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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

La razón anestesiada

En un contexto en el que el debate público sobre la pandemia es virtualmente inexistente (más bien hay monólogos de sordos) y en el que las miradas suelen ser a la vez acotadas y sesgadas, un texto como el de Javier Balsa -“La sociedad, anestesiada ante las muertes por covid”- es de agradecer.1 No compartimos su análisis, pero valoramos la perspectiva amplia de su mirada, el empeño en la argumentación rigurosa y la introducción de una perspectiva mayormente omitida: el análisis de clase.

Balsa se pregunta por qué una sociedad como la argentina se muestra tan resignada, anestesiada son sus palabras, ante los decesos por Covid-19. Cree hallar su respuesta en las actitudes de la clase dominante y la sensación de que no hay alternativas. Pero más que sus conclusiones, lo valioso son sus argumentos. Balsa cree que los gobiernos del mundo han adoptado tres tipos principales de estrategias ante la pandemia.

Por un lado, “dejar circular libremente el virus, negando la gravedad de la pandemia, y apostar a lograr cierta ‘inmunidad de rebaño’”. Una segunda estrategia sería “restringir la movilidad y las actividades, de modo de minimizar la circulación del virus y conseguir, al menos, ‘aplanar la curva’ de los contagios para que los sistemas de salud no colapsen”. La tercer estrategia adoptada “es  prohibir drásticamente la movilidad durante un lapso relativamente breve (en torno a las cinco semanas) para detener completamente la circulación comunitaria, asegurar el confinamiento por dos semanas de toda persona que llegase del exterior y detectar las cadenas de contagios, lo que se ha descripto como una estrategia de ‘eliminación’ del virus”. Ahora bien, la primera estrategia propuesta por Balsa no es una estrategia en absoluto, como se argumentará más adelante. La segunda estrategia sería lo que usualmente se denomina mitigación. La última sería una estrategia de supresión o eliminación.2 Su conclusión más importante es que muy pocos países optaron por la estrategia de supresión o eliminación del virus, y que ello se debió, ante todo, a las características de la burguesía como clase dominante. Esta afirmación nos resulta insólita. La gran mayoría de los Estados establecieron, precisamente, confinamientos obligatorios y drásticas prohibiciones a la circulación como nunca antes se habían aplicado. Si esas medidas no alcanzaron los objetivos, es harina de otro costal.

Balsa parece creer que los duros confinamientos, dado que no lograron frenar la circulación comunitaria, no fueron tan drásticos como debían y podían. Pero, ¿podían? Quien haya vivido el confinamiento en Argentina o en España bien puede dudar si era posible un encierro más drástico que el que se implementó. Pero Balsa no se pregunta por esto. Parece haber asumido la tesis de que debemos suprimir al virus, y si debemos hacerlo, que puede hacerse. De manera concomitante, asume que los países que consiguieron evitar la circulación viral, lo hicieron gracias a la drasticidad de los encierros. Allí donde el objetivo no se cumplió, la falla debe haber estado en  que no se eligió una estrategia de supresión y, por ende, no se aplicaron las medidas de aislamiento social con la severidad debida. Pero todo esto entraña suponer demasiadas cosas, y con poco fundamento. ¿Hay evidencias de que los Estados que lograron controlar la pandemia lo hicieron gracias a los confinamientos? ¿Hay alguna correlación clara entre drasticidad de las medidas de aislamiento social y control de la pandemia? ¿En serio debemos pensar que Argentina o España debieron aplicar un confinamiento aún más estricto? ¿Cómo se supone que hubieran podido lograrlo? Como veremos en breve, con la excepción de China, los países que lograron evitar la circulación viral por encima del umbral epidémico no implementaron restricciones severas. La clave del control no estuvo en la drasticidad de las medidas no farmacológicas, sino en la eficiencia en el rastreo, detección y aislamiento de casos.

¿Estrategias?

Es importante analizar las actuaciones estatales en términos de estrategias. Pero hay una pregunta previa que Balsa omite: ¿actuaron los Estados guiados por estrategias claramente definidas de antemano? Es cuando menos dudoso que medidas tomadas a las apuradas y en medio del pánico social puedan ser adecuadamente descritas e interpretadas como “estrategias”. Sin embargo, en todos los sitios se tomaron medidas. La tendencia dominante consistió en confinamientos bastante drásticos: de hecho, sin precedentes en ningún momento pasado. Por ello suena paradójico que Balsa sostenga que la mayoría de los estados adoptaron una estrategia basada en restricciones, pero no en confinamientos drásticos. Parece ser presa de la concepción apriorística de que los confinamientos pueden bloquear por completo la circulación viral. Esta es una suposición que la mismísima OMS consideró en un documento de 2019 carente de sustento científico, y sobre la que volveremos luego. Pero si se asume que un confinamiento puede ser tan estricto como para bloquear por completo la circulación de un virus respiratorio, es lógico asumir que si la circulación no se detuvo es que faltó drasticidad, y no es descabellado atribuir esta carencia a una estrategia inadecuada. Esto es precisamente lo que piensa Balsa. Creemos que su razonamiento es equivocado, pero tiene la ventaja de ser más sistemático de lo que ha resultado usual entre los partidarios de las medidas no farmacológicas drásticas. Por eso vale la pena desmontar con cierto cuidado su argumentación. 

