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Paraguay – No es país para indígenas. Los desalojos violentos del agronegocio.

Para favorecer a productores de soja, en los últimos meses se expulsó con violencia de sus tierras ancestrales a 725 familias de 12 comunidades indígenas. El sueño de la Tierra sin Mal es cada vez más inalcanzable.

Llegaron al amanecer del jueves 4 de noviembre, a bordo de varios camiones y patrulleros. Una dotación de cerca de un centenar de policías armados como para una guerra, para enfrentar a integrantes de 24 familias indígenas de la etnia avá guaraní, integrada principalmente por mujeres y niños. La comunidad es conocida como Ka’a Poty 1 (‘flor de la yerba mate’, en guaraní), aunque el lugar es denominado colonia Tape Yke (‘al costado del camino’), en el distrito de Itakyry, departamento de Alto Paraná.

Los indígenas intentaron resistirse y defender parte de las 1.364 hectáreas correspondientes a la finca 1628, padrón 1933, que habían sido adquiridas por el Instituto Paraguayo del Indígena en 1996 y cuyo título de propiedad fue inscripto en los Registros Públicos en 2008 para ser entregadas a la comunidad. Pero la superioridad numérica de los policías, finalmente, hizo que las familias se resignaran al desalojo. La exfiscala de Ciudad del Este Liz Carolina Alfonzo, que también asegura ser propietaria de las tierras junto con varios productores de soja, fue quien encabezó el operativo.

«Ya nos habían desalojado con mucha violencia una primera vez, en junio, cuando golpearon a nuestra gente y quemaron nuestras viviendas, destruyeron nuestros cultivos, demolieron hasta el templo y la escuela. Ni siquiera permitieron rescatar la merienda escolar de las niñas y los niños. Nos tiraron a orillas del río Acaray, a la intemperie. En esa oportunidad, debido a la violencia, una mujer embarazada perdió a su bebé días después y un niño enfermó de neumonía», narra Marta Díaz, lideresa de la comunidad.

En un informe público, desde el blog kaapotyresiste.medium.com, los indígenas señalan: «Los agentes policiales y los guardias privados destruyeron las 30 viviendas de nuestra comunidad; la Escuela Básica N.º 8278 “12 de Agosto”, reconocida por el Ministerio de Educación y Ciencias, que contaba con docentes y 48 estudiantes, entre niños, niñas, jóvenes, adultos y adultas, y el jeroky aty comunitario. También destruyeron unas 5 hectáreas de plantaciones de mandioca, batata, caña dulce, piña; los bananales y plantas de kumanda yvyrai; todas las huertas familiares, que contaban con plantaciones de lechugas, tomates, zanahorias, repollos, locotes, cebollas, rabanitos; el invernadero de 20 por 100 metros, construido con apoyo de la Gobernación de Alto Paraná. Nuestra comunidad había logrado acordar un convenio con dicha gobernación para vender los excedentes de las hortalizas producidas».

«Durante el operativo de desalojo, las autoridades policiales nos prohibieron que sacáramos nuestras pertenencias, ni siquiera alimentos. Las familias de nuestra comunidad fuimos privadas de todos nuestros bienes: todas las camas, las mesas, los roperos, los utensilios y los cubiertos; todos los libros, los cuadernos y los útiles de los niños y las niñas en edad escolar; el motorcito y el tanque de agua que tenían; todas las cocinas, las garrafas, las planchas para fogones que habían logrado comprar; todos los televisores y las heladeras; una moto de mujer y una moto que tenía el arranque descompuesto; las sillas y las mesas de la escuela», explican.

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Los indígenas de Ka’a Poty se instalaron bajo precarias carpas en la Plaza de Armas de Asunción, frente al edificio del Congreso, en búsqueda de hacer visible su situación. Tras varias marchas y movilizaciones, consiguieron que la jueza Alejandra Magalí Zavala les otorgara una medida cautelar de urgencia, que les permitió regresar a sus tierras. Pero la felicidad duró apenas dos meses, ya que los particulares y los empresarios que reclaman las mismas tierras, con títulos que supuestamente acreditan propiedades superpuestas sobre las mismas superficies –una situación irregular muy común en Paraguay–, lograron que otra jueza dictara una nueva orden de desalojo, cumplida con mucha rapidez contra los indígenas, que actualmente se encuentran de nuevo acampados bajo precarias chozas en la histórica Plaza de Armas.

