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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Pensar el pasado para ir más allá del presente

Ante las reacciones desordenadas que ha provocado la indigna redada parisina del 28 de abril de 2021, hemos pedido al historiador Enzo Traverso repensar con nosotros la temporada de conflictos entre historia, memoria, política y justicia. Entre estos términos, la gran convidada de piedra es de hecho la historia, es decir, la labor de comprensión de los acontecimientos del pasado. ¿De qué manera la detención de un puñado de hombres y mujeres de cabello cano puede ayudar a Italia a “ajustar cuentas con su historia” –si no con el propio siglo XX–, como se ha escrito?

Por un lado, tratan a estos antiguos militantes políticos como criminales comunes según los dictados de una ideología presentista de lo más tosco e ignorante. Por otro lado, convocan (impropiamente) toda la panoplia de estudios sobre la memoria (memory studies) para imponer un relato de traumatismo, basado en el paradigma de la víctima. ¿Sobre qué base se puede plantear la idea de que existe en la sociedad italiana una herida abierta en relación con la década de 1970? Como en Francia con respecto a la ocupación de Argelia, parece más bien que se trata de una utilización política explícita de la historia, que no tiene nada que ver con los verdaderos procesos sociales de elaboración de la memoria.

Esta entrevista la ha realizado Andrea Brazzoduro para la revista Zapruder con motivo de la detención, el pasado 28 de abril, de siete antiguos y antiguas militantes de la izquierda revolucionaria italiana refugiadas en Francia desde hace más de 40 años.

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Hombres y mujeres de cabello cano, de 60 a 78 años de edad, con las manos esposadas, ingresan en celdas de seguridad antiterrorista. “Sombras rojas” es el nombre elegido para la redada que comportó, el 28 de abril de 2021, la detención de siete antiguos y antiguas militantes de la izquierda revolucionaria italiana, refugiadas en Francia desde hace años, acusadas por la justicia italiana de una serie de crímenes que van de la asociación subversiva al asesinato, cometidos, según la acusación, entre 1972 y 1982. ¿Se trata de “clausurar el siglo XX”, como escribe el diario la Repubblica?

El siglo XX está cerrado desde 1989, fecha de la caída del muro de Berlín y del final de la guerra fría. Desde entonces, el mundo ha cambiado, y junto con él, también Italia, que ya no es la que era hace 32 años. En varios aspectos, se trata de algo bastante peor: lo que los medios suelen llamar la segunda y la tercera república nos hacen lamentar la primera, fundada por hombres y mujeres que habían combatido el fascismo y creado un país nuevo. Sin embargo, la herencia del siglo XX sigue siendo aplastante y numerosos males estructurales siguen afligiendo a nuestro país. Basta pensar en la mafia, en la cuestión del Sur, en el racismo y en la corrupción. Algunos se han agravado, si pensamos en el paro juvenil y en el racismo poscolonial, mucho más fuerte desde que el país se ha convertido en tierra de inmigración.

En la segunda mitad del siglo XX, Italia accedió al mundo occidental más rico; en el transcurso de los últimos 30 años, se ha alejado de él: experimenta un declive demográfico constante, pero no quiere integrar a la inmigración y ni siquiera concede la ciudadanía a sus descendientes de segunda generación, que han nacido y viven en Italia; sus elites envejecen, pero la juventud está excluida, y la península conoce una impresionante diáspora intelectual, parecida a la de los países del Sur; las élites económicas se han enriquecido enormemente sin generar desarrollo. El diario la Repubblica es uno de los espejos más fieles de la situación, dado que ahora es el presidente de Fiat quien anuncia públicamente el nombramiento de los directores de este periódico. “Clausurar el siglo XX” significa afrontar este nudo de problemas, mientras que para la Repubblica, esto pasa más bien por la extradición de Marina Petrella, de Giorgio Pietrostefani y de algunas otras personas refugiadas.

En el ámbito de la política institucional, como en la prensa italiana, las reacciones han sido, como era de prever, unánimes: “El deber de asumir el pasado” (Ezio Mauro [periodista exdirector del diario La Stampa y de la Repubblica]) “tras las heridas particularmente dolorosas” (Marta Cartabia [ministra italiana de Justicia]), etc. Tú trabajas desde hace muchos años sobre las relaciones entre historia, memoria, justicia y política (véase en particular tu utilísimo libro El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política). ¿Qué piensas de este lenguaje y de este uso de la memoria? ¿Existe realmente una herida que suturar?