La distinción tripartita entre aquellos Estados que optaron por la “inmunidad de rebaño” sin tomar medidas, aquellos que establecieron restricciones para mitigar el virus, y los que impusieron confinamientos breves para luego controlar los casos es problemática, por varias razones. La primera es que dejar circular libremente al virus no es una estrategia en ningún sentido razonable, y no parece que ningún gobierno se conformara con no hacer nada. Aquí aparece una de las grandes confusiones que han simplificado e incluso tergiversado el debate durante la pandemia: la idea de que la inmunidad de rebaño es una estrategia. Que algunos gobernantes poco entendidos en cuestiones de epidemiología, como Boris Johnson, hayan hablado imprudente y equívocamente sobre la inmunidad de rebaño facilitó la confusión, atizada por polarizaciones políticas demasiado simplistas. La inmunidad de rebaño es un hecho biológico: cuando suficiente cantidad de individuos son inmunes a una enfermedad, la misma deja de tener un crecimiento exponencial y, llegado el caso, incluso puede desaparecer. Hoy en día todas las autoridades están tratando de alcanzar la inmunidad de rebaño: ese es el objetivo de la vacunación universal. Limitarse a no hacer nada confiando en la inmunidad de rebaño no es algo que haya practicado ningún Estado. Y es lógico que así fuera porque no puede haber inmunidad colectiva ante un virus nuevo. La inmunidad, por lo demás, tarda tiempo en desarrollarse. Todos los países establecieron controles fronterizos, aislamiento de enfermos y como mínimo recomendaciones de menor contacto social (aunque la mayoría optó por prohibiciones). Boris Johnson, de hecho, aplicó rápidamente un confinamiento severo, luego de que un documento del Imperial College -“El impacto de las intervenciones no-farmacéuticas (INF’s) para la reducción de la mortalidad y la demanda de atención de salud por la COVID-19”-, lo convenciera de que no alcanzaría con las usuales y conocidas medidas de mitigación para enfrentar la pandemia, debiendo aplicarse una estrategia de supresión. Acaso por guiarse por declaraciones políticas, en vez de observar las acciones gubernamentales, Balsa cree que algunos Estados se limitaron a no hacer nada. Pero no es así. Aunque Trump y Bolsonaro tuvieron declaraciones rayanas en el negacionismo, sus autoridades sanitarias tomaron medidas bastante extremas: Anthony Fauci es, de hecho, un fanático del confinamiento. La primer estrategia, pues, puede ser descartada: nadie la aplicó. ¿Qué sucede con las otras dos?

