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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Crece desde el pie. Las luchas de los años 90, desobediencia y autoactividad antes del 2001.

Los años 90 se conocen como la década perdida, pero ¿qué perdimos y qué construimos durante esa década? En 1989 se produce en nuestro país un proceso de crisis inflacionaria que terminará con la renuncia anticipada del gobierno de Alfonsín. La sensación de incertidumbre extrema y el dramático aumento del costo de vida para les trabajadores que implicó la devaluación ante el alza del precio del dólar, llevó a un estallido social en los meses de mayo y junio de ese año. El nuevo gobierno del PJ adoptará una serie de medidas que se impondrán con el peso del disciplinamiento social que implicó esa crisis. Las políticas implementadas constituyen la búsqueda de una renovada ofensiva del capital contra el trabajo bajo los lineamientos del programa neoliberal que comenzaba a extenderse y profundizarse por todo el mundo. 

La reforma del Estado y los procesos de privatizaciones, sumados a la apertura comercial y la desregulación económica modificarán la estructura sociodemográfica en la Argentina. Lograrán avanzar hacia tareas no completadas por la dictadura de 1976 en términos de fragmentación de la clase trabajadora, de crecimiento de la fracción subocupada y desocupada, de aumento de la precarización laboral. En definitiva, el ataque a la base material, a la base de sustentación de las estructuras organizativas de la clase trabajadora se traducirá también en un golpe a su capacidad de organización y movilización. 

Las medidas adoptadas por el gobierno peronista a partir de los 90’ no sólo constituyen esa destrucción de la base material, el ataque a sus posibilidades de reproducción, sino que apuntan a una reconfiguración de su capacidad de acción política, a restarle poder y a debilitar su fuerza colectiva. Sin embargo, la propia reestructuración capitalista de estos años, lejos de terminar de disciplinar a los sectores populares, transformó esa conflictividad inaugurando un nuevo ciclo de protestas que van desde las huelgas de resistencia a las privatizaciones, los primeros estallidos en las provincias desde 1993, las huelgas generales del 96, hasta la insurrección espontánea del 19 y 20 de diciembre de 2001.

Mientras el neoliberalismo construía el relato del fin de la historia, en nuestro país se empiezan a multiplicar incipientes experiencias de lucha que expresan continuidades y rupturas con las organizaciones del pasado, pero que buscan dar respuesta a la nueva realidad del capitalismo y la lucha de clases. 

Nos interesa hurgar en ese pasado, en la génesis y el devenir de aquellas experiencias de resistencia a la ofensiva neoliberal en la Argentina para reconocer debates, para recuperar la historia de la que venimos, y sobre todo, para entender los momentos de retroceso de la lucha de clases como momentos de repliegue, de siembra, de reconstrucción. Tiempos en los que los sectores organizados, les militantes permanentemente organizados (sea en una organización política, en una organización social, en un medio alternativo, en un sindicato) son vitales para transmitir en la singularidad de sus biografías la memoria de lucha, el traspaso de experiencia y el conocimiento práctico de las batallas. Ninguna irrupción de masas, por más espontánea que sea, carece de un componente consciente, de la práctica política decidida y cotidiana que la impulsa y le da sentido.

Muchas veces decimos que la historia no arranca cuando llegamos a la pelea. Quienes hoy nos sentimos hijes del 2001 fuimos aprendiendo desde las derrotas o los retrocesos del pasado construyendo los hilos que nos conectaban con esas luchas. Entonces, ¿cómo se gestó ese estallido social? ¿Qué procesos confluyeron en la configuración de su dinámica y de las luchas posteriores?

El paquete de reformas impulsado por el gobierno menemista fue definido con los lineamientos del Banco Mundial, los conocidos paquetes de ajuste estructural aplicados en toda América Latina. El saldo fue un aumento significativo de la desocupación y el avance de un proceso de transformación de las relaciones laborales, cuyo corolario es la Ley de Reforma Laboral del año 1999 (aprobada a través de coimas a senadores y conocida como la Ley Banelco). Rápidamente se empezó a generalizar el desempleo masivo, por lo que la forma de la protesta social comenzó a adoptar otra fisonomía e implicó la irrupción de otros sujetos colectivos en la escena política.  

La reforma del estado, las privatizaciones, la asfixia presupuestaria dieron como resultado la explosión de los sectores más afectados por las medidas: trabajadorxs estatales de las provincias, empleades de empresas privatizadas y posteriormente, desocupades. 

Formateado en otra dinámica de lucha y con estructuras burocráticas preocupadas por su auto-reproducción, la dirección del movimiento obrero nucleado en la CGT no fue un actor central en la convocatoria a la resistencia al modelo. Los partidos de izquierda, muchos de ellos en crisis, se encontraban por detrás de las exigencias de la nueva configuración de la conflictividad y se vieron obligades a redefinir estrategias de lucha. 