Para las gentes de mi generación que han vivido aquellos años, no cabe ninguna duda de que se trata de heridas dolorosas que todavía no se han curado. Las personas exiliadas en Francia son las primeras en reconocerlo. El problema radica en saber cómo ajustar cuentas con la historia. Mario Calabresi, hijo del comisario de policía asesinado en 1972, ha declarado que la noticia de la detención de Giorgio Pietrostefani no le ha causado ningún sentimiento de alivio, de satisfacción, de reparación o de justicia, sino tan solo de pena y de vergüenza. En Italia, los medios y la cultura oficiales –eso que Althusser llamaba “los aparatos ideológicos del Estado”– no han sabido y, sobre todo, no han querido elaborar la memoria de los años de plomo. No han hecho más que acompañar las sucesivas olas de leyes especiales y de detenciones, tratando como monstruos a los enemigos del Estado.

Los arrepentidos han desempeñado sin duda su papel en este dispositivo. Los exterroristas, así como algunos historiadores, entre ellos Giovanni De Luna, figuran probablemente entre los pocos que han hecho una contribución real al conocimiento, la comprensión y, por consiguiente, a la construcción de una memoria crítica de aquellos años. Los exbrigadistas han reconocido sus delitos, a veces sus crímenes, han reflexionado sobre sus errores, se han interrogado y han intentado comprender y explicar las razones de sus decisiones. La entrevista de Rossana Rossanda y Carla Mosca a Mario Moretti (1994) es mucho más útil, a este respecto, que todos los artículos publicados por la Repubblica e Il Corriere della Sera durante medio siglo.

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No son arrepentidos –una categoría jurídica monstruosa que ha tenido efectos catastróficos en la vida política y judicial italiana–, pero pasaron página hace décadas. No he leído el artículo de Ezio Mauro, pero quien posea un mínimo de honestidad intelectual debería reconocer que el deber de asumir el pasado significa algo muy distinto de una represión diferida, más de dos generaciones después de los hechos.

Estos días conmemoramos el aniversario de la Comuna de París. Tengo la impresión de que los medios y el mundo político, en Italia, continúan, 50 años después, exorcizando el terrorismo, como la cultura francesa lo hizo con la Comuna en la década de 1870. La Comuna no fue una revolución ni el producto de una crisis social y política, fue una epidemia, la propagación de un virus contagioso al que había que vencer con los métodos más drásticos. La gente comunera no tenía proyecto político, eran bestias feroces, locos sanguinarios, enemigos de la civilización, pirómanos excitados por el alcohol. La represión fue brutal, pero diez años después la Tercera República decretó una amnistía y quienes se habían exiliado o habían sido deportados pudieron volver. La Comuna incluso fue reivindicada como experiencia fundacional de la República. Me parece que en Italia el terrorismo y la violencia política de la década de 1970 siguen contemplándose con la misma mirada miope y vengativa que hace 50 años. Los terroristas son monstruos que deben pagar su deuda a la justicia. Si este es el mensaje que desean transmitir a quienes no han vivido aquellos años, a mi juicio es la peor manera de asumir el pasado.

Otro capítulo de tu ensayo sobre la historia, la memoria y la política está consagrado a la relación entre verdad y justicia. La “judicialización del pasado” (Henry Rousso) es un fenómeno inversamente proporcional al hundimiento de las expectativas, al estribillo del “fin de las ideologías”, que es el dintel teórico en que se fundamenta el realismo capitalista del que habla Mark Fisher. ¿Es esta la clave para interpretar la redada parisina?

