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La crueldad como política de Estado – La historia de Harun

Hace muchos años un amigo palestino me dijo: «El mundo no puede creer todo lo que nos hace Israel. Por eso necesitamos voces israelíes que lo cuenten.» Esa frase inolvidable de mi amigo vale para los hechos de hace 74 años –la limpieza étnica, la destrucción y la muerte que dieron origen al Estado de Israel− como para lo que viven todos los días desde entonces, bajo las mil y una políticas que tienen como único propósito hacer de la vida palestina un infierno cotidiano, hasta aniquilarla.

Podría dedicar esta columna a hacer un recuento de los actos de mayor crueldad cometidos solo este último mes en el territorio palestino –desde el Mediterráneo hasta el río Jordán−, y sería interminable. Podría describir cómo en el Sur de Hebrón el ejército de ocupación embistió con una grúa a un viejo líder beduino y lo abandonó moribundo; o relatar que en el centro de Cisjordania puso bajo sitio a una localidad entera durante 50 días y cometió abusos que incluyeron invadir 17 veces la escuela armados a guerra y llevarse detenidos a menores; o que detuvo sin motivo alguno a un anciano de 80 años que regresaba a su hogar, lo hizo bajar del coche y lo torturó hasta que murió de un infarto; o cómo reprimió brutalmente, y arrestó hasta niñas y niños de 11 y 12 años, a una comunidad indígena beduina del desierto del Naqab (cuyos habitantes tienen ciudadanía israelí pero no cuentan, porque no son judíos) que protestaba contra el despojo de su tierra; o que desde hace un año mantiene preso, sin cargos ni juicio, a un adolescente de 17 años que sufre una grave enfermedad crónica que requiere tratamiento continuo (miastenia), pese a que a contrajo Covid y que tres agencias de la ONU están pidiendo su liberación; o cómo agentes armados a guerra irrumpieron de noche en el hogar de la familia Salhiya (una de las que resisten la limpieza étnica en el barrio Sheikh Jarrah de Jerusalén Este), y luego de expulsar a las tres generaciones que vivían allí demolió su casa ante sus ojos, dejándoles sin techo en el frío gélido de la madrugada… Y podría seguir relatando ejemplos de esa crueldad sin límites, ejercida por un país que invierte muchos millones al año en vender una imagen internacional de civilización y democracia y, por supuesto, una importante dosis de autovictimización.

Pero en cambio quiero visibilizar  un caso emblemático por su crueldad y su trágico resultado, pese a que refleja dinámicas cotidianas. Ocurrió hace un año, en la aldea pastoril Al-Rakiz, en Colinas al Sur de Hebrón, la crítica ‘zona C’ de Cisjordania de donde Israel pretende expulsar a toda la población palestina para construir o expandir sus colonias judías. Y por aquello que decía mi amigo, el relato que traduje es de Erella y Yair, dos activistas israelíes que pertenecen al “Grupo de las Aldeas” y apoyan desde hace años a comunidades palestinas que resisten la limpieza étnica en Cisjordania.

La impactante historia de Harun Abu Aram – 4/1/21

El camino hacia el hospital al-Ahali de Hebrón pasa por calles bloqueadas y caóticas que recuerdan un poco al sur de Tel Aviv. Dentro, un hospital como cualquier otro del mundo, largos pasillos y mucha gente preocupada y esperando, esperando preocupada.

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El padre y el tío de Harun están esperando. Ambos tienen los ojos azules y brillantes como los de Harun (23), que yace ventilado en una Unidad de Cuidados Intensivos desde que un soldado israelí le disparó en el cuello sin motivo alguno, el pasado viernes.

Por miedo al Covid-19 no se nos permitió acercarnos a él, y sólo lo observamos −conectado a máquinas y tubos− desde la puerta. Parecía dormido, hasta que de repente abrió un par de ojos enormes y miró durante mucho tiempo al techo. Ese es el único lugar al que puede mirar. La bala le cortó la médula espinal entre las vértebras C6 y C7. No puede girar la cabeza ni mirar a ningún otro sitio. Pero su mirada clara nos dice que vivirá. Y que lo sabe.

Antes de ir al hospital, nos sentamos con la familia y los vecinos de Harun y escuchamos más detalles sobre el crimen que tuvo lugar allí el 1° de enero, un regalo de Año Nuevo de los colonos judíos, el ejército israelí y la Administración Civil a los habitantes de Al-Rakiz. Así nos enteramos de lo que ocurrió antes de la agresión y, lo que es aún más horrible, de lo que ocurrió después.