Estos procesos que se vivieron en nuestro país fueron un capítulo de la primera parte del ciclo de impugnación del neoliberalismo que se dio, de modo desigual y con características propias según el país, en toda América Latina. El Caracazo en 1989, el levantamiento zapatista en 1994, el levantamiento indígena en Ecuador en 1994 y en el año 2000 la guerra del agua en Bolivia. Las experiencias continentales de ruptura y resistencia contra la ofensiva capitalista se constituyeron en un freno a partir del cual extraer aprendizajes, intentando reconstruir la apuesta por la transformación social.

El mundo del trabajo ¿el fin de la clase?

En los años 90 se termina de consolidar un proceso de reestructuración capitalista que comienza con la dictadura militar. El terrorismo de Estado logró a través de la represión, las torturas y la desaparición de personas desarticular las organizaciones colectivas, y principalmente, la desconexión de las luchas sociales con un proyecto de sociedad alternativo, con un proyecto revolucionario. El capital avanza en reducir el salario real y también transforma la matriz productiva con el proceso de desindustrialización. 

La organización de la clase obrera en nuestro país se estructuraba fuertemente a través de las organizaciones sindicales, verdaderos espacios de formación, socialización y experimentación política. Si en los años 60 la población ocupada en la industria manufacturera era del 54,5%, en los 90 será del 42% y llegará a 29,2% en el 2001.

Por su parte, la desocupación escaló desde el 6,5% en 1991 al 17,5% en 1995. Esto tuvo consecuencias en términos de reconfiguración de la conflictividad social. En 1993 se produce en la provincia de Santiago del Estero un estallido a raíz del atraso en el pago de los salarios a empleados públicos. En 1996 y 1997 se producirán las puebladas de Cutral Có y Plaza Huincul, protagonizadas por trabajadores desocupados a partir de la privatización de YPF. En el mismo período, estallan las protestas en las localidades de Mosconi y Tartagal.

La reconfiguración de la clase a partir de las reformas neoliberales obligó a replantear las estrategias de lucha. Introdujo una fragmentación y una desarticulación y llevó a las organizaciones sociales y políticas a encontrar formas de protesta, para hacer visibles los reclamos de una porción de la clase para quien la huelga y la organización en el lugar de trabajo no era una opción.

Ante semejante ofensiva, la reacción de las conducciones sindicales fue de una enorme pasividad, más preocupados por asociarse con el nuevo modelo que por frenar los ataques. En 1989 se había producido una fractura de la CGT por diferencias en torno a los vínculos con el nuevo gobierno y con las medidas económicas adoptadas. A raíz de estas diferencias, poco tiempo más tarde se conformarán dos espacios que se distinguieron de la orientación de total subordinación que planteaba el sindicalismo nucleado en la CGT. En 1992 se conformó la Central de Trabajadores Argentina y en 1994 el Movimiento de Trabajadores Argentinos. 

En los primeros años del menemismo hubo una fuerte reacción sectorial y de los gremios afectados por las medidas del gobierno. Principalmente, los conflictos se dieron en las empresas estatales privatizadas, como la gran huelga ferroviaria de 1991, sostenida desde las bases por 45 días y el plan de lucha de los telefónicos de 1990. 

Por otro lado, la parálisis de la industria afectó a las provincias que contaban con un régimen de promoción industrial, como Tierra del Fuego. En 1995 se produjo la ocupación de la empresa Continental Fueguina por parte de los trabajadores contra los despidos sin indemnización. La protesta fue violentamente reprimida y es asesinado por las fuerzas represivas Victor Choque. En la provincia de Jujuy, en 1996 se impulsa una coordinación de gremios estatales que incluía al SEOM del Perro Santillán, la Marcha de la Dignidad, exigiendo puestos de trabajo y asistencia a desocupades.

La Central de Trabajadores Argentina (CTA) en sus orígenes marcó un cuestionamiento al modelo de construcción sindical de la vieja burocracia. Desde sus comienzos, permitió la afiliación directa de les trabajadores e incorporó la votación directa en las elecciones de sus dirigentes. La fuerte vinculación de la CGT con el partido de gobierno se impugnaba desde la convocatoria a una central autónoma de los partidos y del Estado. Por otro lado, también se planteaba como una central que articule un sentido clasista en sentido más vasto; de ahí el llamado a la afiliación directa y a la adhesión a la central por parte de movimientos sociales (MOI, FTV). Otra apuesta de sus comienzos tuvo que ver con trascender la política sectorial o corporativa y plantear cuestionamientos a la política pública. Tal vez vinculado al predominio de gremios estatales afectados por la transformación de los servicios de educación, salud y otras áreas del Estado, se planteaba la impugnación a las reformas de esas áreas. 