Pensar que hoy se pueda responder, en el plano jurídico, al asesinato de Aldo Moro y de su escolta, así como al del comisario Calabresi, encarcelando a las últimas personas exiliadas, es sobre todo expresión de la ceguera y de la incomprensión a las que me refería. Pero esta ceguera y esta incomprensión no son, evidentemente, un signo de ingenuidad, ya que han estado perseguidas durante décadas. Resulta anacrónico pensar que en 2021 podemos responder judicialmente a hechos políticos que tuvieron lugar en la década de 1970. Si aceptamos el principio de su imprescriptibilidad, asimilando por consiguiente aquellos hechos a crímenes contra la humanidad, entramos en un entramado de contradicciones muy difícil de desentrañar. ¿Pietrostefani y Petrella son equiparables a Eichmann? En 1946, Palmiro Togliatti, ministro de Gracia y Justicia del primer gobierno republicano y secretario del Partido Comunista Italiano (PCI), promulgó una amnistía para personas que se habían declarado culpables de los peores crímenes fascistas durante la guerra civil de los años 1943 a 1945. ¿Cómo justificar el encarnizamiento persecutorio, décadas después, con los y las protagonistas de los años de plomo que se refugiaron en Francia?

Desde la Antigüedad –pensemos en las guerras del Peloponeso–, la amnistía siempre ha puesto fin a las guerras civiles y a las crisis políticas marcadas por la violencia. La ley de amnistía promulgada por Togliatti en 1946 se inscribía en una tendencia general y tenía equivalentes en toda Europa. Colaboracionistas y exfascistas ocupaban jefaturas de policía, comisarías y oficinas gubernamentales en todo el continente hasta la década de 1970. En Italia, como ha subrayado el historiador Paul Ginsborg, a comienzos de la década de 1960, todos los delegados territoriales del gobierno habían sido altos cargos del régimen fascista. En España, durante la transición democrática que tuvo lugar 40 años después del final de la guerra civil, la amnistía benefició tanto a antifascistas en el exilio como a responsables del régimen franquista.

El final del siglo XX vio nacer en Sudáfrica una nueva mirada, diferente, para tratar de hacer frente al pasado y curar sus heridas. Finiquitada la apartheid, este país creó unas comisiones de la verdad y la justicia que descartan las investigaciones judiciales y las condenas penales a cambio del establecimiento de la verdad. El ejemplo sudafricano ha sido emulado por numerosos países, especialmente en América Latina, desde Perú hasta Colombia. Estas experiencias históricas no son iguales, está claro, pero el principio sí es fecundo para salir de una crisis y asumir el pasado.

En Italia, este principio jamás se ha debatido. La paradoja italiana es que las únicas personas que han contado sus experiencias son exbrigadistas y exmiembros de organizaciones armadas, no sus enemigos. El Estado no ha hecho nada, o casi nada, por dilucidar las tentativas de golpe de Estado, las infiltraciones neofascistas, las desviaciones de los servicios secretos, la práctica de la estrategia de la tensión, la violencia neofascista que se benefició de protección por parte de los aparatos de Estado y que causó muchas más víctimas que el terrorismo de izquierda. Nadie ha reclamado jamás al Estado que explique los cientos de muertes (militantes, jóvenes, estudiantes, trabajadoras y trabajadores) que hubo aquellos años a manos de la policía. Quienes reivindican el deber de asumir el pasado deberían plantearse estas cuestiones.

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De todos modos, esta patología italiana tiene una explicación. El Estado es inflexible contra sus enemigos, pero muy acomodaticio o complaciente con la violencia ejercida por sus propios agentes y representantes. Hay que ocultar los intentos de golpe de Estado y la colusión del aparato de Estado con los grupos neofascistas que ponen bombas en los trenes; la persecución de las y los terroristas de izquierda, por el contrario, refuerza la solidez de las instituciones. Esto no solo ocurre en Italia. Numerosos estudios han mostrado cómo, en la República Federal de Alemania, las penas infligidas a miembros de la Rote Armee Fraktion (RAF) sobrepasan de lejos las que se pronunciaron entre 1949 y 1979 contra exnazis.

Cuando hablamos de memoria, siempre simplificamos: la memoria es compleja, heterogénea, dividida. Hay la memoria de exterroristas y la de sus víctimas (y la posmemoria de sus descendientes); hay la memoria colectiva de los movimientos sociales, hoy dormida o extinguida; hay la memoria cultural que configura la esfera pública; y hay también la memoria de las instituciones, la memoria del Estado, que en todo este asunto es probablemente la más reticente. Esto explica también por qué quienes se refugiaron en Francia, hace algunas décadas, no han querido entregarse a una justicia que no ocultaba su voluntad perseguidora y ofrecía muy pocas garantías de imparcialidad. Una justicia que no parecía creíble, como demostró Carlo Ginzburg en un célebre ensayo sobre el proceso Sofri. Basta pensar en el papel desempeñado por los arrepentidos en numerosos procesos. No creo que se pueda decir simplemente que las personas que se refugiaron escaparon de la justicia.