El domingo pasado, Ashraf −vecino de Harun que vive en la colina de enfrente− se enteró de que el tribunal israelí había declarado una moratoria sobre las demoliciones en la zona. Ashraf pensó que sería una oportunidad para ampliar su corral de ovejas; trajo consigo [los materiales], y el martes el corral estaba en pie.


El viernes por la mañana, los colonos de la cercana Havat Ma’on vinieron y fotografiaron el nuevo corral de ovejas. Recordemos que el propio Havat Ma’on −un ‘puesto de avanzada’ [colonia no autorizada pero tolerada por el Estado] ilegal como todos los puestos de avanzada erigidos en la cima de cada colina− está haciendo metástasis como un cáncer violento, sin ningún permiso de construcción, pero en el Planeta de la Ocupación hay leyes diferentes para la raza superior.

La ‘Administración Civil’ [gobierno militar en Cisjordania] y el ejército israelí actuaron inmediatamente. A las 2 de la tarde, un jeep del ejército y una camioneta de la Administración Civil se detuvieron junto a la casa de Ashraf. Los soldados entraron. «¿Qué buscan?» preguntó Ashraf. Los soldados no tenían ninguna orden judicial y ni siquiera se molestaron en explicar a Ashraf lo que estaban haciendo en su casa. «Cállate», dijo el soldado y le empujó. «Cállate y apártate».

Como sabemos, la población palestina de los territorios ocupados no tiene ningún derecho humano: ni a la dignidad, ni a la intimidad, ni a un juicio justo. Su hogar no es inmune a las incursiones y demoliciones nocturnas, su propiedad está expuesta a la confiscación arbitraria, su vida y sus cuerpos son pisoteados por cualquier soldado al que se le antoje.

Los soldados hicieron lo que les dio la gana en la casa de Ashraf, a la vista de su mujer y su pequeño hijo. Descubrieron un cable eléctrico [esas aldeas no tienen electricidad, aunque sí las colonias judías vecinas] al que Ashraf había conectado una sierra de disco, lo siguieron y encontraron el generador −ese generador que se hizo famoso por el video−, que vale cientos de shekels. Sin ninguna razón ni explicación, lo tomaron y lo pusieron en la camioneta de la Administración Civil. «¿Por qué?» «¡Se callan!»

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Ashraf no estaba dispuesto a aceptarlo. Intentó recuperar su generador y los soldados lo golpearon. Rasmi, el padre de Harun −que trabaja en Israel y había venido a su casa por el fin de semana− vio el alboroto y vino a ayudar. Los soldados también lo golpearon. Harun vio cómo golpeaban a su padre y corrió en su ayuda. Se les unieron uno o dos niños más, mientras la esposa de Ashraf gritaba, igual que su hijo de 2 años. Y eso es todo. 
La innecesaria pelea que estalló entre soldados israelíes armados y cuatro o cinco palestinos fue descrita por el portavoz del ejército como «una violenta revuelta de 150 palestinos, que lanzaron piedras masivamente.» Sí. En serio. En el Planeta de la Ocupación, la verdad no es una opción.

Entonces sonó el disparo y Harun cayó; los soldados y el representante de la Administración Civil corrieron hacia sus vehículos seguros y huyeron; Ashraf y Rasmi cargaron a Harun sangrando en el cacharro de Ashraf e intentaron llevarlo al hospital. Pero el jeep del ejército les bloqueó el paso y no les dejó pasar. Ashraf se salió de la carretera e intentó esquivar a los soldados. Entonces le dispararon a los neumáticos. Sí. Los soldados israelíes dispararon a las ruedas del coche que llevaba al hospital al joven al que recién habían baleado en el cuello y abandonado. Sí. Qué queda por decir.

De alguna manera lograron llegar al poblado vecino de Al-Tuwani, donde pasaron a Harun al vehículo de Mohammad Rabi. Cuando llegaron a la carretera principal, los soldados les esperaban de nuevo. Y de nuevo los detuvieron. Y de nuevo Mohammad tuvo que escapar de ellos con el sangrante Harun en el asiento trasero. Y volvieron a sonar disparos en su dirección. Sí. Sí.

En la siguiente aldea, la ambulancia ya estaba esperando para llevarlo hasta Yatta. El médico dice que otros diez minutos de retraso y Harun no estaría vivo. Detuvo la hemorragia y envió a Harun al hospital de Hebrón, donde lo sedaron durante dos días hasta que se estabilizó. Allí lo vimos hoy.

Dejamos al padre y al tío con Harun y volvimos a Al-Rakiz. Encontramos a su madre, Farsi, sacudida entre la esperanza y el desconcierto, a su hermano Muhammad (16 años) y a su hermana Hanan (14 años), que están volviéndose locos, y a la pequeña Doha, que aún no entiende. También conocimos a la prometida de Harun, Du’a. Parecía congelada y en estado de shock, y no decía ni una palabra. Tenían planeado casarse dentro de dos meses.