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Más allá de la CTA, muchos de esos cuestionamientos eran construidos desde las bases. El devenir posterior de esta organización fue perdiendo esa inicial apuesta a la partición directa y de base, pareciéndose cada vez más a las organizaciones tradicionales.

Otro rasgo distintivo de la conflictividad del período es la incipiente conformación de los movimientos de trabajadorxs desocupades. Los MTDs tal vez sean una particularidad argentina y guarden vínculos con el peso que históricamente ha tenido en nuestro país el movimiento obrero organizado. La conformación de estas organizaciones manteniendo la identidad de clase se explica en parte por la trayectoria biográfica de parte de su dirigencia (muchos de elles venían de organizaciones sindicales), por las demandas iniciales vinculadas a la exigencia de puestos de trabajo. Esto configurará también las estructuras organizativas que recuperaron el piquete, la asamblea y la construcción de mandatos para la negociación, en este caso, con el Estado para la obtención de conquistas. 

El surgimiento del movimiento piquetero y su irrupción en la escena pública, a partir de los primeros levantamientos de Cutral Co / Plaza Huincul y Mosconi de 1996, va a ir conformándose en el conurbano bonaerense. 

A poco de andar, se darán los primeros debates sobre el estilo de construcción y las estrategias. Uno de esos debates estaba vinculado con la propia noción del sujeto que se organizaba. Mientras que algunes planteaban que se trataba de excluidos y anticipaban su pretensión de inclusión y reconocimiento por el Estado, otros movimientos sostenían la identidad en tanto trabajadorxs y mantenían la vigencia de su condición de sujeto antagonista, que debía articular un proyecto propio de “cambio social”. 

Otro punto a destacar se vincula con el debate sobre la relación con el Estado, que se particularizó en la discusión entre el MTD Varela y el de La Matanza. Mientras que el primero planteaba aceptar los planes de empleo, usarlos para organizarse y continuar la movilización por medidas de fondo; el segundo sostenía que aceptar planes y asistencia alimentaria era aceptar limosna y subordinarse el Estado, por lo que proponían una estrategia de tomas de tierra para producir, tomando la experiencia del MST de Brasil.

Este debate se conectaba con cómo entender a les desocupades como sujeto. La nueva configuración de la clase obligaba a repensar la tradicional idea de la centralidad del obrero industrial como aquel que presenta mayor potencia en una perspectiva de transformación revolucionaria. Les desocupades obligan a repensar al sujeto antagonista que se articula en un proyecto de cambio social junto con otros sectores de la clase y el conjunto de les oprimides. Esto, a su vez, desplaza la lucha en torno a lo salarial a la lucha por la reproducción de la fuerza de trabajo y, en definitiva, por la subsistencia. Lucha que se traslada allí donde las personas viven, sus barrios.

La lucha por la reproducción de la vida y la reconstrucción de lazos

La crisis de la hiperinflación de 1989 había dejado como saldo la conformación de las ollas populares que, junto con los saqueos, se constituyeron como estrategias de supervivencia ante la imposibilidad de hacer frente a las necesidades alimentarias. Las ollas nucleaban a vecinos con diferentes procedencias políticas y experiencias de organizaciones sociales previas. Sin embargo, en los años 90, esa unidad lograda ante la crisis se diluyó en una nueva ruptura de lazos sociales, en la fragmentación de esa unidad. En el conurbano bonaerense se trazó una política de control territorial asociada a la lógica clientelar, favorecida por el manejo de la asistencia a través de las manzaneras, que canalizaban los recursos del Fondo de Recuperación Histórica del Conurbano bonaerense creado en el año 1992. 

En ese contexto, desde mediados de la década, las organizaciones sociales que desarrollaban trabajo barrial con la perspectiva de fortalecer la capacidad de movilización de los sectores populares allí en sus territorios, se topaban con dos grandes estructuras de poder territorial: el control de la estructura clientelar ligados a los gobiernos municipales y la presencia de la iglesia, fundamentalmente católica. Esta última jugaba diferentes papeles según el territorio. Mientras que en algunas zonas contribuía a contener las situaciones de pobreza extrema a través de una lógica asistencialista apuntando a la resignación, en otras fue parte de procesos organizativos populares. Éste fue el caso de las comunidades eclesiales de base, que habían jugado un fuerte papel en las tomas de tierra de los años 80. 