Recientemente, la comunidad indígena avá guaraní de Ka’a Poty presentó una denuncia contra el Estado paraguayo ante las Naciones Unidas y la Dirección de Derechos Humanos de la Corte Suprema de Justicia, por desalojo ilegal y violación de sus derechos fundamentales.

No hay tierra sin mal

Una de las utopías míticas más reconocidas de los pueblos indígenas de Paraguay es la búsqueda de su propio paraíso en la tierra. «Los tupi-guaraní vivían soñando el Yvymarae’ÿ, la prodigiosa Tierra sin Mal, donde el maíz crece solo y los hombres son inmortales. Por eso ellos formaban parte de un pueblo en permanente éxodo. Los karai, chamanes con suficiente poder para hacerse invisibles, resucitar a los muertos y devolver la juventud a las mujeres, eran los que mantenían viva la llama de la esperanza de llegar un día al mítico edén», destaca el escritor y poeta guaraní Mario Rubén Álvarez. El Yvymarae’ÿ, según la antropóloga Hélène Clastres en su obra La Tierra sin Mal, el profetismo tupí-guaraní, es un «lugar privilegiado, indestructible, donde la tierra produce por sí misma sus frutos y donde no hay muerte».

Actualmente, la Tierra sin Mal está cada vez más lejos para los pueblos indígenas. «En los últimos meses, se registraron en total 12 desalojos, un número mayor que lo ocurrido con los campesinos y las campesinas. Además, en al menos seis de ellos, tuvieron participación civiles armados. En total, fueron afectadas 725 familias, incluyendo a niñas, niños y adolescentes», destaca un informe de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy).

Además del caso de la comunidad Ka’a Poty de Alto Paraná, el 18 de noviembre de 2021, la Policía desalojó a 70 familias mbya guaraní de la comunidad Hugua Po’i, en Raúl Arsenio Oviedo, Caaguazú. «Quemaron sus ranchos, cultivos y el opy, que es la casa sagrada de los mbya. Esta destrucción perjudica a las madres, que son las encargadas del cuidado y la alimentación de la familia. Algunas quedaron con sus hijos en brazos al costado de la ruta, en la lluvia, mientras los niños lloraban. Un oficial de justicia llevó la orden de desalojo a las familias, resguardado por policías, cascos azules, un carro hidrante y un helicóptero. Las tierras son reclamadas por la firma Sociedad Civil Tres Palmas, pero la comunidad reivindica esas tierras como ancestrales. Dicen que en el lugar también está el cementerio de sus ancestros. Las familias afectadas denunciaron que el exintendente local Eddy Neufeld Hildebrand estuvo involucrado en el procedimiento. La comunidad mbya de Loma Piro’y, en el mismo distrito, había denunciado lo mismo cuando fue desalojada en diciembre de 2020», destaca el medio digital El Surtidor.

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Entre otros casos documentados, la Codehupy menciona el desalojo de varias familias mbya guaraní, a cargo de la Fiscalía y la Policía Nacional, el 28 de octubre, en Tavaí, Caazapá. Otro caso que tuvo gran resonancia fue el desalojo violento de 15 familias indígenas del tekoha guasu (‘casa grande’) Yvypyte, del pueblo Paĩ Tavyterã, el 28 de julio, a cargo de un grupo de civiles armados contratados por ganaderos y productores sojeros, y de quienes no se descarta posibles nexos con el narcotráfico.

