La riqueza de las sociedades en que impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un “inmenso arsenal de mercancías” y la mercancía como su forma elemental.
Carlos Marx, primera frase de El Capital, 1867
Orientada por esa brújula, surge esta somera descripción de un aspecto de la mercancía, centrado particularmente en una característica agregada por el sistema que demuestra la no neutralidad de la triada ciencias duras-técnica-tecnología y su rol plenamente activo dentro del capitalismo. Cualidad oculta, pero flagrante por sus múltiples consecuencias perniciosas y que está relacionada con la durabilidad de gran parte de los elementos materiales producidos por el capitalismo. Esta cualidad es denominada comúnmente: “Obsolescencia programada”. Hablaremos de su interacción como uno de los tantos nexos coordinantes en la consolidación de algunos sectores hegemónicos, su rol en el modo de vida imperial, su persistencia en el tiempo y su contribución, interviniendo en el fomento del consumo, sobre daños a nivel ambiental, social y económico. El mecanismo de esta práctica consiste, básicamente, en generar las condiciones valiéndose de las técnicas-operativas necesarias que alteran ciertos procesos básicos y materiales en la producción, con la intención de que provoquen fallas claves en un producto u otras alteraciones no técnicas injustificadas, luego de un tiempo de uso más o menos predeterminado para así garantizar con plenitud el reemplazo cíclico de dicho bien, por lo tanto, su función principal dentro del sistema deriva en la sustentabilidad de la generación y multiplicación de ganancias, operando directamente sobre los modos de producción de mercancía, compuesta ella fundamentalmente por bienes materiales (aunque también servicios) de todo tipo. A la vez, y no casualmente, éste accionar opera subrepticiamente como un engranaje más de los mecanismos de dominación múltiple presentes en el actual sistema mundo, porque además de generar las condiciones necesarias para perpetuar ganancias profundizando la concentración del poder económico, coadyuva paralelamente, creando escenarios de una virtual pertenencia a una clase superior, produciendo los aprontes para el desarrollo de un consenso intersubjetivo de cierta normalidad o conformismo que valida a la operatoria. Es, por tanto, la obsolescencia, una práctica que obra como un eslabón más en la cadena de sostén de la hegemonía capitalista, porque generalmente estos hábitos de consumo que validan dichas prácticas nocivas, vienen irradiados de las clases dominantes. En otras palabras, hay una clara articulación entre los mecanismos de obsolescencia, el enclavamiento del consumismo y viceversa; habiendo retroalimentación entre ambas prácticas, lo que permite un mayor potenciamiento individual y recíproco. Claro que esta definición no es completa, debido a que sólo abarca uno de sus métodos. La obsolescencia no se da sólo por fallas de índole técnica, sino que puede llevarse a cabo en muchos parámetros simultáneamente, con el fin de asegurar la eficacia del sistema. Un ejemplo de obsolescencia no técnica, es la determinada por el lanzamiento de un nuevo producto al mercado al que se le agrega una, tal vez dos funciones, o quizás algún cambio estético en su diseño exterior, con la finalidad de incitar a les consumidores a dejar su producto actual y casi siempre, perfectamente funcional, para descartarlo, literalmente, a la basura, (o heredarlo, en las lógicas del sistema el bien usado denota, como consecuencia de la exaltación de lo nuevo, una subalternidad exacerbada en quien lo recibe) promoviendo así, la adquisición de un nuevo ejemplar del bien previo, para realizar casi exactamente las mismas tareas que las que el anterior realizaba. Los artilugios y vericuetos utilizados por las corporaciones son muy numerosos, desiguales y combinados, cuestión por la cual son tan difíciles de detectar y exponer con total claridad, a pesar de que hay, como decíamos antes, cierto consenso sobre su existencia sostenido sencillamente por la creación de un sentido común positivista de que lo nuevo siempre es mejor. Habitualmente se montan en ese sentido, espectaculares presentaciones de productos edulcorados con supuestas nuevas virtudes que generalmente resultan insignificantes en la mejora real de las capacidades del artículo tecnológico; por citar un ejemplo, en manufacturas tales como celulares y computadoras, varios avances podrían lograrse con simples actualizaciones de sistema operativo, que podrían ser descargadas en forma gratuita, evitando rehacer o renovar el producto completo.