Para mediados de los años 90 comienzan a surgir experiencias de trabajo territorial autogestionadas, comedores, mutuales, espacios educativos, centros culturales, colectivos de salud y organizaciones territoriales de derechos humanos. En una escala muy acotada y pequeña se desarrollan algunos proyectos de trabajo autogestionado y radios comunitarias. Muchas de estos espacios de trabajo barrial luego se convertirán en sedes de los movimientos de trabajadorxs desocupades. 

También durante los 90, a partir de la ausencia de políticas habitacionales y el aumento de la desocupación, comienza a darse una nueva oleada de toma de tierras en el conurbano bonaerense. Una de ellas retoma la experiencia de las tomas de los años 80 y se asienta en el barrio La Sarita de Quilmes -que luego será el barrio Agustín Ramirez- replicando similares modos de organización. La respuesta estatal fue el encarcelamiento del abogado de las familias y de tres curas que apoyaban la toma. 

Las recuperaciones de tierra afianzan una metodología: se organizaban previamente, una vez en el terreno se delimitaban de modo organizado las parcelas, se debatía en asamblea la utilización de espacios comunes y se delineaban proyectos educativos, productivos, culturales y deportivos para el barrio. Se elegían delegados por manzana para que pudieran ser voceros en una instancia de organización democrática y se definían comisiones de trabajo. También se establecían alianzas, tanto con otras tomas como con otros sectores organizados de la clase.  Estos procesos se replicaron en La Matanza y en la zona norte del GBA. 

La llegada de los MTDs va a cambiar la fisonomía de las experiencias territoriales. A partir de las asambleas se discuten y problematizan las distintas necesidades de reproducción de la vida. Además de la lucha por trabajo y por las necesidades alimentarias, se discuten los problemas en el acceso a la salud, las situaciones de violencia de género, la necesidad de socializar las tareas de cuidado de las niñeces, las dificultades para acceder a la educación, los problemas de infraestructura barrial. Esto va a plantear la necesidad de intervenir en los territorios buscando solidaridades con otros sectores, como el movimiento de derechos humanos, el movimiento estudiantil, colectivos de profesionales organizados (abogados, médicos, cientistas sociales). 

Posteriormente al estallido de 2001, esta experiencia acumulada dará origen a una vasta institucionalidad alternativa: proyectos productivos, comisiones de salud, bachilleratos populares, centros de día para personas con consumos problemáticos, espacios de niñeces, casas refugio de mujeres que padecen violencia, centros de cultura popular, espacios de comercialización de productos de la economía popular.

El aumento de la desocupación, obligó a un repliegue en el territorio y a encontrar otras estrategias de supervivencia no ligadas a la relación salarial. El predominio de mujeres en las organizaciones de desocupades está vinculado a esta necesidad de resguardar la vida, propia del ámbito doméstico y asignada en forma desigual a nosotras. Esta lucha por la reproducción de la vida es la que va a volverse una disputa política estratégica, reconfigurando el modo en el que se entiende la disputa de clase

La experiencia de participación en torno a estos colectivos modificará la subjetividad de quienes forman parte. De la experiencia de la responsabilización individual y la culpa por la propia situación, se pasa a una comprensión global de la desocupación como problema social. De la vivencia individual se pasa a una vivencia colectiva; del desarme y la fragmentación a la posibilidad de reconstruir la fuerza de un poder propio, antagonista y contrahegemónico. De la sensación de padecimiento, de la impotencia y la parálisis se pasa a la posibilidad de obtener conquistas y a manejar ciertas cuotas de poder social.

Si no hay justicia hay escrache

El movimiento de derechos humanos y en particular las Madres de Plaza de Mayo, eran una referencia y un espacio de nucleamiento y articulación de las luchas en torno a la búsqueda de justicia por los crímenes de la dictadura. Las marchas de la resistencia que se realizaban todos los años reunían en una vigilia de 24hs ininterrumpidas a un conjunto de organizaciones políticas, sociales y constituían espacios de intercambio y articulación. Las consignas de las marchas comenzaron a articular la lucha contra la impunidad de los crímenes de la dictadura con la lucha contra el hambre y la desocupación. 

Durante los años 80 se habían promulgado las leyes de Punto Final (1986) y de Obediencia Debida (1987), que  garantizaban la impunidad para los criminales del terrorismo de estado. La última surge como concesión al ejército luego del levantamiento militar de semana santa en 1987. La década de los 90 comienza con muchos militares responsables de los crímenes de la dictadura libres, indultados por el gobierno de Menem y en sus casas. El 3 de marzo de 1995, el capitán Scilingo reconoce el accionar de los “vuelos de la muerte”, y el 23 de marzo un acto de las Madres de Plaza de Mayo es reprimido en la puerta de la ESMA. El proyecto neoliberal disputaba en el imaginario social la relativización del horror que implicaron las desapariciones, los asesinatos, las torturas, la apropiación de lxs hijxs de desaparecidxs. La necesidad de represión de la conflictividad que el nuevo modelo generaba requería la legitimación de brutales ataques a la protesta social y a las organizaciones colectivas.