Los desalojos se intensificaron desde que el Congreso Nacional aprobó, en setiembre de 2021, la ley 6830/2021, que modifica el artículo 142 de la ley 1160/1997 del Código Penal. La modificación elevó la pena del delito de invasión de inmueble ajeno hasta diez años de cárcel. Según la Codehupy, este nuevo elemento jurídico está siendo usado para «ampliar la criminalización de la lucha por la tierra».

La gran cantidad de casos de desalojos violentos hizo que los obispos y otras organizaciones de la Iglesia Católica recurrieran a las celebraciones multitudinarias de la Virgen de Caacupé, durante la primera semana de diciembre, para pronunciarse con fuerza en contra de estos hechos. «Duele ver a los verdaderos dueños de estas tierras, como primeros habitantes de lo que hoy es Paraguay, que, con aparatos del Estado, siempre al servicio de los terratenientes, del agronegocio, las multinacionales y, por supuesto, el narcotráfico y la narcopolítica, son atropellados y pisoteados, su dignidad y su derecho territorial», expresó la monja Raquel Peralta, presidenta de la Confederación de Religiosos del Paraguay.

La Conferencia Episcopal Paraguaya emitió una carta abierta dirigida a las autoridades en la que cuestiona los desalojos de las comunidades, exige el respeto al derecho a la tierra y recomienda derogar la ley que criminaliza la invasión de inmuebles. «Los episodios recientes nos producen indignación, por lo que instamos a las autoridades nacionales a precautelar los derechos de los pueblos originarios en nuestro país y el derecho a la tierra de nuestros compatriotas. En razón de la justicia que todos merecen, libre de arbitrariedades, pedimos que se revisen los procedimientos realizados», expresaron los obispos.

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Con la lideresa Kuña Ñembo’ete

«Nuestro derecho como indígenas no sirve para nada»

Su nombre «blanco», para la burocracia paraguaya, es Marta Díaz, pero su nombre indígena ka’aguy gua (‘del monte’) es Kuña Ñembo’ete (‘mujer verdadera’). Ella es la principal lideresa de la comunidad Ka’a Poty, que fuera desalojada en dos oportunidades de sus tierras ancestrales. Recibe a Brecha frente a una precaria y mísera choza de carpa, instalada en la histórica Plaza de Armas, frente a la sede del Congreso, en Asunción, desde donde dirige constantes movilizaciones por las calles de la ciudad exigiendo que le devuelvan su lugar en el mundo.

«No respetan nuestros derechos. Son personas particulares, productores de soja, algunos de nacionalidad brasileña, que reclaman la tierra que el Instituto Nacional del Indígena había comprado para nuestra comunidad. Nosotros tenemos título de propiedad y ellos dicen también tener títulos sobre la misma tierra. En este caso, debería valer el derecho de los pueblos indígenas, pero como ellos tienen mucho dinero y tienen influencia sobre las autoridades, la Justicia y la Policía les hacen caso solo a ellos, mientras que a nosotros nos echan como si fuéramos animales», dice Marta.

Cerca de allí, los niños juegan en el barro. Ha caído una fuerte lluvia de verano y la plaza se ha vuelto lodosa, como un chiquero. Pobreza extrema en contraste con el lujo del moderno edificio del Congreso, al que por su forma de disco se le llama jocosamente platillo volador. «Los que nos mandan expulsar son 12 personas particulares y empresas que dicen ser los dueños de nuestra tierra. Una de ellas es una exfiscala Liz Carolina, que maneja la Justicia como si fuera suya. Hay también grandes empresarios brasileños, cultivadores de soja. Ellos son los que mandan en nuestro país. En esas tierras vivieron nuestros abuelos. Ese derecho no se tiene en cuenta. Vienen y queman nuestras casas, destruyen nuestros cultivos. Nuestro derecho como indígenas no sirve para nada», reclama Marta, quien asegura que no se van a rendir, que van a seguir luchando. En otro espacio público cercano, en la Plaza Uruguaya, se encuentran indígenas mby’a guaraní, también desalojados de sus comunidades, en el departamento de Caaguazú. Están allí a la vista de todos, pero es como si fueran invisibles.

Fuente: Brecha

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