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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Prólogo: La cifra de la utopía concreta

Especial para Contrahegemoníaweb

Poder obrero nos habla de experimentos de construcción de sociedades paralelas y alternativas a la sociedad capitalista pero también discrepantes respecto de los modelos históricos del socialismo estatal. La condición alternativa hace que el paralelismo no se agote en las meras correspondencias en tiempo y espacio. Por el contrario, nos remite, lisa y llanamente, a la invención de la realidad. Nos coloca frente algo que es del orden de lo poético-político, frente al realismo de una realidad más grande. Ese es su filo más distintivo.

Poder Obrero refiere a la construcción de diferentes versiones de células sociales de voluntad colectiva. Podríamos decir, apelando a lenguajes cómplices, que se centra en algunos ejercicios históricos de invención de comunidad y de comuna; es decir, en la creación colectiva de nuevas relaciones sociales (de producción, de propiedad) y de territorios abiertos de hermandad e igualdad radical con sustento en el gobierno democrático del trabajo y la vida por parte del proletariado extenso.

De paso, expone la verdad y la belleza de espacios idóneos para reencantar un mundo desencantado y para que la vida resulte interesante. Lugares aptos para el contrapoder y la respuesta contracultural, para la recomposición del deseo popular y prolongado. Hospitalarios parajes de reconversión de las subjetividades nacional-populares en clave emancipatoria y no demandante. Remansos que liberan de la intemperie y del mal viaje que nos impone el capitalismo y que después presenta como “la vida”. Fábricas de “cielo” en la tierra. También nos conecta con una forma de hacer estallar la hiperadaptación (y la soledad y complacencia consiguientes) que nos impone la sociedad capitalista y con un modelo de reemplazo de la misma; porque cambiar el mundo y reconstituir el sujeto que lo cambia es parte del mismo proceso. Una vía regia para producir la identidad, la unidad y la independencia de clase: para procrear fuerza social.

La comuna es una dialéctica fundamental, un factor de integración de la heterogeneidad popular. Es la forma social y la forma política capaz de realizar la emancipación del trabajo y la soberanía popular. Es, ni más ni menos, que la política del común, la política de las oprimidas y los oprimidos. Una política maravillosamente imperfecta: desprejuiciada, exuberante, provocadora, callejera, plural y portadora de una racionalidad alternativa a la del liberalismo. Difícilmente podamos concebir, desde esta estación del siglo XXI, formas y gubernamentalidades tan necesarias y vigentes; praxis y militancias tan prolíficas e intensas. La crisis civilizatoria del capital arrasa también con las mediaciones políticas tradicionales, pone en evidencia su vacuidad, su frivolidad, su índole caricaturesca y deshumanizadora.

Pode obrero trae la memoria –larga y corta– de experimentos de control obrero y gestión obrera, de democracia obrera, de base, directa; de formas de estructurar la autogestión y autogobierno popular. Formas no mediatizadas, no delegativas, no centralizadas, no coercitivas, colectivistas, deliberativas; reacias a la hipóstasis y la fetichización. Antitéticas a cualquier forma de empresarialidad neoliberal. Impropias para ser instrumentalizadas. Formas encarnadas, según las diferentes épocas y latitudes, en una panoplia de consejos (comunistas, de fábrica, obreros, de trabajadoras y trabajadores, campesinos, comunales, etc.), comités de base, repúblicas de consejos, cooperativas, empresas recuperadas por sus trabajadoras y trabajadores, asambleas, coordinadoras interfabriles, comandos comunales, cordones industriales, milicias populares, etcétera.

Son ejemplos clásicos porque reclaman desde el porvenir y son inmunes al anacronismo. Los fantasmas que aparecen vienen desde el pasado, pero sobre todo desde el futuro. Estamos ante casos que exponen una exquisita dialéctica entre las formas y los sujetos sociales y políticos. Formas que, por lo tanto, no entran en colisión con su contenido clasista, no descuartizan a los sujetos subalternos y oprimidos y no eluden la corporalidad. Formas que expresan y estimulan la combatividad de las y los de abajo y causan sinergias positivas.

Estas formas, en varias ocasiones, fueron contrapuestas al Estado, considerado inviable como molde político emancipatorio, incompatible con los contenidos no burgueses. Por otro lado, dicha contraposición está históricamente justificada por demás: los valores manifiestos son antagónicos, las diferencias entre socialización y estatización son demasiado obvias y han abonado modelos muy diferentes de socialismo. La estatización ha tendido a anular la acción directa, el protagonismo de las y los de abajo y fue y es un manantial de burocracia.