El consumo dentro del sistema está plenamente relacionado con el deseo, explicado a la manera Lacaniana, del objeto que siempre se te sigue distanciando, cuando llegas a ese objeto A, es en ese mismo momento en el cual tu deseo parte hacia otro lugar. Es en virtud de lo anterior de lo que también se vale el éxito de éste aspecto del accionar de la obsolescencia, explotando la debilidad que genera ese deseo para crear uno nuevo que se traduce directamente en un producto e inducir a, literalmente, tirar a la basura un producto funcional para adquirir uno nuevo con un 99% de similares características. También actúan como andamiaje del accionar la ausencia de comunicación acerca de estas cuestiones y falta de penalización y legislación de parte de los estados a pesar de los casos comprobados. Paralelamente a esto, son actores fundamentales los medios de comunicación, usando a la publicidad como vehículo perfecto para difundir, mediante datos escasos, caóticos, fragmentados y sesgados a nivel técnico; información (o desinformación) que oficie como legitimación de estas prácticas. Como ejemplificamos más arriba, esta forma de obsolescencia combinada con otras, es muy habitual en productos de los denominados electrónicos o tecnológicos (celulares, computadoras, impresoras, etc.) La validación social de la práctica es también apuntalada y sostenida, por la supuesta capacidad de las industrias de generar mejoras en las virtudes de los productos con relativa velocidad, gracias a hipotéticos mecanismos de incentivo al calor de la “libre competencia” y sus presuntas consecuencias positivas, ligadas también a la creciente acumulación de capital y su potencial reinversión; en un círculo virtuoso, o una especie de espiral creciente de interacción múltiple mercado-capital-tecnología.

Haciendo un poco de historia nos encontramos con el que es considerado el primer ejemplo del ejercicio de la obsolescencia programada en términos materiales, pero además validado corporativamente y en muchos casos por las teorías económicas Keynesianas de la época así como también por el New Deal. Se remonta a las primeras décadas del siglo XX, en la que la electrificación del llamado mundo moderno empezaba a extenderse en los grandes centros urbanos europeos y de Estados Unidos (incluso más allá, decía Lenin por ese entonces como propaganda que comunismo era electrificación mas soviets, incorporando el fenómeno como fuerza emancipadora social intermediaria en la necesaria industrialización de Rusia, muy atrasada en el plano productivo). Para ese entonces prácticamente el único artefacto eléctrico masivo existente era la bombilla eléctrica incandescente. Luego de varios intentos entre Edison y la primera década de 1900 se dio con un diseño que permitía duraciones teóricas prácticamente infinitas (se cita a menudo en este sentido el caso de una bombita incandescente que permanece encendida en un cuartel de bomberos estadounidense desde 1901 y al día de hoy sigue funcionando). Ya para 1920 existían enormes corporaciones en Estados Unidos y Europa que fabricaban millones de lamparitas al año. Como era de esperarse, comenzaron paralelamente a notar que año tras año vendían menos bombitas y las ganancias bajaban por la sencilla razón de que las lamparitas duraban demasiado. Fue así como en diciembre de 1924, en Ginebra, surgió lo que se llamó el Cártel Phoebus y su misión era simplemente la de generar el compromiso entre sus corporaciones integrantes (Osram, Philips, General Electric, Tungsram, entre otras) de disminuir, por la vía de una intervención técnica negativa, la duración de las bombitas a no más de 1200 horas, número surgido de estudios económicos que determinaban que de esa manera la tasa de recambio permitía vender más bombitas cada año y con más ganancias por la calidad inferior en sus materiales. El cártel, que duró hasta 1939, incluso imponía sanciones a las corporaciones que incumplían el pacto comercializando lámparas que duraran más de lo establecido por el acuerdo. Los hechos anteriores están perfectamente acreditados por documentos de las mismas compañías descubiertos años más tarde.