En las últimas líneas de la introducción de otro de tus ensayos fundamentales (2007), mencionas brevemente tu experiencia de “militante revolucionario” en la segunda mitad del siglo XX, cuando el mundo parecía atravesar una nueva guerra civil. ¿No falta el contexto en el relato entonado a coro tras el anuncio de las detenciones? ¿Contra quién y por qué luchaban estos hombres y mujeres?

Sí, falta el contexto: estamos hablando de hechos que se remontan a más de 40 años atrás, o sea, dos generaciones, pero que todavía no se han historificado. Aún no se han depositado en un pasado común, esclarecido, explicado y sobre todo al que se pueda atribuir un sentido. Las personas refugiadas reconstruyeron su existencia en medio de grandes dificultades; han reflexionado sobre su experiencia; siguen mirando a los ojos a su conciencia. Las víctimas y sus familias se han quedado con su dolor. Pero la historificación –la elaboración del pasado para hacerlo entrar en la historia– significa precisamente ir más allá de los sentimientos. Es la condición para que esos mismos sentimientos puedan ser acogidos en un espacio colectivo, en una conciencia histórica, en la conciencia de que ha concluido un ciclo. Tengo la impresión de que en Italia la justicia ha sido un obstáculo frente a esta elaboración del duelo, a un proceso de reconstrucción del pasado que permita finalmente tener una conciencia histórica del mismo.

La violencia política de los años setenta del siglo pasado formaba parte de una temporada política que concluyó con una derrota de la izquierda, del movimiento obrero, de los movimientos alternativos. Nunca se ha elaborado esa derrota. Ese pasado ha sido rechazado. Algunos decenios más tarde, el congreso en que el PCI decidió cambiar de nombre no aparece como su Bad Godesberg, sino más bien como una ceremonia de exorcismo. Podríamos hablar perfectamente, en términos psicoanalíticos, de rechazo. Los años de plomo quedaron engullidos en este rechazo y han ingresado en un pasado diabolizado, pero aun así confuso (con archivos incompletos o inexplorados), y no en nuestra conciencia histórica.

Sin embargo, no quiero eludir la cuestión personal, aunque totalmente secundaria. Me acuerdo bien de la década de 1970, que fue la de mi juventud. Participé en mi primera manifestación en 1973, cuando tenía 16 años. Nunca me ha tentado el terrorismo y siempre he criticado la opción por la lucha armada, no por principio, sino porque me parecía estratégica y tácticamente equivocada. A partir de 1979, gran parte de mi actividad política ha consistido en participar en asambleas y manifestaciones contra la represión. No me gustaba el eslogan de “ni con las Brigadas Rojas, ni con el Estado”, pues establecía una ecuación entre dos entidades incomparables que no podían combatirse con los mismos métodos.

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Retrospectivamente, creo que es evidente no solo que la adopción de la lucha armada fue nefasta y suicida, sino también que contribuyó, en gran medida, a sofocar los movimientos de protesta y a eternizar una conflictividad política difusa. Las Brigadas Rojas habían nacido en un periodo de lucha como componente del movimiento obrero, un grupo que se consideraba vanguardia y practicaba la acción ejemplar o la propaganda por el acto para radicalizar el conflicto social. Desde hacía por lo menos un siglo habían aparecido ya tendencias similares en varios países, especialmente en el seno del anarquismo. Un historiador como Mike Davis ha elaborado un repertorio impresionante al respecto.