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En ese contexto surge la agrupación H.I.J.O.S (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). En el año 1995, en un homenaje en la Facultad de Humanidades de la UNLP, se presentan en sociedad. Rápidamente serán objeto de represión y amedrentamiento por parte de la policía. La estrategia de lucha contra la impunidad fue a través de los escraches, que hacían visible que los represores y torturadores de la dictadura estaban sueltos y vivían cómodamente en nuestros barrios. 

Por su parte, la represión contra los sectores movilizados de la clase se combinaba con la generalización (siempre presente y persistente) de la violencia institucional, las torturas y asesinatos de jóvenes pobres de barrios populares a manos de la policía. Las barriadas vivían el impacto de la desocupación y el sector de la juventud era el más golpeado. No había posibilidades de inserción laboral y la deserción escolar era moneda corriente. La única cara visible del estado para estos jóvenes era la de la institución policial. Para mediados de los 90 se generalizaban los casos de gatillo fácil. Ya en 1991 había sido asesinado Walter Bulacio en una comisaría y en 1993 había desaparecido el estudiante de periodismo Miguel Bru. La recurrencia de estos crímenes, sumado a la enorme cantidad de situaciones de hostigamiento y torturas de jóvenes pobres, llevó a un conjunto de abogados a fundar la coordinadora contra la represión institucional (Correpi) en 1992. Desde entonces, la organización saca a la luz la violencia estatal invisibilizada que apunta a un disciplinamiento cotidiano y ha sido parte de la querella en los juicios a los miembros de las fuerzas represivas involucrados en los crímenes.

El conocimiento será crítico o cómplice. Reformas educativas a pedido del banco mundial y su contracara, la rebelión estudiantil.

Como parte de la ofensiva neoliberal, se conocen los paquetes de reforma para la educación elaborados por los organismos internacionales de crédito. Dos documentos del Banco Mundial serán la base de esas reformas: Educación Primaria de 1990 y Educación Superior. Los lineamientos fueron adoptados en sendas leyes de reforma educativa en nuestro país: la Ley Federal de Educación (1992) y la Ley de Educación Superior (1995). 

Esto generó enormes movilizaciones contra su aprobación y jornadas de debate, asambleas, tomas de facultades y colegios. Estas leyes venían de la mano de créditos otorgados por los organismos internacionales para su implementación, plata a cambio de que las reformas se encaminen a los objetivos de remercantilización y de una utilización mucho más funcional de la educación para las necesidades del mercado. 

En el movimiento estudiantil se debatió el carácter de la ofensiva. No se trataba simplemente de una búsqueda de arancelamiento de la educación superior, de su privatización; se enfrentaba una ofensiva mucho mayor, una reestructuración profunda de la formación de profesionales. En este contexto, el movimiento estudiantil se dotó de espacios de participación y resistencia, tanto ante la vulneración de la autonomía universitaria como ante la deriva hacia una formación más técnica y menos integral, más funcional al mercado y menos crítica. Eso llevó a fuertes cuestionamientos de los contenidos en la formación y también de las formas antidemocráticas del gobierno universitario. Estos debates se nuclearon mucho más fuertemente en un conjunto de agrupaciones “independientes” que surgieron en esta década y tomaron forma en los encuentros nacionales de agrupaciones independientes, y también en federaciones de estudiantes por carrera.

Como parte de la disputa por el sentido del conocimiento se establecen experiencias de articulación con sectores en lucha, resignificando los espacios y propuestas formativas, apelando a otras fuentes de conocimiento surgidas al calor de los movimientos en resistencia. En algunos casos se conformaron cátedras libres como la de Derechos Humanos (Filosofía y Letras, UBA) o la Cátedra Che Guevara (con inicio en Facultad de Ciencias Sociales, UBA). El movimiento estudiantil se entrelazaba con las múltiples expresiones de resistencia, crecía y se nutría de la articulación con otros actores en lucha.

Lo personal es político

El movimiento feminista constituye un ejemplo de la acumulación progresiva hacia la construcción de la gigante marea que conocemos hoy. Crece desde la invisibilización absoluta, desde los márgenes de los territorios y las organizaciones, a la actual ineludible presencia y su impacto en la reconfiguración de los proyectos políticos. 