Tabla que indica el descenso de la durabilidad de las bombitas luego de la irrupción del “pacto corporativo”
Otro ejemplo de intromisión de la obsolescencia en un desarrollo que a priori fue beneficioso en la reducción del consumo energético a nivel mundial y que atentó contra los posibles grandes beneficios de la utilización de esta tecnología, fue el de la iluminación basada en chips led (familiarmente la lámpara led). El cambio de la clásica iluminación de base incandescente, de muy baja eficiencia y alto consumo, (pasando por otras intermedias) a una que con solo el 10% del consumo, lograba iluminaciones de misma intensidad, en principio resultaba claramente auspicioso (sin olvidar que existen cuestiones negativas referidas a la obtención de sus materias primas mediante métodos fuertemente extractivistas). Todo marchaba bien, hasta que la práctica mercantilista que nos convoca en este apartado, asoló casi instantáneamente los beneficios que esta nueva tecnología traía relacionados. Los leds que prometían durabilidad por cuestiones físicas de sus componentes de hasta 50 veces mayor a las incandescentes y hasta 10 veces más que otras tecnologías, terminaron de hecho, durando lo mismo que las antiguas, pero con mayor cantidad de piezas; lo que conlleva mayor incidencia en la contaminación que genera su exagerado e innecesariamente repetido proceso de producción. Sumado a lo anterior está el aumento exponencial de desechos, producto del descarte de millones de lámparas que víctimas de la durabilidad preestablecida son echadas sin escarnio a la basura. Es este, entonces, otro ejemplo cabal de cómo las prácticas capitalistas del mercado son per se largamente perniciosas. Aun cuando el progreso tecnológico pareciera avanzar positivamente en productos algo más amigables con el ambiente, se activan los mecanismos necesarios con el objeto de contener dicha mejora, simplemente por ir en detrimento de la consumación exitosa de las prácticas mercantiles. Incluso algunas empresas invierten el concepto de cuidado del ambiente en beneficio propio creando productos denominados “verdes”; que no solo no lo son en rigor técnico, sino que, con el falaz argumento de ser supuestamente novedosos en ese aspecto, provocan el recambio de manufacturas previas, existentes y funcionales; con nuevamente, la inmediata consecuencia del acrecentamiento de la generación de basura al ser descartadas, en una práctica conocida como “Greenwashing” (algo así como lavado de imagen verde). Tal es el caso, entre tantísimos otros, de la falacia verde de los autos eléctricos (consumen recursos extractivos tales como litio, silicio, cobre, hierro, carbón, energía generada, etc.). Para graficar cuán impostada es esta supuesta práctica, se calcula que solo el 15.5% de la basura electrónica es reciclada. Las megatecnológicas no solo generan esa basura con la obsolescencia, sino que tampoco se encargan de los desechos que posibilitan su cíclico lucro. Es así como el capital, con su habitual cintura, simultáneamente: evade sus responsabilidades sobre el daño ambiental, crea con la excusa verde supuestos nuevos productos con mínimos cambios; generando así un nuevo consenso a nivel social en el que aparentan estar invirtiendo en proteger a la ecología, cuando la realidad indica que lo que están haciendo es subvertir todas estas posibilidades loables en preeminencia del ensanchamiento de sus dividendos. Es decir, un mecanismo de relojería casi perfecto de reconversión ante el destape flagrante de la nocividad a nivel ambiental, social y económico de sus prácticas. Algunas organizaciones dedicadas al tema sostienen que la obsolescencia podría costar a cada ser humano 50.000 dólares en toda su vida. El ejemplo pecuniario sirve para interpretar, desde el lenguaje del capital a través del equivalente universal, el brutal desperdicio de recursos de todo tipo que se ponen en juego por la aplicación de estas prácticas.

Nos detendremos analizando un último ejemplo en casi plena vigencia, en el cual se pone de manifiesto la mecánica que articula a varias de las prácticas antes descritas y sus respectivas consecuencias: Desde 1965 existe y continúa en vigencia (aunque forzosamente), la denominada “Ley de Moore”. Postuladotecnológico que, dejando de lado tecnicismos, predice milagrosamente que: “El número de transistores por unidad de superficie en circuitos integrados, se duplicará cada año y que la tendencia continuaría durante las siguientes dos décadas”. En pocas palabras, asegura que la capacidad o velocidad de procesamiento será duplicada en ese tiempo, en reiteradas ocasiones. Esta “ley” superó sus expectativas iniciales siendo aún hoy imperante en la industria. Resulta profundamente sugerente que siendo Moore el enunciante del postulado, co-fundador y ex-CEO de Intel, que es la fábrica más grande de procesadores informáticos del mundo, con prácticas claramente monopólicas (no solo económicamente hablando, sino también en términos de apropiación de saberes), quien definió esa ley basada en ciertos aspectos de la técnica y la física de materiales, que predice aprovechando su condición hegemónica en la fabricación de procesadores, como forma de garantizar y legitimar; valiéndose del consenso generado por una supuesta “ley científica”; la obsolescencia