A primera vista se trataría de las dos grandes estrategias ya indicadas en el célebre estudio del Imperial College: mitigación y supresión. Sin embargo, si analizamos la presentación de Balsa, su idea de mitigación y supresión (quizá por eso habla de eliminación) no es la misma que la de Ferguson et al, aunque no ofrece razones para dicha divergencia. Esto merece un análisis cuidadoso, por las implicancias científicas, políticas e ideológicas que lo rodean. En términos ideales, una estrategia debe especificar: a) objetivos a largo plazo, b) objetivos a corto/mediano plazo, c) medidas y acciones tendientes a alcanzar los objetivos a largo plazo, d) medidas y acciones orientadas a conseguir los objetivos a corto/mediano plazo. El texto del Imperial College satisface los cuatro requisitos. Para Ferguson y sus colegas “supresión” es algo bien preciso y concreto: el virus no debe traspasar el umbral epidémico o, de traspasarlo, hacerlo muy escasa y brevemente, volviendo a tasas mínimas.3 La estrategia de supresión se proponía, pues, el objetivo final de la desaparición del virus, que se lograría de modo definitivo por medio de una vacuna eficiente. A corto/mediano plazo el objetivo es que el virus no sobrepase el umbral epidémico, lo que debería conseguirse con medidas severas de aislamiento social, basadas en prohibiciones e incluyendo el confinamiento en sus casas de los trabajadores no esenciales. La estrategia de mitigación, por el contrario, se limita a espaciar en el tiempo la cantidad de contagios por medio de medidas de distanciamiento que no implican en general prohibiciones ni cierre de actividades. Su objetivo es evitar la saturación de los hospitales. La estrategia de supresión -tal y como fuera presentada por Ferguson y sus colegas- no estipulaba un encierro total por un lapso breve (cinco semanas), que es lo que Balsa asocia con la estrategia de supresión o eliminación. De hecho, el paper de Ferguson et al afirma tajantemente que el aislamiento debería durar hasta que haya una vacuna disponible, que ello difícilmente pudiera suceder antes de 18 meses y que al principio las vacunas podrían no ser suficientemente efectivas. Ferguson y sus colegas anticipaban que el levantamiento de las restricciones severas provocaría ineludiblemente un aumento de casos, y advertían que era posible que muchos Estados no pudieran sostener medidas tan drásticas por tanto tiempo (los gobiernos que impusieron el confinamiento a sus poblaciones evitaron ventilar estos molestos “detalles”). El informe del Imperial College omitía, desde luego, evaluar los costes de las medidas draconianas, tanto en términos económicos, sociales y educativos, como en términos sanitarios. Que el objetivo fuera suprimir, y no meramente mitigar al virus (que es lo que usualmente se hace ante virus respiratorios epidémicos) era algo justificable en virtud de la letalidad imputada al Sars-CoV-2: una estimación astronómicamente errada, en palabras de John Ioannidis. Cabe recordar que según la estimación de Ferguson cabía esperar medio millón de muertos en poco tiempo en Reino Unido si no se tomaban medidas. Incluso con una estrategia de mitigación cabía esperar unos 250.000 muertos en poco más de dos meses y una demanda de camas de hospital ocho veces superior a las disponibles. Estas eran las previsiones que le llevaron a considerar que no bastaría con una estrategia de mitigación: era necesario una estrategia de supresión que exigiría un aislamiento social severo. Ferguson et al, sin embargo, no consideraban posible un aislamiento tan drástico como el que se implementó en Wuhan. En su escrito no ofrecen ninguna razón para no evaluar esta posibilidad (que podría implicar la eliminación del virus en pocos meses), pero se pueden considerar cinco razones implícitas en su razonamiento: a) no estaba claro cuando escribieron su paper si se lograría erradicar el virus en Wuhan; b) se enfrentaban a una situación en la que el virus ya se hallaba hipotéticamente mucho más difundido que en Wuhan al momento de implementar su propio confinamiento; c) quizá asumieron que no sería viable aplicar a escala de todo un país las medidas de aislamiento tan extremo que se habían aplicado en una pequeña porción de China, tanto por razones sociales como económicas4; d) un aislamiento tan estricto a escala nacional -de ser viable, cosa cuando menos dudosa- pudo haberles parecido inaceptable para las democracias occidentales; e) la apuesta por las vacunas como solución definitiva. Con todo, la estrategia de supresión, en los términos de Ferguson, implicaba severas restricciones a la movilidad, cierre de escuelas, suspensión de eventos masivos, reducción de las relaciones sociales, cierre de actividades económicas consideradas no esenciales, etc. Y todo esto por tiempo indefinido, presumiblemente no inferior a un año y medio. La implementación de medidas de cuarentena severa por cinco semanas para luego controlar la enfermedad con detección y aislamiento selectivo no tiene nada que ver, pues, con la estrategia de supresión en los términos de Ferguson, y es de hecho incompatible con la misma. Pero tampoco guarda ninguna relación con lo actuado por ningún gobierno, como veremos en breve.

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El texto de Ferguson y su estrategia de supresión, con todo, debe ser tomado seriamente. Es obvio que sobrevaloró la contagiosidad y la letalidad del nuevo virus, pero estaba en lo cierto al postular que los contagios se reiniciarían de aflojarse las restricciones, y al no confiar en que el confinamiento podría erradicar al Sars-CoV-2. Pero ante todo, erró en suponer que algún estado podría mantener un confinamiento tan drástico por un año y medio. Lo que cabe concluir es que la estrategia de supresión basada en confinamientos postulada en el texto del Imperial College era inviable. Los estados que siguieron su consejo y en cuyo interior el virus ya se hallaba ampliamente esparcido (la inmensa mayoría) cayeron en una trampa trágica. Pagaron todos los costos sociales, educativos y económicos de las severas medidas adoptadas, sin alcanzar el objetivo de suprimir al virus. Y cuanto más drástico fue su intento, tanto peor.  

Cinco semanas

¿Funcionó en algún sitio la estrategia defendida por Balsa: un encierro total y completo por cinco semanas?