Del mismo modo, estas formas han sido contrastadas con los sindicatos que, como sabemos, son instituciones integradas a la sociedad capitalista y de ningún modo alternativas a la misma. Instituciones verticalistas, jerárquicas, disciplinadoras y posibilistas por naturaleza. Por cierto, la mayoría de las instituciones de la sociedad capitalista presenta estas características. Pero la evidencia histórica, con toda su contundencia, realza la importancia de las funciones defensivas de algunas instituciones tradicionales y su relativa susceptibilidad a las ideas de cambio, a la lucha y a la militancia, y a intervenciones que, desde su interior, pueden llegar a ponerlas en tensión.

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Lo que queremos decir es que la evidencia histórica no alcanza para menospreciar las posibilidades emancipatorias de una dialéctica entre lo instituido y lo instituyente. Sobre todo, cuando lo instituido remite a situaciones válidas como punto de partida o como sostén; por ejemplo, cuando se relaciona con entramados de derechos conquistados, con lo público y lo desmercantilizador, o con culturas participativas y resistentes.

En otras circunstancias –no pocas– estas formas inspiraron Estados que, en tiempos del capitalismo fabril y fordista, se consideraban alternativos al Estado capitalista y solían denominarse “democráticos” o “proletarios”; aunque pocas veces, o durante lapsos de tiempo muy breves, estuvieron a la altura de esa condición, cuando no la bastardearon directamente.

Hoy, en tiempos de financiarización del capital (del “devenir renta” del capital) y de flexibilización y precarización del trabajo, de la “fabrica difusa” y del “obrero-social”, se nos imponen nuevas superficies para la lucha de clases (y para la construcción de la solidaridad de clase). Nuevas sí, aunque ya previstas en 1968. Cobra cada vez más importancia el desarrollo de una conciencia del proletariado extenso sobre sus funciones productivas y reproductivas. Es acuciante la necesidad de territorializar el socialismo y de pensar a la comuna como gobierno del territorio y como trinchera para luchar contra los vectores del poder real. El despotismo patronal, sin dejar de concentrarse en instancias bien visibles, se ha esparcido por toda la sociedad.

Las formas históricas de la autodeterminación de los fines y la autogestión de los medios, aunque conservan su esencia, deben ser repensadas en función de las nuevas condiciones históricas: las nuevas fronteras impuestas por el capital, los nuevos sujetos, etc. También debe repensarse su relación con el Estado. ¿Cabe, por ejemplo, hablar ahora de “Estados plebeyos” o “Estados del proletariado extenso” o de “Estados comunales”? De nuevo, se instala el interrogante: ¿es compatible el poder del proletariado extenso con el poder estatal?, ¿es posible hacer del Estado una instancia de poder no separada de la comunidad? Nosotras y nosotros creemos que sí. Pero también sabemos que para eso ya no sirve “reponer” Estado. Lo que se requiere es la transformación revolucionaria del Estado.

Poder obrero rastrea los intentos de emancipación por parte de las trabajadoras mismas y los trabajadores mismos. Ensayos de emancipación sin tutelas. La construcción del poder popular y el socialismo desde abajo. Esto es: el socialismo como dinámica inmanente que acontece en fabricas o en territorios, que “es” por sí mismo, sin la voluntad determinante de instancias exteriores, aunque está siempre en tensión (en interacción, en contradicción) con otros incentivos e impulsos separados: desde arriba, pero también horizontales, dada la heterogeneidad del abajo.

Se trata de experimentos esquivos, difíciles de atrapar. Filamentos de un pasado no siempre registrados por una izquierda que sigue marcada a fuego por la tradición jacobina, más interesada en las destrezas de la vanguardia (en singular) que en el saber-hacer de las bases. Más atenta al momento de síntesis (o condensación, que no es exactamente lo mismo) que al momento de aprendizaje y empoderamiento real. Este jacobinismo mainstream aún posee un aura de “eficacia política” y, a pesar de los traspiés históricos, no ha perdido el encanto del atajo y la receta.

El gran problema es que esa “eficacia política”, en alguna medida, remite a las coincidencias de fondo de la tradición jacobina con el régimen burgués, entre otras: con el principio de autoridad, con la centralización, con el pragmatismo abstracto, con el elitismo.