En 1986 se organiza el primer encuentro en nuestro país con una modalidad autogestiva, a partir de la construcción de talleres en los que las mujeres y disidencias tomaban la palabra, construían acuerdos, reflexionaban y elaboraban colectivamente conclusiones. Los encuentros se sostuvieron año a año en distintas ciudades del país. El encuentro de 1996 en la Ciudad de Buenos Aires reunió a alrededor de 15000 mujeres que marcharon por el centro, hecho que fue invisibilizado por los medios de comunicación. 

La metodología de la organización de los encuentros fue clave en la masificación de la experiencia. El objetivo era reunir a mujeres y disidencias para poder discutir en talleres sobre los distintos aspectos de la vivencia de la opresión patriarcal. Hay una correspondencia entre la metodología adoptada y la democratización del ejercicio del poder que está fuertemente vinculada a la posibilidad de identificar en el propio cuerpo la vivencia histórica de la desigualdad de ese ejercicio, de ser instrumentos y objetos de otros. Los encuentros comienzan de modo autogestivo y autofinanciado. 

Los antecedentes de esta experiencia pueden ubicarse en los grupos de autoconciencia que apuntaban a politizar las vivencias personales, los propios malestares, vinculándolos con el sistema de opresión a partir de sus expresiones cotidianas. La posibilidad de recuperar la decisión sobre el propio cuerpo en los encuentros se vive, se pasa por el cuerpo, aunque sea esos tres días que dura. Implican  la posibilidad de liberarse de esa cotidianeidad opresiva, recuperar la voz en el espacio público, construir política desde la desigualdad, desde la invisibilización (en la sociedad, pero también en las organizaciones sociales y políticas). Sin duda, esta experiencia transforma nuestra subjetividad y también permitió visibilizar tanto las demandas específicas de mujeres y disidencias como la necesidad de transformaciones estructurales de las relaciones sociales. Se va construyendo la necesidad de empezar a revolucionarlo todo desde las plazas, las calles, las casas y las camas, sin esperar, buscando transformar esa cotidianeidad desde ahora.

El movimiento feminista no comienza en esta década, pero la persistencia de los encuentros nacionales (hoy plurinacionales) de mujeres (hoy de mujeres, lesbianas, trans, travestis y no binaries) se nutrió de las luchas y demandas que comienzan a tomar forma en este período. 

Por esos años, para la mayoría de las agrupaciones el feminismo no era una definición asumida por el conjunto de la organización, se limitaba a las compañeras que participaban en estas instancias, casi no ocupaba lugar en los temarios de las reuniones. Pero esto no impidió que el movimiento fuera creciendo hasta tomar la dimensión que conocemos hoy en día.

Cuando tenga la tierra

Los movimientos campesinos volverán a reaparecer en los años 90 en un proceso de recomposición de estructuras organizativas previas. Desde la reapertura democrática comenzarán un camino de rearticulación, y ante las reformas neoliberales y el comienzo de la ofensiva extractivista y la incipiente expansión de la frontera agropecuaria, se configurarán los movimientos en las provincias de Misiones (MAM, 1986), Chaco (UNPEPROCH, 1986), Santiago del Estero (MOCASE, 1990), Jujuy (Red Puna, 1995) y más tarde Córdoba (APENOC, 1999). 

La capacidad de organización de estos movimientos está vinculada a las luchas por la tierra, y también como forma de protección colectiva ante los intentos de desalojos y expulsión de los territorios que históricamente habían sido habitados por familias campesinas y comunidades indígenas. La defensa de la tierra como medio de supervivencia es un eje estructurador, pero también las luchas por la identidad y la posibilidad de autodeterminación de esos territorios, de debatir y decidir sobre el uso de la tierra como bien común. Esto lleva a construir la noción de soberanía alimentaria. Esta acumulación política y los posicionamientos en torno a este eje, sumado al cuestionamiento de la propiedad privada y altamente concentrada de la tierra en nuestro país, sentará las bases para lo que luego serán las luchas en contra del modelo del agronegocio extractivista. 

La estrategia de organización se asentó sobre la base de la construcción asamblearia y de conformación de cooperativas de producción. Estas experiencias se articularon en redes de comercialización que fueron estableciendo vínculos y alianzas con otros movimientos más vinculados a la dinámica urbana. Algunos de estos movimientos fueron, a su vez, sede de experiencias de pasantías para jóvenes de las ciudades. En algunos casos se generaron trabajos de articulación estables para el impulso de actividades de educación y salud popular, de intercambio y revalorización y recuperación de saberes. 

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Una de esas articulaciones se condensó en la Federación Argentina de Estudiantes de Agronomía que surge a principios de los años 90 como una búsqueda de eses estudiantes de cuestionar la formación productivista y pretendidamente neutral y empezar a entrelazarse en experiencias de “extensión” universitaria con organizaciones campesinas y sus luchas. A partir de conocer la realidad de la vida de las familias organizadas y compartir la cotidianeidad conviviendo durante un período de tiempo, se generaba un intercambio de saberes que potenciaba la organización en ambos territorios. 