Muchos Estados consiguieron evitar la circulación viral por encima del umbral epidémico. Por ejemplo Japón, Taiwan, Corea del sur, Australia. Uruguay logró que el virus circulara por debajo del umbral durante todo 2020, pero en febrero de 2021 los casos se dispararon.5 Estos países habrían conseguido (al menos temporalmente) la supresión/eliminación del virus. Pero los objetivos estratégicos no deben ser identificados con los medios para alcanzarlos. Y tampoco es legítimo identificar, sin más, los resultados alcanzados con los objetivos propuestos o con las medidas adoptadas. Los países que lograron evitar la circulación del virus lo hicieron en general sin recurrir a confinamientos o, si lo hicieron, los mismos fueron breves y no muy rigurosos. Aportaron poco a las acciones verdaderamente efectivas: detección temprana y aislamiento selectivo de enfermos. La clave fue haber controlado la situación sanitaria antes de que el virus sobrepasara el umbral epidémico. Las medidas con las que se lo consiguió varían enormemente: van del confinamiento más estricto en Wuhan, a ninguna forma de confinamiento ni cierre de establecimientos escolares en Islandia, pasando por restricciones muy laxas, como en Noruega. Incluyen el empleo de tecnología de última generación (como la aplicada en Corea o Japón), un uso muy escaso de tecnología digital (como en Vietnam o Mongolia), pasando por un uso limitado y no invasivo de la misma (Dinamarca por ejemplo). En general, allí donde se alcanzó la supresión, o bien no hubo confinamiento o bien los mismos fueron laxos (no drásticos, como supone Balsa) y muy breves (no indefinidos, como suponía Ferguson). Ni siquiera Wuhan es una excepción. Al menos no lo es de forma clara. Allí el virus fue erradicado luego de que circulara con cierta amplitud -acaso mayor a la del resto de los lugares en que se alcanzó la “supresión”-, pero aún así el confinamiento se estableció antes de que se superara el umbral epidémico. En Wuhan se aplicó la cuarentena más severa del mundo. Pero, ¿fue la intensidad y severidad de la misma lo que consiguió el objetivo? No es del todo seguro. Quizá un encierro tan extremo haya jugado un papel. Pero habría que considerar al menos otras tres cuestiones importantes: a) todo indica que el gran encierro se implementó antes de que el virus traspasara el umbral epidémico (en Europa se lo implementó luego de que el umbral epidémico fuera traspasado, en América Latina en algunos casos antes, pero ya con una circulación importante); b) los enfermos fueron aislados en hospitales u hoteles, no en sus casas, lo que limitó los contagios en una medida mucho mayor que en los países donde se aisló a los contagiados junto a sus familias; c) la población de China es mucho más joven que la de Europa, sobre todo en las ciudades (esto es importante porque la covid es en general una enfermedad grave sólo en ancianos, de allí su escasa incidencia en África y en Asia). Por otra parte, es difícil creer que países enteros hubieran podido aplicar las mismas medidas que China aplicó a una pequeña porción de su población. Recordemos que en Wuhan, por dos meses, nadie salió de sus casas, ni siquiera para hacer las compras: la comida era dejada en las puertas por fuerzas de seguridad enviadas desde otros sitios. 

En síntesis, los Estados que consiguieron evitar el ingreso del virus o su supresión lo consiguieron ante todo por una acción temprana. La clave fue la prontitud en la respuesta y la capacidad para detectar casos y aislarlos eficientemente. Sin embargo, la prontitud no debe ser evaluada en base a la fecha en que se tomaron medidas: debe ser evaluada en relación al grado de difusión viral. La fortuna se conjugó con la virtud. Hubo países que se vieron favorecidos por su insularidad o por su escaso contacto con las regiones que fueron afectadas más tempranamente por el virus.

Si la estrategia de supresión hay que entenderla en el sentido que postula Balsa -un confinamiento sumamente drástico por un lapso de cinco semanas, continuando luego con detección temprana y aislamiento de enfermos visitantes extranjeros-, esa receta no se aplicó en ningún sitio en los que se logró evitar la circulación viral. Ni en Japón, ni en Corea, ni en Taiwan se actuó de esa manera. En Wuhan el aislamiento estricto duró ocho semanas, no cinco. Noruega y Dinamarca podrían corresponder al modelo, pero en verdad las medidas fueron mucho más suaves que en Italia, España, Reino Unido, Francia, Perú o Argentina, que fracasaron rotundamente. Si Noruega o Dinamarca consiguieron evitar la circulación masiva del virus ello fue ante todo porque tomaron medidas antes de una difusión viral amplia, algo en lo que ayudó el no ser grandes centros turísticos o comerciales internacionales. 

Balsa piensa que el fracaso en la supresión de los países europeos, o de la propia Argentina, se debe a que el aislamiento no fue lo suficientemente estricto debido, ante todo, a presiones de la burguesía. El argumento no es convincente. Los confinamientos en España, Italia, Reino Unido y Argentina fueron de los más estrictos del mundo. Sólo Wuhan los superó en drasticidad. Acaso condicionado por la presunción de que los confinamientos estrictos son la solución a la pandemia, Balsa atribuye el éxito (allí donde lo hubo) al rigor de los confinamientos, y el fracaso a la falta de rigor. Pero la ecuación falla por los dos extremos: si exceptuamos Wuhan, los confinamientos más severos fracasaron en la supresión del virus; y los países exitosos o no aplicaron confinamiento o lo hicieron de manera muy suave. Balsa se resiste a revisar las premisas de las que parte, a pesar del fracaso manifiesto de los confinamientos como medida de supresión. Esto recuerda al dogmatismo de los tecnócratas del FMI, quienes al constatar que los efectos de las medidas que ellos recomiendan nunca coinciden con los objetivos propuestos, concluyen que el ajuste, la austeridad y las privatizaciones no fueron suficientemente drásticas, rápidas o prolongadas.