Es cierto que estos experimentos se agotaron por impotencia y por aislamiento social. A veces les faltó ese plus de la creación conciente de realidades paralelas y alternativas. Un plus ideológico. Afirmamos esto sin ninguna intensión de negar la relevancia que ha tenido y tiene la creación inconsciente y espontánea de este tipo de realidades. En su malogro también pesó el cándido desdén de sus artífices y protagonistas por cuestiones vinculadas al poder político y al poder estatal; en fin, su falta de consideración de otras espacialidades relevantes, de los marcos de regulación nacional y de las estructuras de viabilidad.

Ha sido y es común la reivindicación abstracta de la condición embrionaria de estos experimentos. Cuando se evocan los “embriones de gobierno proletario” y de “poder popular”, pocas veces se plantean los posibles derroteros para exceder esa condición inacabada; por el contrario, se la idealiza, se la romantiza. Se impone la “prosa de parte” y su fetichismo. No se asumen esos experimentos como punto de partida y base de operaciones para disputar otros espacios y otros sentidos.

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También es cierto que la defensa de las prácticas “anticipatorias” ha alimentado posturas antipolíticas de diversas estirpes y, muchas veces, ha sido confundida con los planteos reformistas y conformistas. Cabe tener presente que Eduard Bernstein, quintaesencia del “evolucionismo” socialdemócrata y antirevolucionario, hablaba de introducir en la sociedad capitalista los “gérmenes” del socialismo y de “preparar” las transformaciones futuras.

Para la ideología hegemónica no caben dudas: estos experimentos constituyen fracasos que, al apilarse históricamente uno tras u otro, no hacen más que abonar la normalidad capitalista: su “objetividad” material e institucional fundada en la separación entre economía y política, la “objetividad” de sus estructuras y dispositivos de dominación y opresión. Desde este punto vista (que es parlamentarista, liberal, republicano y “populista”), la autoactividad popular, la autoorganización independiente del proletariado extenso, la impugnación misma de la sociedad capitalista, serían fenómenos del orden de lo patológico.

No hace falta suscribir a las ricas tradiciones “consejistas”, “operaístas”, “autonomistas” o “marxistas societales” para aguzar la percepción. Desde una posición ética o, simplemente, desde la realidad de quienes sufren a diario las aberraciones del capital y la exclusión de la polis, se pueden apreciar otras cosas: modos dignos de habitar el mientras tanto y de gozar de cada intento, capacidades resistentes, existencias potenciales del futuro (de una sociedad y un Estado futuros), destrezas transformadoras, fundamentos emancipatorios. Para las predisposiciones senti-pensantes, estas encrucijadas históricamente excepcionales, remiten a momentos de verdad política y hacen sentir que todo lo que existe fuera de ellos no es más que relleno, espuma u hojarasca: el polvo de la historia.

Por su parte, y para marcar diferencias con reformismos abiertos o encubiertos, corresponde decir que la idea de lo anticipatorio (o de lo “prefigurativo”, apelando al lenguaje de las militancias de la Argentina) puede adquirir sus sentidos más potentes cuando partimos de la necesidad de garantizar la reproducción de la vida del proletariado extenso y reducir los efectos de las relaciones sociales capitalistas hegemónicas; cuando buscamos las formas más congruentes de construir la legitimidad socio-política (y el enraizamiento social) de un proyecto emancipador; cuando reconocemos la importancia del desarrollo de una sociedad civil popular identificada con relaciones sociales solidarias, cooperativas, afectivas; cuando asumimos que no debería existir ninguna diferencia entre vivir (vivir dignamente) y transformar.

Este punto de partida, además, sirve para disminuir considerablemente las posibilidades de que, en un futuro, el realismo político se fagocite a la Utopía.

Claro está, al ahondar en la historia de estos experimentos, también podrán identificarse las lógicas del capital y del poder burgués que absorben, pervierten, anulan o destruyen toda impugnación sistémica. Estas lógicas remiten a uno de los problemas fundamentales de la construcción de una alternativa real al capitalismo: la articulación –especialmente durante un período de transición, pero también después– entre distintos planos jalonados por abismos insondables. Por ejemplo, las correspondencias entre los microcosmos y los macrocosmos o las articulaciones entre el “ser interior” y el “ser exterior”, entre el presente y el futuro, entre lo cotidiano y la utopía, entre los medios y los fines, entre la autogestión y la planificación, entre lo privado y lo público, y, de nuevo, entre lo instituido y lo instituyente.