de sus propios artículos a través del tiempo y en un lapso bastante prudencial de 20 años, para luego prorrogarla 2 décadas adicionales y más recientemente extendiéndola mínimo 15 años. Pareciera ser una obsolescencia redundante, planificada y proyectada para una perfecta previsibilidad a los fines económicos más estrictos. En el progreso de la capacidad de procesamiento hay una realidad y es que el procesador de hace 45 años resultaría irrisorio en estos tiempos, pero eso no significa que ese ritmo de mejora de la rapidez de procesamiento sea real y que tal vez ese progreso en el avance de las velocidades, haya estado encorsetado por intenciones económicas puramente especulativas, corporativas y cartelizadas; y que desde un principio, con más profundidad en la investigación, más inversión y sin especulación lucrativa; se hubiese llegado a límites más reales, creando procesadores que duren más tiempo, evitando así todas las negatividades que la obsolescencia de éstos productos en particular conlleva. También en éste caso, podemos sugerir que la práctica pudo haber generado un retraso en campos de aplicación en los que el procesamiento colectivo, colaborativo y cooperativo de datos es fundamental; privándonos tal vez, de haber podido predecir mediante cálculos cooperativos: catástrofes climáticas, terremotos, generar modelos que mejoren la medicina o tal vez que alertasen sobre la posibilidad de aparición de pandemias como la reciente de COVID-19, colaborar en su erradicación, evitando en todos estos casos la pérdida de vidas. Además, de los incontables perjuicios generados al ambiente por el constante recambio de productos (provenientes en su mayoría de prácticas plenamente extractivistas), que a la vez es pieza clave involucrada en la causa de las catástrofes antedichas, cerrando así un tenebroso círculo vicioso con exactitud aritmética. Si bien el razonamiento se deduce provocativo por su ucronismo, no resulta para nada descabellado. La cosa se pone más agria aún si aplicamos el silogismo a otros ámbitos de las ciencias exactas y la técnica, en las que el mercado es parte regulante, más allá del simple caso de una pequeña parte del mundo de la tecnología como el procesador informático, dentro de la galaxia de la obsolescencia como un actor más del universo del capitaloceno. Es, por tanto, un argumento claramente falaz el que pregona que el libre mercado y competencia, generen condiciones que incentiven y promuevan el desarrollo científico-tecnológico.

Se desprende del razonamiento anterior que el mercado, en vez actuar como motor del desarrollo, opera como un corral que restringe movimientos y que solo amplía su superficie según las necesidades temporales del lucro; que sin ese corsé, el progreso tecnológico no solo sería más acelerado, sino que también podría orientarse hacia mejoras de la sociedad en su conjunto: en la reproducción ampliada de la vida, del conocimiento, de la ayuda mutua internacional, del cuidado real del ambiente, los cuerpos/territorios, y un largo etcétera. Se trata de liberar esas cadenas por la emancipación tecnológica, pero claro, no está de más decir, que eso solo estará completo con las cadenas rotas de las trabajadoras y los trabajadores, aunque debemos actuar con premura produciendo cambios palpables en la morigeración y posterior erradicación de estas prácticas y otras relacionadas de incluso, mayor nocividad. No es la anterior una cuestión menor, porque el sistema en su afán de transformar todo en mercancía, logra que esa suerte también alcance a las personas y los pueblos; nosotres también somos víctimas de similares procesos, pero quizás de forma inversa: personas de edad avanzada son desechadas por el sistema por considerarlas obsoletas, expulsándolas de un mundo formateado para personas en plena capacidad física y económica de consumo, según los cánones impuestos epocalmente. Se verifica en ese sentido, tal como decía León Rozitchner, que “el capitalismo no solo produce mercancía, también produce seres humanos” o, como decía Foucault en vigilar y castigar, “cuerpos políticamente dóciles y económicamente rentables”.
Citamos aquí, tan solo un par ejemplos que sirven de asidero para caracterizar el talante pernicioso de estas praxis capitalistas. Es menester aclarar que, por motivos de extensión y claridad de este apartado, cuando hablamos de “la obsolescencia”, en realidad omitimos referirnos a “las obsolescencias”. Ellas, existen en muchas formas y pueden presentarse hasta en los ámbitos menos sospechados: desde la industria de los medicamentos y alimentos; de servicios, como la medicina prepaga, la telefonía celular, hasta las aseguradoras; y en caracterizaciones, que además de la programada; pueden ser del tipo tecnológica, de componentes o diseño. También están las operadas desde la especulación, el deseo, la ingeniería y psicología social. La padecemos, la apuntalamos; como peces, no viendo el agua en la cual nadamos. Inundan nuestras ciudades (ya impracticables por otras razones) con sus consecuencias y su basura evitable, de todo tipo. Como decían acertadamente Piazzolla y Ferrer en un tango: “ciudades, cadáveres de pie”; porque parecieran en eso convertirse, víctimas de estos accionares en colaboración con tantos otros de igual o mayor nocividad.