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Pero quizá el error principal de la argumentación de Balsa sea su afirmación de que en la mayoría de los países la burguesía y los gobiernos no se decidieron por una estrategia de supresión/eliminación.

Imaginario pandémico

Lo primero que cabría decir -y que ya dijimos- es que pocos gobiernos, si es que alguno, actuaron en base a una estrategia clara. Y esto es así ante todo porque los protocolos de actuación ante una epidemia de virus respiratorios fueron arrojados a la basura. ¿Por qué? Pues porque se asumió que nos enfrentábamos a un virus mucho más letal y mucho más contagioso que cualquiera conocido. Entonces había que improvisar sobre la marcha. El confinamiento en Wuhan parecía efectivo y el pavor de masas reclamaba medidas urgentes. Los gobiernos asumieron que cualquier exceso en la lucha contra el enemigo invisible sería con toda probabilidad perdonado, en tanto que toda muestra de tibieza sería condenada. En esta situación se impuso como tendencia general la acción mimética. Algunos estados lograron evitar la circulación viral sin recurrir a cuarentenas de población sana, pero fueron muy pocos. Y sólo Suecia tuvo el pulso suficiente como para evitar el gran encierro en medio de la epidemia desatada en su interior (Uruguay podría sumarse ahora a la lista). Por regla general, las medidas se tomaron motivadas más por el pánico social que por meditados cálculos estratégicos o epidemiológicos. Ahora bien, en el análisis de Ferguson y sus colegas el confinamiento era una medida que tenía sentido en el marco de una estrategia de supresión. Tomar medidas tan extremas para sólo mitigar el impacto pandémico no tendría mayor sentido. Pero esto es precisamente lo que terminó sucediendo en la mayoría de los estados, como muy bien reconoce Balsa cuando apunta que la población tiene la sensación de que se haga lo que se haga, el resultado final difiere poco. De hecho, basta ver los casos para concluir que, una vez superado el umbral epidémico, todo es cuestión de tiempo, y el resultado variará relativamente poco hagan lo que hagan las autoridades. No es una conclusión agradable, pero empeñarse en negar la realidad acarrea males mayores. La diferencia fuerte la hace el hecho de evitar que el virus circule ampliamente y, ante todo, que supere el umbral epidémico. Pero una vez que lo ha superado, la búsqueda enceguecida de suprimir al virus a corto/mediano plazo trae muchos más perjuicios que beneficios.

Dado que se impuso la actuación urgente, poco se pensó en términos estratégicos. Sin embargo, lo que ha dominado durante la pandemia es un imaginario (si no necesariamente una estrategia) de supresión. Esto es francamente indudable. Sobran las pruebas. Veamos las principales. Como ya dijimos, se implementó masivamente el confinamiento, que era una medida asociada, precisamente, a una estrategia de supresión. La idea de que habría que convivir con el virus (como convivimos con tantísimos otros) fue considerada por casi todos los gobiernos y por la casi totalidad de la prensa una idea aberrante: quien la exponga se expone al escarnio. La negativa a implementar medidas de acuerdo al grado de riesgo relativo de las personas también se relaciona con un imaginario de supresión: hay que evitar como sea los contagios, sin importar el grado de riesgo (ínfimo para los niños y jóvenes, bajo para los adultos, pero muy elevado para la gente anciana). El rechazo de la estrategia de protección focalizada reafirma esto último. Por último, la apuesta por las vacunas se asocia también con el imaginario de supresión; y la vacunación masiva con productos experimentales de eficacia y seguridad no probadas sólo se explica por ese imaginario. Lo que dominó, pues, fue la idea de que no se puede vivir normalmente mientras el Sars-CoV-2 esté por ahí. Si en base a este imaginario era posible elaborar una estrategia viable, eficiente o meramente coherente es otra cuestión. Pero en una crisis tan marcada por el “gran miedo”, analizar las acciones de los gobiernos en términos esencialmente estratégicos es asumir que las decisiones se han tomado con criterios de racionalidad que, en este caso, parecen no haber sido muy operantes. 