Frente a esos abismos insondables, a la hora de sortearlos, se imponen los dilemas derivados de la inevitable utilización de las estructuras legales del capitalismo. ¿Actuar en ellas implica siempre restringir la lucha de clases y otras contiendas sustantivas? ¿Es posible incursionar en ellas si ser fagocitados? ¿Es posible resignificarlas? ¿Acaso pueden convertirse en un “complemento” del poder popular? ¿O, por el contrario, son formas irremediablemente condenadas a las funciones parasitarias?

Los experimentos rescatados en Poder obrero reclaman ser juzgados con criterios diferentes a los del éxito/fracaso. Porque son experimentos que valen en sí mismos, más allá de sus consecuencias inmediatas. Valen como momentos de recuperación, por parte de nosotras y nosotros –el proletariado extenso–, del mundo que construimos y nos arrebatan. Momentos de recuperación de las fuerzas alienadas. Valen como espacios concretos de autoliberación política y económica. Valen como refutación práctica del poder y el deseo de las clases dominantes, como delimitación concreta del poder estatal. Allí radica su innegable ventaja. A pesar de sus limitaciones, estos experimentos son los únicos que ofrecen alternativas concretas a la explotación capitalista y a la dominación burguesa.

¿No será que la comunidad (auto)organizada y autoinstituida es la verdadera “normalidad”, la más humana, la más respetuosa del trabajo, la naturaleza y la vida? Sospechamos que sí. Aunque pequemos de lesa fenomenología. Precisamente por eso el control obrero, la autogestión, el autogobierno, la deliberación popular que crea lenguajes y contenidos comunes, son prácticas radicales, revolucionarias. Porque nos restituyen las mejores capacidades de la especie. Porque a través de ellas es posible reconstruir pasiones políticas (y vitales).

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La comunidad (auto)organizada, a diferencia de la comunidad verticalmente organizada, contribuye a que las prácticas no queden despojadas de autoconciencia. Asimismo, permite que la teoría (o el pensamiento crítico), no quede desarraigada de experiencia social. De este modo, el “ser de izquierda” no se convierte en una forma de obstrucción del conocimiento social.

Resulta evidente que esos momentos/espacios poseen una carga pedagógica inmensa. Siempre funcionan como una gran escuela. Son espacios identitarios orgánicos y contrahegemónicos que resaltan las facetas productoras y ciudadanas de las clases subalternas y oprimidas, que denuncian las consecuencias políticas del fetichismo de la mercancía y repudian la condición de súbditas que encubren las formas liberales.

Estos experimentos valen a pesar de los cambios en los procesos laborales del capitalismo que señalábamos y que hacen más complicada (aunque no imposible) la experiencia compartida. Precisamente, por esos cambios, valen mucho más. De ahí también la inmunidad al anacronismo apuntada al comienzo. ¿Dónde están los “consejos del siglo XXI”? Se nos imponen unos formatos territoriales para los nuevos consejos; y también nuevos contenidos reforzadores de su consubstancial anticapitalismo: anticoloniales, antiimperialistas, ecologistas, antipatriarcales y género-sexo diversos. La idea de comuna resalta como espacio para concretar la unidad del proletariado extenso. Los “consejos del siglo XXI” existen. Crecerán y se multiplicarán.

La pluralidad que presenta Poder Obrero no va en desmedro de aquello que hilvana las experiencias analizadas. Al contrario, su fuerza está en lo común que alimenta un universal concreto que podríamos enunciar a partir de algunas fórmulas básicas:

Una invitación a reconocer y valorar el sentido más recóndito de las contra-sociedades creadas por las clases subalternas y oprimidas, sin concebirlas como momentos transitorios a la espera de otros momentos supuestamente definitorios, únicos, rutilantes y “exteriores”.

Una opción favorable a la creación de instituciones y gubernamentalidades propias de las y los de abajo, instituciones y gubernamentalidades donde el socialismo exista en potencia y en acto. Donde la lucha política y económica se articulen y donde se supere la división del trabajo capitalista y las escisiones en el plano material con sus correlatos societales y políticos: productores-consumidores, dirigentes-dirigidos, mando-obediencia. Es decir, la reivindicación de las praxis que suturan la distancia entre lo económico, lo social y lo político.

