hijos arrebatados. Jueces conservadores que la acusan a ella de disolver el hogar y no aceptan sus denuncias. Una bala queda alojada cerca de su corazón, los médicos recomiendan una vida tranquila y ella, por el contrario, decide combatir. Sus ojos capaces de comprender el dolor ajeno, no surgen de la bala que la busca, sino de su propio impulso libertario. En Perú visita un ingenio y así narra una de las escenas: “Entré a un calabozo donde se hallaban encerradas dos negras. Habían dado muerte a sus hijos privándolos de alimentos. Ambas, completamente desnudas, estaban agazapadas en un rincón. La una comía maíz crudo y la otra, joven y hermosa, dirigió hacia mí sus grandes ojos. Su mirada parecía decirme: ‘He dejado morir a mi hijo porque sabía que él no sería libre como tú… He preferido verlo muerto y no esclavo.”
Cuando visita una prisión en Londres, la escena es semejante. Las presas son criaturas desgraciadas, todas del pueblo. Una sola no se inclina. Tiene 24 años y es muy bella. Flora averigua por qué está presa, si en su mirada no hay rastro alguno de indignidad. El oficial le explica. La muchacha está embarazada y tiene tres hijitos, por marido un marinero borracho, y vendió los muebles del cuarto que ocupaba para alimentarlos. La escritora se pregunta por la culpa, a sabiendas que es la sociedad la culpable y no la presa. En silencio maldice la propiedad privada y el lujo de los propietarios “pagado con la sangre del pobre”. Cronista y encarcelada se miran a los ojos: “todo lo que vi en sus ojos de ternura y de fiereza, todo lo que he leído en ellos.”
Esas mujeres se convierten en casos ejemplares, en sus encierros se hilan las distintas opresiones. La injusticia, la explotación económica, y el aplastamiento patriarcal. Porque los ojos de Flora son, antes que nada, feministas. Sabe que en el fondo de todas las opresiones, está la de las mujeres. Toda mujer, pobre o rica, está considerada por su marido “como su cosa, como un mueble que no debe servir sino para su uso”, “máquina de fabricar niños”. Por eso, a la par que reivindica a Robert Owen lo hace con Mary Wollstonecraft, aguda escritora sobre los derechos de las mujeres. A ambos, los piensa como precursores de otro tipo de palabras que llegarían, quizás más contundentes o más airadas o más capaces de llamar a la acción. Palabras individuales o colectivas. La emancipación es una tarea en curso y sobre ella no se ha dicho la última palabra. A la propia Tristán se la considera precursora. Cada tajo en la lengua, en el conocimiento y en la política, como pensaba Borges, relee lo anterior. Flora no dejó de ser leída desde la gran intervención de Marx.
En particular a partir de la afinidad entre su propuesta de La unión obrera en 1843 y el Manifiesto comunista de 1848. Afinidad, digo, en su apuesta a construir una asociación internacional obrera. Lorenz von Stein escribe que “se manifiesta en ella con más fuerza que en los otros reformadores la conciencia de que la clase obrera es un todo, de que debe hacerse conocer como un todo, actuar en forma solidaria, con voluntad y fuerza comunes, en vista de un objetivo común si quiere salir de su condición.” El libro se abre con dos epígrafes: uno afirmando que todo lo crea el obrero, todo lo que es de valor; y el segundo señalando que la unión hace la fuerza. Todo está en todo.
Flora tuvo la idea de la unión y decidió imprimir el folleto para agitarla. No consiguió editor y emprendió una campaña de suscripciones para financiarlo. Luego seguirían los viajes. Es hermosa la historia, que incluye solidaridad, entusiasmos, complicidades y desconfianzas. Una suerte de profeta roja que va por los pueblos. No tiene la fuerza del Manifiesto pero no es sólo su antesala. Es también una disidencia, una afirmación, que quedaría desplazada.
Doble disidencia. Por un lado, la apuesta a asumir la exigencia de la reproducción social allí cuando no hay políticas públicas de cuidado y protección -no hay asistencia a las personas en el momento en que no pueden sostener vínculos salariales, por enfermedad, parto, vejez; ni cuidados a las infancias-, creando palacios para alojar ancianos y niños de las clases populares construidos con el aporte obrero. La misma idea de palacios populares funda un linaje que en Argentina tendría los nombres hacedores de la Fundación Eva Perón y de la Tupac Amaru liderada por Milagro Sala. Genealogía de mujeres, que no solo quieren transformar el mundo, sino también garantizar las condiciones de vida mientras se lo transforma. En la Comuna de París, la idea de los hogares y escuelas apareció vinculada, con no menos intensidad, al goce artístico.
Por otro lado, el llamado se dirige a hombres y a mujeres. A las obreras y obreros. Hace la distinción, sin diluir en el universal masculino. Porque se trata de construir la “Unión universal de los obreros y las obreras”. En el capítulo III explica por qué es necesaria esta especial consideración: las mujeres son las verdaderas parias, las incontables en cualquier organización, las innominadas para cualquier política. Flora recorre milenios de argumentos que señalan la inferioridad femenina, va de Aristóteles al budismo, acumula citas cristianas y afirmaciones científicas. La cadena de citas no puede ser cadena para las vidas. Compara: ¿Qué pasaría si recorremos los menoscabos hechos, en toda la literatura, sobre los proletarios? ¿No se dijo, acaso, que no podían gobernarse ni tener derechos? Pero llegó 1789 y con la revolución el saber sobre sí mismos, el reconocimiento como ciudadanos. Lo que falta a las mujeres es su propio 89. Su revolución.
La escritora explora la tristeza de una vida cotidiana amargada por la servidumbre femenina. No solo para ellas sino también para sus atribulados amos, que ahogan en el alcohol la imposibilidad de una pareja feliz. Contrapone al hogar imposible de las peleas y el reproche, una vida en común entre iguales. Y escribe con lúcida precisión: “Reclamo derechos para la mujer porque estoy convencida de que todas las desgracias del mundo provienen de este olvido y desprecio que hasta hoy se ha hecho de los derechos naturales e imprescriptibles del ser mujer”. Todas las desgracias del mundo. Así dice. Y eso es lo que queda obliterado en el Manifiesto, cinco años después. Por eso, no es justo pensarla como filantrópica precursora, romántica soñadora de la Unión, que otros vendrían luego a pensar con más densidad crítica y apuesta política. Al hacerlo se borra también la radicalidad de Flora Tristán, el saber que el ladrillo de la desigualdad entre los géneros es clave en la construcción del orden social.
La historia es un compost alimentado de obras, textos, insumisiones, experiencias, imágenes. No podríamos pensar la fuerza de la Comuna sin estas hebras anteriores o sin los ríos profundos que en ella desembocan, aún silentes. En ella resonó el nombre de Fourier, tan reverenciado por Flora, pero también el de un Blanqui, encerrado y pensando en los astros. Visitar el archivo, esos textos, es mover un poco la tierra para que se airee y los bichos de la historia hagan su juego.