Que los gobiernos -mayoritariamente- no se basaban en ninguna estrategia claramente definida es algo que se puede observar en el mismo lenguaje que emplearon. “Aplanar la cuerva de contagios” (un mantra universal) es algo que tiene sentido en el contexto de una estrategia de mitigación: se asume que el volumen total de contagiados variará poco, pero se trata de prolongarlos en el tiempo para evitar la saturación de los hospitales. Pero la inmensa mayoría de los gobiernos establecieron duros confinamientos y otras medidas de ese tenor, lo que sólo tendría sentido en el marco de una estrategia de supresión. Ahora bien, si el objetivo de los confinamientos era “suprimir el virus”, declarar públicamente que hay que “aplanar la curva” es o bien reconocer que los objetivos estratégicos son inalcanzables, o bien mezclar todo sin ton ni son. O, quizá, una forma de repicar y marchar con la procesión: se toman las medidas propias de una estrategia de supresión pero se las evalúa en función de los objetivos de la mitigación que, además, no son nunca bien precisados. Desde un punto de vista político, ganancia absoluta. Si el virus no es suprimido se puede acusar a la irresponsabilidad de las personas, en tanto que se sustrae del escrutinio publico la cuestión clave,  que depende de las autoridades sanitarias y no de la sociedad civil: la eficacia en la detección y aislamiento.

En epidemiología no hay manera de saber de antemano la cantidad de población susceptible ante un nuevo virus o una nueva cepa de un virus conocido. Sin embargo, las curvas aplanadas se observan muy nítidamente en los gráficos. Son curvas en forma de U invertida, no agudos picos de montaña. Pero quien vea las curvas de la inmensa mayoría de los países verá que en muy pocos sitios se aplanó la curva. ¿Conclusión? Las cuarentenas fracasaron como estrategia de supresión (esto es indudable) y no es clara su eficacia como medida de mitigación. Cuando menos, no ha sido más eficaces que medidas menos severas. Sus costos, por el contrario, han sido enormes, verdaderamente descomunales, en términos sociales, económicos y educativos. La situación sanitaria de Suecia -que presenta curvas más aplanadas que Italia o España- no es peor que la de los otros países europeos: es de hecho mejor que la media.6 Lo mismo ocurre con Uruguay en América Latina, que prescindió de confinamientos, evitó la circulación viral durante todo 2020, aunque no pudo evitar la expansión viral epidémica en 2021 (curiosamente en coincidencia temporal con la vacunación masiva, más extendida que en Argentina y Brasil). La razón de la escasa eficacia de las cuarentenas masivas obligatorias reside con toda probabilidad en que el ambiente fundamental de transmisión del Sars-CoV-2 son los espacios cerrados (una diferencia apreciable, por ejemplo, con el virus de la influenza).7

Dos enfoques

A nivel epidemiológico hubo dos enfoques claramente delimitados, aunque los gobiernos optaron mayoritariamente por uno de ellos. El primero consiste en evitar todos los contagios posibles de todas las franjas etarias y sean cuales fueran las condiciones de salud personales, restringiendo con mayor o menor severidad todas las actividades consideradas no esenciales de manera indefinida o (en el caso de las medidas más extremas) por períodos acotados pero prolongados de tiempo. Esta fue la estrategia dominante. De ella prescindieron solamente los países que evitaron la circulación viral comunitaria, y un puñado de aquellos que se vieron expuestos al virus superando el umbral epidémico: ante todo Suecia y Uruguay, que se guiaron por criterios al menos próximos al segundo enfoque. El segundo enfoque se funda en la protección de la población vulnerable, y fue expuesto de manera clara en la declaración de Great Barrington.8 Consiste en una serie de medidas focalizadas y selectivas tendientes a evitar los contagios entre la población anciana y con comorbilidades, y los contagios con altas cargas virales en la población joven.9 

Pero para pensar y, sobre todo, actuar en términos estratégicos es preciso no entrar en pánico. Desatado el pánico social, la irracionalidad dominó el abordaje de la pandemia. Pero no todo fue irracionalidad: también actuó -¡y cómo!- la racionalidad parcial e interesada de quienes se benefician con la gran encerrona. Aunque un estudio tras otro demostraba que la letalidad del virus era muy inferior a la que se supuso inicialmente, que los Estados que no habían confinado a sus poblaciones no experimentaban ninguna catástrofe, que los países con situaciones sanitarias más graves eran aquellos que habían establecido confinamientos drásticos, que los niños y jóvenes no era ni víctimas (salvo excepciones) ni fuente importante de transmisión del Sars-Cov-2, que la utilidad de las mascarillas era nula al aire libre, etc., etc., ya no hubo vuelta atrás. El miedo impuso su lógica: no se puede ni se debe convivir con el Sars-Cov-2; todos somos potenciales víctimas por igual; mientras haya virus habrá restricciones; hay que acostumbrarse a la “nueva normalidad”. Balsa asume esta visión. Su argumentación se desarrolla enteramente dentro de los marcos de lo que podemos llamar “ortodoxia covid”, cuyas premisas no son cuestionadas. Esas premisas son que la covid-19 es una enfermedad mucho más grave que cualquier otra, que la única manera de afrontarla es por medio de drásticas medidas no farmacológicas y, en última instancia, por medio de las vacunas, con el objetivo a corto plazo de la erradicación del virus. La inmensa mayor parte de la burguesía participa de esta concepción. Para la “ortodoxia covid”, mientras haya virus habrá restricciones, estado de alarma, estado de excepción. Los pasaportes sanitarios son ya una realidad, y si no hay una fuerte oposición social, pueden haber llegado para quedarse. Restringir la circulación de las personas mientras de acelera la circulación del capital, después de todo, es un viejo anhelo burgués.