Difunda esta información, sienta la satisfacción moral de un acto de libertad. La contrainformación en tiempos de negocios mediáticos

El programa neoliberal requirió de un fuerte andamiaje de legitimación, una búsqueda de generar consenso en torno a las reformas que se buscaban implementar. Para ello, el papel de los medios de comunicación masivos de comunicación era central. Sin redes sociales, sin internet, sin televisión por cable, la comunicación era, en aquel entonces, muy diferente a la actual. Previo a las privatizaciones de principios de los 90, la propiedad de los principales canales de televisión y de algunas emisoras de radio era estatal. Las privatizaciones de esos medios y la llegada posteriormente de la televisión por cable van a configurar la televisión tal como la conocemos hoy, con grandes corporaciones mediáticas mediando en el acceso a la información. El papel protagónico que fueron tomando los medios en la consolidación del avance del neoliberalismo y en la construcción de su aceptación por amplias franjas de la población, obligó a intensificar una disputa (siempre presente) en torno al acceso a la información y la construcción de sentidos, por parte de los sectores que resistían la ofensiva. El escaso lugar para voces críticas a las medidas de gobierno, la desinformación en torno a los procesos de resistencia plantearon la necesidad de construir medios que expresaran los intereses populares. 

Históricamente ha existido una diferencia profunda entre aquellos medios que surgían como emprendimientos en búsqueda de rentabilidad de aquellos que cumplían alguna función social o comunitaria. En nuestro país, ligado a centros comunitarios u organizaciones barriales, tenían cierto desarrollo radios comunitarias como experiencias de comunicación popular o periódicos y revistas que buscaban una comunicación contrahegemónica.

En la búsqueda de construir una comunicación alternativa, romper la fragmentación y la desinformación y aportar a la reconstrucción de lazos entre las organizaciones en lucha, surgen distintas experiencias a mediados de los 90. Un ejemplo es el de la agencia de noticias RedAcción (actualmente ANRed), que en sus comienzos, generaba contenidos radiales y gacetillas de prensa para difundir en radios comunitarias los diferentes conflictos, y distribuía periódicos y materiales de las organizaciones sociales. 

Otro ejemplo fue el del cine piquetero, integrado por grupos de cine y videoactivismo como Boedo Films, Cine Insurgente, Alavío, que son parte de DOCA  (Documentalistas de Argentina) que desembocará luego del 2001 en la experiencia de Barricada TV. También fue emblemática la experiencia del Canal 4 Utopía ubicada en el barrio de Caballito, que sufría en forma permanente persecución e incautación de sus equipos. 

Los ejemplos son numerosos: radios, periódicos, propaladoras, revistas, fanzines. Con posterioridad al 2001, algunos medios de comunicación alternativa se nuclearon en torno a encuentros de comunicación alternativa que posteriormente conformarán la Red Nacional de Medios Alternativos (RNMA) que hoy está compuesta por 29 radios, 11 medios gráficos, 3 televisoras y 2 equipos técnicos/formativos distribuidos en las provincias de Jujuy, Misiones, Formosa, Catamarca, La Rioja, Corrientes, Neuquén, San Luis, Córdoba, Santa Fe, Provincia de Buenos Aires, Ciudad de Buenos Aires, Río Negro y Chubut.

Uno de los pilares de la construcción de comunicación alternativa es la democratización en la producción y recepción de mensajes y la búsqueda de entrelazarse con un proyecto de transformación social. Esto también llevó a socializar conocimiento técnico para que fueran las mismas organizaciones populares las que pudieran construir sus propios espacios de contra-información.

No nos han derrotado. Los entrelazamientos y las experiencias de articulación. Supervivencia pendiente de revolución.

Una de las características que atraviesa todas estas expresiones de lucha es su carácter sectorial y en un punto defensivo. Son ensayos organizativos ante una nueva configuración de la relación capital-trabajo. La mayoría de ellas surgen sin apoyo estatal, de modo autogestivo, sin la coordinación de los partidos políticos tradicionales y, por ello, como experiencias de lucha social. En muchas intervienen militantes formados, algunos de ellxs con experiencia organizativa partidaria previa; pero también se acerca una nueva camada militante.

¿Cómo recomponer estas luchas en un proyecto político que las unifica? ¿Cómo transitar de la impugnación a las políticas de gobierno hacia la conformación de un horizonte de transformación estructural?

