¡Hola! ¿Cómo estás? La discordancia de los tiempos propia de la dinámica económica, social y política inscripta en el capitalismo contemporáneo se vio trastocada en el último período por la parálisis que impuso el coronavirus. Sin embargo, parafraseando al escritor Augusto Monterroso, cuando nos despertamos de la pandemia, la crisis todavía estaba allí.
Punto de inflexión
Pero, ¿qué crisis presenciamos? Porque, a esta altura del partido, afirmar que la Argentina atraviesa una crisis no es ninguna novedad. Desde la unificación nacional en 1860, el país sufrió 16 crisis, a razón de una cada 10 años. En los últimos 45 años los tiempos se aceleraron y tuvo lugar una crisis cada seis años y medio. Además, no todas fueron iguales: hubo crisis económicas que no se transformaron en crisis políticas (1951 o 1995); también sucedió lo contrario, crisis políticas que no estuvieron vinculadas directamente con el elemento catastrófico de la economía (1919 o 1969) o coyunturas en las que se retroalimentaron (1975, 1989, 2001). Todo esto está analizado en detalle en el libro de Julián Zícari Crisis económicas argentinas. De Mitre a Macri.
Si observamos la historia reciente de nuestro país, es evidente la existencia de una crisis económica larvada y extendida que se agrava cada vez más y que ya produjo una crisis social que empujó a casi la mitad de las personas que habitan este rincón del mundo a la inconcebible situación de pobreza.
Lo novedoso es el agotamiento de la respuesta política a la hecatombe del 2001 que se terminó imponiendo como precario “sistema político”. La grieta no sólo parece agotada, empieza a ser una caricatura de sí misma. El politólogo Pablo Touzón plantea una idea sugerente: “Lo que cruje no es solo el Frente de Todos, sino la estructura de todo el sistema político que surgió después de la crisis de 2001. En primer lugar porque la dilución del poder de Cristina erosiona el esquema bicoalicionista, ya que como efecto espejo también diluye el atractivo de la oposición más férrea. Las dos principales fuerzas surgidas a principios del milenio pueden entrar en crisis tal como funcionaron hasta ahora. Pero en un segundo nivel más profundo, porque lo que está en discusión es el modelo de Estado dominante que surgió hace 20 años para hacer frente a la crisis”.
Si todos estos elementos tienden a confluir, estamos en presencia de una crisis orgánica. Para Gramsci, una crisis orgánica es aquella en la que “los partidos tradicionales con la forma de organización que presentan, con aquellos hombres que los constituyen, representan y dirigen ya no son reconocidos como expresión propia de su clase o de una fracción de ellas”. Esto origina una “crisis de autoridad” que tiende a reforzar “la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de las altas finanzas, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública”.
Como ninguna coyuntura o situación se ajusta exactamente a las definiciones generales —porque gris es la teoría y verde el árbol de la vida—, hay que moderar esta hipótesis ya que cualquiera puede argumentar que las elecciones aún muestran (y probablemente volverán a confirmar en noviembre) que las dos coaliciones tradicionales cosecharán una mayoría de las adhesiones. Sin embargo, el carácter volátil y efímero de esos respaldos, así como el “consenso negativo” que prima en la cualidad del sufragio (no se vota para ganen unos, sino para que pierdan los otros), algo dice sobre esta crisis de hegemonía.
La desubicación de los liderazgos de ambas coaliciones para entender esta cuestión se expresó en esa especie de mesianismo político que a su manera exhibieron: el macrismo pensó que su mero arribo al poder cambiaba todo y se producía la inevitable “lluvia de inversiones” con un ejército de locos que venían con sus dólares a sacarnos de la tumba; el peronismo consideró que su llegada a la administración de gobierno en sí misma era garantía de orden ya que se suponía con la capacidad “innata” para surfear cualquier crisis. Como dijera Borges, cometieron la insensatez de “aferrarse al mágico sonido de su nombre.”
En el trasfondo existe un dilema estructural que recorrió la historia argentina, pero que en el presente se manifiesta con mayor agudeza: una asimetría entre predominio económico y hegemonía política. Históricamente, esto se expresaba (y así lo problematizó Juan Carlos Portantiero desde un gramscismo con inclinaciones maoístas) como el “empate” entre el capital monopolista y el “no monopolista” más mercadointernista (y sus aliados) que en el terreno político articulaban las coaliciones abiertamente liberales (luego neoliberales) y las llamadas populistas. En las últimas décadas, esa sombra de “burguesía nacional” se debilitó aún más y luego del 2001 el Estado intentó ocupar el lugar de la contención, después del vigésimo fracaso en el proyecto de construir artificialmente una “burguesía nacional”. Con el superciclo de las materias primas a favor, se aceptaron algunos compromisos que configuraron una nueva forma peculiar de “empate”. Pasadas las condiciones excepcionales, el capital más concentrado e imperialista volvió a exigir la imposición de todas sus condiciones. La fallida experiencia cambiemita mostró que no es una tarea fácil y el nuevo kirchnerismo intenta un equilibrio imposible.
La historia zigzagueante de los últimos 20 años y más aún de los últimos 10, es la historia de los intentos de ajustes entre las nuevas condiciones económicas y las estructuras políticas. Agotadas las circunstancias que habilitaron todos los superávits, entraron en crisis las salidas negociadas: la del kirchnerismo tardío iniciando el camino gradual al ajuste (devaluación de 2014, vuelta a los “mercados internacionales”, arreglo con el CIADI y Repsol) que lo condujo a la derrota electoral; la del macrismo que pasó del “gradualismo” al “reformismo permanente” y encontró un límite en la revuelta de la calle (diciembre de 2017) y luego en la desilusión rabiosa de los mercados desde arriba, para sucumbir también en las urnas y la de Alberto Fernández que se desinfló en tiempo récord por ajustar contener, avanzar, retroceder, y todo lo contrario. Siempre con una constante: la apuesta al extractivismo de la mano del capital internacional más concentrado.
Muy probablemente esta dinámica no sea un fenómeno privativo de este país problemático y febril. El ciclo neoliberal internacional sufre cierto agotamiento y las clases dominantes necesitan alguna nueva megatransformación regresiva de esa magnitud y no lo logran reunir las condiciones políticas y la relación de fuerzas necesaria para llevarla a cabo. De ahí la inestabilidad, la oscilaciones y la inexistencia de “gobiernos hegemónicos” en casi ninguna parte.
Volviendo a nuestras pampas, lo más disfuncional se revela en que cuanto más se manifiestan estas tensiones (con tendencias incipientes a la polarización), más se agita la necesidad de los consensos y las Moncloas a la carta. Pero, parafraseando a un viejo general, pareciera que esto lo arreglan las clases fundamentales o no lo arregla nadie.
Fuente: Newletters de Fernando Rosso