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Luego de un año y medio sin que el virus haya sido erradicado, Balsa, como tantos otros partidarios de la ortodoxia, se pregunta: ¿qué ha fallado? Pero como imaginar una respuesta por fuera de las premisas asumidas le parece inconcebible, busca la explicación profundizando en las mismas: los confinamientos fracasaron porque no fueron suficientemente estrictos. Otros plantean algo semejante, pero no en términos de severidad sino de temporalidad: si hubiéramos sido pacientes y mantenido un encierro draconiano por más tiempo, lo hubiéramos conseguido. Obnubilados por la covid, parecen no tener ojos para ver los enormes costos de las medidas adoptadas: las escuelas cerradas, la población durante semanas bajo un régimen no muy distinto al arresto domiciliario, los toques de queda, los comercios quebrados, la policía con “carta blanca”, las fiestas convertidas en actividades clandestinas, las penurias de los trabajadores de la economía informal, la angustia permanente al erigir a la muerte en la principal noticia cotidiana.10 La respuesta más simple, y que ya estaba disponible anticipadamente en un documento de la OMS, ni se les pasa por la cabeza: por drásticas que sean, las medidas no farmacológicas no pueden detener a un virus respiratorio si ya está ampliamente difundido.11

Análisis de clase

Aunque intenta un análisis de clase (cosa ciertamente deseable), la perspectiva de Balsa nos parece mítica. La preocupación por la covid depende menos de su letalidad (bajísima en niños y jóvenes, y solo grande en ancianos) que de los imaginarios sociales, determinados en buena medida por perspectivas de clase. En Argentina la covid es un problema sanitario de mucha menor envergadura que los infartos o el cáncer.12 A nivel mundial la desnutrición es un problema incomparablemente mayor. La principal causa de muertes evitables, sobre todo entre niños y jóvenes, siguió siendo en 2020 la pobreza. Pero esas muertes están “naturalizadas”. Ni la desnutrición ni el hambre son contagiosas: por eso ocupan un lugar marginal en la ideología dominante que, como se sabe, es la ideología de la clase dominante. La obsesión sanitaria por este virus tiene mucho que ver con que representa una amenaza para grupos y clases que se creían (a veces falsamente) a resguardo de otras enfermedades, y a su carácter de enfermedad transmisible. La gran encerrona como respuesta debe menos a su eficacia sanitaria (entre escasa y nula, en algunos casos contraproducente), que al larvado autoritarismo social y a las presiones de quienes se benefician con la digitalización de la vida (o pueden vivir en un contexto mayormente digital). La apuesta por las vacunas experimentales autorizadas a las apuradas es una opción ideológica (y comercial) de alto riesgo, no una sensata y prudente decisión científicamente fundada. Esto parece corroborarse por la bajísima tasa de re-infección en contagiados, y por los numerosos casos de vacunados que se contagian y mueren; para no hablar de una tasa exorbitante de reacciones adversas, incluyendo la muerte, muy por encima de la de cualquier vacuna aprobada anteriormente. Más allá de la propaganda omnipresente en favor de las vacunas, hasta ahora en ningún sitio se puede mostrar una asociación clara entre vacunación y descenso de las curvas epidémicas. El “modelo” israelí, tan elogiado, se desmorona cuando se comparan sus curvas con las sus vecinos, Palestina y Jordania: curvas casi idénticas con tasas de vacunación hasta diez veces menores.13 

Sin las transformaciones culturales, sociales y económicas del capitalismo en las últimas décadas, la obsesión por un único problema sanitario no hubiera tenido lugar, y el recurso a los encierros masivos no hubiera sido posible.14 Aunque la economía global se contrajo, para la elite económica no hubo contracción alguna. El sector dominante del capitalismo actual, las empresas tecnológicas, ganaron como nunca. Lo mismo ha sucedido con la industria farmacéutica. El agro-negocio se vio mínimamente afectado. Sólo sectores puntuales y relativamente poco importantes de la economía global se vieron perjudicados sin atenuantes: el turismo y la hostelería fundamentalmente.15 Pero los grandes perdedores fueron los trabajadores y, ante todo, los trabajadores informales: sus fuentes de sustento se vieron mermadas de manera dramática, sin que a cambio tuvieran ninguna protección significativa ante la expansión viral. El pequeño comercio se vio perjudicado, pero no las grandes cadenas. En términos pedagógicos la educación colapsó (hay que estar ciego para no ver que eso es lo que sucedió en Argentina); pero el negocio educativo prosperó. La situación económica de la clase trabajadora se vio fuertemente deteriorada en 2020. El resultado económico general fue simple: los ricos se hicieron más ricos, los pobres más pobres. Los empleados públicos y los trabajadores con empleos seguros hicieron pardas.