Estas realidades aportan a profundizar en la necesidad imperiosa e insoslayable de construir alternativas emancipadoras no solo a nivel tecnológico-científico, sino también con profundidad en lo social y en lo económico, antipatriarcales y descolonizantes; que sean suplemento de este presente de criticidad progresiva, de una artificial entropía ecológica de magnitud exponencial propulsada por éstas prácticas que, debemos saber, está en nuestras manos detener. La degradación no es inevitable como en el universo lo es, tal cual lo confirma el irrefutable segundo principio de la termodinámica. Para el capital es siempre excusa perfecta la naturalidad en cuanto al devenir de los hechos, con la irreversibilidad como consecuencia, así es como nos intenta incitar a claudicar ciertas luchas por fútiles o antinaturales; por ser su objeto inalterable e inquebrantable. Debemos saber a ese respecto que, a escala humana, la degradación es plausible de detención y hasta de reversibilidad, tanto a nivel ambiental como social, cultural y económico. Así quedó demostrado en términos ecológicos, en la reciente pandemia de coronavirus, cuando socolor del aislamiento dictado por los estados por el colapso del deficiente sistema sanitario mundial; fauna y flora, que fueran expulsadas por la actividad humana citadina, volvieran al lugar del cual fueron despojadas, los ríos devinieron prístinos y se avistaron peces en muy poco tiempo; dando cabal comprobación, no solo del carácter pernicioso de la prácticas humanas ligadas al sistema, sino también de su recuperación de resultados flagrantes en pequeños lapsos temporales. Hablamos de que tan solo semanas le tomó a la naturaleza recomponer centenios de prácticas de agresividad progresiva. Es menester entonces imaginar que si los cambios fuesen profundos y rápidos los resultados beneficiosos lo sean también. No se trata de aislarse (como en éste caso) para que el ecosistema retome su curso biológico, sino de compatibilizar las prácticas humanas, culturales, económicas y sociales; con las naturales, en una sana convivencia de construcción periódica, de descosificacion del ambiente y las personas, tal cual ejercitaban en buena medida los pueblos originarios de nuestramérica, conjugando sus hábitos con el devenir natural de nuestra tierra, sin destruirlo y en el caso de nuestra temporalidad, sin dejar de progresar en el buen sentido, de progresar redireccionando a la técnica a ser partícipe de mejora en términos de igualdades socioeconómicas y de acceso a tecnologías seguras y colectivas. Es importante para ese fin el destaque de una triada ciencia-técnica-tecnología con plena orientación social y ambiental, desmercantilizada, desencorsetada, despojada de las prácticas nocivas de interferencia e injerencia habituales en el capitalismo y al servicio pleno de todas y todos. Urge repensar estas prácticas también en términos de soberanías energética y tecnológica, por ser ellas cimiento imprescindible para la sostenibilidad en el tiempo del bienestar social establecido por un sistema con las anteriores premisas. Claramente hay que acompañar a esa revisión con un replanteo de los mecanismos de generación y producción de tecnología, que implican enormes daños ambientales a través de prácticas fuertemente lesivas y de consecuencias realmente irreversibles como el extractivismo, el desmonte, la megaminería; poniendo el foco también en la generación de energía, doblemente contaminante por los combustibles necesarios para su transformación en fuerza motriz, almacenamiento y por su posterior derroche por inconductas consumistas.

En ese sentido, emerge esta efímera descripción de una práctica tan introyectada que nos resulta intangible, y de cómo aporta a la construcción hegemónica y su posterior consolidación respaldando su pervivencia. Para terminar con quien empezamos, decía Benjamin revocando fino una ya genial frase: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren”. Intenta en ese sentido esta somera descripción, contribuir a pensar en que deberíamos redireccionar la obsolescencia programada desde las “cosas”, hacia el sistema mundo, el capitalismo; que claramente hace mimesis con sus propias prácticas quedando obsoleto desde hace rato. Sabemos que su obsolescencia no fue programada por sus creadores, promotores y sostenedores, ni lo será, pero sí debería serlo urgentemente, por la humanidad toda, ya desde ahora, por el bien del futuro de su existencia.
Diego Lapunzina – Técnico Electromecánico – 2022