El reconocimiento de la relevancia de unas condiciones que no pueden ser creadas a posteriori de la “conquista del poder”; condiciones que podrán ser alentadas, celebradas, consolidadas, pero que jamás podrán ser producidas desde los gobiernos (por más “populares” que sean), y desde los Estados (si no son transformados radicalmente).

La admisión, en primera instancia, de la posibilidad de que la institucionalidad tradicional característica de la democracia burguesa y el Estado burgués, jueguen otros roles, generen contextos menos esquivos a la autogestión, al autogobierno y al poder popular. Ahora bien, un parcial desarrollo de esos roles, hará estallar la institucionalidad burguesa desde adentro, generará enormes contradicciones y quedará planteado el dilema: o bien se restaura el viejo Estado, o bien se lo transforma radicalmente y se lo excede. Luego, entonces, cabe la aceptación, sin culpas y lejos de todo purismo teórico o doctrinario, de la licitud de pensar en otro Estado: plebeyo, del proletariado extenso o comunal, según nombrábamos antes. Otra juricidad compatible con el poder popular. Las frustraciones (y aberraciones) del socialismo real, sus experimentos estatales fallidos, no tendrían que conspirar contra los balances críticos.

Quienes reivindican la experiencia del comunismo consejista no deberían espantarse ante este tipo de planteos. La lucha de clases produce situaciones que ninguna teoría o doctrina pueden prever. Justamente, la propia experiencia del comunismo consejista refuta toda idea de formato definitivo de sociedad, toda noción de “estados finales” que clausuren la historia. El “socialismo realista” demanda una inmensa generosidad política y cierta flexibilidad. No puede abjurar de los principios, pero debe precaverse de los principismos, en especial si pretende crear un lenguaje común y fundar un horizonte de transformación social. No debe hacer de la ideología una metafísica, sino una práctica.

Pensar el Estado más allá del Estado no es un ejercicio de fabulación. Es una práctica absolutamente necesaria: por la dimensión política del Estado, por la porción del Estado que es ecuación social o correlación de fuerzas, y por el carácter dialéctico (o circular si se prefiere) de las intervenciones políticas. Tal vez sea la forma más eficaz, acaso la única, de exceder el poder estatal y de escribirle el epitafio.

Por cierto, en Poder obrero se presentan casos de apoyo gubernamental/estatal al control obrero y se analizan las condiciones históricas que lo hicieron posible. Son varias las voces que dan cuenta de experiencias de control obrero en Estados capitalistas y en Estados “socialistas”.

Finalmente, podemos identificar en las páginas de Poder obrero una revalorización de la praxis política que invita a repensar las praxis vanguardistas en clave de funciones articulatorias destinadas a dotar de coherencia –sin uniformar– universos sociales fragmentados transidos de diversos grados de madurez de las fuerzas sociales. Esto es: la vanguardia, como vanguardia plural, como vanguardias no-verticales, múltiples y alternas. Hay un dato significativo, que no se les escapa a las hacedoras y a los hacedores de Poder obrero: las posibilidades (y el destino) de los experimentos de poder popular siempre han estado relacionadas con las redes de apoyo social, con el despliegue de lógicas reticulares. En muchas páginas de Poder Obrero sobrevuela la idea de contra-hegemonía.

La revalorización de la que hablamos se corresponde con unas funciones de síntesis simbólica de la fuerza colectiva, con la creación de instancias que garanticen la permanencia, la proyección y el derrame de esa fuerza y con la importancia de contar con estrategias globales de transformación; algo fundamental por diversos motivos: para no restringir la lucha contra la explotación y la dominación a territorios y sujetos populares específicos (fragmentos de sujetos populares), para no agotarse en acciones de detalle, para que las sociedades paralelas de las y los abajo excedan la condición defensiva, para construir un nuevo poder y evitar que el viejo lo encapsule y se regenere; en fin: para transformar la potencia popular en poder popular real.

Poder obrero nos invita a pensar la síntesis entre autogestión, autogobierno popular y estrategia política: la cifra de la utopía concreta. Y expone la evidencia histórica de la fuerza que surge cuando se produce la simbiosis entre la organización autónoma de las clases subalternas y oprimidas, una ideología radical (o varias ideologías radicales) y los proyectos políticos colectivos.

Lanús Oeste, 30 de noviembre de 2021.

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