Hacia fines de los 90 comienzan a organizarse espacios de articulación de algunas de estas organizaciones. En general había entrecruzamiento del activismo entre las distintas luchas a través de apoyos, solidaridades, trabajos conjuntos. Las luchas se iban entrelazando y nutriendo mutuamente. Un ejemplo de espacio aglutinador de estas luchas son los Encuentros de Organizaciones Sociales que comienzan en 1997. El EOS se planteaba “construir una coordinación como forma de superar la fragmentación sobre la base de que los encuentros sean útiles para cada trabajo de base, socializando experiencias, herramientas, recursos e información.” desde “(…) la tolerancia frente a la multiplicidad de trabajos existentes y a los distintos tiempos de las organizaciones sociales, valorizando el hecho de que cada grupo surge de necesidades concretas y priorizando el criterio de unidad en la diversidad”. Desde lo metodológico se proponía “avanzar en una práctica que garantice reglas de juego democráticas, horizontalidad de funcionamiento e igualdad en la información para todos los compañeros”.

La preeminencia de la coordinación de las luchas sociales y la preocupación por el cuidado de las organizaciones colectivas derivó en un punto en lo que algunes señalan como una ilusión social, una suerte de autosuficiencia de los movimientos sociales que relegaron el debate político-estratégico y programático. Sin embargo, es necesario reconocer que los posicionamientos políticos tenían lugar y, de algún modo, fueron los que generaron recorridos políticos  distintos de muchas de las organizaciones que formaban parte con posterioridad al estallido del 2001. 

Si como señala Bonnet las organizaciones políticas de izquierda organizadas en partidos o no, mostraron durante este período una potencia social por su intervención y aporte a las luchas mencionadas, lo que también se verifica es su (nuestra) dificultad para presentar un horizonte estratégico anticapitalista. La insurrección espontánea del 2001 melló la legitimidad del modelo neoliberal pero no logró ofrecer una alternativa anti sistémica. En todo caso lo que sobrevino fue una variante de gestión capitalista (“serio”, “con rostro humano”, “inclusivo” según sus propios impulsores) de la mano del ciclo kirchnerista. 

Las experiencias de lucha del período también lograron mostrar la potencia de las acciones autoorganizadas desobedientes (cortes de ruta, tomas, recuperación de tierras, contra información). De este modo, nutrieron la generación posterior de una institucionalidad alternativa que se asentaba sobre el reconocimiento de esa fuerza colectiva propia, del convencimiento de que la desobediencia y el enfrentamiento modifican las correlaciones de fuerza adversas. Pero por otro lado, inauguraron cambios en la configuración de la respuesta estatal que abrió paso a los conocidos procesos de integración de las demandas populares y de muchas de sus organizaciones. Las coordinaciones de las organizaciones sociales no fueron suficientes para estructurar un proyecto político alternativo. 

Muchas de estas experiencias mostraron cierta efectividad en ubicar por donde pasaban las ofensivas y construir planteos contrahegemónicos comprensibles para quienes formaban parte de esos espacios de resistencia, todavía no inteligibles a nivel social, ni suficientes para construir un proyecto revolucionario. Los problemas de la transición hacia un socialismo feminista, del Estado, de la estrategia, de un programa de articulación de las luchas, quedaron como un pendiente de este período. Las experiencias en los 90 crecieron al margen de la acción política estatal, y en disputa, tensión y diálogo con ella. No todas lo hicieron necesariamente con vocación antagonista o de transformación estructural, por lo que algunas fueron, más tarde o más temprano, metabolizadas en el nuevo ciclo político.

Hoy, ante una nueva crisis social, muchos de estos debates del pasado se reeditan de otros modos. Durante el ciclo político siguiente fueron numerosos los intentos de sostener un cauce organizativo de las organizaciones que surgieron en este período, de establecer articulaciones y, sobre todo, de afianzar un proyecto político anticapitalista, feminista, construido democráticamente desde abajo. 

En las luchas actuales vuelven a reaparecer en las luchas socioambientales, en el movimiento feminista, en algunas luchas de trabajadorxs; en la apuesta a la autoactividad, a los mecanismos asamblearios de tomas de decisiones, a la acción directa y a la generación de experiencias prefigurativas que presentan en germen una potencia contrahegemónica.

Revisitar este período y analizar su devenir posterior nos ayuda a comprender qué acumulamos y qué tareas han quedado pendientes. Una de ellas es la redefinición de una estrategia de poder con la nueva configuración de la clase y ante una nueva ofensiva del capital. 

Es materia de futuras reflexiones analizar qué pervive y cuánto se acumuló de aquellas experiencias de fuerte radicalidad con los ciclos políticos posteriores. Con más o menos aciertos, muchas de las apuestas que surgieron en ese primer ciclo todavía siguen estando vigentes, son procesos abiertos y en disputa.

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