En Italia, estas prácticas habían pasado por la criba de la memoria de la Resistencia y de la cultura comunista, de ahí que –y esto no es un detalle– las Brigadas Rojas (al igual que la RAF) no detonaban bombas, sino que seleccionaban sus objetivos. Poco a poco, para escapar de la represión policial, y por tanto por razones prácticas que solo se teorizaron después, las Brigadas Rojas se transformaron en una organización clandestina, separada de los movimientos, que libraba por su cuenta la guerra contra el Estado. Así se vio arrastrada a una espiral cuya salida no podía ser sino su aniquilación por el Estado. Una parte de la izquierda radical se hizo ilusiones de que podía cabalgar o utilizar el terrorismo: las Brigadas Rojas desarticularían el Estado, había que estar preparados para los levantamientos que seguirían. Estos cálculos estaban equivocados y el precio de estos errores ha sido muy alto. Pero esta es una sabiduría retrospectiva.

Yo era trotskista, es decir, formaba parte de un movimiento que criticaba la lucha armada. La practicaba en otras partes, como por ejemplo en América Latina, con resultados a menudo desastrosos, pero este es otro debate. El trotskismo era muy minoritario en Italia, donde fue intelectualmente insignificante en comparación con la creatividad teórica del obrerismo y políticamente marginal con respecto a los movimientos que experimentaban prácticas novedosas, como Lotta Continua. El trotskismo, sin embargo, tenía una conciencia histórica más profunda, que te ponía en guardia frente a determinados riesgos, como una especie de vacuna. Pero constatar esto no supone reivindicar méritos.

En aquellos años, la adhesión a un grupo político, sobre todo entre la gente muy joven, no solo era el resultado de una opción ideológica, sino que dependía de mil circunstancias, a menudo disparatadas (las emociones y las formas de socialización desempeñan un papel muy importante en política) y a veces puramente accidentales. No tengo ningún reparo en admitir que en circunstancias diferentes, pero perfectamente posibles, yo me habría visto no solo con un casco en una manifestación, sino también con un arma en la mochila. Así que no puedo sentirme ajeno a esta historia y pienso que, con un mínimo de honestidad intelectual, decenas de miles de personas de mi generación deberían hacer lo mismo.

Has vivido en Francia durante muchos años antes de volver a emigrar, esta vez a Estados Unidos. La redada del 28 de abril, ¿tiene que ver más con las próximas elecciones presidenciales francesas o forma parte de la lógica interna de la política italiana?

Creo que las personas italianas refugiadas en Francia son objeto de un mercadeo político harto mezquino. Mario Draghi quiere legitimarse como hombre de Estado y demostrar que en pocas semanas ha logrado lo que los gobiernos italianos llevaban reclamando desde hace años. En la perspectiva de su futura elección a la presidencia de la República, la maniobra es astuta. Emmanuel Macron desea confirmar de nuevo el giro autoritario que le lleva ahora, con vistas a una eventual reelección, a mostrarse más represivo que la derecha e incluso la extrema derecha.

Cero indulgencia con las y los terroristas, ni siquiera quienes han dejado de serlo desde hace más de 40 años, que nunca se han escondido, que respetan las leyes del país en que viven legalmente desde hace décadas, donde han echado raíces y donde han gozado de hospitalidad. Nadie, ni siquiera Marine Le Pen, le ha pedido que extradite a las personas refugiadas italianas. Probablemente ha pensado que con esta medida añade credibilidad a su combate contra el islamoizquierdismo. Al igual que la gran mayoría de políticos que nos gobiernan, a Macron le preocupan los sondeos de opinión, y para nada el deseo de afrontar el pasado. Para ganar elecciones, estaría dispuesto a todas las políticas de la memoria.

22/05/2021

Traducción: viento sur

Bibliografía

Davis, Mike (2007), Les héros de l’enfer (con prefacio de Daniel Bensaïd), Textuel, París

Fisher, Mark (2017), Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja Negra, Buenos Aires

Ginsborg, Paul (2006 [1989]), Storia d’Italia dal dopoguerra a oggi, Einaudi, Turín

Ginzburg, Carlo (1993), El juez y el historiador, Muchnik, Barcelona

Moretti, Mario; Mosca, Carla; Rossanda, Rossana (1994), Brigate rosse una storia italiana, Anabasi, Milán

Rousso, Henry (1998), La hantise du passé. Entretien avec Philippe Petit, Textuel, París

Traverso, Enzo (2009), A sangre y fuego: de la guerra civil europea, Prometeos Libros, Buenos Aires

Traverso, Enzo (2007), El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Marcial Pons, Madrid

Fuente: Viento Sur

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