La ortodoxia covid tuvo cinco grandes puntales sociales. 

– Las empresas tecnológicas, para las que las cuarentenas obligatorias y las restricciones a la vida social permitieron colonizar la educación, masificar aún más las “aplicaciones” y aumentar la vida digital en que se basan sus beneficios.

– La industria farmacéutica -siempre presta a desarrollar la hipocondría social, acostumbrada a lucrar con los miedos colectivos, y a incentivarlos-, que estableció el horizonte de la vacunación universal y atizó sin denuedo el pánico.

– Los medios masivos de comunicación, cuyas audiencias crecían cuanto más truculentas fueran las noticias sobre la pandemia.

– La mayor parte del estrato médico y, en menor medida, de enfermería, acuciado por una presión sin precedentes (muchas veces real, en ocasiones imaginaria).

– Las clases medias y trabajadores en condiciones de tele-trabajar, que podían quedarse en sus casas y sentirse a salvo. 

Esta extraña e imprevista coalición dio potencia cualitativa y extensión cuantitativa a la ortodoxia covid. Si no salimos de la jaula de esta ortodoxia, poco podremos hacer para contrarrestar los embates de las corporaciones tecnológicas y farmacéuticas que han logrado una capacidad para dominar nuestras vidas como nunca antes, estableciendo una biopolítica tan extrema que ni Foucault hubiera podido imaginar. Dentro de la ortodoxia covid sólo se puede apostar a que las vacunas exterminen al virus (algo en verdad improbable)16 o habrá que resignarse a un estado de excepción permanente con encierros, obligaciones absurdas (como las mascarillas al aire libre), toques de queda, virtualización educativa forzada, pasaportes sanitarios y toda la parafernalia del extremismo salubrista.

Pensamiento desconfinado

Aunque ampliamente difundida, la ortodoxia covid es una concepción que no tiene sustento, al menos científico. Entraña una mirada simplista y sesgada para un problema complejo y multilateral. Se funda en un estado de miedo colectivo que ha obturado el ejercicio de la razón crítica. Con la salud y la seguridad como bandera, las libertades públicas fueron arrasadas y porciones enormes de la población empobrecidas, mientras los capitales más concentrados se concentran aún más. 

Más que anestesiada ante las muertes por covid, como piensa Balza, la sociedad está shockeada por el pánico. Un pánico poco justificado. Su fundamento es una evaluación errada de los riesgos relativos, una distinción sesgadamente ideológica entre las muertes “aceptables” y las inaceptables, una ceguera ante las consecuencias de las medidas no farmacológicas y una concepción no menos ideológica de la vida, la salud y la muerte. Balsa se horroriza por los muertos por covid. Pero en Argentina hay decenas de miles de muertos, todos los años y ante la impavidez general, por causas muy fácilmente evitables. 

Eugene Kamenka escribió alguna vez: “Marx deseaba creer de todo corazón que el proletariado, en su miseria, tenía avidez de iniciativa, realización y libertad, y que rechazaba la servidumbre, el privilegio y la preocupación por la seguridad como los había rechazado el propio Marx”. Sin embargo -he aquí una de las claves del éxito del reformismo- el proletariado prefirió casi siempre la seguridad a la libertad. Si los oprimidos y oprimidas de la tierra se dejan ganar por los anhelos de seguridad que ofrece falsamente una sociedad burguesa que marcha hacia la catástrofe ecológica, las posibilidades de asaltar los cielos -e incluso de seguir haciendo habitable la tierra- bien podrían diluirse. La libertad no puede ser sacrificada en el altar de la seguridad. Mucho menos si ésta es ilusoria. 

Habrá que abandonar, pues, el miedo que ha embargado a las mayorías sociales. Habrá que hacer a un lado la prepotencia salubrista y los absurdos de la ortodoxia covid. Habrá que luchar sin descanso por la libertad. Esa libertad que es más importante que cualquier otro bien, y que da sentido y dignidad a la vida. Y en esta lucha no hay ninguna necesidad de hacer concesiones al  ultra-individualismo de Nozick y la derecha libertariana. Kant y Rawls, Bakunin y Marx, nos darían la razón. 

Agradecimientos: a Andrea Barriga y Federico Mare, por su lectura crítica y sus agudos aportes.

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