La madre estaba especialmente preocupada por Muhammad. Él y Harun son tan unidos, decía ella, siempre juntos, planeando la nueva casa que construirían, hablando de la gran boda con la que Harun soñaba. ¿Qué hará él con toda la rabia, el dolor, la impotencia, la sensación de horrible injusticia?

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Nos sentamos con Ashraf. Se podía ver lo culpable que se sentía, como si de alguna manera todo hubiera ocurrido por su culpa. Pero ¿quién habría pensado que una persona sería baleada por un generador? No puede soportar las mentiras desparramadas por el portavoz del ejército, y las repite una y otra vez: «¿150 personas? ¿Por qué inventar semejante mentira?»

(En las afueras de la aldea, de regreso, nos encontramos con un equipo de Al-Jazeera. La policía israelí les paró a la entrada del poblado y multó a cada uno de los pasajeros del coche con 5.000 shekels por no llevar mascarillas. Sí. Sí. Nunca termina).

¿Y ahora qué? En Israel Harun podría recibir una atención médica mucho mejor, sin duda, cuando comience su rehabilitación. Pero desde que Trump anunció la anexión, la Autoridad Palestina no permite el traslado de pacientes a Israel ni paga su atención y hospitalización allí. La anexión se evaporó como un mal sueño, pero la resolución sigue en pie.

En un mundo normal, Israel asumiría la responsabilidad por el cuidado de Harun. Pero palabras como “normal” o “responsabilidad” no son reconocidas por el léxico de la ocupación. Estamos tratando de encontrar la manera de llevar a Harun a un hospital israelí. Les seguiremos informando.

Mientras tanto, Harun está allí, mirando el techo. Solo.

 Erella y su grupo cumplieron su palabra, además de mover cielo y tierra y recolectar fondos para financiar el tratamiento de Harun en un hospital de rehabilitación israelí (a 28.000 dólares al mes). En un post del 22/6/21, informan que Harun salió de peligro pero quedó tetrapléjico, y reiteran el pedido de apoyo económico para seguir pagando el hospital, ya que sus gestiones ante la Autoridad Palestina fueron vanas. En otro post del 21/11/21, Erella –tras recordar que conoció a la familia de Harun cuando el ejército israelí demolió su vivienda en noviembre de 2020− informa que el 24/10/21 Harun fue dado de alta del hospital israelí y trasladado a su nuevo hogar −adaptado a sus necesidades− ya no en su aldea pastoril sino en la vecina ciudad de Yatta («No más campo abierto, ni rebaño, ni el caballo que soñaba comprar, ni el vasto desierto.»), y que continúan recaudando fondos para financiar a los enfermeros permanentes que necesita por su delicado estado (tiene éscaras en el cuerpo que, según una enfermera del hospital Reut, podrían ser mortales si no se curan) y que la Autoridad Palestina se sigue negando a pagar en su propio territorio.

Vale mencionar que durante 2021 las fuerzas de ocupación continuaron sus habituales incursiones en Al-Rakiz y las aldeas vecinas, confiscando tractores, vehículos y tanques de agua, demoliendo estructuras y otros medios de vida de esas comunidades pastoriles.

El analista y activista Amjad Iraqi escribió el pasado 19 de enero: «La crueldad es intrínseca al apartheid israelí. Y la demolición de hoy de la casa de los Salhiyeh en Sheikh Jarrah (…) está diseñada para ser cruel, tanto para la familia como para todos los palestinos y palestinas que la observan. La crueldad es necesaria para aterrorizar, desmoralizar e incapacitar a la población palestina. El Estado necesita que sintamos esta impotencia, que nos sintamos atrapados por la sensación de fracaso, para robarnos no sólo la voluntad de resistir, sino la voluntad de vivir. Necesita nuestra total sumisión, o nuestra completa anulación. (…) Muchas palestinas y palestinos hemos sentido hoy ese dolor de forma aguda. Muchos nos sentimos impotentes. Pero luego vino la rabia. Y luego vino nuestra determinación. Una sociedad ‘resiliente’ es una sociedad torturada, que a menudo depende de su pura obstinación para salir adelante. Pero es lo único que desafía a la crueldad cuando nada más lo hace.» Y yo agrego: de eso el pueblo palestino sabe mucho: como tantos pueblos indígenas del mundo, lleva varias generaciones resistiendo; y ningún proyecto colonial logrará arrancarlo de su tierra ancestral.

Fuente: Maria en Palestina

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